TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Festividades - Ciclo B

San José y el niño Jesús

La Inmaculada Concepción

1. La llena de gracia

«El ángel saludó a María: Alégrate llena de gracia. El Señor está contigo. No temas porque has hallado gracia delante de Dios». San Lucas, cap.1.

¿Quién a los dieciocho años no ha soñado con una mujer ideal? ¿Aquella que será luego la amiga, la novia, la esposa, la madre de sus hijos? ¿Qué mujer no ha luchado por acercarse, en alguna forma, a ese ideal? Un ideal que cambia con la época, pero que mantiene unos valores inmutables. Mujer que es complemento, intuición, ternura, compañía, calor de hogar.

En la historia de nuestra fe, aparece la madre de Jesús. Los evangelistas la mencionan discretamente y siempre en estrecha relación con su hijo. Luego la Iglesia nos la presenta como la mujer ideal, la llena de gracia. A mediados del siglo pasado el Papa Pío IX ratificó la tradición de muchos siglos, declarando solemnemente que María fue concebida sin pecado original.

Llena de gracia la saluda el ángel en Nazaret. La devoción popular la llama: Inmaculada, la Pura y Limpia, Nuestra Señora de la luz. Lo primero que en Ella aparece es la capacidad de acogida. Acoge al Ángel, con él el mensaje y el deseo de Dios. Ella va donde la necesitan. Está disponible. Acude a acompañar a su prima Isabel. Sabe desaparecer oportunamente. Nunca le hace sombra a su Hijo. Adivina e intuye las necesidades ajenas, como en las bodas de Caná. Y le sugiere a su hijo el remediarlas

Pregunta, no reprocha: «¿No sabías que tu Padre y yo te buscábamos?».

Acompaña: Belén, Egipto, las rutas de Palestina, el Camino del Calvario, la Cruz, la Iglesia naciente.

No podemos sacar a Nuestra Señora de la situación real que vivió en Palestina: una familia pobre, un pueblo humilde, unos vecinos que ni saben ni entienden, unas circunstancias adversas. Un rudo contraste entre un ideal divino y unos recursos humanos.

Estas circunstancias la acercan a nosotros. La hacen participante de nuestra vida: Mujer, acogida, compañía, presencia, intercesión, en una palabra: Madre!

Apelando a lo más personal, a lo más íntimo, dejemos de lado las frases hechas, los moldes gastados y encontrémosla disponible, siempre en el centro de nuestra vida.

2. La virtud del Altísimo

«Dijo entonces el ángel a María: No temas. El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. El que ha de nacer de ti será santo y será llamado Hijo de Dios». San Lucas, cap. 1.

La Biblia trae variadas expresiones nacidas de la cultura hebrea, que al pasar a nuestros idiomas pierden su frescura inicial. Se vuelven opacas para nuestro entendimiento. Una de ellas, «la virtud del Altísimo», locución que encontramos en el diálogo del arcángel Gabriel con María, allá en Nazaret.

Bien sabemos que virtud equivale a un hábito, adquirido por repetición de actos. Es por lo tanto, una facilidad de comportamiento. Pero también virtud significa fuerza, capacidad.

En este caso acción de Dios, proyección del Señor sobre algo, o sobre alguien. Así lo entendemos aquí: «La virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra».

Con razón liturgia aplica a la Virgen Inmaculada aquel párrafo de la carta a los efesios: «Dios nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales».

El 8 de diciembre de 1854, el papa Pío IX, después de consultar con obispos y teólogos, declaró solemnemente: «La doctrina que dice que María fue concebida sin pecado original es revelada por Dios, a la cual todos debemos dar nuestro asentimiento». En ese momento, cuentan la historia, repicaron todos los campanarios de Roma, mientras innumerables palomas surcaban el cielo, sobre la plaza de san Pedro.

A través de los siglos, se discutieron los diversos aspectos de este privilegio de Nuestra Señora. Hubo oposición de algunos. Otros lo defendieron. Entre ellos, fue célebre un teólogo franciscano, nacido en Escocia, contemporáneo de santo Tomás de Aquino, que se llamó Juan Duns Escoto. Su argumento se enuncia de este modo: A Dios le convenía que su madre fuera exenta del pecado de origen.

Podía hacerlo. Por lo tanto, estamos convencidos de que lo hizo.

Algunos pensadores cristianos identifican el pecado original con aquella distancia que existe, entre nuestra actual naturaleza y una perfección superior que hubiéramos podido alcanzar desde el comienzo. Señalando que dicho déficit se debió al comportamiento de nuestros antepasados. Pero Nuestra Señora fue creada por Dios, con el concurso de sus padres, a quienes la tradición llamó Joaquín y Ana, como la más perfecta mujer que pueda aparecer sobre la tierra. Dicha perfección se ubica sobre todo en su interior y así pudo amar a Dios en alta medida. Que ya el Creador la había amado inmensamente.

Pero a la vez admira la forma como María vivió su grandeza, en un contexto simple y ordinario. Una campesina de Nazaret. Un ama de casa en aquella aldea desconocida. Una mujer que madruga a traer agua del pozo, que gasta sus horas en las tareas comunes de un hogar.

Y san Lucas resume los treinta años de vida oculta de Jesús, en un párrafo admirable: «María conservaba todas las cosas en su corazón. Mientras Jesús progresaba en sabiduría, en estatura, y en gracia ante Dios y ante los hombres».

¿Más adelante sería ella la madre de un profeta que reunía multitudes? Sí. Pero conservó ese bajo perfil, que apenas se adivina entre las páginas del Evangelio. Aún más, en ocasiones no fue tenida en cuenta por su Hijo.

Todos nosotros podemos imitar a esta Virgen Inmaculada, purificando paso a paso nuestra vida de todo mal, mientras nos acogemos a su intercesión poderosa.

3. El estilo de María

«María entonces contestó al ángel: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». San Lucas, cap. 1.

«Sois concebida, María, sin pecado original», le canta el pueblo cristiano a la Madre de Dios, a quien el papa Pío IX, con palabra autorizada presentó como mujer limpia de toda culpa.

Los teólogos de todas las épocas han explicado en qué consiste propiamente nuestro pecado de origen. No es tarea simple. Porque allí se toca el misterio del mal y nuestro misterio, como seres racionales y libres.

Muchos pueblos asignaron a dioses malévolos todo cuanto atormenta a los hombres. Por su parte, los dioses buenos derramaban sus bendiciones sobre los mortales. Había que esforzarnos entonces por mantener aplacados a los primeros, ganándose además la benevolencia de los segundos.

Pero la tradición judeocristiana se iluminó por la experiencia del patriarca Abraham. Y haciendo eco a su fe repetimos en la Misa: «Creemos en un solo Dios…creador de todo lo visible en invisible».

¿Entonces de dónde vienen tantos males que nos golpean? ¿De dónde aquellas fuerzas enemigas que se agazapan en nuestro corazón?

Más tarde, durante la peregrinación por el desierto, el pueblo escogido escuchó de sus líderes que el mal procede de la actitud de nuestros primeros padres, frente al proyecto de Dios.

Lo cual explicaron los autores del Génesis en el relato del pecado original. Nacemos entonces con posibilidades de hacer el mal. Y luego, durante nuestra vida, podemos apartarnos del bien.

Pero al leer el pasaje de la Anunciación que nos trae san Lucas, descubrimos que para Nuestra Señora hubo, de parte de Dios, un plan particular.

No era conveniente que quien llevaría en su seno al Salvador, estuviera contaminada, ni en mínima parte por la culpa.

El ángel entró donde la joven galilea, para entregarle un recado de parte de Dios: «Salud, que el Señor está contigo». Desde los primeros siglos, la tradición cristiana entendió que este mensaje de lo alto revelaba una predilección del Altísimo: No sólo en el hacer de la Virgen Madre. Sino también en su ser. Por esto la llamamos Inmaculada.

«Oh, Dios todopoderoso que, en previsión de la muerte de Jesucristo, preservaste a su madre de toda mancha de pecado», rezamos en la oración colecta. Y en la plegaria de las Letanías la llamamos Madre de Cristo, Madre de la divina gracia, Madre sin mancha.

Pero ojalá no se nos vaya la devoción en románticas preces. Al acercarnos a la Señora, admiramos que Dios realizó en ella «obras grandes y maravillosas». Pero además procuramos imitar su estilo de vida, que podemos resumir en su respuesta al ángel Gabriel: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».

La terminología de amos y siervos, no es la más indicada hoy para explicar la relación entre Dios y nosotros. Pero más allá de los términos, comprendemos que el cristiano se abandona en manos del Señor, tratando de amoldar su vida al Evangelio.

Bartolomé Esteban Murillo, pintor español del siglo XVII, se destacó por sus varias Inmaculadas. Sin embargo muchos lo criticaron, señalando que en estas obras se mira ante todo la asunción de Nuestra Señora. Es cierto, respondió el artista: Me pareció imposible dibujar la santidad de María. Y de otro lado, el efecto final de su inocencia no es otro que su asunción al cielo.

* * *

San José

1. Por el desierto de Dios

«La madre de Jesús estaba desposada con José y antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». San Mateo, cap. 1.

Si María le hubiera comentado oportunamente, si el Señor le hubiera explicado a tiempo sus misterios, José no habría gustado las crueles amarguras que indica el Evangelio.

«Resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo», nos dice san Mateo. Pero esta condición celestial nadie entre el pueblo la sabía. Y la Ley ordenaba apedrear a las adúlteras, mucho más tratándose de una jovencita ya comprometida en matrimonio. José, como advierte el evangelista, siendo un hombre justo, no lograba aceptar que su esposa le hubiera sido infiel. Resolvió entonces abandonarla en secreto.

Entre los judíos el matrimonio se realizaba en dos momentos. El primero, que podríamos llamar desposorio, consistía en un contrato que daba mutuos derechos los cónyuges. Sin embargo, la novia continuaría viviendo con sus padres o tutores. Hasta un segundo momento, el matrimonio propiamente dicho, que se solemnizaba con el banquete nupcial y la conducción de la novia al nuevo hogar.

Sin duda José y María vivieron este proceso, pero entre el primer paso y el segundo, ocurrió este incidente misterioso. ¿Lo advirtió José de inmediato? «Lo más probable, comenta Martín Descalzo es que el patriarca no lo notara. Los hombres solemos ser muy despistados en estos temas. Pero es de suponer que la noticia corrió entre las mujeres nazaretanas. Y alguna de ellas tendría la ocurrencia de felicitar a José, porque ya iba a ser padre».

Comenzó entonces el santo esposo a transitar «por el desierto de Dios», como dicen los místicos. Confiaba él plenamente en su prometida, sin lograr descifrar tan complicado acertijo.

Pero enseguida el asunto comenzó a aclararse, aunque mediante otro misterio. Un ángel del Señor se le aparece en sueños a José, para decirle: «No tengas reparo en aceptar a María, porque la criatura que en hay en ella viene del Espíritu Santo».

De nuevo los ángeles, como tantas veces en los relatos de la infancia de Jesús, y uno de ellos amonesta a José. Estamos ante una forma hebrea de explicar cómo Dios se comunica con los hombres.

¿Para un judío de ese tiempo qué significaba esa expresión: Una criatura que viene del Espíritu Santo? Nuestra fe actual, luego de muchos siglos de teología, explica que en aquel embarazo de Nuestra Señora intervino de modo especial el Señor. José lo entendería de otro modo, pero tratando de ser fiel a Yahvé.

Aprendemos entonces que una conciencia recta nunca nos inmuniza frente a los problemas de esta tierra. Nos lo dijo el Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres son a la vez los mismos de los discípulos de Cristo».

María fue escogida para ser la Madre de Dios y, cuando ella aceptó humildemente, el Señor le explicó muchas cosas. José es invitado de honor a este proyecto, pero talvez sin tantas luces como su esposa.

El patriarca nos da entonces ejemplo de paciencia y a la vez de confianza en el Señor. Nos enseña a cumplir nuestros deberes con responsabilidad y alegría. A confiar siempre en Dios, no importa que nos agobie la oscuridad entre tantos desiertos.

2. José, un hombre justo

«José, el esposo de María, que era un hombre justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». San Mateo, cap. 1.

La actual devoción a San José tuvo origen en el siglo XIII, cuando san Francisco de Asís y sus discípulos, comenzaron a presentar al pueblo de Dios la humanidad de Jesucristo.

Fray Tomás Celano trae la cónica del Greccio, una pequeña aldea donde en 1223, el santo de Asís celebró la Navidad con personajes reales.

También Santa Teresa de Ávila en el siglo XVI, nos motivó a venerar al santo esposo de María. El pequeño monasterio de las primeras monjas reformadas, su «pequeño palomar», como decía la santa, estuvo desde sus comienzos, bajo el patrocino de san José, a quien ella nombraba como «mi verdadero padre y señor».

Explica San Bernardino de Sena que el eclipse del santo, durante los primeros siglos de la Iglesia, fue causado por la teología divinizante de aquellos tiempos y además para evitar malos entendidos de los herejes.

Luego se dieron muchas formas de devoción, colmadas de sentimentales requiebros, de superlativos y piadosas exageraciones, que poco servicio le prestaron al santo patriarca.

Sin embargo, en el esposo de Nuestra Señora permanece lo esencial de una santidad auténtica. «Fue alguien, como dice un autor, que hizo lo que debía hacer y lo hizo tan bien que ni siquiera se le notó. En él descubrimos la verdadera raíz de la fe cristiana: Su cercanía con Jesús».

En otras palabras, entre tanta baratija que se predicó en pasados siglos, nos queda un dato cierto, certísimo sobre el cual se apoya una verdadera devoción a san José: «Fue un hombre justo», como señala el Evangelio.

Pero, en el contexto bíblico, el término justicia no toca en primer lugar, con lo penal, o con la adecuada distribución de bienes y servicios. Justo es más bien el hombre ajustado, exacto en su proyecto vital, en armonía con la voluntad del Señor y con los prójimos.

Los salmos están llenos de expresiones relativas a esta justicia interior, que se revela, es obvio, en las relaciones sociales de cada persona.

El salmo 1º, una paráfrasis del capítulo 17 de Jeremías, nos presenta la imagen de un hombre justo de aquel tiempo y le promete felicidad: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor «. Sobre estas líneas podríamos adivinar la biografía silenciosa de José.

Muchas veces este salmo se recitaría en la sinagoga de Nazaret, sin que el patriarca se advirtiera que hacían su panegírico.

Y el salmista prosigue: «El justo será como un árbol plantado al borde de las corrientes de agua, da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin».

Imaginamos a Nuestra Señora contemplando a su santo esposo. Verdad que este salmo lo describe de cuerpo entero: En medio de tantas dificultades José dio fruto a su tiempo. Nunca se marchitaron sus hojas. Todo cuanto emprendió, al lado de Jesús, llegó a feliz término.

Toda esta justicia la encierra san Mateo en cinco títulos, que le da a san José en su Evangelio: Hijo de David. Esposo de María. Padre de Jesús. Hombre justo. En fin, el carpintero de Nazaret.

3. En el taller de Nazaret

«Los paisanos de Jesús decían maravillados: ¿No es éste el hijo del carpintero. Y no hizo allí muchos milagros a causa de su falta de fe». San Mateo, cap. 13.

Los antiguos, de una manera simple, dividieron las tareas humanas en trabajos nobles y trabajos serviles. Lo cual partía de una concepción antropológica errónea: Unos nacen para ser hombres libres y otros han nacido para esclavos. Afirmaban también que las tareas serviles nos envilecen.

Pero, gracias a Dios, hemos comprendido al paso del tiempo, que ningún trabajo rebaja nuestra dignidad. Todo depende de las actitudes personales y del objetivo que les asignemos a nuestro esfuerzo.

Cuando Dios se hizo hombre, no apareció en Atenas entre los sabios de aquel tiempo, ni en el foro romano, donde se tomaban las grandes decisiones comerciales y políticas de entonces.

Lo encontramos en Nazaret, una pequeña aldea de un país dominado por el Imperio, en casa de un obrero. Tal circunstancia les dio carta de ciudadanía la todos los trabajos humanos, contagiándolos de divinidad.

El mundo de hoy podríamos dividirlo a la ligera, en dos grandes grupos: El de aquellos que se lamentan de la mañana a la tarde, porque el trabajo los agobia. Y el de quienes suspiran por obtener algún empleo, para obtener el pan de cada día. Y también para acudir con sus propias cualidades a mejorar el mundo.

Pero la visión que da el Génesis sobre el trabajo es bastante negativa: «Maldito sea el suelo por tu causa, con fatiga sacarás de él tu alimento. Con el sudor de tu frente comerás el pan».

Sin embargo, la fe del pueblo judío fue depurando poco a poco esta perspectiva. Y luego, en el Nuevo Testamento, ante el hogar de Nazaret, entendemos que Dios mismo ha santificado el trabajo.

Y lo ha colocado como instrumento de perfección humana y de salvación.

«No es este el hijo del carpintero?, decían de Jesús sus paisanos. Así señala san Mateo. «¿No es este el carpintero», apunta el texto de san Marcos. Con su trabajo responsable de tantos años, para sacar adelante su familia, san José nos enseña muchas cosas.

«Un taller de carpintero y un gran misterio de fe; manos callosas de obrero, justas manos de hombre entero: Es la casa de José», nos dice un poeta religioso.

Sin embargo vale advertir que el trabajo también puede esclavizarnos. Cuando se vuelve adicción, a causa de nuestra desbordada ambición de dinero. O bien por las circunstancias en que lo realizamos.

Es de justicia entonces que todos los trabajadores del mundo gocen de condiciones humanas en su tarea, reciban un salario justo y estén cobijados con las correspondientes prestaciones.

En la liturgia de la Misa hay un momento que se relaciona directamente con todas las tareas humanas. A la hora del ofertorio, el sacerdote presenta las ofrendas diciendo: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan y este vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre».

Desfilan entonces ante el altar de Dios todos nuestros quehaceres, a lo largo y ancho de la tierra. Los ofrecemos a Dios para que él nos bendiga y santifique.

Para que él los sitúe dentro del programa del Reino de Dios. El cual comienza acá abajo mediante todo este humano ajetreo y ha de culminar en el Cielo. Un estado al cual llamamos paz y descanso eterno.

* * *

El nacimiento de
San Juan Bautista

1. El perfil del Bautista

«Todos los que oían estas cosas en las montañas de Judea, las grababan en su corazón y decían: Pues ¿qué será de este niño? Porque la mano del Señor estaba con él». San Lucas, cap. 1.

Jesús de Nazaret se vale del hijo de Zacarías e Isabel, para preparar su aparición en sociedad. Por esto llamamos a Juan el Precursor, es decir anunciador o mensajero. Los evangelistas además lo señalan como el Bautista, pues cerca de la vía de Oriente, invitaba a sus discípulos a bañarse en el Jordán, como signo de conversión.

Los rasgos que destacan en el Precursor los evangelios son su vida austera y su predicación incisiva. Su independencia de los esquemas religiosos de entonces.

San Mateo y san Lucas sitúan a Juan en un tiempo y espacio precisos. Aportan fechas y citan los gobernantes del momento. También describen la comarca donde comienza su misión.

En cambio, san Marcos lo coloca en escena de modo abrupto: «Apareció Juan, bautizando en el desierto». Y como justificación de esta presencia trae una cita de Isaías: «Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas». Algo que el profeta pronunció en otro contexto, pero que la tradición judía aplicaba al Salvador prometido.

Durante el año, los creyentes en Cristo celebramos dos fiestas del Bautista: Su nacimiento el 24 de junio, descrito por san Lucas con todas sus circunstancias. El hecho circulaba en las primeras comunidades y de allí lo tomó san Lucas, ayudado quizás de otras fuentes. Pero también la catequesis cristiana contaba como murió el Precursor. Lo cual nos describe san Mateo y nosotros recordamos cada 29 de agosto.

Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, apreciaba al Bautista. Sin embargo lo mantuvo preso en Maqueronte y luego lo mandó degollar, durante una fiesta de palacio, a petición de su perversa hija.

Algunos han querido relacionar al Bautista con los esenios, un grupo religioso que vivía alejado del mundo, al sur del Mar Muerto. Pero Juan dirige su mensaje a todos los judíos, mientras que aquellos practicaban una cerrada segregación.

De otra parte, la espiritualidad de los esenios consistía en purificarse del pecado, hacia una perfección personal. En cambio la predicación de Juan invita a cambiar de conducta, para ir al encuentro de Alguien. Sin embargo cierto estilo exterior del Bautista sí lo asimila a quienes frecuentaban el desierto, en busca de una religión más auténtica.

Cuando la Iglesia nos pone delante la persona de Juan, nos ofrece varias lecciones: Entre otras, su adhesión incondicional y esforzada al Señor Jesús. Prepararle los caminos es la razón del Precursor en la tierra. Y lo hace sin procurar protagonismos, ni aguardar recompensas. Nos impacta además la honradez del Bautista, quien de forma serena, cede su lugar al Maestro cuando llega la hora: «Conviene que él crezca y que yo disminuya».

Tales actitudes nos convierten en cristianos auténticos. Si todo lo que hacemos, pensamos o proyectamos tiene esa dimensión hacia Jesús. Si nuestra vida imita el estilo del Maestro, entonces sí soy de verdad su discípulo.

De lo contrario, agobiados quizás de prácticas piadosas, fieles realizadores de de devociones, obedientes cumplidores de preceptos, somos apenas hombres religiosos. Pero no bautizados que traducimos en nuestra los valores del Evangelio.

Aunque con otro atuendo y un menú muy distinto, también nosotros podemos imitar al Bautista.

2. Juan es su nombre

»Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz y tuvo un hijo. Zacarías entonces pidió una tablilla y escribió: Juan es su nombre». San Lucas, cap. 1.

Había mudado sus vestidos, pero era él mismo. Con su voz grave, su palabra severa, esa mirada inexorable que calaba hasta los huesos. En medio de aquel mundo golpeado por la invasión romana, desviado del verdadero judaísmo por la insistencia ritualista de algunos, Juan seguía gritando su mensaje: «Convertíos. Se acerca el Reino de Dios».

Este profeta tiene también para nosotros un mensaje. Había nacido treinta años antes, en la aldea de Ain-Karim, al sur de Jerusalén.

Sus progenitores quisieron llamarlo como su padre, pero prefirieron nombrarlo Juan. Según la orden del mensajero que anunció a Zacarías la fecundidad de su esposa.

Y cuando Jesús inicia su vida pública, este hombre huraño ya había reunido numerosos discípulos cerca al camino que va hacia Oriente. Los invitaba a un cambio de conducta y a quienes aceptaban su mensaje los bautizaba en el río. Mucha gente empezaba a convertirse.

Más tarde, el Maestro evaluó la tarea de Juan con una expresión elogiosa: «En verdad, había dicho el Señor, entre los nacidos de mujer no ha surgido uno mayor que Juan el Bautista». Es la razón por la cual nosotros celebramos, tanto el nacimiento como la muerte del Precursor.

La cercanía del Reino de Dios significa que siempre es posible vivir de otra manera, construyendo la historia bajo la luz del Evangelio.

Pero ese Reino no vendrá sino mediante una conversión interior, que equivale a un giro de muchos grados hacia el Señor. Entonces podremos mirar la vida, el mundo y la historia, desde un ángulo distinto.

La segunda visita del Bautista hasta nosotros, no ha sido evaluada todavía. Pero sabemos que su persona y su mensaje siguen motivando a muchos. Es un hombre que se ha jugado la vida por Dios, sin esperar condecoraciones ni prebendas.

Juan se ha sentado con los directivos de la empresa para enseñarles que el capital primordial es el hombre y es urgente remediar sus penurias. Se ha codeado con los sindicalistas, para explicarles que son parte de una comunidad nacional, y no pueden deteriorar el bien común.

A las familias nos ha dicho que si hay diálogo, podremos sanar nuestras crisis y orientar nuestros hijos. A quienes se preparan para una profesión, les ha indicado que el dinero no es lo más importante, sino la capacidad de servicio.

Juan continúa señalando a Jesús como el centro y la clave de todo el quehacer humano, más allá de las teorías, escuelas y movimientos. Pero además, el Bautista nos ha dicho a todos los discípulos de Cristo, que tenemos la urgente tarea de presentar a todos la persona de Jesús y sus valores.

No entiendo, decía una estudiante, por qué la Iglesia se opone a las actuales sectas que pretenden espiritualizar el mundo. El sacerdote calló un momento, pero enseguida respondió con otra pregunta: - ¿Tú has leído alguna vez los Evangelios? La muchacha abrió los ojos sorprendida. Sin embargo, respondió con honradez: - No, no he tenido tiempo. - Entonces, respondió el sacerdote, nunca podrás comprender la diferencia entre religiosidad y fe. Entre una secta y el seguimiento de Jesús, a quien el Bautista señaló como «el que quita el pecado del mundo».

3. El dedo de Juan

«El niño Juan crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos, hasta el día de su manifestación a Israel». San Lucas, cap. 1.

Entre los santos venerados por la Iglesia san Juan Bautista nos convence. Su cercanía con Cristo, guardando siempre las distancias. Su modestia, su eficacia en la tarea que se le encomienda. Su capacidad de desparecer, cuando ya Jesús toma a su cargo el proyecto del Reino.

No devaluamos a los otros santos. Pero el hijo de Zacarías nos presenta una enseñanza que se aplica en todos los tiempos. Nos invita en todos los momentos a señalar a Jesús, para que muchos descubran su presencia entre nosotros.

El arte y la leyenda han dibujado al Precursor en circunstancias no muy auténticas. Los evangelios apócrifos le atribuyeron milagros desde su edad temprana. Il Correggio lo dibujó con rostro angelical, al lado de una mansa ovejita.

Apreciaciones válidas en razón de la fe y la admiración por el personaje. Pero la Biblia nada nos dice sobre la infancia y juventud del Bautista. San Lucas, luego de consignar el cántico de Zacarías, resume lo demás en un versículo: «El niño Juan crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos, hasta el día de su manifestación a Israel».

¿Qué significa aquí desiertos? Quizás lugares no habitados y estériles, muy frecuentes en Palestina. O el evangelista quiso subrayar que el hijo de Zacarías prefirió el campo a las ciudades vecinas.

Luego san Lucas nos presenta un doble acontecimiento: La predicación de Juan y la aparición del Maestro, dentro de un marco histórico preciso. De este modo los primeros cristianos borrarían la sospecha de que estos personajes eran seres de fábula, sin ninguna conexión real con la historia.

Dice el texto: «El año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea y Herodes tetrarca de Galilea…en el pontificado de Anás y Caifás… Juan se fue por toda la región proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados».

Más tarde los evangelistas llamarán a Juan «la voz en el desierto». Hoy todavía impresiona a los turistas ese paraje de impresionante sequedad, por el cual serpentea el Jordán entre rocas y cañaverales. «¿Valle, o trinchera de alguna prehistórica guerra de titanes?, se pregunta un escritor.

Allí aparece el hijo de Isabel, cuando la gente creía que el profetismo se había extinguido. «Ya no vemos prodigios en favor nuestro, ya no hay ningún profeta entre nosotros», rezaban con el salmo 74.

Pero el Precursor, lejos de la institución religiosa de entonces, lejos de ritualismo fariseo, alienta la esperanza del pueblo, al anunciar que el Mesías está próximo. En otras palabras que el pecado no tiene la última palabra. Que es lícito y posible imaginar un futuro mejor.

Tarea que los cristianos de hoy realizamos al señalar a Cristo, con nuestra palabra y nuestro testimonio. Lo demás será estructuras y proyectos que valen en la medida en que preparemos los caminos del Señor.

La fe no será entonces un depósito con el cual nos financiamos cómodamente. Es un tesoro que hemos de compartir con todos los hermanos.

El cardenal Miroslav Vlk, arzobispo de Praga, dijo en alguna ocasión: «Tenemos que reducir la institución Iglesia al espesor de un dedo, el dedo de Juan Bautista, el Precursor, que no cesa de señalar a Cristo».

* * *

San Pedro y San Pablo

1. Responder con la vida

«Díceles Jesús: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? Simón Pedro contestó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». San Mateo, cap. 16.

Varios meses han transcurrido desde que el Maestro iniciara su predicación. Y ahora quiere saber si el mensaje ha calado entre sus seguidores. Por lo cual les pregunta qué opina la gente sobre él. Los discípulos responden en forma vaga.

El pueblo escogido, aún en medio de sus dificultades, continuaba aguardando un Salvador. Una esperanza que resurge cuando el Bautista aparece en el desierto de Judea. Pero Herodes había acallado su voz, dándole muerte. La gente se preguntaba entonces: ¿Habría resucitado Juan en la persona de Jesús? ¿O regresaba algún profeta de tiempos anteriores?.

El Señor reitera la pregunta y cuestiona directamente a Los Doce: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Pedro responde en nombre del grupo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Una confesión que el apóstol ratificará en adelante, a pesar de sus fallas y desalientos.

Su testimonio nos motiva a nosotros a imitarlo. A apoyar nuestra vida en Jesucristo, a pesar de los problemas. «Aunque entre sombras, sin embargo fielmente», es una expresión que el Concilio Vaticano II refiere a la Iglesia, «divina y humana, santa y pecadora».

Los sucesores de san Pedro en la sede romana presentan, casi todos, una hoja de vida transparente. Otros, por el contrario, no han sido tan honestos. Sin embargo, alrededor del pontífice romano, los creyentes en Cristo nos afianzamos en Jesús.

San Pablo llega a la historia de la Iglesia desde Tarso de Cilicia, con su bagaje de cultura griega y su deseo de acabar con la «nueva secta» de los cristianos.

Sin embargo más tarde, en su carta a los gálatas, él nos contará cómo el Señor lo tomó para sí, cuando iba hacia Damasco, «respirando amenazas y muertes contra los discípulos del Señor».

San Lucas igualmente consignará este relato en el libro de los Hechos.

En su segunda carta a Timoteo, su discípulo, el mismo apóstol estando ya próximo a morir, hace un balance de su vida: «Estoy a punto de ser sacrificado. El momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida».

Según la tradición, Pedro y Pablo entregaron su vida por el Maestro, en Roma, hacia el año 67 de nuestra era. Estos dos pioneros nos enseñan a vivir una fe robusta, situada en circunstancias humanas, en coyunturas muchas veces difíciles.

Sobre su fe cimentamos nuestra unidad de credo y de caridad en todos los rincones del mundo. Sobre su sangre se afianza el empuje misionero de la Iglesia.

Sea cualquiera nuestra edad, valdría la pena preguntarnos si estamos respondiendo al Señor con todo lo nuestro: Criterios cristianos, amor de familia, trabajo, transparencia, proyección social, sentido de Dios, esperanza en la vida eterna.

De lo contrario poco nos servirá mucha palabrería religiosa. «Obras son amores y no buenas razones», podría entonces decirnos el Señor.

Sin embargo, al repasar la historia de estos apóstoles, comprendemos que los santos de ayer y de hoy no son obras maestras terminadas, sin defecto ni mancha.

Son más bien hermanos nuestros que se empeñaron en responder a Jesús, con su adhesión continuada: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

2. Hermano del alma, realmente amigo

«Simón Pedro le dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Jesús le respondió: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». San Mateo, cap.16.

La teología actual no se aprende solamente en los libros. Nos la enseñan también la vida de la gente y sus anhelos de justicia. Los avances de la técnica, la trama de las películas, el mensaje de las canciones. El sacramento de la amistad.

«Tú eres mi hermano del alma, realmente el amigo», le cantaron las multitudes del Brasil a Juan Pablo II. Y en esta canción de Roberto Carlos descubrimos que, sobre los títulos oficiales del Santo Padre, éstos de hermano en la fe, de amigo en el amor de Cristo, nos hablan y nos motivan.

En Cesarea de Filipo, Jesús escucha la profesión de fe del primer papa: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Entonces el Maestro felicita al jefe de los Doce y le hace una promesa: «Bienaventurado Simón, hijo de Juan. Tú eres piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Simón Pedro sigue hoy confiando en el Señor y bajo diversos nombres: Clemente, Inocencio, Urbano, Pío, Juan Pablo, Benedicto, nos confirma la fe.

Nos enseñaron que creer equivalía aceptar unas verdades, más allá de nuestra compresión intelectual. Pero la fe es algo más. Es adivinar detrás de una doctrina, de una institución, de unos sacramentos, de unas personas, a Alguien que nos ama. A Alguien que se hizo visible en Jesucristo, el hijo de María, Dios y hombre verdadero.

Tener fe en el santo padre equivale entonces a sentirlo amigo. Y a entenderlo como signo de Cristo. Equivale a superar las apariencias para comprender que es nuestro hermano en la fe. Un hermano que camina con nosotros la misma travesía.

Cada pontífice es un cristiano, a quien también le cuesta el seguimiento del Señor. Alguien que ora, lucha, teme, espera, se fatiga y confía. Conoce de controversias y desengaños.

Una criatura a quien Dios entiende dentro de sus dimensiones humanas. Alguien que lucha por enrutar su propia vida, y la nave de Pedro, entre muchas tempestades. Pero también sabemos quien llega a esa alta investidura del papado, ha de ser perito en humanidad.

Y el pontífice tiene una misión: Confirmarnos en la fe. Conducirnos a Cristo. Hacernos menos feroces y más amigos. Menos egoístas y más comprometidos con el prójimo. Menos pasivos y más apóstoles.

En toda amistad algo del otro empieza a ser mío. Entonces, al recordar a Pedro y su actual sucesor, habrá alguien que vuelva a creer. Alguien que cancele su cuenta de rencores. Otro que le diga sí a la vida. Muchos más que se arriesguen a compartir, en la justicia y en la caridad. Y en todos los lugares de la tierra, habrá una Iglesia renovada en la esperanza.

Aflora aquí el principio de corresponsabilidad, urgente en toda relación humana. Mucho más entre los discípulos de Cristo. Por lo cual yo me de sentir responsable también de la Iglesia universal.

Juntamente con tantos hermanos que anuncian el Evangelio en tierras lejanas. San Pablo habló de la «solicitud de todas las Iglesias». Así el cristiano de hoy ha de vivir solícito de la propagación del Reino de Dios, aquí y allá. En el corazón de cada quien y en todas las estructuras que nos rodean.

3. Bienaventurado eres, Simón

«Entonces Jesús le dijo a Pedro: Bienaventurado eres Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». San Mateo, cap. 16.

La transmutación de las especies es una teoría, ya aceptada por muchos científicos antes de 1859. Sin embargo la discusión se prolonga en el tiempo, sobre las leyes y las formas según las cuales se realiza.

En el ámbito espiritual podría suceder algo semejante. Cuando regresamos a Dios él hace de nosotros criaturas nuevas. Así le ocurrió a Pedro: El Maestro lo había señalado como piedra sobre la cual edificaría su la Iglesia. Pero cuando Jesús era interrogado por el sanedrín, la víspera de su pasión, podríamos decir que Pedro cambió sustancialmente: De discípulo, el que se decía más fiel de todos, se convirtió en un galileo cobarde, que aseguraba y repetía no conocer a Jesús.

Unos días más tarde, el Señor resucitado vuelve a transformar al apóstol, cuando se encuentran a la orilla del lago.

Las primeras comunidades cristianas supieron todo esto y desde entonces los discípulos poseemos el secreto para que Dios nos haga gente nueva: Regresar humildemente al Señor.

Bienaventurado eres, Simón, le había dicho Jesús cuando el apóstol le expresó su adhesión cerca de Cesarea de Filipo. Ahora, luego de su amarga aventura, Pedro vuelve a ser bienaventurado, con una fe purificada.

San Lucas inicia el libro de los Hechos contándonos las peripecias del jefe de los Doce: Perseguido por los judíos, llevado a los tribunales, prisionero. Se revela para él otra bienaventuranza, la de quienes padecen persecución por la justicia, como enseñó en las cercanías del lago.

La liturgia ha querido unir en una sola solemnidad dos personajes, a quienes llamamos «los príncipes de los apóstoles».

Lo de príncipes es un apelativo figurado, contagio además de pasadas épocas, cuando la Iglesia se vistió de galas seculares.

Pero sí es claro que san Pedro y en San Pablo fueron los pioneros en la tarea de difundir el Evangelio.

Sus vidas transcurrieron por diversos caminos, hasta unirse en la muerte, que según la tradición, ocurrió en Roma hacia el año 67 de nuestra era.

Nos dice el Evangelio que Pedro era natural de Caná, un pequeño poblado de Galilea. Pescador de oficio en el lago de Tiberíades, al rededor del cual transcurría la vida económica y política de muchas gentes vecinas.

Mientras se desempeñaba en sus tareas, Jesús lo llamó para convertirlo en pescador de hombres.

Una transformación semejante admiramos en San Pablo: Había nacido en Tarso de Cilicia, una ciudad que hoy ubicamos en Turquía. Se jactaba de ser radicalmente judío, pero Jesús venció toda su prepotencia.

Y en la carta a los gálatas nos presenta su autobiografía. Perseguidor de los cristianos, terminaría por adherirse a ellos para liderar la inculturación del Evangelio en el mundo grecorromano.

Al final de tantos viajes y tantas aventuras, podrá asegurar: «Ya no soy yo quien vivo. Es Cristo quien vive en mí». Nueva criatura entonces y bienaventurado por la elección que Jesús realizó en él.

También nosotros podemos ser criaturas nuevas, bienaventurados, por el poder de Jesús. Bastaría profundizar en nuestro bautismo. Bastaría valorar la tarea incansable del Señor, que cada día va resanando nuestro interior y añadiendo gracia tras gracia, para hacer de nosotros una obra maestra de su amor.

* * *

Asunción de
Nuestra Señora

1. Dichosa

«Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: Feliz la que ha creído que se cumplirían las promesas del Señor». San Lucas, cap. 1.

Un comentario africano sobre la Anunciación, traducido del bambará, nos dice: «La Virgen es como un grano de sorgo. Un grano de sorgo sin trillar. María es una joven cargada de promesas. Alégrate, favorecida, el Señor está contigo. Alegraos también, mujeres todas de la sabana. Dios ha fijado sus ojos en vosotras.

No temas, María. Se te anuncia un bebé que alegrará tu corazón. Te hará danzar de júbilo en las noches africanas, acurrucado a tus espaldas de ébano. Con él tus miedos, tus tabúes se esfumarán como el rocío ante el sol mañanero. Darás a luz un hijo, que es regalo de Dios para toda la familia de los hombres».

Los diversos encuentros con Dios que nos narra la Biblia, producen generalmente en sus protagonistas una inmensa alegría. Los profetas anuncian igualmente el gozo que inundará la tierra al llegar el Salvador.

Cuando el arcángel visita a Nuestra Señora, la saluda diciéndole: «Alégrate, llena de gracia». Y la anciana Isabel, al acoger a su prima, exclama: «Dichosa, porque has creído en las promesas del Señor». Los discípulos, al reconocer a Jesús resucitado, también se llenan de gozo.

Sin embargo da la impresión que los cristianos de hoy no tenemos tiempo de alegrarnos. Los días se nos van en negocios, en vida social, que tiene más de apariencia que de relaciones sinceras. En lamentos sobre la situación presente. Nos hace falta esa actitud pascual, que brota de una sólida esperanza.

Sin embargo, nuestra fe promueve en muchos casos un sentimiento ético. Nos convoca a cierto altruismo. Nos motiva de pronto a arrepentirnos del pecado. Pero ¿dónde aflora nuestra dosis personal de alegría?

En cambio Nuestra Señora, la primera cristiana de la historia, vive llena de un sereno gozo, de paz y de equilibrio, a causa de su confianza en Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador». Este es su secreto. Algo que más tarde expresará así Santa Teresa de Ávila»: Nada te turbe. Nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios le basta».

No imaginemos, sin embargo, a la Señora como alguien del todo extraordinaria. No tuvo pecado original, pero fue ciudadana de esta tierra, con las dificultades y dolores que tal condición significa. Su vida fue la de una judía, la de una madre campesina de entonces.

Pero Dios realizó en ella maravillas. Unas visibles. Muchas invisibles, las que ella guardaba en su corazón, como dice san Lucas. Y al final de sus días, la Madre de Jesús fue llevada en cuerpo y alma a los Cielos. Así el Señor explica cómo terminará esa transformación prometida a quienes le buscamos.

¿Por qué entonces no vivir alegres?

En la segunda carta a los corintios, de la cual hoy leemos un trozo, se nos dice que Cristo ha resucitado, Él que es primicia de todos los que han muerto. Más tarde, cuando Él vuelva, también resucitaremos nosotros.

A su vez la Iglesia nos enseña que la Madre de Jesús, ha subido ya el cielo en cuerpo y alma. Lo cual afirma también en forma poética el salmo 44: «Señor, de pie a tu derecha está la reina, enjoyada de oro».

2. Bendita y con razón

«Entonces Isabel se llenó de la Espíritu Santo y dijo a voz en grito: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre». San Lucas, cap. 1.

Cuando reflexionamos sobre la Asunción al cielo de Nuestra Señora, afloran múltiples elementos de nuestra fe cristiana. Los cuales, a su vez, no han sido iluminados de modo suficiente por la teología. No sabemos a ciencia cierta qué es morir, qué es vida perdurable. cómo será la futura resurrección.

Sin embargo nuestra fe se ve impulsada por la admiración que profesamos a la Madre de Jesús, «Bendita entre las mujeres», como la señaló santa Isabel, cuando María fue a visitarla.

San Lucas escribe que aquella anciana que esperaba un hijo, «dijo a voz en grito». Señala aquí el evangelista la emoción de una mujer, la fe de una israelita.

Además, la liturgia de hoy nos pone delante aquel pasaje de san Pablo a los corintios, que presenta a Jesús, como el primero de los resucitados.

Deducimos entonces que, en orden lógico, a la Virgen María le corresponde el segundo puesto, en esa restauración de todo el universo por Jesucristo. Una expresión también del Apóstol.

El Apocalipsis por su parte, presenta esa misma verdad, desde su literatura llena de imágenes y símbolos. No muy fáciles de entender para nuestra mentalidad occidental.

Pero luego escuchamos la definición del papa Pío XII, el 1º de noviembre de 1950:

«Así la augusta Madre de Dios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos».

Sin embargo más allá de esta reflexión que llamaríamos técnica, se da la fe de los sencillos que creemos en Cristo.

Entendemos entonces que sobre el plan de Dios, cuando creó a nuestros primeros padres, alumbraba una esperanza de perfección y de armonía. La cual se vio afectaba de modo considerable por el pecado.

Pero enseguida Dios prometió que no desechaba su obra. Que buscaría por medio de la redención, restaurarla amorosamente y llevarla a su perfección.

Así se comprobaba que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia». Un frase también de san Pablo, cuando escribe a los romanos.

Para Nuestra Señora la muerte no tuvo entonces la categoría de destrucción, como ocurre con la mayoría de nosotros.

Con toda razón en muchas iglesias se habla de la Dormición de la Virgen. Su muerte fue apenas un pasar de esta vida mortal a la eterna, sin ese eclipse del morir que a todos nos angustia.

No valen tanto aquí las emociones. Vale reflexionar que la Asunción de Nuestra Señora es garantía de nuestra futura asunción a los cielos.

El regreso de Cristo a su Padre puede mirarse como algo lógico, dentro del plan de la Encarnación. Pero que una criatura humana se encuentre hoy «la derecha del Rey, enjoyada de oro», como dice el salmo 44 para describirnos a María, es algo que nunca soñaron nuestros primeros padres.

Por todo ello nos alegramos. Pero lo más importante es orientar la propia vida, de tal manera que nuestra ruta coincida con el ejemplo de la Virgen María. Así también por lógica, la lógica del amor de Dios, gozaremos un día la gloria eterna, en compañía de Cristo y de su santa Madre.

3. Geometría de la fe

«Dijo entonces María: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava». San Lucas, cap. 1.

Acostumbramos decir que Dios ha bajado a nuestra tierra, que subió a la derecha del Padre. Que se aleja de nosotros, que se acerca a sus hijos fieles. Y muchas cosas por el estilo. Un lenguaje inexacto como la mayoría de los enunciados teológicos. Pero un idioma que no podemos despreciar. Es el único que poseemos para expresar las cosas del la fe.

Desde idéntico esquema la Virgen María ha señalado en su cántico, que Dios «ha mirado la humillación de su esclava». Ese mismo Señor que «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes».

Con amor y respeto San Lucas tejió el Magníficat, un salmo o también un poema, que puso en boca de Nuestra Señora cuando ella visitó a su prima Isabel.

También decimos usualmente que la Madre de Dios fue subida a los cielos en cuerpo y alma. Tenemos delante una fórmula de uso corriente en la tradición cristiana, respaldada por la autoridad de la Iglesia. Pero más allá de toda palabra está el misterio de Dios. Lo que Jesús pudo y quiso hacer en favor de su Madre Santísima.

Queda entonces un vacío entre el hecho glorioso y la humana experiencia de cómo sucedieron las cosas. A saldarlo acudió de inmediato la leyenda, queriendo explicar a su modo lo inexplicable.

Así nos dice un antiguo relato: «Un ángel se apareció a la Virgen María, diciéndole: Traigo esta rama del árbol del paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a anunciarte que tu Hijo te aguarda.

Señora con viva confianza: «Arrebata nuestras almas de tus virtudes en pos».

Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por todas las partes del mundo, se sintieron arrastrados a Jerusalén. Sin saber cómo, se encontraron reunidos en torno al lecho, en que la Madre de su Maestro lo aguardaba.

Se oyó de repente un trueno, la habitación de llenó de aromas y Cristo apareció rodeado de serafines.

María dijo entonces: «Mi alma engrandece al Señor». Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la tierra y el Señor desaparecía con su madre Santísima entre las nubes». En los primeros siglos, la Iglesia no incorporó la Asunción de María a sus libros litúrgicos, pero dejó correr esta convicción entre el pueblo creyente.

San Melitón, obispo de Sardes en Asia Menor durante el siglo II y discípulo de san Juan, enseña sobre la Asunción de María.

San Gregorio de Tours comparte esta fe en las Galias. Los españoles la profesan fervorosamente durante los siglos de la reconquista. Sin embargo no poseemos ni fecha ni lugar para situar este hecho portentoso. San Agustín dice que la Virgen María pasó por la muerte, pero no se quedó en ella. Más adelante muchos teólogos derivaron la Asunción de María del privilegio de su Inmaculada Concepción.

Nosotros hoy, adoctrinados por la definición del papa Pío XII, nos alegramos y felicitamos a la Madre de Dios y Madre de la Iglesia. Vemos en ella la primera mortal que ha alcanzado aquella inmortalidad que Cristo nos promete. Por lo tanto en medio de tantas desesperanzas, calamidades y pecados, fortalecemos nuestra esperanza personal del cielo, e invocamos a la Virgen María.

* * *

Día Universal
de las Misiones

1. Por todo el mundo

«Díjoles Jesús: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará, el que no crea se condenará». San Marcos, cap.16.

Tal vez desconocemos el privilegio de haber nacido entre montañas: Desde que abrimos los ojos a la luz, aprendimos a mirar hacia arriba, preguntando qué habría más allá de la cima. Deseando conocer ese mundo escondido detrás de la cordillera.

Entonces para nosotros fue lo mismo caminar que subir, avanzar que superar obstáculos.

Todo esto configuró nuestro especial modo de ser: Los hijos de las montañas somos andariegos y rebeldes, inconformes, capaces de iniciativa, buscadores de aventuras.

Lo que ocurre con los grupos humanos, a quienes marca su propia geografía, sucede también con las comunidades cristianas. Las hay miopes, pusilánimes, incapaces de compartir la fe, ineptas para contagiarla.

Otras, por el contrario, son entusiastas, arriesgadas, dinámicas, ágiles, fraternales, de amplios horizontes, recursivas, simpáticas. Estas comunidades, llámense familia, colegio, grupo apostólico, parroquia, diócesis, nación, se sienten portadoras del Evangelio, responsables de su anuncio a toda la tierra.

En la Iglesia primitiva no se distinguía un cristiano de un misionero. Todos los bautizados permanecían unidos en un común empeño de llevar a otros pueblos el Evangelio. Al fin y al cabo, la Iglesia comenzó con un mandato andariego: «Id por todo el mundo». Entonces si Pedro predica en Antioquía y luego se dirige a Roma. Si Pablo visita Éfeso, Filipos, Galacia, Atenas, Corinto, Roma, España… Si Felipe, movido por el Espíritu, se encamina de Jerusalén a Gaza, toda la comunidad de creyentes lo respalda, con su oración, su afecto y sus colectas. El mundo mediterráneo conoce entonces el mensaje de Jesucristo.

Es significativo el capítulo 16 de la carta a los romanos, que algunos sin embargo, consideran añadido tardíamente. Pablo se encuentra en Corinto (invierno del 57 — 58) y a punto de partir para Jerusalén, de donde espera ir a Roma y luego también a España. El apóstol saluda por sus nombres a veintisiete cristianos, colaboradores suyos en la obra del Evangelio. Todos ellos, hombres y mujeres, ricos y pobres, nobles y plebeyos, hacían parte de diversas comunidades, y habían vuelto a Roma, luego de la persecución de Claudio. Todos ellos, una vez recibido el bautismo, se habían comprometido con el anuncio de Jesús a otros hermanos.

Años más tarde, San Agustín y sus monjes evangelizan la Bretaña. San Bonifacio convierte a los germanos. San Cirilo y San Metodio llegan a los países eslavos, les enseñan gramática y los atraen al Evangelio.

Un día, unos frailes españoles arriesgados se embarcan con Cristóbal Colón, en Palos de Moguer, rumbo a las Indias Occidentales. Por ellos, y muchos miles de continuadores, conocemos a Cristo en América y hablamos castellano.

Ahora el compromiso es de nuestras Iglesias, hacia otros pueblos, que necesitan urgentemente el primer anuncio de Jesús.

Mucha gente se pregunta: ¿Por qué se van los misioneros a otras naciones, si entre nosotros hay tantas necesidades?

La respuesta es obvia. Simplemente porque Cristo nos enseñó a vivir la fe en fraternidad, a pensar en términos universales. El cristiano es hombre de ambiciones infinitas.

Nuestra fe en Cristo nos apremia a asomarnos más allá de las montañas. A desear el mundo escondido detrás de la cordillera. A anunciar la Buena Nueva del Señor por toda la tierra.

2. De Iglesia misionada a Iglesia misionera

«Jesús les dijo: Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a toda creatura. Y después de hablarles, fue elevado al cielo». San Marcos, cap.16.

Se cuenta de un caballero medieval que, regresando de la cruzada, halló por el camino una extraña piedrecilla. Era pesada como el plomo, tersa y brillante. Tocado de curiosidad, la guardó en su bolsillo, bajo la cota de malla: La haría examinar de un alquimista.

Al volver a su castillo, sintió que algo le punzaba el corazón. Se quitó de afán la armadura y encontró que aquel guijarro le había quemado el pecho. Este esforzado caballero, sobre su piel adolorida, había descubierto la radioactividad. La fe que nos da Cristo tampoco se puede guardar en el bolsillo. Nos haría mal. Es necesario compartirla.

Por esto hoy hemos despertado a un compromiso misionero. A una Iglesia preocupada de anunciar a Jesús a los muchos hermanos que aún no lo conocen. A una Iglesia muy distinta de la que aprendimos en los bancos de la escuela. Antes, el único objetivo de la religión era salvar el alma. Hoy, somos cristianos para construir el Reino de Dios sobre la Tierra. Una tarea que nos asegura la vida eterna.

Antes, nos sentíamos ligados a un pequeño grupo: País, diócesis, parroquia, movimiento apostólico. Hoy somos ciudadanos del universo, llamados a enseñar el Evangelio a todos los pueblos. Antes, la fe equivalía a un antibiótico contra el pecado. Hoy es fermento que transforma todas las culturas.

Antes, nos uníamos para defender la fe. Ahora marchamos juntos para compartirla con quienes todavía no son cristianos. Antes, buscábamos hacer que los demás creyeran a nuestro estilo y manera. Hoy nos proponemos que otros grupos hermanos acepten a Jesús y lo vivan según su propia identidad, desde su propia cultura.

Algunos se desconciertan al comprobar que una Iglesia que hace énfasis en ciertos aspectos, más allá de tantas devociones tradicionales, les hace perder seguridad. Sin embargo es necesario dar un viraje de 180 grados. Ya no podemos continuar siendo Iglesia Misionada. Urge convertirnos en Iglesia Misionera.

Imaginemos que Jesús se hace visible en nuestra diócesis, en nuestra parroquia, para decirnos de nuevo: «Id por todo el mundo y anunciar el Evangelio a toda creatura».¿Qué responderían nuestros obispos, nuestros sacerdotes, nuestros religiosos? ¿Qué actitud tomarían los numerosos grupos apostólicos? ¿Qué harían nuestros jóvenes, ellos que son la esperanza de la Iglesia?

El capítulo 13 de Los Hechos narra u acontecimiento singular: «Había en la Iglesia fundada en Antioquía profetas y maestros, y mientras estaban celebrando el culto del Señor, dijo el Espíritu Santo: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado. Entonces después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les enviaron». Luego de una larga correría, durante la cual no faltaron los obstáculos, regresaron a Antioquía, donde contaron «todo cuanto Dios había hecho juntamente con ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta a de la fe».

¿No harían mucha falta durante su ausencia?

Sin embargo una visión auténtica de la fe nos empuja a ir a otras naciones, no tanto ahora para salvar a otros hermanos, sino para salvarnos a nosotros mismos.

Porque la fe guardada nos puede quemar el corazón.

3. Un corazón planetario

«Jesús les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. Ellos salieron a predicar por todas partes». San Marcos, cap.16.

«Tú no eres africano. No tienes la piel como la nuestra. Tus cabellos son lacios y apenas logras balbucir nuestra lengua. Hace ya tres años convives con nosotros, ¿por qué abandonaste tu patria? ¿Dónde has dejado a tu mujer? ¿Has encontrado aquí dinero? ¿Qué traes de valioso para nosotros?». Así interrogaba un grupo de jóvenes en Gabón a uno de sus misioneros.

Este, con treinta y seis años a cuestas, después de un grado universitario había iniciado su vida de evangelizador más allá de su patria.

Las preguntas de aquel día lo pusieron contra la pared. ¿Por qué estos jóvenes no comprendían su presencia? ¿Sería ésta insuficientemente clara para un mundo pagano? ¿Habría razón de continuar allí, balbuceando una lengua extraña, soportando unas costumbres nunca asimiladas del todo, ante un grupo elemental de creyentes en Cristo?

Ya por la tarde, mientras el sol se hundía en el mar detrás de las palmeras, el misionero pudo darse respuesta a sí mismo, de todo aquel cuestionario.

Había dejado su patria porque necesitaba compartir la fe con aquellos que sentía como sus hermanos. No tenía esposa, porque su familia era innumerable, como las estrellas del cielo y las arenas del mar. No buscaba dinero ni popularidad. Le llevaba a ese pueblo la experiencia de un Dios Padre, que a todos nos ama. Que hace nacer el sol sobre buenos y malos y derrama la lluvia sobre justos e injustos.

Casi siempre el primer anuncio a un grupo no cristiano comienza por despertar una inquietud, allí donde hacemos presencia. Esto corresponde a una frase del cardenal Suhard, quien fuera arzobispo de París: «Dar testimonio del Señor no es hacer propaganda, ni causar impacto. Es hacer misterio. Es vivir de tal manera, que la vida sería inexplicable si Jesús no existiera».

Sin embargo, vale la pena preguntar: Hoy, cuando valoramos con respeto todas las religiones del mundo, ¿tiene razón el servicio misionero? Sí. Porque la revelación de Dios por Jesucristo nos descubre algo original, más excelente: El rostro del Padre celestial.

De ahí nace la urgencia de anunciar el Evangelio a todos los pueblos. La tarea de la Iglesia hacia los cristianos —dice la Redemptoris Missio - se halla todavía en sus comienzos. Es necesario que todos los bautizados comprometamos en ella todas nuestras energías.

Muchos cristianos emprendieron ya este camino de ir a otras naciones. Pero todavía son muy pocos frente a 73% de la humanidad que no conoce a Jesucristo. Y de otro lado, queda esa tarea inmensa de un primer anuncio del Evangelio entre los más próximos.

Aquí, muy cerca de nuestro hogar viven, sufren y mueren muchísimos hermanos, sin haber conocido a Jesucristo.

La Iglesia de hoy, «aunque entre sombras», como dicen un documento conciliar, queriendo ser fiel a su fundador, hace resonar cada día aquellas palabras de San Marcos: «Vayan por todo el mundo». En las comunidades cristianas, antes preocupadas únicamente de su propia salvación, surge un nuevo modo de creer y de vivir.

El Señor nos invita a mirar más allá de sus fronteras, porque todos los hombres tienen derecho a conocer a Jesucristo. Hemos de amar a todos los hermanos con un corazón planetario.

4. Enseñamos a amar

«Dijo Jesús: Id por todo el mundo, proclamad la Buena Nueva a toda la creación». San Marcos, cap.16.

En un aeropuerto parisiense, un joven profesor de Costa de Marfil observaba con estupor las voluminosas cajas que había transportado un avión carguero. De pronto, apoyando la frente contra el ventanal, empezó a sollozar. Se acordaba de los niños y los ancianos de su patria. Aquel enorme cargamento consistía en alimentos para gatos y perros.

Frente a semejantes injusticias, afloran en nosotros diversas actitudes: La primera, quedarnos en silencio, luchar por la propia subsistencia y esperar que se haga justicia más allá de la muerte.

Una segunda: Lanzar a los hombres a la violencia, prender su corazón como una bomba incendiaria, armar al pueblo para que derribe el sistema.

Los discípulos de Cristo aprendimos una tercera solución: Sembrar amor entre los que todo lo tienen y en aquellos que todo lo necesitan. Invitarlos a encontrarse fraternalmente en un lugar intermedio de frontera, donde domina la caridad.

Lo cual no descarta una tarea leal y constructiva que vaya transformando la humanidad, al paso de Dios. Nosotros enseñamos a amar, decía un misionero. No logramos cambiar de una vez las estructuras. Anunciamos que muchas de ellas son injustas, pero transformarlas de raíz nos quitaría mucho tiempo. Mientras tanto, se nos puede morir un niño por falta de un vaso de leche.

Nuestra vocación es anunciar a Jesucristo que vive y ama por nuestro ministerio. Afirman algunos que nuestra labor asistencial retarda el cambio de estructuras. Pero seamos realistas. En los lugares de misión generalmente falta todo. Debemos cumplir muchas labores de suplencia.

Es fácil criticar al misionero que reparte el pan, que traslada en su viejo jeep a un enfermo, que recoge del barro a un moribundo. A la misionera que aplica inyecciones, que improvisa en la selva un dispensario elemental, que limpia las llagas de un leproso, que atiende a una mujer a punto de ser madre.

¿Pero podremos dejar esto de lado? El programa de Cristo comprende un mejoramiento total de los hombres. Si no realizamos estos oficios, ellos no entenderían que Dios los ama, no creerían que nosotros los amamos. En Calcuta, un moribundo le decía a la Madre Teresa: «¿Que Dios nos ama? Repíteme eso otra vez porque me hace mucho bien. Siempre he oído decir que a los parias nadie nos quiere. Es maravilloso saber que Dios nos ama. !Dímelo otra vez!»

El papa Benedicto nos dice en su encíclica «Dios es amor»: «Con el paso de los años y la difusión progresiva de la Iglesia, el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: Practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia, tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio».

En consecuencia, un privilegiado programa de caridad es hacer conocer a jesucristo a las multitudes que no han escuchado jamás el Evangelio. «yo le enseñaré un idioma que se habla en toda la tierra», pueden cantar quienes entregado su vida a la causa misionera. Su presencia en remotos lugares, es el mejor lenguaje para hacer conocer al dios amor y padre de todos que sed hizo hombre para redimirnos.

5. Un mensaje andariego

«Dijo Jesús a sus discípulos: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación». San Marcos, cap.16.

Desde el principio, el mensaje de Cristo fue viajero y caminante. De Jerusalén a Roma y Antioquia. De Roma a los pueblos de Europa, hasta las Galias y Britania. Luego hasta la Germania.

Cuando Cristóbal Colón, en su segundo viaje, se hacía a la mar en de Palos de Moguer, lo acompañaban un grupo de frailes que, en equipo con muchos laicos creyentes, trajeron a América la fe cristiana y el idioma castellano. Hoy, nos toca a nosotros llevar el Evangelio a otros pueblos distantes.

¿Quién es el misionero? No es fácil distinguirlo actualmente. Es alguien que busca a los más alejados. Se atreve a ir donde nadie ha llegado todavía. A sitios sin caminos, ni escuelas, ni hospitales. Avanza a donde no se han asomado todavía los antropólogos, los médicos, los ingenieros, los buscadores de uranio o de petróleo.

En un comienzo, el misionero trata de suplirlos a todos, pero su misión es de otra especie. Su objetivo es llevar el Evangelio, que al insertarse en las culturas respetando sus valores, las irá a transformar desde dentro.

Algunos se preguntan extrañados: ¿Por qué enviar misioneros a otros países, cuando en los nuestros son indispensables?

La respuesta es clara: La Iglesia ha de ser es una familia y otros hermanos de otras comarcas necesitan agentes pastorales, mucho más que nosotros. A su pobreza se añade un ingrediente notable y doloroso: No conocen a Jesucristo.

Pero si un misionero enviado por nuestra Iglesia se va a otro continente, no viaja solo. Llega en compañía de cuantos han contribuido a su formación. Desde sus padres y hermanos, sus benefactores y quienes le colaboran mediante la oración y las ayudas, para hacer realidad su tarea.

Porque la obra misionera de la Iglesia no es patrimonio exclusivo de unos pocos. Es vocación profunda y responsabilidad permanente de toda la comunidad cristiana.

La Iglesia de hoy, esta Iglesia del nuevo siglo, invita encarecidamente a los jóvenes a anunciar el Evangelio a toda la tierra. Que nuestras familias sean entonces, por la fe y el testimonio, cuna de abundantes vocaciones para toda la tierra. Que el colegio y la parroquia promuevan con entusiasmo la generosidad hacia la causa misionera.

¿Cómo lograr estos ideales? La Iglesia de hoy ha de imitar en sus rasgos esenciales, aquellas primeras comunidades, donde la resurrección de Cristo era todavía una experiencia reciente. Muchos que habían visto personalmente a Jesús resucitado, daban testimonio sin temor a las persecuciones. Todos se preocupaban de crecer en la fe, mediante la enseñanza de los apóstoles. Igualmente se sentían hermanos y sabían compartir sus bienes de forma generosa. Participaban en la Eucaristía y tenían dos preocupaciones centrales: Los pobres y todos aquellos que no conocían a Jesús.

Es interesante comprobar cómo en toda la tierra, avanzan hoy los programas de Nueva Evangelización. Sus numerosas variables enriquecen y afianzan el anuncio cristiano.

Brotan entonces, casi siempre en forma silenciosa, iniciativas a favor de los más necesitados con un sello cristiano indeleble. Todo ello nos motiva de inmediato, a mirar más lejos, alargando los brazos y haciendo vibrar el corazón, para que «el amor de Cristo que supera todo sentimiento», llegue pronto a muchos hermanos y hermanas de regiones distantes.

* * *

Todos los Santos

1. Aquellos santos anónimos

«Jesús subió al monte y empezó a enseñar a sus discípulos: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los mansos»… San Mateo, cap.5

Por el mes de Tisri, (septiembre - octubre) los judíos celebran la festividad de Sucot. Un nombre que recuerda la primera estación del pueblo que abandonaba a Egipto. Una celebración también llamada de la Siega, como leemos en el Éxodo, o fiesta de las tiendas. Para recordar la peregrinación de sus padres por el desierto, los judíos piadosos de hoy viven unos días a la intemperie, bajo chozas cubiertas de hojas de palmera y ramas de mirto. Allí soportarán el sol y la lluvia, pero además podrán, a través del ramaje, atisbar las estrellas.

En la fiesta de todos los santos, los cristianos hacemos también memoria de tantos hombres y mujeres que, después de su peregrinación por esta tierra, alcanzaron la tierra prometida. A algunos de estos hermanos la Iglesia los ha puesto sobre el candelero, después de una larga pesquisa sobre sus vidas. Son los santos canonizados.

Pero a su lado, hombro a hombro con ellos, en idéntica felicidad, se encuentra como leemos en el Apocalipsis, una inmensa multitud, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua. Ellos están delante del Cordero, nombre con el que san Juan distingue a Jesucristo.

Las historias de estos santos anónimos no cabrían en todas las bibliotecas del mundo. Pertenecen a todas las edades y profesiones y oficios. A todas las clases sociales, a todas las culturas. Pero un común denominador los identifica: Leyeron el sermón de la montaña, convirtiéndolo en cuaderno de ruta durante su peregrinaje por la tierra. Lograron ese nivel de vida cristiana, que la Iglesia denomina santidad.

Comprendieron que el camino seguro hacia la felicidad se encuentra en las Bienaventuranzas. Fueron ellos gente de espíritu sencillo y amable. Gente que buscó arreglar los conflictos con verdad y mansedumbre. Capaces de sufrir por defender a los demás. Comprometidos día y noche en la construcción de un mundo más justo. Llenos de misericordia hacia los necesitados. Limpios, sin dejarse contaminar la mente ni el corazón. Desvelados por la paz en su entorno y aún más allá. Acostumbrados a poner la cara en favor de los demás.

Quizás todo ello lo vivieron sin una marca visible de cristianismo. Cristianos de a pie, salpicados por el barro del camino, mantuvieron su vida en sintonía con Dios. Cada uno de estos hermanos nos enseña que es posible vivir el Evangelio. Alienta en nosotros la confianza de lograr algún día el ideal. Al fin y el cabo ellos fueron de nuestra misma pasta.

Valdría entonces la pena ponernos alguna vez a la intemperie. Lejos de toda falsedad y de los autoengaños con que hemos asegurado nuestra vida. Sentiremos temor. Pero de pronto descubriremos que alguna vez hemos sido pobres según el Evangelio, mansos, capaces de llorar el mal, hambrientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón. Que de pronto nos hemos esforzado en bien de la paz. Que incluso hemos sufrido alguna persecución por los valores del Reino.

Descubriremos además muchas fallas. No importa, si apoyamos nuestra vida en el Señor, y a pesar de todo, continuamos atisbando las estrellas.

2. Magíster según el Evangelio

«Viendo Jesús la muchedumbre subió a un monte, se sentó y sus discípulos se le acercaron. Entonces tomando la palabra, les enseñaba». San Mateo, cap. 5.

Podríamos decir que nuestra fe avanza desde un nivel inicial, equivalente en lo académico a un preescolar, hasta el magíster de quienes ya viven las Bienaventuranzas. Lo cual podríamos identificar también como santidad.

San Mateo nos presenta de modo extenso el Sermón de la Montaña: Jesús subió a un monte, no lejos del lago Tiberíades. Allí se sentó, sus discípulos lo rodearon y comenzó a enseñarles. Detalles que introducen el texto, para indicar la importancia del tema.

Esta página hace parte de lo enseñado por el Maestro durante varios días, por las colinas cercanas al lago. Hoy los peregrinos ascienden allí, por una estrecha vía, hasta la capilla que recuerda aquel solemne discurso.

Hacía ya varios meses que muchos escuchaban atentamente a Jesús. Era el momento oportuno para darles una enseñanza clave.

Mientras tanto, los filósofos griegos hablaban a sus discípulos de razones para vivir. Del instinto de felicidad que todos poseemos. Pero tan altas doctrinas no llegaban a esos pobres campesinos que seguían al Maestro.

Sin embargo, en las actitudes de aquellos hombres, mujeres y niños se podía adivinar un deseo de algo superior y definitivo, más allá de sus quehaceres diarios. Entonces el Señor les dijo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Y así fue desgranando ocho sentencias, en las cuales promete una realización. Una plenitud que, en muchos aspectos, concordaba con los textos sapienciales leídos en la sinagoga.

Pero Jesús le da un toque especial a esta enseñanza. Diríamos que la hace más universal y trascendente. Allí juega un papel principal, aunque escondido, la vida que Él promete más allá de la muerte.

Los cristianos de hoy volvemos a leer este Sermón de la Montaña en la fiesta de todos los santos. Podríamos entenderlo como una bonita página en alabanza de quienes pasaron por esta vida tratando de ser sobrios y honrados. «Los pocos sabios que del mundo han sido», que dijera fray Luis de León.

Pero la enseñanza del Maestro es algo superior. Nos entrega una guía para vivir acá en la tierra de un modo equilibrado. Para conseguir además la plenitud del cielo. En otras palabras, nos revela una metodología segura hacia la santidad.

Nos toca ahora preguntarnos qué significa, en nuestro medio, ser pobres de espíritu, mansos, misericordiosos, limpios de corazón, etc. Cómo se entiende en nuestro mundo esta enseñanza.

Sin embargo, mirando la vida de los santos canonizados, descubrimos que no fueron perfectos. Buscaron, eso sí, amoldar su conducta a la palabra de Jesús. Aunque al término de su peregrinación mortal, muchas áreas de su persona no habían logrado un nivel absoluto. Sin embargo, su mérito es haberse esforzado en conquistar según sus circunstancias, la utopía del Evangelio. Fueron entonces pobres de espíritu, mansos, misericordiosos, limpios de corazón, en diversa medida. Durante su historia hicieron visible que es posible vivir ese magíster según en Evangelio.

Cuando en la celebraci ón eucarística rezamos el himno del Gloria, confesamos: «Porque sólo tú eres santo, sólo tú Señor, sólo tú altísimo, Jesucristo». Es decir, ninguno de nosotros podrá alcanzar la medida perfecta. Pero sí podremos ser copias, más o menos afortunadas, de modelo único y universal que es el Señor.

3. Cuando el Señor se manifieste

«Hermanos: Somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, en quien todo se haced puro como es él». 1 San Juan, cap. 3.

Desde tiempos atrás, la ciencia ha señalado que nuestro el universo es el fruto de una prolongada evolución. Algunos rechazaron tal afirmación como contraria a la doctrina bíblica. Sin embargo, hoy aceptamos que un proceso evolutivo, de acuerdo con la acción continuada de Dios, no riñe con la revelación. En un principio fueron los microorganismos, más tarde los peces, los reptiles, las aves, los cuadrúpedos y finalmente el hombre. Un hombre que fue luego capaz de conquistar el firmamento.

En el mundo espiritual podríamos indicar también una evolución, aunque de otro orden. Lo insinúa san Juan en su primera carta: «Somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, en quien todo se hace puro como es él». Y el final de este proceso, podríamos llamarlo santidad.

Cuenta san Mateo que Jesús se alejó del Tiberíades y subió con sus discípulos a una colina próxima. Se detuvo en una pequeña explanada, donde la gente lo rodeó y Él se puso a enseñarles despacio. Era un mensaje que quizás las otras multitudes no hubieran podido comprender. Pero aquí tenía delante un grupo de escogidos. Entonces les dijo: «Dichosos vosotros»… y fue enumerando formas de vida que transforman al creyente por la fuerza del Evangelio. También a nosotros nos invita el Señor a orientar nuestra conducta dentro de esos parámetros de austeridad, valentía, perseverancia, generosidad, transparencia, serenidad, justicia, rectitud. Esta enseñanza la hemos conocido tradicionalmente como el Sermón de la Montaña., el discurso de las Bienaventuranzas

Numerables hermanos nuestros, a través de la historia, ajustaron su vida a este código de santidad y lograron una admirable transfiguración.

En ellos Dios se nos manifiesta, para hacerlos «puros como es él», según afirma san Juan en su carta.

Sin embargo, no podemos entender la santidad únicamente como un proceso de purificación. Sería lo mismo que inyectar a un cuerpo vivo toda clase antibióticos, cuando además necesita proteínas, vitaminas y otros variados elementos.

Por lo tanto la santidad se ubica y se expresa ante todo en los buenos frutos, que luego san Pablo presentará en su carta a los gálatas: Amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí mismo. Aunque no serían estos únicamente.

Quizás todos hayamos conocido ciertos cristianos transformados por el Señor. Irradian un misterio que ilumina y conforta. Son los santos contemporáneos. Talvez mañana la autoridad eclesiástica los ponga sobre el celemín. Pero no es del todo necesario. Lo importante es que ellos lograron transformarse, desde una situación común y ordinaria, por la acción perseverante del Señor.

Existe un ejercicio de oración sobre el tema de los santos, que pudiera servirnos. Consiste en observar el firmamento alguna noche luminosa. Brillan allí unos astros que se identifican suficientemente. Como los santos de primera magnitud en la Iglesia. Pero más allá resplandecen grupos de lejanas estrellas, desleídas en la distancia. Podríamos compararlas con nuestros parientes, amigos y bienhechores, que procuraron vivir el Evangelio y gozan ahora de la gloria eterna. Por allí muy cerca podremos además descubrir algún lugar donde se nos aguarda, para participar en la fiesta sin límites del cielo.

* * *

Conmemoración
de los fieles difuntos

1. Seremos transformados

«Porque este cuerpo corruptible debe revestirse de incorruptibilidad y este cuerpo mortal, revestirse de inmortalidad». 1 Corintos, cap. 15.

Desde tiempos atrás, la ciencia ha señalado que nuestro el universo es el fruto de una prolongada evolución. Algunos rechazaron tal afirmación como contraria a la doctrina bíblica. Sin embargo, hoy aceptamos que un proceso evolutivo, de acuerdo con la acción continuada de Dios, no riñe con la revelación. En un principio fueron los microorganismos, más tarde los peces, los reptiles, las aves, los cuadrúpedos y finalmente el hombre. Un hombre que fue luego capaz de conquistar el firmamento.

Es frecuente encontrar por las parroquias ciertos artistas de bajo perfil, pero baquianos en el arte de la transfiguración. Encerrados allá en la sacristía le devuelven a san Antonio la azucena, su meñique izquierdo a la Virgen del Carmen, a la mula del pesebre le restituyen sus dos orejas. Remiendan las sandalias de san José y realizan otros milagros escultóricos.

Algo muy semejante lleva a cabo el cariño cuando fallece un ser querido. La memoria va borrando todos sus aspectos negativos, mientras resalta los dotes y virtudes, para guardarlos transfigurados en el imaginario del recuerdo.

Pero un día amanecemos más realistas y nos culpabilizamos de ingenuos: Mi padre no fue así. Mi hermano que se ha ido adelante falló muchas veces. Este amigo tenía muchos defectos. Sin embargo, si tomamos en serio la teología cristiana, comprendemos que Dios ha transformado en criaturas nuevas a quienes se durmieron en Cristo. Los textos litúrgicos señalan que les ha devuelto aquel vestido de inocencia recibido en el Bautismo.

San Pablo escribiendo a los fieles de Corinto les dice: «Aquí se siembra un cuerpo en corrupción y resucita en incorrupción. Se siembra en vileza y resucita en gloria. Se siembra en debilidad y resucita en fortaleza».

Por lo tanto, aquello que el amor imagina es una plena realidad, por la fuerza de Jesús resucitado. Así podemos convertir la ausencia en esperanza.

Los creyentes en Cristo caminamos hacia la eterna compañía de Dios. Donde cada quien será él mismo, pero liberado de las imperfecciones de esta tierra. No avanzamos hacia un vacío total.

Tampoco hacia una existencia a medias, donde un poder superior nos absorbe, nos despersonifica.

De otra parte si nuestra naturaleza es del todo social, la vida futura será un convivir. Gozaremos de la compañía de cuantos hemos amado y continúan amándonos. El Apocalipsis señala: «Seremos ciudadanos de una tierra nueva y un cielo nuevo». Y añade: «Donde no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo viejo ha pasado».

Sin embargo muchos bautizados apenas mantenemos una fe borrosa y desganada sobre la vida del cielo. Quizás porque el cristianismo nos asegura la vida eterna, pero jamás nos ha explicado en qué consiste, pues mediante nuestros esquemas temporales no podríamos entenderlo.

Parece que el Señor nos pide entonces ejercitar nuestra imaginación, confiados en su palabra. San Pablo apenas nos dio algunos indicios: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al entendimiento humano llegó lo que Dios ha preparado para los que le aman».

Se cuenta que grupo de iroqueses, al norte de Canadá, preguntó una vez al misionero si en el cielo habría focas y trineos. Cómo él les respondiera negativamente, fue grande su desilusión y ya no quisieron volver al catecismo.

No lleguemos a materializar tanto nuestra esperanza en la vida futura. Pero sí confiemos nuestro futuro a la bondad del Padre de los cielos. El que cuida los pájaros y viste los lirios. Sabrá él darnos una recompensa adaptada a nuestra naturaleza. Porque un cielo especializado para ángeles bien poco nos atrae.

Allí, más allá de la muerte, gozaremos de una condición humana restaurada, no por algún pintor de brocha gorda, sino por el maravilloso Artífice que creó sabiamente el universo.

2. Ese lugar

«Dijo Jesús: Me voy a prepararos un lugar. Volveré y os tomaré conmigo, a fin de que donde yo esté, estéis también vosotros». San Juan, cap. 14.

Desde tiempos atrás, la ciencia ha señalado que nuestro el universo es el fruto de una prolongada evolución. Algunos rechazaron tal afirmación como contraria a la doctrina bíblica. Sin embargo, hoy aceptamos que un proceso evolutivo, de acuerdo con la acción continuada de Dios, no riñe con la revelación. En un principio fueron los microorganismos, más tarde los peces, los reptiles, las aves, los cuadrúpedos y finalmente el hombre. Un hombre que fue luego capaz de conquistar el firmamento.

En Corinto, una importante ciudad de la antigua Grecia, surgió una comunidad cristiana, compuesta en su mayoría por judíos inmigrantes y algunos otros venidos de la gentilidad.

A estos discípulos San Pablo les escribió varias cartas, en las cuales derrocha todo su cariño. Allí les presenta lo más elevado de su pensamiento teológico: La doctrina sobre la Eucaristía, sobre el Cuerpo Místico, el himno de la Caridad.

Pero ocurría en Corinto que la muerte realizaba también su acostumbrada tarea. Por las enfermedades, la violencia, la persecución que sufrían los seguidores de Cristo. Y el apóstol, seguramente a petición de sus fieles, abordó un día el tema de la vida futura. Lo hizo mediante una comparación muy comprensible a los judíos, quienes durante muchos años peregrinaron por el desierto: «Mi padre era un arameo errante», confesaba cada israelita al ofrecer a Dios las primicias de su cosecha.

En esos tiempos la gente se movilizaba llevando a cuestas su tienda, bajo la cual acampaban por las noches. Las había fabricadas en cuero, o también de tela fuerte que resistiera el sol y las lluvias.

El apóstol entonces escribía: «Nosotros sabemos que si esta tienda de campaña — nuestra morada terrenal — se destruye, adquirimos una casa permanente en el cielo, no fabricada por el hombre, sino por Dios. Así pues nos sentimos seguros, porque caminamos en la fe».

Por lo tanto la fe en Cristo nos enseña que al morir, cambiamos de habitación. Renunciamos a esta morada deleznable y precaria, para adquirir una morada segura «no fabricada por mano de hombre».

Tal enseñanza nos la entrega también Jesús, en su discurso de despedida: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Y yo me voy a prepararos un lugar». Y un detalle de suprema cortesía: «Cuando os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo. A fin de que donde yo esté, estéis también vosotros».

Cabría entonces imaginar despacio «ese lugar» que el Señor nos promete, aderezado por su amor paternal.

Valdrá además despertar en nuestro corazón la confianza. Ante el miedo de morir, ante la amenaza de extinguirnos, nos apoyamos en el Evangelio para ponerle alas a nuestra esperanza. Sin embargo, todo lo que imaginemos o digamos sobre la vida eterna no pasa de ser un boceto, pálido reflejo de cuanto el Señor quiere dar a sus hijos.

San Pablo también escribió un día esos aquellos cristianos de Corinto, calcando a Isaías: «Ni ojo vio, ni oído oyó, si el corazón humano sospechó cuanto Dios tiene preparado para quienes le aman».

En consecuencia, al reunirnos ante la muerte de un ser querido, los creyentes en Cristo no procuramos renovar la angustia. Ni motivar una resignación estoica frente a un suceso inevitable. Nos congregamos a orar por quienes se han marchado adelante, mientras fortalecemos nuestra confianza en esa vida futura que ya llega. La misma que Jesús nos ha certificado por su muerte y su resurrección.

Entonces seguimos caminando en nuestro hogar, en nuestros espacios de trabajo, o de descanso, con los pies muy firmes en la tierra, pero con un corazón que a todas horas rastrea el firmamento.

3. Un pensamiento santo y piadoso

«Judas Macabeo reunió cerca de dos mil dracmas para ofrecer un sacrificio en Jerusalén por los soldados caídos, pensando en la resurrección. Fue éste un pensamiento santo y piadoso». 2 M, cap. 12.

En el Antiguo Testamento sólo encontramos una cita explícita sobre la vida más allá de la muerte. Cuanta el segundo libro de los Macabeos que, al terminar la batalla contra Gorgias, el valeroso Judas comprobó que algunos soldados habían guardado objetos ofrecidos a los ídolos. Rogando a Dios que los purificara de esa culpa reunió cerca de dos mil dracmas, y las envió a Jerusalén para que se ofrecieran sacrificios por los caídos. Y añade el autor: «Si no esperara que estos soldados resucitarían para alcanzar una magnífica recompensa, habría sido necio rogar por los muertos».

Más tarde, el Señor Jesús iluminó con su predicación esta certeza de una vida futura, sin devaluar la presente. Nosotros los cristianos valoramos entonces todas las realidades de este mundo. Tratamos de disfrutar honradamente sus maravillas. Pero a la vez comprendemos con incesante nostalgia, que todo lo presente es pasajero. Que nuestra vida «brota como una flor y por la tarde se marchita». Lo enseña Job, un hombre sabio y experimentado en dolores.

Sin embargo todo el edificio de la vida cristiana se sustenta en un hecho histórico irrebatible. Jesús murió, y el evangelista san Juan lo certifica: «Al ver a Jesús muerto, un soldado le atravesó el costado con una lanza y al instante salió y agua». Pero enseguida el Señor venció la muerte.

Porque en la Iglesia primitiva algunos inventaron que el Maestro no había muerto de veras. Que luego de reanimarse en el sepulcro, viajó a la India y más tarde regresó a Palestina, para decir que había resucitado.

De esa impostura habría nacido nuestra fe. Nosotros por el contrario seguimos confesando en el Símbolo de los Apóstoles:

«Fue crucificado, muerto y sepultado. Al tercer día resucitó de entre los muertos».

Jesús volvió a encontrarse con sus discípulos y confirmó en ellos y en los futuros creyentes, la certeza de su victoria. Él le pudo quitar a la muerte su aguijón, como dice en otra parte san Pablo. Por lo tanto, para los discípulos de Cristo morir es simplemente transformarnos. Es comenzar una nueva forma de existencia, más allá de las presentes limitaciones.

Reconocemos además que cuanto imaginamos sobre la vida futura es apenas una aproximación. Ingenuidad de niños. Para lo cual sin embargo nos alienta, la palabra de Dios: «Si no os hiciereis como los niños.»… Tomamos las realidades de esta tierra y maquillándolas en lo posible, fabricamos un «cielo en palabras terrenas». Pues no tenemos otras más.

Pero nuestra esperanza no flaquea, porque hemos creído en un Dios que es Padre bueno y rico en misericordia.

Hoy recordamos, con fe en el Señor Jesús y también con renovado cariño, a todos nuestros hermanos y hermanas que «nos han precedido en el signo de la fe y duermen ahora el sueño de la paz». Pero esta celebración de los difuntos no tiene por objeto restaurar las ausencias. Se nos presenta como una gran ventana, por la cual nos asomamos al enigma de la muerte. Pero igualmente contemplamos por ella el misterio del cielo.

Enigma y misterio a los cuales algunos se acercan con indiferencia o estoicismo. Nosotros lo hacemos, mediante el pensamiento santo y piadoso de Judas Macabeo: Más allá del tiempo nos espera una magnífica recompensa.

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