TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Cuaresma - Ciclo B

Jesús y la samaritana

Primer domingo

1. La libertad nos cuesta

«En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto, donde se quedó cuarenta días, dejándose tentar por Satanás». —San Marcos, cap. 1.

En Los hermanos Karamazov, Dostoyevsky nos presenta a Cristo, quien de regreso a la tierra hacia el siglo xvi se encuentra en Sevilla, donde la multitud le acoge entusiasmada. Los atormentados y los dolientes le rodean.

Y Él a todos les devuelve la paz y la salud.

Pero de pronto entre la multitud aparece el Gran Inquisidor. Es un anciano erguido, de rostro pálido y ojos chispeantes, el cual desafía a Cristo. «¿Por qué —le grita— has venido a estorbarnos? ¿Por qué nos diste la libertad cuando tenemos hambre de pan? Nos abrumas con esa libertad, oprimente como un odioso yugo».

Es probable que el novelista ruso escribiera desde su experiencia personal. Porque a todos la libertad nos cuesta. Ella es un don que nos expone a infinitas tentaciones. Sería mejor tener a la mano el pan de cada día, sin estar obligados a pensar, a elegir, a luchar.

A Jesús, hombre verdadero, el demonio le ofreció renunciar a su tarea de Mesías. Tendría entonces una vida cómoda, un populismo fácil, una gloria barata que atraería a muchos. El Maestro sintió en su interior esa tensión que experimentamos tantas veces, cuando lo agradable es próximo y posible, mientras lo justo se presenta como un ideal difícil y distante.

Este dilema tortura a jóvenes y adultos, a niños y a personas mayores. A quienes se han propuesto ser buenos y a muchos que tratan de vivir a sus anchas.

También el pueblo escogido fue tentado en las diversas etapas de su historia. Se sintió empujado a trocar a Yahvé por otros dioses, a vender su fidelidad a cambio de gratificaciones pasajeras. Moisés, David, Jeremías, los grandes personajes de la Biblia y también los santos de la historia cristiana, se vieron abocados a ese dilema: hacerle caso al Señor, o seguir sus propios caprichos.

Pero conviene entender que la tentación nunca nos devalúa. Ni como personas, ni menos aún como cristianos. Poder decirle no a Dios es parte de nuestra condición. Decirle sí, desde la libertad, hace parte de nuestra grandeza. Aún más, muchos creyentes nos enseñan que ser tentados pudiera indicar una predilección: «El oro se prueba en el fuego y los hombres gratos a Dios en el crisol de la tribulación», enseña el Eclesiástico. «Como tú eras grato a Dios —dice el ángel a Tobías— convino que la tentación probara tu fidelidad».

Añade J. M. Cabodevilla: «La tentación robustece el alma, lo mismo que el viento es un estímulo mecánico para el crecimiento del árbol. La tentación hace posible nuestro progreso, como ocurre en el vuelo de las aves. Ellas no avanzan solamente por el impulso de sus alas, sino también por la resistencia del aire. La tentación nos adoctrina sobre el corazón humano, para hacernos más comprensivos con las flaquezas ajenas».

Frente a la tentaciones de Cristo, frente a nuestra humana condición, despertemos la alegría. Una alegría que habrá de convertirse en confianza. Una confianza que será luego seguridad. No le importan a Dios los fracasos anteriores, ni nuestros balances deficitarios.

2. Saludos nos manda Dios

«Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: Está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia». —San Marcos, cap. 1.

Nietzsche acusa a los cristianos de matar la alegría y de ensombrecer el firmamento. El pensador alemán puede tener razón si ha observado a cristianos que desfiguramos el Evangelio. Los que a través de nuestras actitudes y nuestro modo de transmitir el mensaje, no predicamos a un Dios, Padre y Amigo. Si no comunicamos el gozo de la Buena Noticia.

Padres de familia, profesores, sacerdotes, comunicadores, hacemos demasiado énfasis en aspectos secundarios de la fe y descuidamos cosas sustanciales.

Porque es más interesante el amor de Dios que el infierno, es más importante la caridad que la continencia, es más valioso el estar comprometidos con el mundo que el ser meros inquilinos de un valle de lágrimas.

Con frecuencia anunciamos un Evangelio contaminado con nuestras neurosis:

Resentimiento social: nuestra palabra se hace parcializada y amarga.

Miedo al sexo: nuestro mensaje se vuelve deshumanizado y lleno de amenazas.

Delirio de poder: hablamos demasiado de lo temporal, de lo inmediato. Confundimos el Reino de Dios con el orden jurídico.

Inseguridad: somos incapaces de reconocer nuestros errores y culpamos a los demás de todos los males.

Hemos despojado la fe de su capacidad de trascendencia.

Nuestras liturgias resultan entonces frías, desprovistas de arte, sin sentido de fraternidad.

Vivimos una religión inmediatista, utilitarista, inepta para crear ilusiones de buena ley, sin poder para elevarnos más allá del hambre, de la sed, del cansancio de cada jornada.

Predicamos un Dios sin alegría. Se nos nota en el tono de voz áspero y sin amor. No comunicamos simpatía, ni buen humor, ni esperanza.

Hemos olvidado que la palabra gozo se encuentra cincuenta veces en el Nuevo Testamento, y el verbo alegrarse, sesenta y tres.

Hemos atado el Evangelio a una sola cultura, a un momento histórico especial, a una determinada geografía.

Por esto, la juventud y mucha gente de buena voluntad no nos entienden, ni se sienten llamadas por la palabra del Señor.

Al comienzo de su predicación, Cristo insiste en tres asuntos principales:

«Está cerca el Reino de Dios». Es decir: si lo queremos, este mundo puede empezar a ser distinto.

«Convertíos»: es necesario tener nuevas actitudes ante la fe y ante la vida.

«Creed la Buena Noticia»: Dios nos manda saludar, invitándonos a aceptar su mensaje.

3. Aquellos pactos con el diablo

«Jesús se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás». —San Marcos, cap. 1.

¿Han leído ustedes El retrato de Dorian Gray? En épocas pasadas era cosa frecuente que un ambicioso, o un desesperado, hiciese pacto con el diablo. A cambio de determinado poder, de riqueza o juventud, el interesado firmaba el documento con su sangre y transfería su alma a Satanás.

Las cosas han cambiado. El demonio ya no pierde su tiempo con un solicitante aislado. ¿Para qué, si puede tener bajo su mando a pueblos enteros, grupos numerosos o sectores especiales de la sociedad contemporánea? El diablo firma hoy arreglos colectivos, acuerdos a alto nivel y realiza negociaciones en la cumbre.

Dejemos a los teólogos que, con ciencia y paciencia, nos esclarezcan si la expresión demonio en la Biblia significa espíritus que son personas, o una forma hebrea de designar los poderes del mal. Pero tanto el antiguo como el nuevo Testamento nos hablan del diablo, Belcebú, Satanás, los espíritus inmundos.

Y cada uno de nosotros siente también en su vida, y en la sociedad que lo rodea, la influencia del mal, que contrarresta con ahínco los esfuerzos de Dios y de los hombres de bien.

Basta recordar el tráfico de influencias, los negocios injustos, el imperio de la droga, la corrupción, la discordia en las familias, la infidelidad conyugal, las leyes que van contra la verdad y la injusticia. Y muchas cosas más.

Pero el demonio no trabaja solo. Lo hace en equipo y todos, más o menos, podemos ser colaboradores y quinta columna de su ejército: cuando no cumplimos el deber, si no actuamos generosamente, o escogemos el camino más fácil. Si no hablamos a tiempo, no corregimos, o no sacrificamos nuestros intereses en bien de la comunidad.

Cuando el Evangelio nos cuenta que Jesús resistió al tentador en el desierto, nos enseña que su victoria puede renovarse a diario en cada uno de nosotros.

Con la oración alcanzaremos que el poder de Cristo apoye nuestra flaqueza. Somos débiles, pero Dios «nunca permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas», como escribió san Pablo a los corintios. Aún más: la tentación puede llevarnos a un encuentro más íntimo con Dios, nuestro Padre. Lo explicó, con lujo de detalles, san Lucas en la parábola del Hijo Pródigo.

De otro lado, ningún cristiano tiene que negociar con el demonio en busca de riquezas, de poder o de eterna juventud. «Toda dádiva buena y todo don perfecto vienen de lo alto, descienden del Padre de las luces». Nos lo enseña el apóstol Santiago.

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Segundo domingo

1. Allá en el corazón

«Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan a una montaña y se transfiguró delante de ellos». —San Marcos, cap. 9.

Que el cadáver no cause miedo a nadie, ni siquiera a los niños. Que el difunto parezca suavemente dormido entre almohadones y fragancias. Los maquilladores le quitarán del rostro el rictus de la muerte, borrando con afeites su palidez de cirio.

¿Pero será posible maquillar las conciencias? Sí parece. Porque diariamente ocultamos muchas perversas intenciones, deseos criminales, actitudes inicuas bajo palabras suaves e hipócritas sonrisas.

El Evangelio nos narra la Transfiguración del Señor: Jesús sube a una montaña, en compañía de sus más cercanos discípulos, Pedro, Santiago y Juan, y ante ellos se transforma visiblemente. Un evangelista señala que su rostro se volvió brillante como el sol. Otro apunta que los vestidos de Cristo se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún lavandero. Aquel día el Maestro permitió que sus discípulos lo contemplaran, más allá del resplandor y la blancura, como el Hijo de Dios.

Pedro reaccionó emocionado: «¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres chozas para quedarnos».

Según san Mateo, en nuestro propio corazón se incuban todos los pecados. Pero también allí anidan todas nuestras positivas posibilidades. Entonces la transfiguración del cristiano será un esfuerzo continuado por sacar a la luz nuestras bondades. Ellas existen, no obstante las asechanzas del mal.

En lo más hondo del alma todos guardamos una marca de fábrica: somos hijos de Dios. Pero quizás nuestros comportamientos pocas veces la manifiestan.

Allí también se esconde una inmensa dimensión de amor.

Sin embargo, casi siempre agoniza sin proyección hacia los hermanos. Lo mismo le sucede a nuestra capacidad de perdón: no ha hemos puesto en acción para construir paz.

Atesoramos en nuestra mente mil palabras de verdad y de anuncio de Dios. Pero se han quedado almacenadas, con peligro de vejez inminente. La memoria conoce las cualidades y los dones ajenos. ¿Se nos ocurre, con sinceridad y alegría, resaltarlas? ¿Dejamos asomar a los ojos esa serenidad que Cristo nos regala, nuestro profundo gozo de sentirnos amados por el Todopoderoso?

Antes de celebrar la Pascua se nos presenta una buena ocasión para transformarnos desde dentro. Transfigurarnos es algo muy distinto de maquillarnos artificiosamente. El Señor quiere que seamos iconos de su transfiguración y no sepulcros blanqueados.

El rosal le dijo a la viña: «Yo te presto mis flores. Con sus pétalos podrías arropar tus racimos ahora verdes y amargos. Los viandantes te mirarán llena de colores y hermosa. Sentirán sus aromas. Y te llenarán de alabanzas».

Respondió la viña: «No quiero aparentar, ni menos aún engañarme. Esperaré que mis raíces me entreguen la dulzura que ellas le sorben a la tierra. De otro lado, mis racimos saben mirar al cielo. El sol de junio madurará mis uvas y mañana el vino generoso alegrará el corazón de los hombres».

El sol insistió: «Eres tonta. Existen muchas formas de vivir y prosperar, sin muy arduo trabajo».

«Seguramente —respondió el rosal—. Existen. Pero la verdad es una sola. Y son infinitas las mentiras de este mundo».

2. La oración de fray Crispín

«En aquel tiempo Jesús llevó a Pedro, a Santiago y a Juan a una montaña y se trasfiguró delante de ellos». —San Marcos, cap. 9.

Fray Crispín se ha quedado ciego. Después de muchas andanzas como misionero en la Guajira colombiana, pasa sus últimos años en el internado indígena. En las tardes se hace llevar de la mano hasta la capilla de la Misión. Allí palpa con sus manos temblorosas la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y eleva entonces su oración confiada: «Sagrado Corazón de Jesús, ¿recuerdas cuando te saqué de la aduana de Maracaibo, envuelto en una hamaca? ¡En ti confío!».

Para evitar problemas en la aduana, el Hermano Crispín había envuelto la imagen, venida desde España, en una hamaca, diciendo que era un indio enfermo. Esta había sido la gran proeza de su vida. Su momento cumbre, cuando se lo recordaba al Señor.

En la invitación que Cristo hace a sus tres íntimos amigos, descubrimos una llamada a encontrarse con Dios.

Jesús los invita a una montaña alta y delante de ellos se transfigura.

A nosotros también nos llama el Señor a departir con Él, para darse a conocer tal como es, para mostrarnos la vida en otra dimensión. Pero con frecuencia declinamos la invitación. Estamos demasiado ocupados.

El encuentro con Dios se realiza sobre todo en la oración. Orar es aceptar esa cita con el Señor, para escucharlo y también para hablarle de nuestras cosas.

Bastará hacer un poco de silencio y confiarnos a Él. No es necesario saber mucha teología ni recitar frases alambicadas y solemnes.

Basta con expresarle a Dios lo que sentimos: el problema del hijo, la incertidumbre del trabajo, nuestras luchas interiores, nuestras angustias y nuestras esperanzas.

El Hermano Crispín oraba a su manera, poniendo ante Dios su hazaña en Maracaibo, confiado en que el Señor se la tendría en cuenta.

Es cuestión de amor. Éste reanima los recuerdos y realiza una especial sintonía con aquellos a quienes amamos.

Quizás nos hemos sorprendido alguna vez hablando a solas, por el recuerdo de una madre lejana, de una novia ausente, de una esposa que nos espera, de un hijo cuyas preocupaciones nos desvelan.

Esto es orar. Llegar hasta el Señor con todo nuestro equipaje de esfuerzos y desengaños.

Podemos orar cuando las cosas andan mal, como una súplica. Cuando logramos éxitos, como acción de gracias. Cuando miramos el sufrimiento ajeno, como intercesión. Cuando aconsejamos, para que nuestra palabra caiga en buena tierra. Cuando no podemos hacer nada, porque todas nuestras herramientas se han mellado, como un estar allí humilde y silencioso…, aceptando y compartiendo.

3. Aviso para caminantes

«Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan a una montaña alta y se transfiguró ante ellos». —San Marcos, cap. 9.

A don Quijote, su locura sublime le hacía mirar feroces enemigos en los mansos molinos de viento de la comarca manchega. Nosotros sufrimos de otra locura, que nos oculta la presencia luminosa del Señor en los acontecimientos de la vida.

Pero Dios acostumbra transfigurarse, en ciertas ocasiones, para que miremos gozosamente su luz y su gloria y así se consolide nuestra fe.

El Evangelio nos cuenta cómo el Señor llevó a tres de sus discípulos a una montaña y les mostró un poco de su gloria. Ante Pedro, Santiago y Juan, Cristo manifestó su gloria. Les dio a entender quién era, de una forma más clara y convincente. Los evangelistas apelan a ciertas comparaciones para explicar tal experiencia: que los vestidos del Señor se volvieron blancos como la nieve y su rostro resplandeciente como el sol. Formas humanas de presentar cosas divinas.

Muchos de nosotros hemos tenido en la vida momentos semejantes. Hemos sentido a Dios muy cerca, comprendiendo claramente que Él es nuestro Padre. Nos pareció que, alargando los brazos, lo hubiéramos podido tocar. Pudo ocurrir así cuando nació el primer hijo, en la muerte de un ser querido, cuando sufrimos aquel accidente. En aquella confesión que hicimos, cuando encontramos un amigo de verdad.

Pero quizás otros hermanos nuestros no han gozado esta experiencia maravillosa. No tuvieron la suerte de sentir a un Dios cercano, ni descubrieron a Cristo en su hogar. O el viento de la vida los arrastró muy lejos de la fe.

Pero a quienes hemos visto al Señor, nos nace el antojo de plantar nuestra tienda allá en el monte. No vale quedarnos embelesados, financiados espiritualmente por la luz de Dios. Conviene regresar a la penumbra del valle, para hablar con los hermanos de ese Cristo que se nos ha revelado tan generosamente. Muchos esperan nuestra palabra, nuestra voz animosa y el apoyo de nuestras manos amigas.

A veces también pretendemos que los demás suban a la montaña por el mismo camino nuestro. Como si la esencia del cristianismo consistiera en determinadas formas: en mi devoción, en mi apostolado personal, en mi gesto, en mis costumbres familiares. A Cristo se puede llegar por muy distintas sendas, siempre que estén iluminadas por el Evangelio.

Tampoco despreciemos a quienes no han comenzado todavía el ascenso. Cuántas veces en nombre de Jesús hemos ahuyentado, con nuestra suficiencia y vanidad, a los que dudaban allá abajo, antes de emprender la cuesta. Hay muchos hermanos que han caído en los baches del camino. A otros les cuesta mucho subir ya por la tarde, aunque estén convencidos de que la luz está en la cumbre.

Si nos volvemos hacia el prójimo, volveremos a encontrar al Señor transfigurado. Sea esta reflexión de hoy un aviso para caminantes.

Es bueno gozar la luz de Dios, pero es mejor compartir la lucha de los que buscan al Señor, entre las oscuridades y vericuetos del camino.

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Tercer domingo

1. Golpes que purifican

«Jesús, haciendo un azote de cordeles, echó del templo a los vendedores y cambistas, diciéndoles: Mi casa es casa de oración». —San Juan, cap. 2.

«El templo —escribe un biblista francés— fue para los judíos una especie de microcosmos que afirmaba, con su arquitectura, la vocación propia del pueblo escogido».

Lo anterior nos explica el asombro de fariseos y escribas frente a la insólita actitud de Jesús, quien, haciendo un azote de cordeles, como cuenta san Juan, expulsó a los cambistas de moneda y a los vendedores de ganados y palomas que habían invadido los atrios del templo. Y les dijo: «No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Una turba de cambistas invadía aquellos atrios, trocando los denarios de Roma y las dracmas de Grecia por moneda judía no contaminada, con la cual se pagaba el tributo religioso. Numerosos mercaderes ofrecían animales para los sacrificios, en medio de la algarabía y el desorden. Todo lo cual desató la ira del Maestro.

Pero además el Señor hace aquí un gesto simbólico, relativizando todo el culto judío que en adelante ya no tendrá sentido. A la samaritana el mismo Jesús le explicará que llegará el momento de no adorar a Dios ni en Jerusalén ni en Garizim, sino «en espíritu y en verdad».

Los judíos preguntan entonces al Maestro con qué autoridad hace estas cosas. Y el Señor responde: «Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré».

Esta segunda afirmación hizo rechinar los oídos de los presentes. El templo, esa maravilla, ¿un profeta galileo será capaz de destruirlo, para reedificarlo luego, como por arte de magia?

Pero Jesús se refería a su propio cuerpo, que habría de ser vencido por la cruz y luego resucitado por el poder de Dios.

Israel, a través de su historia, se sintió siempre como un pueblo invadido por Dios. Ni las incursiones de Grecia, ni la ocupación romana aminoraron esta conciencia que los rabinos recalcaban en la sinagoga.

Pero ahora Jesús descubría que así como el templo se veía asediado por aquellos negociantes, también el corazón de cada judío sucumbía bajo otras preocupaciones: el culto como un cumplimiento mecánico de la ley. Una fe de exteriores que no producía un cambio personal. La esperanza de un Mesías temporal, para provecho de unos pocos.

Aquel profeta airado, que barría mercaderes y cambistas de los atrios del templo, gritaba entonces que Dios quiere gente convertida desde el corazón. Desea que sus hijos lo amemos en espíritu y en verdad.

No dejemos entonces que las preocupaciones del dinero suplanten en nosotros los valores evangélicos. Evitemos también un cristianismo apegado a la letra que asfixia la creatividad y el corazón. Tratemos de vivir en lo profundo la alianza con el Señor. Desterremos de la Iglesia un afán innecesario de protagonismo, que no se compadece con su condición de servidora.

También los golpes de la vida barren de nuestro mundo tantas cosas, que nos estorban el encuentro con Dios. Cuando así ocurra no demos lugar a las quejas, sino a la esperanza.

2. Ni siquiera un cabello

«Haciendo Jesús un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes y a los cambistas les volcó las mesas. Y a los que vendían palomas les dijo: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». —San Juan, cap. 2.

Quizás hayamos contemplado alguna vez, desde la ventanilla del avión, el panorama de una ciudad. En la parte antigua se destacan los templos que levantaron nuestros mayores. En las afueras, apenas si alcanzamos a distinguir alguna construcción más espaciosa, que podría ser el lugar de reunión de una parroquia.

Antes, nuestras iglesias eran los edificios más imponentes del contorno. Se gastaban muchos años, se invertía mucho esfuerzo y dinero en levantar sus muros y torres, en decorar su interior con mármoles e imágenes preciosas.

Hoy nuestros templos son más modestos. Los necesitamos con más urgencia y son otras las posibilidades económicas de los fieles. Ha habido un cambio en el estilo arquitectónico. Es también otro el sentido del templo dentro de la comunidad. Antes, era la casa de Dios.

Era difícil comprender que el Señor habitara fuera del Cielo y del Sacramento del altar. Hoy muchos lo encuentran a Él fuera del templo, en los hermanos más necesitados y también más allá de nuestras estructuras, bajo otros ropajes, dentro de otros enfoques religiosos.

¿Por qué todo esto?

Cuando Jesús arroja del templo a los mercaderes y derriba las mesas de los cambistas, no sólo quiere purificar el templo de Jerusalén. Nos enseña además a vivir una fe distinta de la religión judía.

Le hemos añadido a la fe muchas dosis de folklore, de tradición. La hemos sobrecargado de adornos emotivos, de ideologías, de preceptos.

Algunos quisieran amputarle de un tajo todas estas adherencias, para dejarla limpia y acendrada. Pero la fe viaja siempre en la historia y está sujeta a los vaivenes del mundo.

Como el aire y el agua, también la religión, cuando la purificamos demasiado, se vuelve incapaz de servir al hombre.

Ella brinda a cada creyente, según su gusto particular, un sabor especial, una diversa modalidad, una respuesta personal, un matiz, una tonalidad diferente. Despojarla de todo esto equivaldría casi a destruirla.

Pero sí quiere el Señor que libremos a la fe de todo mercantilismo. No se trata de cambiar sacramentos por méritos, o sacrificios por anestesia contra el remordimiento. Menos aún de manipular a Dios para el servicio particular de unos pocos, o negociar con Él como si fuera un producto milagroso.

Nuestra fe no es cuestión de compraventa. Es una amistad maravillosa entre Dios y nosotros. Él permanece fiel: ha mantenido su palabra hasta las últimas consecuencias.

Tal vez nosotros no hayamos querido arriesgar por Él ni uno solo de nuestros cabellos.

3. El enojo de Cristo

«Jesús, haciendo un azote de cordeles, echó a los vendedores diciéndoles: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». —San Juan, cap. 2.

Este Evangelio nos pone a pensar. En el Levítico, Dios enseñó a su pueblo cómo habrían de ser los sacrificios de bueyes y de ovejas, las ofrendas y cada uno de los ritos del templo.

Pero ahora Jesús se molesta ante quienes venden los animales para los sacrificios. Los acusa de haber convertido en un mercado la casa de su Padre.

La fe cristiana también se vive dentro de una aparente contradicción. De un lado, las imágenes, las procesiones, los escapularios y las medallas. De otro, una religión fría y descarnada y hasta cierto punto intangible.

Si deseamos comprender la actitud de Cristo, hay que recordar que la venta de animales había invadido el templo. Que los sacrificios materiales habían suplantado, para gran número de judíos, la religión de la mente y el corazón predicada por los profetas. Por eso el enojo de Cristo: un justo rechazo a la desviación de la fe.

Jesús venía a instaurar un nuevo orden en las relaciones con Dios, a purificar al hombre, a recordarnos el verdadero sentido del culto y del templo, desde una nueva alianza.

Por lo tanto, el cristiano no puede quedarse con lo externo. Hay que ir más hondo: a la religión de la mente y del corazón. Nos lo enseñan quienes hablan de «trascendencia». Nos dicen que los signos religiosos han de ir más allá de sí mismos. Han de propiciar convicciones, actitudes interiores, criterios y fuentes de inspiración. De lo contrario, el Señor nos podría recriminar con el profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí».

Cabría entonces preguntarnos: ¿por qué guardamos ciertas normas morales? ¿Por amor a Dios o solamente por no perder imagen? ¿Por qué oramos? ¿Por qué recibimos los sacramentos? ¿Por qué realizamos ciertos ritos?

Si todo ello trasciende a una religión interior, vale la pena. De lo contrario serían gestos vanos y falsas apariencias.

El otro extremo sería pretender una religión carente de signos exteriores: una Iglesia invisible, sin templos, sin reuniones, sin sacramentos, sin palabras. Sería una religión extraterrestre y pecaríamos contra la antropología. Para ser cristianos necesitamos, unos más, otros menos, las fórmulas, las procesiones, las imágenes, las flores, las luces y los cánticos.

Antes se definió al hombre como animal racional. Ahora se dicen cosas más hermosas y más verdaderas. Somos un espíritu en íntima comunión con la materia. Esta es la razón de los símbolos y la explicación de nuestra trascendencia.

Es oportuno revisar nuestro cristianismo, para ver si en la mente y en el corazón vive el Señor. Y si esta experiencia la manifestamos convenientemente por medio de lenguajes exteriores.

Cuidémonos de convertir la religión en una farsa. Pero también cuidémonos de alejarla de todo lo visible, hasta convertirla en algo abstracto. Tendríamos un cristianismo muy puro, pero semejante a aquel caballo de la leyenda: poseía todas las cualidades y un solo defecto: no existía realmente.

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Cuarto domingo

1. El visitante nocturno

«Dijo Jesús a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tenga vida eterna». —San Juan, cap. 3.

Hasta ese día Jesús se ha codeado con la gente sencilla: campesinos y pescadores, amas de casa y cosecheros temporales, desempleados y vagabundos. Pero esta noche lo visita un jefe judío, del grupo de los fariseos, miembro además del supremo sanedrín.

Se llama Nicodemo y es hombre adinerado. Una tradición rabínica asegura que «con su riqueza podía dar de comer, durante diez días, a todo el pueblo de Israel».

El visitante inicia el diálogo con un cumplido: «Maestro, sabemos que has venido de Dios. Porque nadie puede realizar las obras que realizas si Dios no está con él». Jesús le responde con un reto: «El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios».

Nicodemo escucha desconcertado: ¿qué significa un nuevo nacimiento? ¿Hace ironía Jesús con su edad ya mayor? Sin embargo, el diálogo avanza. Muchas preguntas del visitante y otras tantas respuestas del Señor, aunque veladas entre símbolos, a la usanza judía: «El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va». «Del mismo modo que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre».

Pero el fariseo no se irrita. Entrecierra los ojos para mirar con más profundidad a su interlocutor, mientras las dos siluetas, empujadas por la luz de una lámpara, se proyectan contra la pared. Un viento suave se cuela por las torcidas calles de Jerusalén. La noche avanza.

Cuando Jesús comprende que su huésped ha abierto su corazón hacia lo desconocido, le dice, mirándolo a la cara: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna».

Nicodemo cruza las manos, e inclinándose descansa sobre ellas su frente. Parece que ha entendido, pero esta palabra le sacude interiormente como una tempestad. Él, que ha vivido de la ley. Que cumplidas todas sus minucias, preocupado de no irritar a un Dios exigente, se asoma de improviso a un panorama infinito de bondad y de ternura. Aunque tímidamente, Nicodemo comienza a ser cristiano.

Cuando san Pablo les explica a los efesios la bondad de Dios, apela a medidas geométricas: «Para que comprendáis cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que excede todo conocimiento». En esa hondura naufragó aquella noche la sabiduría de Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo…».

Después de aquella entrevista nocturna, muchos Nicodemos y Zaqueos, Magdalenas y Dimas, hemos sentido que el Señor nos ama inmensamente. Y dejando a un lado nuestros esquemas anteriores, hemos empezado a ser cristianos. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo…».

2. Nicodemo escucha

«Dijo Jesús a Nicodemo: Dios no mandó su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» . —San Juan, cap. 3.

Es de noche. En la penumbra de la alcoba se destaca una sencilla mesa. Más allá una tinaja de barro. Enseguida una ventana por donde llega el frescor del valle, con el aroma de los viñedos y el lejano ladrar de los perros.

En un rincón parpadea una lámpara. Su lumbre proyecta sobre el muro los perfiles serenos de los dos amigos.

Jesús explica, Nicodemo escucha atentamente:

«Dios no mandó a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él».

Sin embargo, para algunos es más cómodo condenar al mundo que comprometerse a mejorarlo. De ahí sus muchas quejas y sus pocas iniciativas. Entre tanto, otros nos colocamos fuera del mundo y repetimos con ira: tú, él, ustedes, ellos tienen la culpa.

Porque nos cuesta involucrarnos en el problema y reconocer serenamente la porción de pecado que equitativamente nos corresponde.

El mundo no se salva por los maestros que presentan diagnósticos y prometen fórmulas mágicas.

El mundo se mejora cuando nos sentimos solidarios con todos. Cuando nos animamos fraternalmente a una tarea de purificación.

Volvamos a Nicodemo: de pronto, el viento que sube desde Jericó e inclina los olivos de la cuesta, hace golpear la ventana.

Jesús añade: «El viento sopla donde quiere. Oyes su voz, más no sabes de dónde viene ni a dónde va».

Cristo emplea probablemente la palabra ruah, que significa a la vez viento y espíritu. El Maestro relaciona casi siempre su palabra con el paisaje que lo rodea. La naturaleza es su libro de texto.

Aquí, en el viento, nos muestra la fuerza del Señor. Es imposible encadenarla.

Nos da los sacramentos, pero sigue buscando de otras maneras la buena voluntad de los hombres.

No permite que nadie pierda del todo la inocencia.

Guarda siempre en lo interior de cada hombre un pequeño lugar, un diminuto territorio, donde Él habita con deliberada ternura.

Ni a los más grandes pecadores les falta alguna vez una caricia para el hijo, un rasgo de misericordia, un anhelo de justicia muchas veces no expresado, un deseo vehemente de liberación.

Trabaja el Señor aquí y allá, dentro de la Iglesia y fuera de ella.

Con quienes lo buscan y con aquellos que huyen de sus manos. Con todos los que le conocemos, aunque a medias, y también con cuantos creen ignorarlo.

Esto significa que el corazón de Dios es mejor que el corazón humano y más grande que la mente pequeña de los hombres.

3. Yo anuncio a Jesucristo

«Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna». —San Juan, cap. 3.

Pertenece a un grupo de Taizè. Es una joven francesa que se hospeda en un hogar de colombianos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntan.

—Me llamo Josianne.

—¿Qué haces?

—Estudio Trabajo Social —responde con sencillez. Pero, fundamentalmente, yo anuncio a Jesucristo…

El Evangelio nos habla de cómo Dios amó tanto al mundo, que le dio a su Hijo único. Y señala que este mensaje maravilloso se lo da Jesús a Nicodemo, un hombre rico que, temeroso, va a buscarlo de noche.

Hay algo en Nicodemo que rechazamos: sus temores. Sin embargo, muchos creyentes de hoy compartimos con él su ambigua prudencia. Vivimos a escondidas la fe. Mientras más se definen quienes dicen no creer, menos capaces somos nosotros de proclamar el Evangelio.

Disfrazamos la catequesis de relaciones humanas. La oración la hemos convertido en dinámica de grupo. No tenemos el valor de ser distintos. De decir no al materialismo, a la tibieza, a la injusticia, a las componendas, a la inmoralidad, al egoísmo.

Miramos de reojo a Nicodemo, olvidando que nos parecemos a él. Para el Maestro su visitante no es rico ni cobarde: es alguien por quien el Padre de los cielos ha entregado su Hijo único. Por quien muy pronto Jesús dará su vida.

Este judío de buena voluntad es acogido por Jesús sin condiciones, para darle uno de los mensajes más profundos y hermosos del Evangelio. Es nuestra primera enseñanza de hoy: veamos en el prójimo a un hermano, a quien «Dios amó tanto que le entregó a su Hijo único para que no perezca».

Pero hay otra lección en esta página: Dios solamente nos pide que preguntemos por Él y lo busquemos con corazón sincero, aunque sea por la noche.

Y preguntar por Él es participar en la misa, acercarnos a los sacramentos, leer la Biblia en familia, regresar hasta la conciencia, después de muchas tempestades.

Buscarlo es compartir con el pobre, llamar a un amigo a quien tenemos olvidado, ser justos con los que nos colaboran, no sólo perdonar, sino también olvidar, que no es lo mismo. Es, sobre todo, saber valorar nuestros triunfos y nuestros fracasos, bajo la luz del Señor que nos ama.

Ojalá —como Josianne— pudiéramos decir sin cobardía: soy trabajador de planta, asesor jurídico, carretillero, estudiante, ejecutivo, barrendera, mujer profesional, empleada, profesora, ama de casa. Pero, fundamentalmente, encontré a Jesucristo, escucho su palabra y la anuncio con alegría a mis hermanos.

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Quinto domingo

1. Unos griegos curiosos

«Algunos griegos que habían venido a celebrar la Pascua, le rogaron a Felipe, el de Betsaida: Queremos ver a Jesús». —San Juan, cap. 12.

Por la fiesta de Pascua mucha gente visitaba Jerusalén: los judíos de raza y de credo. También los «prosélitos», griegos de nacimiento pero circuncidados y observantes en todo de la Ley.

Además los llamados «devotos», quienes guardaban algunas observancias judías, permaneciendo en su propia religión.

A este grupo pertenecían los que buscaron a Felipe para manifestarle su curiosidad: queremos ver a Jesús. Quizás el nombre griego de este apóstol y el ser nacido en Betsaida, región bastante helenizada, les dieron confianza a aquellos forasteros. Felipe se asesora de Andrés, con quien compartía circunstancias idénticas y ambos trasladan su petición al Señor.

No sabemos cómo transcurrió aquella entrevista. San Juan no es un cronista, sino alguien que desde los hechos del Señor, elabora su enseñanza. El evangelista nos dice que el Maestro explicó entonces la razón de su venida al mundo. Y en seguida presentó aquella comparación, dolorosa y a la vez llena de esperanza, que ilumina la muerte de los seres queridos: «Si el grano de trigo no muere, queda infecundo. Pero si muere, dará mucho fruto». Es esta una ley fundamental del programa de Cristo: arriesgarse a morir para alcanzar vida verdadera.

Algo que no es extraño al amor del hogar, donde entregamos vida para multiplicarla. Algo muy parecido al proceso que exige toda industria. Pareciera que la materia prima se destruye. Pero no. Resucita en los productos que abastecen a los hombres.

Sin embargo, esta entrega presupone capacidad de riesgo. Posibilidad de ilusión.

Vivir el Evangelio nos coloca frente a variadas circunstancias, donde la opción más positiva es la renuncia. Pero muriendo alcanzaremos un nivel superior de la existencia. Si el grano de trigo no muere, permanece infecundo…

Aquel día Jesús les confiesa a los discípulos su turbación interior. Sentía que ese principio fundamental de su programa «morir para vivir», se cumpliría en él mismo muy pronto. Con seguridad tuvo miedo. Pero de pronto oyó una voz de lo alto: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». Algunos creyeron oír entonces un trueno. Otros comentaban que el Padre Celestial confirmaba al Maestro como el Mesías. Son estos elementos dramáticos, muy usados en la literatura bíblica, para explicar una verdad superior.

Suponemos que aquellos extranjeros curiosos pudieron escuchar todo esto. ¿Comprenderían entonces que Jesús era el profeta prometido por Dios a su pueblo y salvador de todos los hombres? Más tarde san Pablo escribiría a los gálatas: «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre o mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús».

Por estos días también muchos de nosotros —venidos desde lejos— queremos ver a Jesús. No dejemos apagar esta ilusión. ¡Qué importa si tenemos que morir a muchas cosas! No quedaremos defraudados al esperar otras más excelentes. Porque el grano de trigo, al morir en el surco, se convierte en fecunda cosecha.

2. Si el grano de trigo

«Dijo Jesús: Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto». —San Juan, cap. 12.

Freud asegura que cada hombre necesita, absoluta e irremediablemente, seguridad y satisfacción. Buscamos y perseguimos por todos los medios, en todos los caminos, bajo todas las formas, estar seguros y satisfechos.

Existen muchas formas de seguridad, se dan innumerables clases de satisfacción:

Para un niño los brazos de su madre, un juguete, una golosina.

Para el adulto, la autoimagen, el cumplimiento del deber, la experiencia, el amor o la embriaguez. O una mansión rodeada de guardianes y sistemas de seguridad.

Ser persona, y mucho más, ser cristiano, es el resultado de cambiar unas satisfacciones por otras más elevadas y perfectas. De avanzar sobre el riesgo de ciertas seguridades hacia otras más interiores y definitivas.

Cristo hablaba a la gente por las calles de Jerusalén. Algunos griegos venidos de lejos, gentiles además, pero simpatizantes del Señor, desean conversar con Él. Se acercan a Andrés y a Felipe. Estos, aunque oriundos de Betsaida, llevan un nombre griego. Quizás los visitantes les eran conocidos.

Los dos apóstoles le expresan a Jesús el deseo de aquellos extranjeros.

Entonces el Maestro les habla de este modo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece infecundo; pero si muere da mucho fruto».

El surco es el sepulcro del trigo. Pero de allí resucita multiplicado.

Muchos de nosotros no poseemos nada, porque no hemos enterrado nada nuestro. Nos pasamos la vida luciendo falsos valores, riquezas aparentes. Pero nunca hemos renunciado a algún bien en aras de otro mayor, aunque lejano.

Entonces el tiempo nos devalúa la vida, nos mina las fuerzas, desgasta inútilmente nuestras capacidades.

Como nada entregamos, nada cosechamos.

Sobre los surcos que se han quedado esperando el trigo, sólo brotan las hierbas y los cardos.

Es necesario observar nuestra capacidad de entrega y de renuncia.

Poseemos lo que sacrificamos. Somos deudores de lo que tenemos. Así sucede en la vida de familia, en el trabajo, en los afanes del estudio, en las relaciones con el Señor. Es la ley de la vida. Cualquier género de avaricia deforma el corazón y hace árida la existencia.

Son infinitos los campos donde nunca se ha sembrado por temor al riesgo. Nos da miedo que el trigo se muera. Por eso nunca revientan las espigas.

Todos conocemos muchas manos sin cicatrices, perfectamente inútiles. Muchos valores escrupulosamente custodiados, estériles para la vida eterna.

3. ¿Qué ves tú?

«Varios griegos se acercaron a Felipe para pedirle: Queremos ver a Jesús. Felipe habló con Andrés y los dos fueron donde el Señor a decírselo». —San Juan, cap. 12.

Entre las páginas de una Biblia, abierta al azar en un hotel, encontré una tarjeta de color magenta, con una pregunta en la parte de arriba: «¿Qué ves tú?».

En el centro, muy destacada en blanco sobre el color, una serie de líneas verticales y horizontales, aparentemente sin ningún significado.

Después de darle vueltas en un sentido y en otro, le pregunté a un niño qué veía él. Sin vacilar, me respondió: «Ahí dice Jesús».

A pesar de su explicación, tuve dificultad para identificar la palabra, hasta que al fin descubrí, casi en relieve, el nombre de Cristo.

San Juan nos cuenta de unos griegos que habían venido a Jerusalén con motivo de la Pascua, y querían ver al Señor. Pero quizás no lo distinguían entre la turba. O tal vez tenían recelo de acercarse, pues probablemente eran paganos. Entonces acudieron a los buenos servicios de Felipe y Andrés.

Aunque el Evangelio no cuenta cómo fue la entrevista, san Juan coloca enseguida un párrafo sobre el grano de trigo del cual dice el Maestro que muere para multiplicarse. Y añade el evangelista que, de pronto, se oyó una voz del cielo que acreditaba a Jesús como el Mesías.

Nosotros también, como aquellos extranjeros, deseamos ver al Señor. ¿Pero hacemos todo lo necesario por lograrlo? O quizás lo hemos buscado donde Él no se encuentra, dentro de unas estructuras que no tienen nada de cristianas.

Nos cuesta distinguirlo, porque no tenemos los ojos limpios ni dispuesto el corazón para acogerlo con sencillez y confianza.

Es entonces cuando pudiéramos pedir ayuda a quienes ya le conocen, para decirles: «Queremos ver a Jesús».

Aprendamos a verlo tras el semblante del enfermo, del pobre, del ignorante, y en el travieso rostro de los niños. En las rebeldes e inciertas manifestaciones de la juventud, y en la opaca pero sincera tradición de los ancianos.

Si de verdad queremos ver a Jesús, busquémoslo entre las páginas del Evangelio, aunque al principio su lenguaje nos parezca confuso e incomprensible. Después de leerlo muchas veces, esos caracteres formarán con claridad la maravillosa imagen del Maestro, que nos enseñará quiénes somos, de dónde venimos, y cuál es el sentido de nuestro paso por la tierra.

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Domingo de Ramos

1. ¿Dónde estará ese rey?

«Jesús montó en el borrico y muchos alfombraron el camino con sus mantos. Otros, con ramas cortadas en el campo. Y gritaban: ¡Viva! Bendito el que viene en nombre del Señor». —San Marcos, cap. 11.

El año 63 a. C. , luego de tres meses de asedio, Pompeyo entró a sangre y fuego en la capital de Palestina. Los libros judíos de la época presentarán esta ocupación como una catástrofe nacional y clamarán a Dios pidiendo venganza.

Años más tarde, al comenzar la primavera, llega Jesús triunfante a Jerusalén. Fueron dos acontecimientos muy distintos. Los discípulos fortalecen entonces su adhesión al Maestro. Otros interpretan el hecho como un desafío político.

San Mateo, quien adorna su relato con una cita del profeta Zacarías, no se deja llevar del optimismo. Apenas conserva de ella el sentido del rey humilde, que llega a la ciudad montado en un borrico.

Mucha gente aclama ese día a Jesús. Pero en seguida la manifestación se disgrega por las angostas calles de la ciudad. Se apagan los vivas y los ramos se marchitan.

La comunidad cristiana que leía estos textos sabía además la historia de un Maestro abandonado por sus amigos. Había oído el relato de Pedro, que alardeó de su fidelidad, para negar más tarde al Señor ante una empleada doméstica.

Los evangelistas sitúan la entrada triunfal de Cristo en la ciudad luego de la resurrección de Lázaro. Este acontecimiento estremeció a los escribas y fariseos, quienes preguntaban por todas partes: «¿Dónde está ese profeta que engaña al pueblo?».

También nosotros, discípulos de Cristo, hoy nos hacemos una pregunta semejante: si Jesús es Rey de paz y de justicia, si un día entró en la ciudad santa, cambiando su estilo de sencillez y de humildad, para probar que puede transformar el mundo, ¿en dónde estará hoy su reinado?

Un pueblo creyente como el nuestro sólo encuentra en derredor conflicto y violencia, confrontación política, pobreza y destrucción.

Pero al leer la historia desde la fe comprenderemos que cuando los humanos desatamos la guerra, el Señor no se empeña en construir la paz sin nosotros. Aguarda que nos convirtamos a Él y enmendemos nuestra conducta.

Por lo tanto, el reinado de Dios se apoya en la conciencia y en el corazón de los hombres. Valdría pues que cada uno se pregunte si ha sido honrado de obra y de palabra. Si ha compartido con generosidad. Si está educando a sus hijos para la convivencia. Si realiza siempre con responsabilidad su trabajo. Si ya apagó en su interior todo germen de venganza.

Todo ello es necesario para que el reinado de Dios avance entre nosotros y se haga visible en las personas y en las instituciones. En las estructuras sociales y políticas. Ese reinado de Cristo que anhelamos requiere muchos días y muchos esfuerzos.

El papa Juan Pablo ii nos dice: «Esto exige que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra “prudencia”, de vuestra indiferencia. De las costumbres anticristianas que habéis adquirido. Dejad que Cristo reine entre vosotros. Que sea siempre el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad».

2. Entre paréntesis

«Jesús montó en el borrico y todos gritaban, alfombrando el camino con sus mantos: ¡Viva! Bendito el que viene en el nombre del Señor». —San Marcos, cap. 11.

Aquellos soldados de Gedeón caminaban hacia el campamento de Madián, sosteniendo una antorcha oculta bajo un cántaro, mientras en la otra mano llevaban la trompeta.

A una señal del caudillo quebraron los cántaros, apareció la luz y sonaron las trompetas.

Así sucede cuando nuestro espíritu traspasa la materia, entonces somos luz, somos grito: caen las barreras y podemos vivir, por un momento, en comunión.

Lo logramos en cada celebración: la de la vida, la del amor, la del triunfo, la de la muerte.

Aquella turba que rodea a Jesús en su entrada triunfal a Jerusalén, parece celebrar por adelantado su victoria de Pascua.

Jesús adopta las costumbres de su pueblo, protagoniza muchas de sus celebraciones. Desfila también en un borrico a la usanza oriental, en medio del gentío que le aclama, arrojando sus mantos al camino y agitando las palmas.

El Señor sabe que todo acontecimiento humano tiene lugar entre dos celebraciones: la del comienzo y la del término. En este paréntesis se inscriben todas las etapas de la vida. Entre la siembra y la cosecha, maduran las espigas. Entre los ritos del amor y el nacimiento, crece el hijo. Entre el apretón de manos y el abrazo se consolida la amistad. Entre la obertura y el final, resuena la sinfonía.

El nosotros surge entre el tú y el yo. Desde la antítesis al diálogo se construye el acuerdo.

Pero quizás hemos olvidado celebrar.

Nuestra fe se quedó desmantelada porque despreciamos los signos que la enmarcan, la apoyan y defienden.

Hubo una vez un punto de partida, pero luego nuestra religiosidad vagó sin rumbo.

Nunca le colocamos un nuevo mojón en el camino. No volvimos a celebrar nuestro encuentro con la naturaleza, con la palabra del Señor, con sus símbolos, con la comunidad cristiana, con el amor de Dios que habla también a través de las cosas materiales.

La Semana Santa es un tiempo para celebrar la fe y los sacramentos, para reintegrarnos al grupo de creyentes.

Para recordar, revivir, renovar ese pacto de amor que Dios ha hecho con nosotros.

Este acontecimiento tuvo su clímax entre dos domingos: el de Ramos, por las calles de Jerusalén con la algarabía y el júbilo de un pueblo. Y aquel otro, cuando Jesús Resucitado aparece en la intimidad del Cenáculo y les dice a sus amigos: «La paz sea con vosotros».

Que nadie se quede sin vivir la fe, entre ese paréntesis que enmarca la Semana Santa.

3. Esos reyes del naipe

«Le echaron encima los mantos al borrico y Jesús se montó. Y gritaban: ¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». —San Marcos, cap. 11.

Con su vestimenta multicolor y su cara mofletuda, esos cuatro señores del naipe me impresionaban desde muy niño. Tan feos y tan inútiles. Privados de todo gobierno, ineptos para conquistar cualquier territorio.

Incapaces de levantar un dedo para mejorar el mundo. ¿Será también Jesús un rey de fantasía?

El Maestro nos enseñó a ser mansos y humildes, a no quebrar la caña cascada, a no apagar la mecha que aún arde, a no arrancar la cizaña muy temprano, porque se puede lastimar el trigo. Y cuando el pueblo, entusiasmado por sus milagros, quería proclamarlo rey, entonces se escondía. ¿Qué clase de rey es el Señor?

El Evangelio nos cuenta la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén: caballero en un pollino, a la usanza de los reyes de su tiempo, por un camino alfombrado de mantos y de palmas y entre los gritos de júbilo de sus admiradores. ¿Dónde estaba ese día el humilde profeta?

Lo cierto es que en esa mañana de Nizán, Jesús y sus amigos ponían en práctica una vieja verdad. Algo que la antropología enseña hoy, como si fuera un descubrimiento: todo lo que está en nuestro interior, lo celebramos con signos exteriores.

Los amigos y discípulos de Jesús manifiestan externamente, en grupo, entusiasmados, con alegría contagiosa, la llegada de Aquél que viene en nombre del Señor.

Durante esta semana, quienes seguimos a Cristo conmemoramos su pasión, muerte y resurrección. ¿Cómo celebrar estos misterios? ¿Guardamos algo en nuestro interior hacia esos acontecimientos? ¿Traducimos en actos externos nuestra adhesión al Señor?

Son muchos los elementos que pueden ayudarnos a celebrar cristianamente la Semana Santa: un diálogo en el hogar sobre la persona de Jesús, algunos días de retiro, escuchar música religiosa mientras pensamos en el Señor, confesarnos después de una preparación conveniente. Participar en las funciones litúrgicas, ojalá en familia, visitar los monumentos, no solamente por curiosidad. Colaborar con la parroquia en los actos litúrgicos. Profundizar en el significado de la Pascua cristiana.

Hoy comenzamos la semana mayor de nuestra fe. Si ella nos habla únicamente de descanso, excursión, diversiones, este gran signo de la Iglesia habrá pedido para nosotros su razón de ser. Se habrá vuelto en algo insignificante.

Ya no tendríamos fe en Jesucristo, el cual sería inútil y anacrónico, igual que el Rey de Bastos.

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Triduo Sacro

Jueves Santo

La víspera de su pasión

«Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». —San Juan, cap. 13.

«Cuando Jesús llegó al recinto —escribe Martín Descalzo—, había allí un fuerte olor a grasa y a especias picantes. El dueño de casa le mostró la sala preparada, preguntándole si quedaba a gusto, y el Maestro respondió con una sonrisa agradecida».

Pedro y Juan habían traído el cordero degollado en el templo, y asado luego en un horno de ladrillo. Ayudados de las mujeres, llevaron también el pan sin levadura y el vino que, por aquellos días, vendían los levitas a los numerosos peregrinos.

Se trataba quizás de la tercera Pascua que los apóstoles celebraban con el Maestro. Pero aquella noche todo era distinto. Un amargo presentimiento se cernía sobre el grupo y el rostro del Señor se había vuelto taciturno.

El ritual se llevó a cabo con ciertas variaciones. Al comienzo, Jesús quiso lavar los pies de sus discípulos. Según las costumbres de Israel, los esclavos lo hacían con sus amos antes de la cena. Pero los siervos judíos estaban dispensados de este oficio.

Ante la resistencia de Pedro, el Señor declara que es condición para compartir su amistad, aceptar este lavatorio y aprender su significado. Según su costumbre, el Señor primero realiza un signo y luego presenta una enseñanza. Aquí nos motiva a servir con humildad a todos los hermanos.

La celebración pascual seguía adelante. Los presentes compartieron el cordero asado, el pan sin levadura y las legumbres mojadas en vinagre. Varias copas de vino circularon entre los asistentes, acompañadas de salmos. Cuando algunas mujeres avivaron los braseros, Jesús proclamó, de manera solemne, la ley fundamental del Nuevo Testamento: «Os doy un mandato nuevo: que, como yo os he amado, así os améis también vosotros».

Un mandamiento nuevo que supera todas las tradiciones judías. Un amor que no se basa en la bondad del otro, sino en la propia generosidad. Un precepto que camina a la zaga del amor que Jesús demostró hacia nosotros: «Como yo os he amado».

Pero, además, aquella noche Jesús hizo entrega de su misión a los apóstoles: «Tomen y coman de este pan. Tomen y beban de este cáliz. Hagan esto en memoria mía».

No era claro para los apóstoles este deseo de Cristo. Sin embargo, unas semanas más tarde, reunidos con los primeros creyentes, comenzaron a repetir ese gesto de Jesús ante el pan y el vino, y comprendieron que durante su despedida el Señor les había compartido su sacerdocio. De allí en adelante serían los continuadores de la obra de Jesús por medio de su presencia en las comunidades, el anuncio de la Buena noticia y el servicio a todos los hombres.

«Por la señal de la santa Cruz, de nuestros enemigos»… Así aprendimos a rezar desde niños. Pero antes de la Cruz del Señor, la señal que nos distingue a los cristianos es el amor: «En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros». Un amor que alimentamos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Un amor que alcanza aun al enemigo. Un amor que el Maestro sigue enseñando en cada comunidad creyente, por medio de nuestros sacerdotes.

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Viernes Santo

Nadie tiene mayor amor

«Entonces Jesús, sabiendo que todo había llegado a su término, dijo: Tengo sed. Luego añadió: Todo está cumplido. E inclinando la cabeza, entregó su espíritu». —San Juan, cap. 19.

En la catedral de san Salvador, un sencillo sepulcro guarda los restos de monseñor Óscar Arnulfo Romero. Solamente una cita del Evangelio señala su grandeza: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» ( Jn 15, 13).

A través de la historia cristiana, muchos han aceptado la muerte en beneficio de los prójimos: madres de familia, soldados, socorristas. Igualmente los mártires, que entregaron la vida por la causa del Señor. Durante la Segunda Guerra mundial, san Maximiliano Kolbe, un sacerdote franciscano polaco, aceptó morir canjeándose por su compañero de prisión en Auschwitz.

La liturgia de hoy nos sumerge en la tragedia de Jesús, quien era Dios, quien no estaba manchado por ninguna culpa, el que amó a los suyos hasta el extremo de entregarse por ellos.

Nos dice Albert Reville: «La crucifixión era la cima del arte de la tortura: atroces sufrimientos físicos, prolongación del tormento, infamia, una multitud reunida presenciando la agonía del crucificado. No podía haber cosa más horrible que la visión de este cuerpo vivo, respirando, viendo, oyendo, capaz aún de sentir y reducido, empero, a la condición de un cadáver por la forzada inmovilidad y el absoluto desamparo».

Muchas escuelas ascéticas procuraron hacer el inventario de los dolores externos e interiores que sufrió el Maestro durante su pasión. Y luego presentaron cierta simetría entre esos tormentos y los pecados de la humanidad. Por ejemplo: nuestro orgullo habría producido que los soldados vistieran a Jesús como un loco y lo coronaran de espinas. Como literatura religiosa esto es válido, pero en la pasión de Cristo se dio ante todo una suprema manifestación del amor de Dios a los hombres. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo».

Tampoco es correcto afirmar que Cristo nos ha sustituido la cruz, padeciendo en lugar nuestro el castigo que merecíamos. Dicha proposición pertenece a la teología luterana. Porque ¿quién es aquel Padre de los Cielos que necesita un hijo inocente destrozado para perdonar a los hombres? ¿Qué clase de Dios necesita otro crimen, como fue el asesinato de su Hijo, para perdonarnos?

La verdadera causa de la muerte del Señor no fue la maldad de algunos judíos, ni la cobardía de Pilatos. Jesús muere para enseñarnos a amar. «La cruz, por sí misma, no tiene ningún sentido; como manifestación de ese amor máximo que consiste en dar la vida por los amigos —nos dice Luis González Carvajal— tiene todo el sentido del mundo».

Pero además Jesús muere para encontrarse con nosotros. «En la medida en que el hombre se distanció de Dios, fue éste acercándose más y más a Él, hasta llegar al límite extremo. Hasta encontrarlo en su última y más desamparada madriguera, que es la muerte». Así escribe José María Cabodevilla.

Por todo ello, los discípulos de Cristo no podemos menos de capitular frente a su amor. Porque «amor con amor se paga». Y añade un poeta religioso: «Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara y aunque no hubiera infierno te temiera».

* * *

Sábado Santo

Noche de lumbre y gozo
Ciclo A

«En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María la Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y un ángel les dijo: ¿Buscáis a Jesús el crucificado? No está aquí. Ha resucitado». —San Mateo, cap. 28.

Ciclo B

«María la Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Entraron al sepulcro y vieron a un joven vestido de blanco, que les dijo: ¿Buscáis a Jesús el Nazareno? No está aquí. Ha resucitado». —San Marcos, cap. 16.

Ciclo C

«El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Mientras estaban desconcertadas, dos hombres con vestidos refulgentes les dijeron: No está aquí. Ha resucitado». —San Lucas, cap. 24.

Cuando uno está pequeño, no conoce la muerte. Tal vez le cuenten que algún pariente ha fallecido en un pueblo lejano. O quizás un lunes, al regresar a clase, el compañero que se hacía a mi lado no vino. O esa ancianita que vendía flores en la esquina ya no está. Pero uno va creciendo. Se le mueren los padres, los amigos, los hermanos. Entonces ya no se trata de la muerte. Es mi muerte. Y cada vez que acompañamos a un ser querido que inicia ese viaje sin retorno, melancólicamente nos corremos un puesto, en esta antesala que es la tierra. Por lo tanto, querámoslo o no, creamos o no, la vida nos coloca cara a cara frente a este misterio del morir.

Un día, sus alumnos le preguntaron a Marx: «Maestro, ¿qué es la muerte?». Y el sabio respondió: «Morimos», y continuó hablando de otro asunto. Si embargo, la religión cristiana puede responder, de forma adecuada, a este enigma. Una respuesta que se afianza en Jesús, muerto y resucitado.

Toda nuestra fe se fundamenta en Jesús de Nazaret, un profeta inocente a quien mataron en la cruz. Según el libro de Los Hechos, así explicaba Festo al rey Agripa las acusaciones de los judíos contra san Pablo: «Son discusiones de su propia religión y sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirma que está vivo».

La liturgia de esta noche quiere presentar a nuestros ojos y a la fe de la comunidad a ese Jesús que rompió las cadenas de la muerte. Después de veinte siglos, nosotros recorremos también en esta noche ese mismo camino de aquellas mujeres que volvieron al sepulcro del Señor. Llegaban del desconsuelo y encontraron el gozo. Venían del desconcierto y hallaron la certeza. Venían de la tragedia y fueron consoladas al ver al Señor. «No está aquí —les dicen los ángeles—. Ha resucitado».

El fuego nuevo que hemos encendido, el pregón Pascual que es un himno de alabanza a quien venció la muerte. Las lecturas, con las cuales repasamos cuánto ha hecho Dios por nosotros. El agua bendecida que nos hacer renacer a la gracia y ante la cual renovamos los compromisos bautismales. La fe comunitaria alrededor del Cirio Pascual, símbolo del Maestro. Todo ello va tejiendo la espléndida liturgia de esta noche. Sí, el Señor ha resucitado de entre los muertos.

En un pequeño hospital agonizaba un joven víctima de la desnutrición y el paludismo. Cuando la fiebre comenzaba a opacarle la mente, llamó afanosamente al sacerdote: «Padre, por favor, jesúseme». Se trataba de que el sacerdote le repitiera al oído: «Jesús, Jesús, Jesús». Una plegaria que lanzaba un puente levadizo sobre el abismo de esa muerte ya próxima.

A ese mismo Jesús que se alzó del sepulcro, el primer día de la semana, ante el asombro de aquellas piadosas mujeres, confiamos ahora nosotros nuestro presente y nuestro porvenir. «¡Qué noche tan feliz, cuando se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino, en la cual, arrancados de la oscuridad del pecado, somos restituidos a la gracia!».

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