TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Tiempo Ordinario - Ciclo B

Cristo pantocrátor

Segundo domingo

1. Para ser discípulo

«Los dos discípulos oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús. Vieron donde vivía y se quedaron con él aquel día». San Juan, cap. 1.

Dos barcas se quedaron atadas entre los juncos, a la orilla del mar de Galilea. Su dueños se habían ido muchos kilómetros al sur, cerca a un vado del Jordán, donde el Bautista adoctrinaba a sus discípulos.

Uno de aquellos hombres rondaba ya los cuarenta años y se llamaba Andrés. Juan era más joven, llegaría tal vez a los veinte. Los unía su oficio de pescadores y una misma esperanza en el Mesías. Desde la aparición del Bautista junto al camino que conduce al oriente, corría la voz de que el Salvador de Israel estaba próximo.

El evangelista nos cuenta que aquella vez llegó hasta el grupo del Precursor un artesano de Nazaret. Venía del norte, de la provincia Galilea, una región densamente poblada y relativamente próspera. Sin embargo los del sur despreciaban a los galileos. Los tenían por campesinos incultos, maleducados y poco piadosos.
El Bautista, viendo llegar a Jesús, lo señaló ante sus discípulos con estas palabras: «Este es el cordero de Dios». Una frase, relativa al Mesías, que despertaba fuertes resonancias en cada corazón judío. Andrés y Juan sintieron que el alma se le salía por los ojos y de inmediato, se acercaron a Jesús. El les preguntó: «¿Qué buscáis?». Ellos le contestaron: «Rabí, (que significa maestro) dónde vives». San Juan añade que se fueron entonces y pasaron con él toda la tarde.

Los maestros judíos instruían al pueblo en la observancia de la ley. Se les tenía gran respeto llamándolos Rabí, que significa literalmente «el grande». Y un proverbio de la época enseñaba: «Si tu enemigo te roba a tus padres y a tu maestro, debes pagar primero el rescate del Rabí».

Jesús, quien desde el comienzo de su vida pública se presenta como maestro, difiere en varios aspectos de las costumbres de entonces. En primer lugar, a él no lo escogen a él sus discípulos. Elige libremente un pequeño grupo de seguidores y a algunos voluntarios no los acepta en su grupo. Comienza su tarea antes de cumplir cuarenta años y en muchas de sus apreciaciones se aparta de las escuelas rabínicas de entonces.

El cristiano consciente sabe que el bautismo es la matrícula en la escuela del Señor. Allí se compromete a ser su discípulo. En un programa que empieza a transformarnos desde dentro.

Hoy entonces podemos preguntarnos: ¿Qué significa para mí Jesucristo? «Estamos en el tiempo de la construcción humilde, responde Martín Descalzo. Ya no creemos en las revoluciones que cambiarán al mundo de un golpe. Nos han propuesto tantos ‘cambios’, tantas ‘reformas’ «.

Pero hemos aprendido que con ellas sólo cambia de lugar nuestro dolor y de color nuestras opresiones. Y empezamos a sospechar que la única revolución es la que cada uno realiza en su corazón, en su casa, en su barrio. Que amando a nuestros próximos es la manera como el amor se multiplica de verdad…

Hemos de empezar a pensar y a vivir a Jesús, como aquellos primeros discípulos, o como los apóstoles que aseguraban que le seguirían a donde quiera que El fuera. Y que se preguntaban angustiados: «¿Señor, a quién iremos, si sólo tú tienes palabras de vida eterna?».

2. ¿Qué buscamos?

«Dos de los discípulos de Juan siguieron a Jesús. Al ver que le seguían él les preguntó: ¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: Maestro, ¿dónde vives? Y se quedaron con él aquel día». San Juan, cap. 1.

¿Podríamos enumerar en orden de importancia nuestros principales deseos, los proyectos por los cuales luchamos? Soñamos nosotros con poseer una casa, adquirir un vehículo, realizar un viaje, obtener un título, formar un hogar, ser tenidos en cuenta, compartir en paz con quienes amamos. O anhelamos descansar un poco de tanto ajetreo y sentarnos a no desear nada, cómo terapia contra los desengaños.

Todo esto es bueno. Al fin y al cabo es existir, vivir, luchar, caminar en el tiempo.

Cuenta San Juan que dos discípulos del Bautista expresan a Jesús un deseo. Quieren saber dónde vive el Maestro. ¿Curiosidad ? ¿Desconfianza? ¿Amistad?

El Evangelista concluye el párrafo con una precisión desacostumbrada para su estilo: «Vieron donde vivía y se quedaron aquel día con El. Serían las cuatro de la tarde».

En nuestra lista de deseos quizás no se cuenta todavía la búsqueda de Cristo.

Porque hemos puesto de un lado nuestras cosas y de otro, las del Señor.

Sin embargo, cuando Dios se hizo hombre, lo divino y lo humano comenzaron a figurar en la misma partida. Se integraron en un fondo común.
Cuando luchamos por hacer realidad nuestros deseos, no advertimos ni su raíz, ni tampoco su término. Pero al comienzo y al fin de todas nuestras ansias está el Señor a la espera.

Recuerde pues, quien edifica una casa que todas nuestras tiendas aquí abajo resultan pasajeras, hasta que adquirimos una mansión eterna en el cielo.
Quien desea un vehículo revela nuestra limitación en el tiempo y en el espacio. Pero después seremos liberados y podremos amarnos y compartir más allá del espacio y de tiranía de los relojes.

Nuestros deseos de viajar nacen de ese nómada que todos llevamos dentro. Pero un día regresaremos definitivamente a la patria.

Con frecuencia luchamos por un título. Pero recordemos que el único que vale la pena es el de hijos de Dios.

Todos nuestros anhelos conscientes e inconscientes se cristalizan en aquello que llamamos el cielo. Pero qué pocas veces pensamos en el. Y menos aun lo deseamos. Alguna vez lo aceptamos de paso, cómo una solución de emergencia, cuando la muerte nos arrebata a un ser querido.

Sin embargo esta existencia plena, más allá de la muerte, es algo tan real y tan lógico cómo el amanecer después de una larga noche. Cómo la Ley de Newton, que se cumple en todos los cuerpos físicos.

Ese día, cuando amanezca el cielo, podremos compartir plenamente. Descansaremos en una paz nueva y activa de todos los cansancios. Se cumplirán todos nuestros deseos, ya sin necesitar terapia alguna contra los desengaños.

3. Ese señor me asusta

«De madrugada, se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma». San Mateo, cap.14.

En una lejana vereda lejana un grupo de niños va a recibir la Confirmación. Avanzan en la fila por la mitad del templo, acompañados sus padrinos. De pronto un niño rompe a llorar, interrumpiendo la ceremonia.

— ¿Qué te pasa? Le pregunta cariñosamente una religiosa. — Ese señor me asusta, responde el pequeño, señalando al obispo revestido de los ornamentos pontificales. Actitud que nosotros a veces repetimos: Este Señor Jesús nos asusta. Lo mismo que a los apóstoles aquella madrugada, en el lago. Estar cerca de Dios nos da miedo.

Cuando Jesús compartía con ellos la comida y los caminos de Galilea. Cuando lo miraban como a hombre, no sentían temor. Pero cuando se acerca a ellos, caminando sobre las aguas, se llenan de miedo. Un Dios que nos pide hacer más de lo cotidiano, es un Dios incómodo que nos asusta.

Si El puede caminar sobre las aguas, quién sabe qué podrá exigirnos. Entonces, temerosos, echamos pie atrás. Muchos nos quedamos a mitad de camino en el seguimiento de Jesús. La vida cristiana —nos decimos— no puede incluir tanto compromiso.

Los jóvenes admiran a Cristo. Los atrae y quisieran seguirlo. Pero cuando los invita a ser testigos del Evangelio, cuando les señala metas muy altas de servicio a los demás, entonces se estremecen.

Para muchos de nosotros el Bautismo y la fe son un salvoconducto para llegar al cielo. Pensamos que lo único importante es salvarnos.

Lejos estamos de entender la vida cristiana como un seguimiento personal de Jesús.

Sin embargo, esta es la intención del Señor cuando nos llama a ser sus amigos: Nos pide que asimilemos sus criterios, sus actitudes, y sus costumbres. Que seamos un ejemplo atractivo y convincente para quienes no conocen a Dios. Que lo anunciemos con la alegría.

Muchos creyentes viven demasiado preocupados por salvarse. No han descubierto que la salvación es un regalo que el Señor da a cuantos no se resisten a sus planes. Así sean aquellos que viven bajo otros credos y nunca han oído hablar de Jesucristo.

El cielo —nos asegura la teología— es más un don generoso del Señor, que una contraprestación a nuestros débiles esfuerzos aquí en la tierra. De ahí que el seguir a Jesús sea lo que realmente importa.

Cuando Jesús tranquiliza sus amigos diciéndoles: Soy yo, no temáis, Pedro se arriesga a pedirle: Mándame ir hacia ti. La auténtica vida cristiana es siempre un riesgo. En un principio no hay temores. Pero más adelante el Señor se vuelve exigente. Nos quiere sacar de nuestra mediocridad. Nos presenta desafíos que nunca imaginábamos. Es entonces la hora de escoger entre la pequeñez o la grandeza.

Sigamos a Jesús sobre las olas movedizas del riesgo. Eso es lo que hoy, más que nunca, espera de nosotros.

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Tercer domingo

1. Pues eran pescadores

«Pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a Simón y su hermano Andrés que eran pescadores y les dijo: Venid conmigo». San Marcos, cap. 1.

Alrededor del Tiberíades habían surgido varias aldeas, cuyos habitantes se empleaban en las faenas del lago: Magdala, Cafarnaúm, Genesaret, Caná. Y Betsaida, cuyo nombre significa «la casa de la pesca».

En ese entorno geográfico inicia el Señor su ministerio. Allí encuentra sus primeros discípulos que obviamente eran pescadores. De algunos de ellos conocemos con detalles su llamado. De otros nos queda sólo el nombre, consignado por los evangelistas en el grupo de Los Doce.

A Simón y a Andrés los descubre el Maestro mientras estaban en la faena del lago. San Marcos cuenta que «inmediatamente dejaron sus redes y lo siguieron». Añade el mismo evangelista que Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, eran dueños de una pequeña flota dedicada a la pesca. Y éstos también «dejaron a su padre en la barca con los jornaleros y se marcharon con El».

Los hechos pudieron haber transcurrido de este modo. La persona de Jesús atraía fuertemente a quienes lo encontraban. Pero quizás el Evangelio reduce a dos líneas un largo proceso, durante el cual los futuros apóstoles se debatieron entre la certeza y la duda. Entre la ilusión y la desconfianza. Muchos de ellos tenían esposa e hijos y en la tertulias vespertinas comentarían en casa sobre el profeta nazareno.

Algunos familiares aguzaron los ojos y levantaron el corazón, colmado de esperanza. Sin embargo, no faltaron las voces contrarias. El pueblo había sufrido ya suficientes engaños y no valía embarcarse en un nuevo proyecto, que también los llevaría al fracaso.

Pero al fin, la inquietud de esos hombres sinceros los lanzó hacia lo desconocido. No alcanzaban a comprender del todo quien era Cristo. Pero lo habían tratado y observado de cerca y les convencían su persona y su palabra. Un día le dijeron sí desde el corazón y comenzaron a seguirle.

A estos primeros discípulos Jesús les promete convertirlos en pescadores de hombres. Una invitación a realizar lo mismo de otro modo. En esa dimensión del Evangelio. Ya no sería madrugar al lago, venciendo el oleaje y la neblina. Se trataría de rescatar a muchos hombres y mujeres, para con ellos construir el Reino de Dios.

Un autor se pregunta por qué el Maestro inicia su proyecto, invitando a unos pescadores. La primera razón es porque éstos eran sus vecinos. Pero también cabría un motivo sicológico: Quien sabe pescar conoce de tempestades y fracasos. Es un profesional de la tenacidad y la paciencia. Comprende el sentido de la vida, con sus altos y bajos, con sus días soleados y sus oscuridades.

Al llamarnos a la fe, el Señor nos invita a cumplir nuestros deberes ordinarios pero a la luz del Evangelio. Una tarea que exige cada día esfuerzo y perseverancia. Porque no siempre las cosas resultan según nuestros proyectos. Porque nadie esta asegurado contra los fracasos.

Franz Kafka, aquel escritor checo, nos dice que «el misterio de Jesús es tan vertiginoso que hay que defenderse de él para que no nos arrastre hasta su fondo». Pero tal vez es lo contrario. La única manera de ser cristianos es dejarnos arrastrar por ese torrente de agua viva.

2. Adimael

«Pasando Jesús junto al lago vio a Simón y a su hermano Andrés y les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres». San Marcos, cap. 1.

Un autor nos presenta a Adimael, ángel raso, con vocación de serafín, inquilino de la constelación de Casiopea. Este fue el redactor de veintisiete informes con destino al juicio universal, sobre los muertos que ingresaron en un día al cementerio de la Almudena de Madrid.

El ángel se extiende en prolongadas consideraciones, donde los hombres salen bien librados. Todas nuestras malicias y pequeñeces se cobijan bajo la inmensa comprensión del Señor, quien nos ama obstinadamente.

Además, detrás de cada pequeña biografía, advertimos cómo Dios orienta nuestra realización en el lugar y modo que nos corresponden. Esto es lo que llamamos vocación.

El Evangelio cuenta el llamamiento de Cristo a los apóstoles. El de Pedro y Andrés tiene características especiales.

Sucede a orillas del lago. Jesús les promete proyectar de otro modo su oficio: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Ellos, dejando de inmediato las redes, le siguieron».

A nosotros tal vez no nos llame el Señor a abandonar nuestras tareas. Pero si quiere darle otra dimensión nueva a nuestra vida.

Porque una profesión puede ejercerse de diversas formas. El ser ciudadano tiene muchos niveles, desde la indiferencia al compromiso.

La juventud puede vivirse o puede malgastarse.

El dinero sirve para construir el futuro en comunidad, o para destruirse solitariamente.

La fe puede impulsarnos a una huida del mundo, o a un encuentro positivo con El

Hay amores y amores. Desde aquellos que son de fantasía, hasta amores verdaderos, entusiastas, transformantes. También existen otros, ásperos, quejumbrosos, molestos.

Nuestra actitud ante la vida podrá llevarnos a contemplar gozosos el vaso medio lleno, o a lamentarnos porque está medio vacío.

Antes del llamamiento, Jesús les dice a los apóstoles para motivarlos: «Está cerca el reino de Dios. Creed la Buena Noticia».

Sin embargo a quienes nos miran desde lejos, muchas veces les decimos con nuestras actitudes: El Reino está distante todavía.

No debe ser así, porque el Evangelio apunta a recibir en la mente y en el corazón una Buena Noticia: Dios nos ama.

Por eso y a pesar de todo, alegrémonos. Vale la pena vivir, vale la pena seguir luchando por el Reino de Dios.

3. Un verbo con mala ortografía

«Pasando Jesús junto al lago, vio a Simón y a su hermano Andrés, que estaban echando la red y les dijo: Venid conmigo». San Marcos, cap.1.

Si alguna vez escribiéramos «Yamar» por invocar, dar voces, interpelar, se nos vendrían encima todos los profesores de ortografía y las academias de la lengua. Es pecado mortal en la gramática cambiar la elle por la ye. Pero a los creyentes nos es lícito escribir de este modo. Porque llamar significa en el fondo Ya amar. Nos lo da a entender el Evangelio de hoy.

Unos pescadores del Lago de Galilea: Simón y Andrés, Juan y Santiago. Jesús pasó, los llamó por su nombre y ellos, dejando redes y barcas, se vinieron con El tras el deseo de ser pescadores de hombres.

Una labor muy larga y muy a fondo debió haber precedido a esta llamada. Toda la compleja tarea del amor.

Al enemigo se le grita, al intruso se le ahuyenta, al desconocido se le interroga, al extraño se le ignora… solamente al amigo se le llama y solamente el amigo sabe responder.

Pensemos hoy que cada uno de nosotros ha recibido de Jesucristo un llamado muy serio y muy comprometedor. No somos un conjunto de sonámbulos que se entrecruzan en las calles de la historia, sin saber el porqué de su destino. Cada uno de nosotros ha sido llamado personalmente por Dios a la existencia. Caminamos hacia una meta que El nos ha trazado. Algunos la buscamos reflexivamente, mientras otros caminan sin rumbo, o simplemente empujados por las circunstancias.

O arrinconados por los acontecimientos. ¿Entre cuáles te puedes contar tú?

Si te inclinas por la arquitectura, si tienes un novio que te parece reunir todas las cualidades, si tienes dotes para la música, para la pintura, para el trabajo social o el deporte, para los negocios o la política… Todo esto no sucede al acaso. Detrás de esos deseos está la voz silenciosa del Señor.

Todas las personas nos movemos por la tenaz y amorosa fuerza de Dios. No somos marionetas incapaces de pensar y de amar. Somos libres e inteligentes y podemos colaborar activamente en los planes de Cristo. Cuando nos resistimos, el se pliega serenamente a nuestra negativa. Cada llamada de Dios nos quiere conducir a nuestra felicidad. ¿Por qué no la escuchamos?

Mucha gente desconoce el sentido de la vida. Por lo cual es tarea de quienes tienen más luz e inteligencia, reflexionar con el hermano, con el amigo, con el compañero de estudios o de trabajo. Ayudarlo a descifrar su jeroglífico, colaborarle en la interpretación de los planos de su propia existencia. En compañía es más fácil escuchar la voz del Señor. La cual a veces no oímos por estar saturados de ruido.

Así como a Pedro, Andrés, Santiago y Juan, hoy vuelve el Señor a llamarnos para mejorar el mundo.

— o o o —

Cuarto domingo

1. Sucedió en Cafarnaúm

«Estaba en la sinagoga un enfermo que tenía un espíritu inmundo. Jesús lo increpó y el espíritu, dando un fuerte grito, salió de aquel hombre». San Marcos, cap. 1.

Frente a las demás aldeas que rodeaban el lago de Genesaret, Cafarnaum era una próspera ciudad. Allí tocaba el «el camino del mar», una ruta que subía desde Egipto bordeando la costa palestina, para adentrarse luego en Galilea y continuar hacia Damasco.

El Evangelio nos conduce con frecuencia a esta villa, a donde concurrían pescadores y aldeanos, cortesanas y soldados, mendigos y cobradores de impuestos. Se entiende que en Cafarnaúm hubiera una importante de aduana y una lujosa sinagoga de la cual se conservan algunas ruinas. Era una sala no muy grande - 18 metros por 24- bellamente decorada con mosaicos de palmas y de estrellas.

San Marcos anota que en aquel lugar de oración y enseñanza, Jesús encontró a «un hombre que tenía un espíritu inmundo», el cual le hacía gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno?». Durante su vida pública, el Maestro se cruza con muchos poseídos por el demonio. Porque el Espíritu del Mal puede apoderarse de alguien. Pero, de otro lado, en tiempos de Jesús, los judíos equiparaban toda enfermedad sicológica con la presencia del Maligno.

Allá en la sinagoga de Cafarnaúm, el Maestro no presenta un diagnóstico clínico o religioso, sino que actúa en favor de aquel necesitado. Añade el evangelista que Jesús increpó al mal espíritu y el hombre quedó sano.

Cuando Jesús anuncia que el Reino de Dios está ya próximo, cuando asegura que ese Reino está en nuestro interior, no es un profeta ingenuo que ignora la presencia del mal en el mundo. Nadie más que El conoce los himalayas de crimen, de falsedad y de dolor que soporta sobre sí nuestro planeta.

Pero a la vez Cristo viene a ofrecernos su poder, que puede trasladar montañas.

El cristiano también conoce su propia capacidad de mal. Como dice Bernanos: «Cada día descendemos a nuestra realidad pecadora, aunque vestidos de una escafandra, la esperanza».

Somos conscientes de todos los elementos negativos que se oponen al Evangelio. Pero tampoco hemos de exagerarlos, anunciando diariamente catástrofes.

Por otra parte, no atribuyamos siempre el pecado y sus consecuencias a fuerzas exteriores, identificadas como demonios. Esto equivaldría a esquivar toda responsabilidad personal. El mal habita en nuestro corazón y es tarea nuestra mantenerlo a raya, para que su poder no nos derrumbe.

Porque la vida cristiana es algo más. Ha de llegar al gozo de sentirnos perdonados. A una seguridad que nos viene de Dios.

La salud no es tan sólo ausencia de enfermedad. Es la armonía de todos nuestros mecanismos, de tal manera que podamos alegrarnos de vivir. Igual cosa sucede con la fe.

«Cristo llegó a este mundo hastiado y vacío - comenta Martín Descalzo - por la olvidada puerta de la alegría. Como los hombres somos tristes y aburridos, nos habíamos inventado un Dios de idéntico estilo. Como nosotros le amábamos tan poco, no podíamos imaginarnos que él nos amase tanto».

Jesús nos ha enseñado a sentirnos pequeños y pecadores, pero sabiendo que El exorciza, del mundo y de cada corazón, los demonios del miedo y la tristeza.

2. Sólo Tú eres Santo

«Estaba en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? Jesús lo increpó: Cállate y sal de él». San Marcos, cap. 1.

En hebreo «Ruáh» quiere decir espíritu, fuerza interior, alma, vida, influencia, modo de ser, poder transformante. Dios es un Espíritu que, al comienzo del mundo, dio origen a la primera nebulosa. Ordenó luego el camino de los astros y la vida de los seres inferiores. Un día, al soplar sobre el barro, creó al hombre y le infundió una vida semejante a la suya.

La Biblia habla además de espíritus inmundos. Llama así ciertas enfermedades, esas taras que aquejan a los mortales, fuerzas del mal que actúan entre nosotros.

Jesús vence con su palabra estos espíritus, cómo en el caso de este hombre, que acude el sábado a la sinagoga de Cafarnaúm.

Hoy también, aunque de otras maneras, nos dominan espíritus inmundos. Se revisten de formas decentes, aceptadas en sociedad y con cierta apariencia de cristianismo.

Podríamos preguntarnos: ¿Quién padece un peor espíritu: La joven que queda embarazada, o su familia que se niega a ayudarla ?

¿El muchacho drogadicto, o la madre que lo ha rechazado desde antes de nacer?

¿El cristiano que revela con su conducta una Iglesia de rostro adusto y vengativo, o quienes sistemáticamente repudian esta Iglesia?

¿Los que por diversas circunstancias viven su amor fuera de los esquemas legales, o quienes evitan su trato por no contaminarse?

¿Quien frecuenta escrupulosamente el culto externo, sin convertirse de corazón o el que no practica, pero vive, aun sin saberlo, los valores del Evangelio?

Aquel endemoniado de Cafarnaúm confesaba a gritos el poder de Jesús y le llamaba a boca llena el Santo de Dios.

También nosotros un buen día llegaremos a entender aquella frase de la liturgia: «Porque sólo Tú eres Santo»

Todos los demás, aunque nos presentemos en público cómo perfectos, tenemos dentro muchas fuerzas negativas, padecemos muchos demonios.

Nuestras deficiencias pudieran no ser materia de confesión, pero nos pesan en el alma, empequeñecen nuestro yo, desdibujan esa perfección personal que deseamos.

Esta comprobación pudiera volvernos pusilánimes.

Los adultos, que hemos luchado tanto, ¿seremos menos perfectos que los jóvenes? Los jóvenes, que defendemos unos valores más auténticos, ¿tendremos los vicios de épocas anteriores? ¿El cristiano no tendrá siquiera la recompensa de sentirse en paz consigo mismo?

Son preguntas inquietantes.

Es verdad: Hay una especie de introspección que causa tedio y hace que nos sintamos desvalidos e inútiles. Pero entonces busquemos al Señor.

Aquel hombre, que un día de sábado se asoma a la sinagoga, para encontrarse con el profeta de Nazaret, nos señala un camino. Después de aquel encuentro las cosas cambiaron para él definitivamente.

Podríamos hoy evaluar nuestra vida delante del Señor, quien es el único Santo.

3. ¿Ser o tener autoridad?

«Todos se quedaron asombrados de Jesús, porque no enseñaba con los letrados, sino con autoridad». an Marcos, cap.1.

Hace algunos años las agencias internacionales comunicaban una noticia impresionante: Un alienado mental había golpeado la Pietá de Miguel Ángel, causándole serios destrozos.

Hubo conmoción mundial. Un loco había mutilado esta obra maestra.

Sin embargo si Miguel Ángel Buonarrotti hubiera hecho lo mismo, nadie habría tenido derecho a reprenderlo. El era su autor. Tenía autoridad sobre la obras.

Así mismo el único que tiene autoridad sobre los hombres es Dios, autor y dueño de nuestra existencia.

Pero El ha delegado su autoridad y sus derechos en algunas personas: Los padres de familia, los maestros, la autoridades religiosas, civiles y militares. Sin embargo éstas no cumplirán con su deber, sino en la medida en que respeten la dignidad del ser humano, y trabajen para lograr su plena realización.

Vivimos hoy una crisis de autoridad. De un lado, muchas personas no la ejercen de una manera honesta y en servicio de los demás. Aprovechan su situación para dominarlos, oprimirlos y explotarlos. De otro lado, quienes deberían estar sujetos a la autoridad, no la acatan. Se convierten en rebeldes que todo lo estropean y destruyen.

¿Qué hacer entonces? Si reflexionamos a la luz del Evangelio, descubrimos que Cristo no solamente era autoridad, sino que tenía autoridad. Como Dios, era la suprema autoridad, y como Hombre-Dios, por su conducta y por su ejemplo, se mostraba digno de ser obedecido.

Muchos, en cambio, son autoridad en el gobierno, en la Iglesia, familia, en las instituciones…¿Pero su modo de vivir, lo hace dignos de ella?

Para tener autoridad se requieren tres cosas:

La verdad. Cristo era la Verdad. Nunca engañó a nadie. Los hombres necesitamos poder confiar en nuestros dirigentes. Por eso rechazamos en ellos toda la hipocresía.

Luego, el ejemplo. Cristo practicó siempre lo que predicaba, y condenó duramente a los fariseos como personas que decían una cosa y practicaban otra.

Por último, el servicio. La verdadera autoridad está siempre atenta al servicio del hombre y de la comunidad.

¿Nos hemos preguntado alguna vez si ejercemos la autoridad con la verdad, la respaldamos con el ejemplo y la vivimos como un servicio a los demás? Cristo no vino a ser servido sino a servir.

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Quinto domingo

1. En casa de Simón

«En aquel tiempo, la suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Jesús, tomándola de la mano, la levantó. Entonces se le pasó la fiebre y se puso a servirles». San Marcos, cap. 1.

Infortunada aquella definición de hombre que heredamos de los filósofos antiguos. Y además calumniosa. Afirmar que somos únicamente «animales racionales» devalúa la obra maestra del Señor sobre la tierra. Más humano - y más próximo al Evangelio - fue Ortega y Gasset cuando escribió: «Yo soy yo y mi circunstancia».

A través de la vida de Cristo descubrimos que el plan de Dios no procura únicamente «el bien de las almas». Ni solamente salva nuestras facultades interiores. Pretende sanar todo lo humano. Se trata de aquella transformación que, según san Pablo en su carta a los romanos, toda la creación aguarda entre gemidos.

San Marcos nos presenta a Jesús de nuevo en Cafarnaúm. Era un sábado y desde la mañana el Maestro ha estado en la sinagoga compartiendo la oración y la enseñanza. Al caer la tarde se dirige con sus discípulos a la casa de Pedro, cuya suegra esta en cama con fiebre.

El Señor la toma de la mano. Ella de inmediato se levanta y empieza a servir a sus huéspedes. Todo ha sido muy simple, pero el hecho corre de boca en boca por toda la ciudad.

Durante ese día a nadie era lícito transportar los enfermos, a causa del descanso sabático. Pero entrada la noche, la casa de Simón se llenó de menesterosos que imploraban el poder de Jesús. San Marcos anota que «curó muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios».

Allá en el lago Jesús había llamado a Pedro a otra clase de pesca: Venid, os haré pescadores de hombres. Esta vocación, sin embargo, no lo convirtió en un extraterrestre. Continuó siendo ciudadano del mundo, miembro de una familia. Y Jesús se preocupa de todas sus circunstancias. Lo visita en su casa. Cura la enfermedad de su suegra.

De pronto nosotros, al vivir el cristianismo, fraccionamos la vida. Relegamos a Dios a ciertos ámbitos y dejamos vacíos otros tantos que nos parecen profanos. Pero el Señor no es «sagrado» en el sentido estrecho que le hemos dado a esta palabra. Es el Dios del cielo y la tierra. Habita una luz inaccesible, pero se complace en las moradas de los hombres.

Para ser cristianos conviene entonces iluminar con la luz de Cristo todas las áreas de nuestra persona. La mente y el corazón. El ámbito familiar y todas las estructuras en las cuales nos movemos de la mañana hasta la noche.

San Patricio de joven fue pastor, luego esclavo, más tarde diácono y evangelizador de Irlanda, su tierra natal. De él heredamos aquella oración diáfana y simple: «Cristo conmigo, Cristo delante de mí, Cristo detrás de mí, Cristo dentro de mí. Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda.

Cristo en la fortaleza, Cristo en el asiento de mi carruaje, Cristo en la popa de mi nave. Cristo en el corazón de todo hombre que piensa en mí. Cristo en la casa de todo hombre que hable de mí. Cristo en todos los ojos que me ven. Cristo en todos los oídos que me oyen».

2. Yo y mi circunstancia

«Al salir Jesús de la sinagoga, fue a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó: Se le pasó la fiebre y se puso a servirles». San Marcos, cap. 1.

Máximus IV fue un simpático anciano, patriarca de Alejandría, que participó en el Concilio Vaticano II. Nos dejó una frase inolvidable: «La oración no se compone de ausencias, sino de presencias».

Para orar quisiéramos a veces fabricar el vacío absoluto. Poner la mente en blanco, antes de presentarnos al Señor. Pero ni en la oración, ni menos en la vida, puede lograrse el vacío total.

Nos despojamos de nuestros pecados, pero continuamos atados a nuestras circunstancias, las cuales nos condicionan y nos zarandean la mente.
Grandes o pequeñas, trascendentales o insignificantes, comunes y corrientes o extraordinarias, las circunstancias forman parte esencial de nuestra vida.

Llegaremos al cielo, transformados por la fuerza de Cristo, pero tales cómo somos.

En este relato de San Marcos vemos a Pedro, jefe de los apóstoles, cabeza de la Iglesia, preocupado por la salud de su suegra. El llamamiento de Cristo no lo convierte en un ser extraterrestre. No le da pose dramática y trascendental. Le permite seguir siendo humano, vecino del mundo, en relación directa con sus propias circunstancias.

Todas estas situaciones humanas conforman la infraestructura de la salvación. No busquemos por lo tanto una salvación extratemporal y extramundana que no existe.

Se dio antiguamente una definición de hombre que, por lo inexacta, resulta calumniosa. Se decía que éramos animales racionales.

De ahí se deriva todo un modo de pensar, una visión tendenciosa del hombre, una manera no muy cristiana de comprender el mundo y de vivir la fe.

Es más hermosa y más real la definición de Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia». Y cada circunstancia puede volverse puente o precipicio.

El compromiso cristiano consiste en orientarla de una manera constructiva:

- Otro que no recibió la fe en el hogar, construyó a pulso una vida honesta, que lo hizo auténtico y comprensivo.

- Aquel lo tuvo todo y de un momento a otro lo perdió. Hoy es más humano y encuentra otras formas de alegría.

- Esta tiene una historia de luchas y dolores. Sin embargo, comunica experiencia y enseña a domesticar las penas con una sonrisa.

Todos ellos construyeron vida sobre su circunstancia.

3. Ese es el milagro

«Jesús se acercó a la suegra de Simón que estaba en cama con fiebre, la tomó de la mano y la levantó… y ella se puso a servirles». San Marcos, cap.1.

La fiebre es un síntoma, es decir un aviso de cosas que pueden ser muy graves. Pero existe también una fiebre moral, aviso y síntoma de nuestro mal interior.

El Evangelio de hoy nos invita a pensar que la fiebre y la curación de la suegra de Pedro son síntomas de cosas muy graves, pero a la vez muy hermosas.

Al curar a los enfermos, al dar la vista a los ciegos, al resucitar a los muertos, Jesús nos da a entender que El es Dios. Dueño de unos poderes mayores aún, que pueden cambiar totalmente nuestra vida.

En su tiempo, toda enfermedad se entendía como signo del poder del mal y del pecado. Nosotros hemos cambiado esa visión fatalista y negativa. Sabemos que la mayoría de las enfermedades son consecuencia de nuestra conducta, de la herencia, la contaminación…Pero a la vez sabemos que el Señor es capaz de hacer milagros para sanarnos. El mismo ha dado al hombre poderes en contra de esos males: La ciencia, los descubrimientos de la medicina, los mil secretos que le hemos arrancado a la naturaleza para ponerla a nuestro servicio.

Pero todos los días necesitamos del poder y la intervención de Jesucristo, en el área de nuestro mal moral.

Allá, en lo más hondo de nuestro ser, tenemos regiones en las cuales no nos sentimos bien. Allí es donde nos domina el mal, donde no somos buenos del todo, donde se hunden las raíces del egoísmo, de la ira, de la soberbia.

Hasta allí también puede llegar el Señor para sanarnos.

Muchas veces obramos mal, aún sin quererlo, y sentimos tristeza. Hubiéramos querido ser tan pacientes, tan generosos, tan bien educados y fallamos.

Jesucristo puede enderezar nuestra vida, orientar nuestra conducta definitivamente hacia el bien. Recibimos su influencia transformadora cuando rezamos con esas palabras interiores que nacen del corazón. Cuando recibimos los sacramentos, por los cuales unimos nuestra vida con el Señor.

Quien sanó a la suegra de Pedro, curó los leprosos, dio vista al ciego de Jericó, perdonó a Magdalena, dio la fe a la Samaritana y prometió al buen ladrón el paraíso, es el mismo con quien hemos comprometido nuestra vida.

Ser cristianos es estar con El. Estar amarrados a su Ser y a su vida, con los vínculos de amor y de la fe.

¿Por qué será que algunos tenemos a Dios solamente como un hacedor de milagros exteriores? Es verdad que El puede sanarnos físicamente, pero también espiritualmente.

Entonces, como la suegra de Pedro, desde una vida nueva, podremos servirle a El y a nuestros hermanos. Ese es el Milagro.

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Sexto domingo

1. Golpe de látigo

«Entonces se acercó un leproso, suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Jesús, sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero: Queda limpio». San Marcos, cap. 1.

«Golpe de látigo» era el nombre que los judíos daban a la lepra. Y detrás de ese látigo estaba Dios, señalando con ira los pecados ocultos o visibles de quienes sufrían este mal.

El capítulo 13 del Levítico nos presenta una minuciosa descripción del trato que debería darse a los leprosos. Un ritual exagerado hasta la neurosis. Tal era el horror que esta enfermedad inspiraba al pueblo judío. Quienes la padecían se sentían doblemente rechazados, por la religión y la sociedad. Habían pecado y debían permanecer aislados de la gente. Muertos en vida, aguardaban un poco de alimento que alguien les dejara en el camino. Mientras otros les arrojaban piedras para mantenerlos a distancia.

Pero algunos leprosos habían escuchado de cierto profeta de Nazaret, que sanaba a muchos enfermos. San Lucas nos habla de diez leprosos que, desde lejos, le imploraron al Señor su curación. San Marcos menciona solamente uno, el cual, contra toda norma, venciendo los tabúes que rodeaban su mal, se acercó a Jesús. Y cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes limpiarme». No fue siquiera un ruego. Sólo una comprobación nacida de la fe. Ese galileo que congregaba en derredor a tanta gente, podía sanarlo. Una confianza que el enfermo ratifica postrándose delante del Maestro.

San Marcos vuelve a ser lacónico, pero a la vez preciso: «Jesús, sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Quiero, queda limpio».

Desde el esquema de los fariseos, este enfermo ha violado gravemente la ley. E igual cosa ha hecho el Señor.

Quien tocaba a un leproso quedaba inmundo. Y Jesús ha dicho: «Quiero, queda limpio». En vez de contaminarse, el Señor purifica al enfermo de su lepra y también de las culpas que quizás le merecieron este mal. San Juan escribirá más tarde que el Bautista llamó a Jesús el Cordero que quita los pecados del mundo.

Sin embargo, el Maestro no violaba la ley por violarla. Solamente rechazaba esa maraña de normas que oprimían a la gente. Por esta razón, llama aparte al recién curado y le dice: «Ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés».

Este hombre ya sanado no entendía aún que quien lo había sanado era el Hijo de Dios. Entonces que vaya al templo de Jerusalén, donde al certificar su curación, lo devolverán a la comunidad.

También Jesús le ordena al hombre ya sano que guarde silencio. Quería impedir que su fama de taumaturgo se extendiera. Porque muchísimos lo buscaban únicamente por lo exterior de sus signos, sin comprender lo profundo de su palabra.

Quienes alguna vez tocamos fondo. Quienes creímos necesario escondernos de Dios. Quienes un día perdimos toda esperanza, hoy sentimos que este leproso nos anima a clamar: «Señor, si quieres, puedes curarme». A pesar del oscuro remordimiento que nos golpea el alma, como si fuera un látigo de Dios.

Y el Señor quiere curarnos. Pero esta sanación no es meramente un perdón judicial, o un ingenuo olvido de nuestro pasado. Equivale a una regeneración interior, que hace resucitar los mecanismos de paz interior y de esperanza, para empezar a ser criaturas nuevas.

2. La razón de la ley

«Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas. Jesús lo tocó diciéndole: Queda limpio. Y le encargó severamente: No se lo digas a nadie. Pero él empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones». San Marcos, cap. 1.

En los cuentos de hadas, los caballos son fuertes y veloces, la dama perseguida es hermosa en extremo, los árboles dan fruto cada día, los ríos son siempre claros y apacibles. Pero cómo la vida real no es un cuento de hadas, comprobamos que en ella todo es muy distinto. El mundo es imperfecto, rudo, difícil. Necesita de nuestro diario esfuerzo para hacerlo fructificar, para convertirlo en una casa habitable.

De ahí que toda la creación aguarda de nosotros cuidado, trabajo, orientación, normas y leyes. Aunque algunos, cómo niños mimados, continúan añorando un mundo ideal, donde la libertad viva sin normas. Pero cuando entendemos el sentido de la ley, ella no nos molesta.

Entonces comprendemos que los mandamientos construyen al hombre. Los preceptos de la Iglesia tienen por misión orientarnos a los valores cristianos. Las normas civiles defienden los derechos de los ciudadanos y edifican la convivencia en paz.

Si aceptamos la ley con inteligencia y madurez, nos conducirá cómo un lazarillo, a la buena costumbre y al amor.

Entonces ya no será importuna. Nos habrá conducido a un territorio libre donde podremos repetir con San Agustín: «Ama y haz lo que quieras».

Sin embargo, San Marcos nos cuenta de un leproso, sanado por Jesús que no obedece a su mandato.

El Señor le había mandado callarse y no divulgar su curación. El evangelista anota que el Señor se lo ordenó con severidad. Pero a él después de verse sano, no le cabía el corazón en el pecho. No podía menos que contar a todos el prodigio de aquel profeta galileo.

- «Queda limpio. Pero no se lo digas a nadie», fue la orden de Jesús.

El Maestro tendría sus razones. Deseaba pasar de incógnito en aquella comarca. La publicidad le traía frecuentes dificultades. Los moradores de aquella ciudad no estaban preparados para reconocer sus signos.

O bien, cómo dice el evangelista en otros lugares, aún no había llegado su hora. Sin embargo, cuando el leproso ya sano comienza a divulgar el milagro, Jesús no va en su busca para reprenderlo. Respeta profundamente la conciencia de aquel hombre agradecido.

Así puede sucedernos alguna vez. La letra de la ley dice una cosa, pero nuestro amor a Dios, a los hermanos, nos está pidiendo algo distinto.

La gratitud de aquel hombre curado le estaba urgiendo que contara a todos la maravilla: Sobre su lepra había florecido carne nueva, cómo la de un niño.

3. La voluntad de Dios

«Jesús, sintiendo lástima del leproso, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero: queda limpio». San Marcos, cap.1.

¿Cómo será Dios? ¿Cuál su modo de ser, cuáles sus planes y su voluntad? Es difícil saberlo. La teología nos enseña que todo lo que pensamos o decimos de Dios es apenas imagen, aproximación, analogía y sombra de lo que El es: La Vida, el Bien, el Amor.

Tampoco tenemos ideas claras sobre la voluntad de Dios. Algunos la confunden con el sufrimiento del hombre. En la mitología azteca encontramos a Huitzilopochtli, un ídolo a quien se le ofrecían los corazones de los vencidos. Mientras la sangre humana corría sobre el altar de piedra, el dios, en cuya frente se alzaba un penacho de plumas de colibrí, sonreía ferozmente.

Otros imaginan a Dios como alguien caprichoso, que desea una humanidad sometida ciegamente a sus mandatos. Ignoran la razón de sus preceptos, los cuales se miran como una manera continua de amargarnos la vida.

Algunos más piensan en Dios celoso, que impide el progreso del hombre, guardando con avaricia los secretos de la naturaleza y de la historia. No sea que un día el hombre llegue a suplantarlo.

Pero el Evangelio nos enseña que la voluntad de Dios es nuestro bien. «Quiero: Queda limpio», le dice Jesús al leproso.

Quiero: Sed limpios, sanos, santos, felices, perfectos, nos dice Dios cada día. El, como un padre bueno, no tiene otro deseo que el bien de sus hijos.

No es lógico achacarle al Señor los efectos de nuestra ignorancia, de nuestros errores y pecados. No es voluntad de Dios el accidente de tránsito producido por el alcohol y la irresponsabilidad. Tampoco las catástrofes que nuestra ignorancia o nuestra ciencia todavía tan miope, no previeron o no quisieron evitar.

Los efectos de nuestros pecados no pueden ser voluntad del Señor. Pensemos en las taras genéticas, en tantas enfermedades causadas por los vicios, en los dolores que producen en la familia y en la sociedad el egoísmo, y la violencia de algunos.

Pero nuestro Dios es bueno. Es capaz de sacar bien de los mismos males, aunque a diario destrocemos sus planes. Con paciencia como de jardinero -el Evangelio lo llama frecuentemente agricultor- sigue regando, podando, arrancando la cizaña. E inventa proyectos nuevos para lograr nuestra plenitud.

Jesús se acercó bondadosamente al leproso. Lo tocó, lo cual estaba prohibido por la las leyes judías. Y al instante el enfermo quedó sano. ¿Seremos nosotros tan tercos para no dejarnos alcanzar por el Señor, cuando El se nos acerca?

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Séptimo domingo

1. Dos formas de mirar

«Entonces llegaron cuatro llevando un paralítico, y como no podían meterlo a la casa por el gentío, levantaron unas tejas encima donde estaba Jesús y descolgaron la camilla con el enfermo». San Marcos, cap. 2.

El Reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza. Se parece a la levadura que tomó una mujer. A un tesoro escondido en el campo. A una red que recoge peces buenos y malos. A un negociante en perlas finas. Jesús dijo también que ese Reino padece violencia, porque requiere esfuerzo para alcanzarlo. Pero nunca habló de la necesidad de ciertos acróbatas que nos acerquen a El, como los que un día trajeron aquel enfermo sobre una camilla.

El Señor había entrado con sus más allegados a una casa, mientras afuera se apretaba la multitud deseosa de escucharlo. De pronto el Maestro interrumpe súbitamente su sermón y mira al cielo. Acostumbraba hacerlo para comunicarse con su Padre. Pero ahora es otra la razón. Sobre la terraza que cubre la habitación llena de gente, unos hombres han abierto un boquete. Y por allí descuelgan la camilla donde yace un paralítico.

Amigos y familiares del minusválido no esperaron que Jesús terminara su discurso y, con singular acrobacia, ponen delante del Señor al paralítico. Los presentes quedan atónitos. Pero más se asombran todavía, cuando el Señor dice al enfermo: «Hijo, tus pecados quedan perdonados». Unos letrados pensaron entonces: ¿Y éste quién se cree para perdonar pecados?

Pero el Maestro, adivinando su cavilación, les replica: «¿Qué es más fácil decir, - en otras palabras, para mí es igualmente fácil -: Tus pecados quedan perdonados, o toma tu camilla y echa a andar?»

El enfermo no ha abierto la boca. Su intención es curarse, pero a Jesús le ha interesado más discutir con sus adversarios y esto lo mantiene desconcertado. Sin embargo, enseguida el Maestro le dice: «Levántate». Y de repente empieza a caminar, mientras todos comentan: «Nunca hemos visto nada igual».

¿Pero que veían esas gentes?. Los letrados habían visto a un blasfemo que se atrevía a perdonar pecados. El paralítico y sus amigos veían a un profeta que curaba de inmediato. Pero el Señor, como apunta san Marcos, ha visto «la fe que tenían».

Jesús no se detiene en el afán importuno de quienes han roto el tejado. Aquel gesto atrevido de descolgar al enfermo desde el techo, significaba una inmensa confianza en El. Todo esto lo mira el Maestro, pero va al fondo del problema: Un hombre vencido por el enfermedad. ¿Quizás un pecador? No lo sabemos. La mirada de Dios es muy distinta de las nuestras.

Frente a la acción del Señor. Ante los acontecimientos de la historia. Ante nuestra propia miseria, caben dos maneras de mirar. La una que se queda en el asombro. La otra que descubre ese más allá que tienen las personas, los acontecimientos y las cosas. Es decir el misterio. Revelación significa el mensaje que el Creador ha dado a los hombres. Pero existe también una revelación privada, a la medida de cada creyente, que nos ayuda a ver de tal manera, que descubramos los planes de Dios. De un Dios que sana las heridas interiores y perdona a la vez las culpas. Sólo que necesitaríamos la osadía de esos camilleros y la confianza de aquel paralítico

2. Ceniza

«Volvió Jesús a Cafarnaúm. Llegaron cuatro hombres llevando un paralítico y cómo no podían acercarlo a Jesús por el gentío, levantaron el techo de la casa en que estaba y descolgaron la camilla con el enfermo». San Marcos, cap. 2.

Nitrógeno, calcio, hidrógeno, carbono, algún otro residuo: Ceniza. Lo que nos queda cuando no queda nada. Al empezar la cuaresma los cristianos nos marcamos con ceniza la frente. Pero ¿qué significa esta costumbre? La ceniza nos habla de destrucción. Siempre nos han motivado para que en estos día pensemos en la muerte.

La fe del cristiano sería entonces un aviso diario sobre la fugacidad de la vida, sobre la brevedad de nuestras alegrías, sobre la precariedad de nuestros esfuerzos.

Todo termina, tarde o temprano, en el silencio de una tumba. Por este camino llegamos a institucionalizar la zozobra, a hacer del miedo el mayor resorte de la vida cristiana. Para el creyente, la actitud preferida ante todo lo humano, sería entonces la de Sartre: La náusea. Pero la ceniza tiene otros significados. Fertiliza los campos, aporta nuevos zumos a las raíces.

Con razón aquel monseñor que nos pinta Morris West en «El Abogado del Diablo», anhelaba morir lejos de Roma, para que sus cenizas abonaran los naranjales de Calabria. La ceniza significa nuestros deseos de conversión. Entonces en Cuaresma podemos cultivar nuestras cualidades, estudiar más, trabajar mejor, ser más sinceros en la amistad y más nobles en nuestras relaciones.

La ceniza también purifica. Disuelve ciertos elementos. Destruye los gérmenes y es amiga del brillo y del aseo. Al recibirla, queremos renunciar al mal y comenzar una etapa de limpieza interior.

Al caminar por el tiempo se nos pegan al alma tantas bacterias. Ahora, con lealtad y valentía podemos purificar el corazón.

Pero el oficio más hermoso de la ceniza es el de custodiar el fuego. Bajo sus humildes y grises apariencias éste se disfraza de sombra. Duerme la llama y se esconde la luz, hasta que alguien se acerque y avive el rescoldo. Entonces el fuego se eleva desde la ceniza, la luz retorna y la vida vuelve a tener color.

Este acercamiento al rescoldo es nuestro programa de Cuaresma. Había una vez un paralítico que tenía urgencia de acercarse al Maestro. Convenció a quienes le ayudaban para que descolgaran su camilla, apartando el techo del recinto donde estaba Jesús.

El Señor, al mirar tanta fe y tanta esperanza, le dijo: «Tus pecados te son perdonados.»

Si buscáramos a Dios… Es necesario apartar las comunes apariencias y descubrir que dentro se esconden tantas posibilidades. Hemos guardado el fuego y se nos ha olvidado despertarlo.

Si cada uno de nosotros buscara al Señor con esa terquedad del paralítico. Si en compañía de Dios se acercara a su propio rescoldo… Entonces serían perdonados nuestros pecados, nos levantaríamos tomando a cuestas la camilla, volveríamos a ser luminosos. Nuestra ceniza no es únicamente oscuridad. Es la cuna ignorada de la luz.

3. Un Dios de vacaciones

«Unos letrados que estaban allí pensaron para sí mismos: ¿Quién puede perdonar fuera de Dios?». San Marcos, cap. 2.

Los mismos letrados y fariseos nos lo enseñan: Entre las muchas tareas de Dios: Crear los mundos, señalar su ruta a cada estrella por el inmenso espacio, despertar el sol cada día sobre justos y pecadores, alimentar de madrugada las aves, vestir los lirios con más lujo que Salomón, está el oficio de perdonar el pecado del hombre.

Pero si la tarea de Dios fuera tan sólo perdonar pecados, entre nosotros El seguiría de vacaciones.

¿Por qué? ¿Todos estamos libres de culpa y de pecado? No. Por lo contrario: Porque muchos hemos perdido el sentido del pecado. Ya no nos preocupa ni molesta, ni creemos en él.

El antropólogo dirá que el pecado es un condicionamiento ya superado, gracias al avance de la cultura. El sicólogo añadirá que el complejo de culpa ha sido eliminado, por medio del sicoanálisis y otras terapias. El sociólogo responderá que la culpa es siempre de los otros: De quienes se han apropiado injustamente de los medios de producción. El economista dirá que muchos conspiran contra las políticas de concertación, el encaje bancario, los reajustes tributarios y la retención en la fuente.

Pero nosotros, si no queremos esconder la cabeza como el avestruz, reconoceremos humildemente tapujos que hemos pecado.

Con solo examinar nuestro interior, descubriremos fallas, errores, malas intenciones, rebeldías contra Dios. Nos hemos apartado frecuentemente de la justicia, de la sinceridad, del cariño, de la compasión, del deber.

Si en la sociedad que nos rodea abundan la violencia, la irresponsabilidad en el trabajo, el lujo excesivo, la vanidad y la ambición, ¿será todo ello un espejismo y el fruto de la imaginación?

El que esté sin pecado que arroje entonces la primera piedra, dijo un día el Señor ante la turba que acusaba a la mujer sorprendida en adulterio. Hoy podría decirnos otro tanto.

Sin embargo, nuestro pecado no es del todo trágico y definitivo. Jesucristo vino a quitar del mundo el pecado. Lo que importa es acercarnos a El.

El Evangelio nos cuenta el afán de aquellos amigos del paralítico. Como no podían acercarlo a Jesús, a causa del gentío, quitaron las lozas del techo para descolgar al paralítico delante del Señor.

Así nosotros, aunque sea venciendo mil barreras, mil obstáculos, aunque sea rompiendo el corazón, busquemos al Salvador. Esto de romper el corazón, ante Dios que es nuestro Padre, es lo que llamamos contrición.

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Octavo domingo

1. Cristianos del Antiguo Testamento

«Vinieron unos y le preguntaron a Jesús: Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos, ayunan. ¿Por qué los tuyos no?». San Marcos, cap. 2.

Al comienzo tan sólo una amistad: Somos compañeros de estudios. Trabajamos en la misma empresa. Pero de pronto nace algo maravilloso. La amistad se transforma en una intimidad profunda y excluyente. Es el noviazgo. Una experiencia maravillosa que nos conmueve y nos transforma.

Cuando a Jesús lo hostigan, para que cumpla las innumerables normas que exigían los fariseos, El se compara con un novio. Así señala que ha venido a trasformar la vida de sus discípulos.

Cuenta san Marcos que, en cierta ocasión, unos - no identifica el evangelista quiénes eran - se le acercaron para preguntarle: «Los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan. ¿Por qué los tuyos no?».

La tradición judía motivaba al ayuno como un medio de expiación y de purificación personal. Pero en tiempos de Cristo se había vuelto un rito vacío, que se cumplía más que por convicción, por rutina. Así entendemos la réplica del Señor: «¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras él está con ellos?». Lo cual quiere decir: Existe algo más importante que los ritos y las prácticas. Y es una fe que signifique presencia y compañía de Dios. Sin ella todos los elementos religiosos nada valen.

Resalta además el Maestro el elemento de amistad que distingue la fe del Nuevo Testamento. Los cristianos somos «los amigos del novio». Una amistad que nos ayuda a vivir en un ambiente de alegría. Cuando el sacerdote nos repite durante la Eucaristía: «El Señor esté con vosotros», podríamos traducir: El Novio está presente en la asamblea.

Jesús sigue adelante en su explicación y se refiere las costumbres de su tiempo:

Cuando la túnica o el manto están rotos, no conviene ponerles remiendos nuevos. Podrían rasgar aún más el tejido.

Ni tampoco es bueno guardar el vino nuevo en cueros viejos. Los ácidos del vino dañarán el recipiente. Con estas comparaciones, Jesús insiste en que ha venido a enseñar una relación nueva con el Padre del Cielo. Desde la responsabilidad personal, pero a la vez en un clima de alegría y de fiesta.

«Servidores de la Nueva Alianza» llama san Pablo a los cristianos en su segunda carta a los corintios. Sin embargo, en muchas partes descubrimos cristianos del Antiguo Testamento. Son aquellos que nunca se han inquietado en relación con su fe, porque cumplen estrictamente muchos ritos. Los que prefieren vivir atados un sistema, sin jamás ser ellos mismos, desconociendo sus propios carismas. Todos aquellos que equiparan su fidelidad a Jesucristo a un código, donde muchas veces la persona de Jesús no se descubre.

La novedad de Jesús consiste en presentarnos un mensaje que supera toda ideología, y todo código. Comprendiendo además que la experiencia de Dios por Jesucristo exige conocerlo previamente, por la enseñanza de la Iglesia. Entonces nuestra vida empezará a caminar dentro de unos moldes exactos. Pero ya no por miedo, sino por amor. Donde se ama ya no hay temor.

José María Cabodevilla nos dice: «El amor es negocio de la voluntad. Y su prueba no la constituyen los sentimientos, sino los frutos. Ay de los árboles frondosos que sólo crían hojas. Del amor que sólo cría sentimientos».

2. Ayuno, sí o no

«Algunos le preguntaron a Jesús: Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. ¿Los tuyos por qué no?». San Marcos, cap. 2.

Los ermitaños de pasados siglos ayunaban con mucha frecuencia. Hoy también lo hacen las reinas de belleza, aunque por motivos muy distintos.

A nuestra praxis cristiana el ayuno llegó desde el judaísmo, como una forma de purificación y de acercamiento al Señor. Pero conviene anotar que allí se mira la visión de los griegos sobre el hombre. Ellos nos definieron como animales racionales. Urgía entonces dominar el cuerpo para elevar el alma. Lo cual, siglos más tarde, motivó a Santa Teresa de Ávila a quejarse de «esta cárcel y estos hierros donde el alma está metida. Sólo esperar la salida me causa un dolor tan fiero, que muero porque no muero».

Las ciencias, por el contrario, nos piden un sano equilibrio entre los dos elementos que nos integran: «Mente sana en cuerpo sano» se ha dicho hace tiempos. Aunque hoy parece que se nos va la mano en cuidar esta materia corporal, olvidando el cultivo del espíritu.

El ayuno prescrito por Moisés consistía en no tomar ningún alimento desde la salida del sol hasta la noche. Pero se limitaba al Día de la Expiación, «el diez del séptimo mes».

Sin embargo, al regresar el destierro, muchos judíos ayunaban también en otras fechas. Costumbre que los fariseos exageraron: «Ayuno dos veces por semana», proclamaba aquel hombre que subió al templo a orar, según cuenta san Lucas.

Leemos en san Marcos que un día algunos le dijeron a Jesús: «¿Tus discípulos no ayunan?. Los seguidores de Juan y los fariseos lo hacen con frecuencia».

El Maestro explica entonces que muchas prácticas externas no tienen importancia en su proyecto religioso. Presenta además una enseñanza, tomada del profeta Oseas, quien describió las relaciones del hombre con Dios en clave de amor conyugal. Por esto añade: «¿Es que pueden ayunar los amigos del novio mientras él está con ellos?».

Hace el Maestro referencia a las fiestas de bodas, en las cuales los judíos a pesar de su pobreza, derrochaban en alimentos y bebidas. Pero se presenta a la vez, como el esposo de la humanidad, de cuya presencia gozaban entonces sus discípulos.

Comprendemos así que la esencia de nuestra fe cristiana no se ubica únicamente en prácticas, así sean ellas emotivas y piadosas. Consiste más que todo en una actitud del corazón, ante la presencia salvadora de Dios. Presencia amorosa que convierte la vida en una celebración. Nuestros diarios deberes serían entonces gestos con los cuales ratificamos y confesamos que Dios nos ama y nos salva. Signos que proyectan alegría y seguridad a todo lo nuestro.

Sin embargo, el ayuno cristiano tiene razón de ser, siempre y cuando se ubique bajo la luz del Evangelio. Los cristianos ayunamos muchas veces involuntariamente, en razón de nuestras ocupaciones. Valdría dialogar con el Señor desde estas circunstancias.

Pero además podemos ayunar como una forma de sentirnos libres ante la urgencia de comer y de beber. También para sentir lo que sienten los pobres, que son la mayoría de la humanidad. Lo cual podría enseñarnos a compartir con generosidad. Finalmente podemos ayunar para expresarle a Dios que «se han llevado al Novio» y necesitamos urgentemente su presencia.

3. ¡Por Dios, pongámonos al día!

«Le preguntaron a Jesús: ¿Por qué tus discípulos no ayunan? Jesús les contestó: ¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos?». San Marcos, 2.

La Biblia utiliza con frecuencia las figuras del novio y de la novia, para referirse a las relaciones de Dios con su pueblo. Y en el Evangelio de hoy Jesús se identifica con ese novio, que comparte con sus amigos la alegría de su boda.

Recordemos que los judíos observaban religiosamente sus ayunos, desde la salida del sol hasta la noche. Pero Jesús advierte: Tales prácticas no tienen ya una importancia definitiva. El ha venido para enseñar otras maneras de acercarnos a Dios.

Podemos entender el ayuno en un sentido estricto: Privarnos de algunos alimentos. Así lo usaban los primeros cristianos, muy cercanos a las leyes judías. De este modo mortificaban su cuerpo, dedicándose con más libertad a la oración.

Desde una visión actual de la fe, comprendemos que el alimento nos fortalece para el trabajo diario. Es un regalo de Dios que conviene usar con agradecimiento y moderación. Pero la caridad continúa siendo la reina de todas las virtudes. Por lo tanto el ayuno ha de promover nuestra capacidad de amor y de servicio.

Ayunar en un sentido amplio equivale a apartarnos del mal, del egoísmo. De todo aquello que deteriora nuestra vida cristiana. Es no estallar en el hogar, cuando las cosas se complican. No amargarnos sistemáticamente, tratar a los demás con amabilidad, aunque ese día estemos de mal genio. Hacer favores sin esperar que nos los pidan, contagiar alegría a los que sufren.

Privarnos del mal también exige purificar nuestro interior por el sacramento de la Penitencia.

Pero después de pensarlo despacio y hablar muchas veces a solas con Dios. Es decir, que el diálogo con el sacerdote sea la etapa final de un encuentro profundo y sincero con Dios nuestro Padre.

En tiempos pasados, muchos cristianos identificaron la fe cristiana con la mortificación. La vida de austeridad y retiro iniciada por los primeros monjes, pareció ser el modelo obligado para cuantos quisieran vivir el Evangelio. Muchos cristianos valoraron este estilo de vida, pero empezaron a sentirse incapaces de imitarlo. Entonces surgió otra forma de cristianismo, más reconciliada con la realidad y en comunión con todo lo del mundo que no excluya la enseñanza de Jesús.

Porque repetimos: Ayer y hoy la esencia de nuestra fe es el amor a Dios y al prójimo. El sacrificio nos educa la voluntad y nos dispone para la cercanía de Dios. Pero ante todo hemos de ejercitar la caridad, lo cual exige no pocas privaciones.

Al discípulo de Cristo, lo que le importa de verdad es «estar con el novio». Hacia allá han de tender todas sus preocupaciones. Y nada tan preciso para encontrar a Dios como la casa de los hombres, apunta un escritor. Así alcanzaremos tener «los mismo sentimientos de Cristo» como enseña san Pablo». Es decir, que todo lo nuestro esté iluminado por el Evangelio.

Sobre el particular es famosa aquella anécdota de santa Teresa: Yendo de viaje, le ofrecieron en la cena unas sabrosas perdices. La compañera, sintiendo escrúpulo, le preguntó: Madre, ¿no será mucho regalo?
La santa, mujer siempre equilibrada y humana, le respondió: «Hija, cuando perdiz, perdiz y cuando penitencia, pertinencia».

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Noveno domingo

1. El sábado y el hombre

«Un sábado, atravesaba el Señor un sembrado y sus discípulos iban arrancando espigas. Los fariseos dijeron: ¿Por qué hacen éstos en sábado lo que no está permitido?». San Marcos, cap. 2.

El Levítico llamó «Panes de la Presencia» aquellos que se guardaban en el Arca del Alianza. «Tomarás flor de harina, dice el libro santo, y cocerás con ella doce tortas. Las colocarás en dos filas sobre la mesa, en la presencia de Yavéh. Será este pan un memorial, manjar abrasado para Yavéh y no podrán comerlo sino Aarón y sus hijos».

Al comienzo, este privilegio sacerdotal era respetado estrictamente. Pero con el correr del tiempo, se admitieron algunas excepciones. Como leemos en el primer libro de Samuel: David y sus soldados llegan a Jerusalén en busca de alimento. El sacerdote Abiatar no tiene más que panes sagrados, y se los da a la tropa.

A este pasaje alude Jesús, cuando los fariseos reprenden sus discípulos porque hambrientos, arrancaban espigas de un sembrado. Uno de los muchos trabajos prohibidos en sábado.

Aquí declara el Señor un principio que vale para siempre: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». Es decir: Toda ley ha de ayudar a realizar al hombre. No a destruirlo. Porque el proyecto de Jesús es un camino de crecimiento y plenitud.

El Evangelio, es verdad, contradice aquellas fuerzas interiores que llamamos pecado. Pero si la fe me tortura. Si las prácticas religiosas me producen angustia, tendría que examinarme más a fondo. O no sé dar razón de mi esperanza, o no he situado en su exacta dimensión las normas y las prácticas cristianas.

Jesús presenta un proyecto de integración personal y de libertad. El único temor de Dios válido desde el Evangelio es el miedo a traicionar su amor misericordioso.

Cuenta una leyenda oriental que a un gran maestro, sus discípulos lo quisieron elegir jefe del pueblo. Pero él dijo: - Si soy vuestro jefe, tendré que estudiar los códigos del reino, hacer cumplir todas las leyes y castigar a los culpables, así hayan delinquido levemente.

- ¿Y no quieres prestar ese servicio?, le insistieron. No quiero, respondió el viejo, mesándose la barba. Mi gusto es más bien enseñar a todos a amar. Así vosotros cumpliréis con los códigos del reino y observaréis las leyes hasta en sus mínimos detalles. - - Quédate entonces con nosotros, le dijeron sus discípulos. Y aquel día la aldea, con todos sus habitantes, comenzó a progresar. -

La ley de Cristo se resume en el amor. ¿Entonces no valen las normas? Sirven en la medida en que nos motivan a amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

Para lograr este ideal conviene esforzarnos por distinguir entre servicio y poder. Entre carisma y capricho, entre lo esencial y lo secundario. Quizás desde ciertos esquemas tradicionales o culturales, hemos exagerado algunos elementos religiosos, al no confrontarlos con la enseñanza de Cristo. Y así como el Evangelio libera al hombre, las envolturas que lo cubren pueden esclavizarlo.

Fue la preocupación de san Pablo durante toda su vida. Tratar de liberar el Evangelio de los moldes judíos. Porque Jesús nos ha traído algo nuevo. No sólo un método para maquillar el judaísmo.

2. El conflicto de las espigas

«Un sábado, Jesús caminaba por tos sembrados con sus discípulo. Ellos, al pasar, se pusieron a desgranar espigas». San Marcos, cap. 2.

El conflicto entre Jesús y los fariseos sigue adelante. Este grupo religioso había convertido la religión en una compleja trama de observancias, en especial respecto al descanso del sábado. Observancias rutinarias y la mayoría de las veces, sin espíritu.

Jesús, por el contrario, presenta un programa de acerca- miento a Dios en espíritu y en verdad. Para El muchas normas judías ya no tienen razón. Esclavizan de modo absurdo al hombre.

Esta libertad que proclama el Maestro amenaza la posición de los letrados de Israel y les resta prestigio ante el pueblo.

Un día de sábado, Jesús se encuentra en las cercanías del lago. Detrás, los campos de trigo maduro y el cielo diáfano y profundo.

Los discípulos arrancan espigas y desgranándolas entre las manos, entretienen el hambre mientras van de camino.

Este detalle significa para los fariseos un escándalo. Sin embargo, el pecado no consiste en tomar, las espigas del trigal ajeno. Esto se autorizaba en el capitulo 23 del Deuteronomio: «Si pasas por las mieses de tu prójimo, podrás arrancar las espigas con tu mano, pero no meterás la hoz en la mies de tu prójimo».

La culpa de los discípulos, ante la estrecha mente de los fariseos, consiste en desgranar espigas, porque realizan algo equivalente a recoger la mies, uno de los trabajos prohibidos en sábado.

El Señor refuta a los fariseos recordando un pasaje de David, uno de los grandes de Israel. Huía el rey, perseguido por Saúl, cerca del santuario de Nob y recibió del sacerdote los panes ofrecidos a Dios, para calmar su hambre y la de sus servidores.

Jesús proclama, una vez más, que el hombre está sobre la ley. Desea que le amemos dentro de un marco esencialmente humano, que promueve nuestra realización personal.

Hoy nuestras actitudes, aun sin darnos cuenta, pueden caer en extremos que destruyen al hombre. La ley por la ley no es principio cristiano.

En el fondo de cada precepto es necesario hallar el alma del cristianismo: El amor a Dios y el amor al hermano. Tal vez nos esforzamos demasiado por cumplir con lo externo, sin convertir hacia Dios el corazón.

Quizás exageramos la disciplina del hogar y no educamos al hijo en el espíritu del Evangelio.
Quizás reformamos la fachada de nuestra religión, mientras nuestro interior permanece sin remodelar, lleno de vejeces y amenazado de ruina. La palabra del Señor nos imita a la autenticidad y a la verdad.

3. El cristal con que se mira

«Un día de sábado atravesaba Jesús un sembrado. Mientras andaban, los discípulos iban arrancando espigas. Los fariseos le dijeron: ¿Por qué hacen en sábado lo que no está permitido?». San Marcos, cap. 2.

Algunos se preguntan: ¿El Maestro se interesó por lo que hoy llaman promoción humana, o únicamente por «la salvación de las almas»?. Porque el hombre es un ser unitario. No es posible trasformar alguna de sus dimensiones, sin modificar de inmediato las restantes. Pero Jesús no ideó ningún proyecto para mejorar la economía del país. No presentó estrategias hacia la cobertura escolar de Palestina.

No reveló el secreto que cambiaría las estructuras sociales de entonces. Sin embargo, con su palabra y sus actitudes, nos enseñó qué es la persona humana, presentándola como el valor fundamental en cada momento de la historia. Y señaló la esencia del Evangelio: El hombre como hijo de Dios, desde todas sus circunstancias.

Comprendemos entonces que las cosas que llamamos sagradas tienden a promovernos en un sentido pleno. La ley judía ordenaba cesar cualquier tarea el día de sábado. Un descanso en honor de Yavéh, ordenado por Moisés bajo graves penas. Pero en tiempos de Jesús, los doctores habían exagerado las normas de manera inconcebible. Prohibían encender fuego en casa, o caminar ese día más de mil pasos, aún para socorrer a un enfermo.

San Mateo y san Lucas cuentan que los apóstoles, yendo de camino, arrancaron espigas de un trigal. Y desgranándolas entre las manos, remediaban el hambre.

Lo ilícito allí no era tomar los granos ajenos. Según el Deuteronomio, los frutos cercanos al camino eran del caminante. La violación del sábado consistía en desgranar espigas, lo cual equivalía para los doctores a un trabajo servil.

San Marcos simplifica el hecho narrando sólo que los acompañantes de Jesús «iban arrancando espigas».

El Maestro se sitúa más allá de tantas nimiedades y declara, como lo ha hecho en otras ocasiones: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado». Y añade un ejemplo de la tradición judía, cuando David, con sus hombres entraron al templo y comieron los panes sagrados, lo cual sólo podían hacer los sacerdotes.

Descubrimos entonces que la conducta de cada grupo humano corresponde a la imagen de Dios que guardan en su interior. Y esa imagen se opaca o ilumina de acuerdo con el cristal con que se mire: Cultura, formación, iglesia en la cual caminamos.

Los letrados contemporáneos del Señor habían multiplicado los preceptos frente a un Dios, guardián del orden establecido que acentuaba el temor de sus devotos.

El Maestro nos descubre a un Dios Padre y cercano. El que aguarda con cariño al hijo pródigo. El que actúa en tantos otros relatos del Evangelio. Jesús señala como único mandamiento el del amor y nos invita a vivir en consecuencia.

«Ama y haz lo que quieras», escribió san Agustín. Desde el amor cristiano podríamos examinar los 613 preceptos que exigía el judaísmo en tiempos de Jesús. Y casi todos quedarían reducidos a cenizas.

El discípulo de Cristo actúa entonces movido por una ley de amor. Y su comportamiento, en cada circunstancia, se mantiene referido a Dios, quien «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo, para que todo el que crea en él tenga la vida eterna». Una ley de amor que es a su vez, una ley en libertad.

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Décimo domingo

1. En nombre de Jesús

«Los familiares de Jesús decían que no estaba en sus cabales. Y los letrados de Jerusalén: Expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios». San Marcos, cap. 3.

En las culturas de tradición oral las noticias se esparcen en círculos concéntricos. De la aldea al aprisco. Del aprisco a la fuente. De la fuente al molino. Del molino a la viña y al trigal.

Que un artesano de Nazaret hablaba de Dios en un estilo nuevo y curaba enfermos, se supo en seguida en Cafarnaúm, en Caná, en Betsaida y en Jerusalén. ¿Pero qué opinión les merecía este profeta?

Sus familiares, que no logran entenderlo, pretenden regresarlo a casa, creyendo que ha perdido la razón. Los letrados de la capital lo toman por un endemoniado que obra maravillas con el poder de Belcebú. Jesús se mantiene alejado de los suyos y responde a los letrados: ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás?

El ha venido para librarnos del mal. Solamente quienes se resisten a escucharlo permanecen bajo el poder del Maligno. Esto es pecar contra el Espíritu Santo: Cerrar las puertas al Amor que nos salva.

Muchos judíos del Antiguo Testamento entendían al Demonio como alguien casi omnipotente: Un Dios del mal que amenazaba dominarlo todo. Muchos hombres de hoy imaginan que el Maligno es solamente un espantapájaros, puesto por la Iglesia para apartarnos de los vicios. Unos y otros desconocen quién es Jesús de Nazaret.

De otro lado, muchos creyentes confunden a Dios con el Maligno, cuando culpan al Señor de cosas que son efecto del pecado. ¿Cómo amar - dicen algunos- a un Dios que permite el sufrimiento de los justos? ¿Un ser todopoderoso que no evita las catástrofes? ¿Cómo creer en Alguien que calla, mientras nos destruimos por las guerras?

Pero otros cristianos descubren por todas partes al Demonio, mientras se agotan en una religión defensiva. Para ellos la tierra es literalmente un infierno. Tal vez creen demasiado en el Maligno, porque no creen suficientemente en Dios.

Pero se da otra más dañina confusión: Cuando cultivamos nuestro ego religioso, pero poseídos de un camuflado demonio. Valdrían unos ejemplos: Somos honrados solamente por conveniencia. No apoyamos con entusiasmo a quienes se comprometen con los pobres. Nos callamos ante los males de la sociedad o de la Iglesia.

Con nuestras actitudes asfixiamos la esperanza. Defendemos nuestro grupo como el único válido y perfecto. Descuidamos leer los signos de los tiempos. Apartamos a muchos del Evangelio por nuestro talante conservador a ultranza.

Jesús no hizo teología abstracta frente al mal que nos asedia. Vino a traernos un conocimiento de Dios que nos da seguridad. Esto es lo que llamamos Evangelio. Nos habló del amor que Dios nos tiene, contagiándonos su poder y su confianza.

Ser cristiano es entonces un proyecto que comienza por hacer presente a Jesús en toda circunstancia, sin hacer distinción entre lo sagrado y lo profano. En nuestro medio familiar y social. Algunos sabios continuarán discutiendo sobre la personalidad del Demonio y su poder en relación con el hombre.

A nosotros nos basta saber, como enseñó Paulo VI, que cada persona es capaz de lo mejor y de lo peor. Nosotros, en nombre de Jesús, optamos por lo primero.

2. Los hermanos de Jesús

«Entonces llegaron su madre y sus hermanos, se quedaron fuera y lo mandaron llamar. Pero él dijo: ¿Quién es mi madre y mis hermanos?». San Marcos, cap. 3.

Algunos pasajes del Evangelio nos hablan de los hermanos y los parientes de Jesús. ¿Tuvo el Señor verdaderos hermanos, hijos de María y de José?
La Tradición y los mejores biblistas lo niegan. ¿Tendría José otros hijos antes de su desposorio con María?

Aunque algunos evangelios apócrifos lo afirman, no vale la pena creer sus fantasías, las que San Jerónimo, con su peculiar temperamento, califica de necedades. El problema se ilumina suficientemente cuando atendemos a la condición del idioma hebreo: Una sola palabra significa hijo, nieto, sobrino. No tiene la palabra específica de primo para designar a los primos hermanos. Así a estos se les llama simplemente hermanos.

Además, la relación de parentesco se extiende más allá de la familia: A la barriada se la llama hija de la ciudad. A las notas musicales, hijas del canto. La flecha es la hija del arco. La chispa, hija del fuego y el trigo, el hijo de la sementera.

Entendemos entonces las expresiones Hijo de Dios, Hijo del Hombre con que los Evangelios nombran a Jesús.

San Marcos nos cuenta que el Se ñor vuelve a casa, después de algún viaje apostólico. No regresa hasta Nazaret. Durante su vida pública el Señor escoge cómo centro de su actividad a Cafarnaúm.

Probablemente allí, en casa de Pedro, tiene a su disposición un espacio donde compartir serenamente con sus discípulos. Pero es tanta la gente que lo sigue y acosa, demandando enseñanza y favores, que no le alcanza tiempo ni para tomar alimento.

A los parientes de Cristo les preocupa esta situación y quieren liberarlo, para llevárselo a un lugar más tranquilo. Aun llegan a decir que el Maestro está fuera de sí.
Algunos han interpretado esta frase cómo si los parientes de Jesús lo hubieran tenido por loco. No parece lo justo.

Probablemente esta expresión designa más bien a alguien que, por sus compromisos, ya no se pertenece.
Algo semejante afirma San Pablo de sí mismo, en la segunda carta a los Corintios: «Si hemos perdido la razón ha sido por el Señor Jesús».

Cristo aprovecha aquella ocasión para enseñarnos que, quien acepta su mensaje, es más cercano a El que sus propios parientes. «¿Quien es - pregunta- mi madre y mis hermanos?
- Todo el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi madre».
Los lazos nacidos de la fe se han vuelto más robustos que aquellos de la sangre.
Alegrémonos. En ese grupo escogido de los hermanos de Jesús, probablemente estamos también nosotros.

3. No estaba en sus cabales

«En aquel tiempo la familia de Jesús vino a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales». San Marcos, cap. 3.

Aquel pequeño pueblo de Nazaret se siente ahora turbado. El hijo de José el carpintero se ha vuelto loco de repente. Una noticia que familiares y vecinos comentan por las calles y las mujeres, junto al pozo.

Entonces un grupo de amigos se va en busca de Jesús para traerlo a casa. Quizás el entorno familiar y los cuidados de María puedan devolverle la salud.

La comitiva encontró al Señor mientras discutía con los maestros de la ley. Y se extrañaron aún más cuando le vieron sanar enfermos y arrojar demonios. De otra parte, los letrados de Jerusalén aseguraban que este galileo tenía dentro un mal espíritu.

Los judíos de entonces vivían obsesionados por la presencia del Maligno. Lo sentían por todas partes. Exageraban su poder y, de acuerdo con sus tradiciones, identificaban toda enfermedad son su acción destructora. Lo llamaban Belial, Belsebú, Sammael, nombre copiados de las religiones vecinas. Y también Diablo, una palabra griega que expresa cómo el mal no separa de Dios.

Jesús, sin ahondar en planteamientos, se interesa por salvar al hombre. No acepta ni rechaza las apreciaciones del pueblo sobre el mal y el dolor, pero limpia leprosos y sana paralíticos, ciegos y endemoniados.

Muchos cristianos exageran también la acción del mal entre nosotros. En parte, por una teología incompleta que no contempla a Dios como un Padre bueno y poderoso. Y en parte, por situaciones sicológicas.

Es más cómodo atribuir a otro nuestros yerros, que reconocer las propias culpas. Pero también es más eficiente iluminar la vida con Jesús, para que huyan todas las tinieblas.

Aquellos paisanos de Jesús se llevaron un chasco cuando lo hallaron dentro de una casa, rodeado de mucha gente. Le enviaron entonces un recado: Tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan. Pero el Maestro respondió: Estos son mi madre y mis hermanos. Los que cumplen la voluntad de mi Padre.

Tal cercanía a Jesús, por la acogida que damos a su palabra, nos convierte en familiares suyos. A la par que su madre y sus hermanos. Una enseñanza que luego daría san Pedro en una de sus cartas: «Somos partícipes de la naturaleza de Dios». No porque el Señor rechazara a su propia familia. Quería enseñarnos que sus discípulos se unen a El con lazos irrompibles, como los de la sangre.

San Pablo al explicar su adhesión a Cristo, escribía a los de Corinto: «Todo es para nuestro bien. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno. Aunque se desmorone nuestra morada terrestre s en que acampamos, sabemos que Dios nos dará una casa eterna en el cielo, no construida por hombres».

Es el camino para vencer todos nuestros demonios. Aunque algunos desde lejos dirán: No están en sus cabales.

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Undécimo domingo

1. Cátedra de sueños

«Dijo Jesús: El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. La semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo». San Marcos, cap. 4.

Quizás aprendimos a pensar, aunque asediados por las dudas. Y alguna vez, a pesar de nuestros egoísmos, pudimos amar. Pero quedamos aplazados en la asignatura de los sueños. Porque hoy nos amarran el corazón únicamente a lo concreto, a lo rentable. Se nos obliga a valorar únicamente lo presente y lo visible. Sin embargo, para ser personas cabales es necesario aprender a soñar.

Jesús imaginó una tierra nueva que él llamó Reino de Dios. No tendría que ser un mundo ni más rico, ni más técnico. Sería un estado ideal, donde todos los humanos viviéramos fraternalmente, como hijos del Padre de los Cielos.

Y para explicar su sueño comparó este reino con muchas cosas cotidianas y simples que conocían sus discípulos. Un día les dijo: «El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. El duerme de noche y se levanta de mañana. La semilla va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha, ella sola. Primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».

El Señor miraba que el rostro curtido de aquellos campesinos se iluminaba de esperanza. Ellos, detrás de sus cansancios y sudores, soñaban cada día con una cosecha exuberante. Aguardaban que por la acción de las lluvias y los soles, cada grano les devolviera numerosas espigas.

En lenguaje cristiano, los sueños que confiamos a Dios se llaman esperanza. Una virtud sobre la cual el Maestro dictó cátedra abundante. Sin embargo, distingamos dos niveles.

Porque muchos alentamos unas macro - esperanzas, a las cuales también les exigimos velocidad y exactitud sobre nuestros calendarios. Pero el Reino de Dios va por otros caminos, el de unas esperanzas humildes, pero trabajadas a diario con paciencia.

Si miramos despacio nuestra vida cristiana, podríamos volvernos pesimistas. Todo es tan ordinario, tan frágil, tan lleno de altibajos. Lo mismo nos sucede ante la Iglesia: Un grupo de buena voluntad, pero abrumado de pequeñeces y egoísmos. Nuestra evangelización, al parecer, rinde muy pocos resultados.

Y muchos hermanos se desconciertan. Piensan que el Reino de Dios es un engaño. Que no valía la pena entregarse a una utopía tan lejana. Pero el Señor explica que la simiente germina y va creciendo, sin que el labrador sepa cómo. Que la tierra va produciendo la cosecha, ella sola.

Conviene entonces continuar soñando y sembrando, a la mañana y a la tarde: En nuestro propio corazón, en el hogar, en la sociedad y en la Iglesia. Confiando en Dios que ha prometido fecundar la era que hayamos pacientemente preparado.

También san Marcos cuenta de un grano de mostaza, que siendo tan pequeño, se hizo más alto que las demás hortalizas y echó ramas a donde vinieron los pájaros a fabricar sus nidos.
Dice un proverbio africano: «Nadie echa un grano de maíz en la tierra y se queda mirándolo para ver cuando revienta». Soñemos. Pero dejando que el Señor monte guardia junto al milagro de la era.

2. Las medidas de Dios

«Dijo también: ¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? Con un grano de mostaza. Al sembrarlo es la semilla más pequeña, pero después se hace más alta que las demás hortalizas». San Marcos, cap. 4.

Los hombres pensamos, distinguimos y medimos todas las cosas. Por eso inventamos el metro, el decibelio, el área, el nudo, el amperio, el kilómetro y la caloría. Así tasamos las cosas pero además intentamos medir las personas y los acontecimientos. Ellas y ellos nos parecen entonces grandes o pequeños, pesados o livianos, lentos o veloces, esenciales o accidentales, estimables o insignificantes.

Y aplicamos también estas medidas a las cosas de Dios. Pero el Señor tiene otras jerarquías y emplea otras escalas. Cuando decide hacerse hombre no encuentra estrecho el seno de María. No juzga escasa la sabiduría de unos pescadores galileos, para confiarles la tarea del Evangelio.

Le satisfacen el gesto de Magdalena y el breve arrepentimiento del Buen Ladrón. Pondera las pequeñas monedas que deposita la viuda en la alcancía del templo.

Para El es trascendental el agua que saca aquella mujer samaritana del pozo de Jacob. Valen muchísimo en sus planes la amistad sincera, la fidelidad sin alardes, la sencillez descomplicada.

Confía en personas débiles e imperfectas: Pedro, Mateo, Zaqueo, el Centurión.

Programa la salvación del mundo desde una colonia romana, innominada y oprimida. Tiene paciencia para esperar grandes resultados de causas pequeñas y despreciables.

Acostumbra a colocar arriba a los pobres y abajo a los poderosos. Nos enseña la parábola del grano de mostaza y nos invita a cultivar una forma particular de esperanza.

Sucedió en Caná: El agua se transformo en el mejor vino.

Ocurrió ante la multitud: Cuando un muchacho ofreció unos panes y unos pocos pescados, todos pudieron saciarse. Hubo pesca milagrosa en el lago, al amanecer, cuando los apóstoles habían echado en vano las redes, toda aquella noche.

Nuestros, gestos sencillos, nuestras simples palabras, nuestras débiles actitudes, si nacen de la bondad, si están contagiadas de alegría, si comunican mansedumbre, logran una repercusión de vida eterna.

3. Tiempo de sementera

«El Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. El duerme de noche y se levanta de mañana. La semilla germina»… San Marcos, cap.4.

Leemos en el Evangelio que el Reino de Dios se empieza a construir desde pequeñas cosas. «Se parece a un hombre que echa una semilla en el campo». También habla el profeta Ezequiel de una rama pequeña, que el Señor arrancó y plantó, para que se volviera un cedro noble.

Los judíos entendían de dos maneras la transformación que el futuro salvador realizaría. Unos, por medio del poder y de la guerra. El Mesías habría de derrotar a los romanos, para reconstruir un reino invencible.

Otros, por el contrario, comprendían que el Reino de los Cielos llegaría, con pasos vacilantes, por pequeñas acciones, mediante limitados esfuerzos, Pero que al fin Dios lograría realizar su plan entre los hombres.

Jesús colocó su proyecto sobre el segundo esquema. Apostó por las cosas sencillas. De cada situación y de cada persona, rescató lo rescatable. Como aquel día, luego de la multiplicación de los panes, cuando pide a los apóstoles que recojan las sobras. Por esta razón Jesús señala el grano de mostaza. En él se admira el poder de lo alto: «Es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros vienen a anidar en ellas».

El Antiguo Testamento habla repetidas veces de los pobres de Yavéh. Una expresión que señala a la gente sencilla, que ha puesto en Dios su confianza. De ese grupo se reconoce Nuestra Señora, sintiéndose a la vez depositaria de las maravillas del Señor.

Pero, de otro lado, esta comparación con la semilla, nos invita a cultivar nuestra propia era con esmero y cariño.

San Marcos explica: «El labrador duerme de noche y se levanta de mañana. Mientras tanto la semilla va creciendo sin que él sepa cómo.

La tierra va produciendo la cosecha: Primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Mas tarde vendrá el tiempo de la siega».

No cabe entonces el desánimo para quienes cultivamos este Reino, cuyo crecimiento Dios respalda.

¿Pero si alguien, al mirar su sementera, no contempla sino cardos y espinas?. Pudiera ser efecto de miopía. Que se acerque un poco más: Debajo de las zarzas está brotando con vigor el trigo. Aunque es verdad que el enemigo arroja malas hierbas sobre el surco, mientras rueda la noche.

Si es necesario, hay que cavar más hondo. Abonar con la plegaria, con el diálogo y de pronto también con las lágrimas. Pero nunca abandonar el surco. El Señor dijo que hasta el desierto puede florecer.

Volvamos a esperar cada mañana el sol vivificante. Y cada tarde, la lluvia fresca y la eficacia de Dios que dirige las galaxias, pero a la vez cuida los pajarillos, viste los lirios y sigue despertando buenos deseos en el corazón del hombre.

Nosotros sembramos, otro nos ha ayudado a regar. Pero es sólo Dios quien dará el incremento.

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Duodécimo domingo

1. Seguro antinaufragio

«Mientras Jesús dormía en la popa sobre un almohadón, se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca, hasta llenarla de agua». San Marcos, cap. 4.

En los pueblos antiguos, los fenicios se destacaron por sus técnicas de navegación. Atravesando el Mediterráneo, sus barcos llegaron hasta España, para fundar la legendaria Tharsis, donde Salomón se surtió de metales preciosos cuando la construcción del templo.

La pericia naval de los judíos fue mucho más modesta. Su naves apenas bordeaban la costa occidental del país Palestina por Jope y Ascalón. Y surcaban el Tiberíades. Un lago que apellidaron mar, el cual desconcertaba a pescadores y marineros por sus inesperadas borrascas. Una de ellas, según cuenta san Marcos, la padeció Jesús con sus discípulos.

El Maestro había predicado todo el día en la playa. Ya por la tarde, para descansar del tumulto, se embarcó con algunos apóstoles, deseando alcanzar la otra orilla. De pronto, el viento levantó fuertes olas que amenazaban hundirlos. Mientras tanto Jesús se había dormido serenamente en la popa.

Aterrados sus compañeros de viaje, lo llamaron a gritos. El Señor se puso en pie. Ordenó al viento y al mar y de inmediato retornó la calma. Pero en seguida el Maestro reprendió a sus discípulos: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» No habían descubierto todavía quién era su compañero de viaje.

Ni el Bautismo, ni una vida correcta, ni las obras de misericordia equivalen a un seguro antinaufragio. Vivir es navegar y cuando menos lo esperamos las tormentas amenazan hundirnos. Variadas tempestades: La muerte súbita de un ser querido. La enfermedad. Un noviazgo destruido. Un hogar en crisis. El encuentro con nuestra miseria personal. Las fallas de alguien que parecía ejemplar…

¿Qué técnicas sicológicas podrían devolvernos la calma?
La oración no es una fuerza mágica que al instante remedia todos los males.

Pero sí es la manera de compartir con Dios los miedos y las angustias. Es un ancla con la cual sostenemos nuestra nave mientras amaina la tormenta. Le hablamos al Señor y sin embargo. El continúa en silencio. Pero van corriendo los días y una fuerza interior comienza a empujarnos hacia adelante. Son Dios y el tiempo dos amigos que nunca nos defraudan.

Job, aquel patriarca de Hus, «hombre cabal y recto, que temía a Dios y se apartaba del mal», también soportó la borrasca. Y desde su tragedia gritó al Señor, exigiendo una explicación para su infortunio.

Dios le responde al estilo de un padre recursivo, ante la rabieta del niño. No encara sus razonables porqués. Solamente lo invita a contemplar el universo, como si fuera un circo maravilloso. Y le devuelve otra serie de preguntas:

¿Quién podrá taladrar la nariz del hipopótamo? ¿Formaste tú el collar de las constelaciones? ¿Puedes, con un anzuelo domar al cocodrilo? ¿Diste al caballo su bravura y su belleza? ¿Cerraste tú con una puerta el paso al mar y le pusiste las nubes por pañales?. Job enmudece ante la inmensidad y el poder del Señor y sólo alcanza a balbucir: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos». Ese saber de Dios le sobrepasa.

Desde aquella experiencia del lago, los discípulos comprendieron mejor a Jesús. ¿Será que muchos de nosotros sólo podremos descubrirlo después de las tormentas?

2. Al Señor sí le importa

«Entonces se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra tu barca, hasta casi llenarla de agua. El estaba a la popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron diciéndole: ¿Maestro, no te importa que nos hundamos?». San Marcos, cap. 4.

En la parte contable de toda vida humana es necesaria una partida para cubrir los imprevistos. Este matrimonio marcha perfectamente. Cualquier día, de donde menos se espera, surgen los conflictos. Un joven correcto se ve, de pronto, involucrado en un asunto que lo lleva a la cárcel.

Aquel sacerdote ejemplar empieza a fallar en sus compromisos. Un muchacho brillante claudica ante las dificultades de una carrera. Un profesional que no esperaba sino triunfos, sufre en carne propia la intriga, los contratiempos y los fracasos.

Al que nació con vocación de triunfador, la vida lo coloca contra la pared y le enseña la lección de la derrota. Así la historia de los discípulos de Jesús: Convivían con El, escuchaban sus mensajes, admiraban sus milagros, esperaban sus recompensas. Esa tarde se arriesgan por el lago. Se levanta de improviso una tormenta, cuyas olas rompen contra la barca y amenazan hundirla.

Con frecuencia Cristo parece despreocuparse de nuestros problemas. Estaba allí en la popa, dormido sobre un almohadón.

- ¿Maestro, no te importa que nos hundamos?, le reprochan sus discípulos. Al Señor sí le importa. Su preocupación en favor nuestro es constante y desvelada. Pero son extraños sus planes y sus métodos desconcertantes. Con razón algún poeta religioso le reclama: «Oh Dios, Tú eres un amigo difícil.»

A veces aguarda que le pidamos cosas evidentes. Espera que le repitamos nuestras necesidades, aunque las conoce de sobra. No tiene prisas. Para El no existen los calendarios, En muchas ocasiones da la impresión de continuar dormido allá en la popa, en la parte posterior de nuestra barca, mientras los vientos amenazan hundirnos.

Cuando los discípulos le llaman, se despierta y ordena al viento que se calme: «Silencio, cállate». Enseguida, y no antes, una palabra de reproche a los miedosos: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»

No sabemos qué capacidad tenga nuestra fe. ¿Soportará confiadamente todas las tempestades? Probablemente no. Pero ojalá resista y persevere hasta llamar a Dios para despertarlo. Entonces, hoy o mañana, pronto o quizás más tarde, cesarán los vientos y reinará la calma.

3. La noche sosegada

«Al atardecer dijo Jesús a sus discípulos: Vamos a la otra orilla. Y dejando a la gente, se lo llevaron en la barca». San Marcos, cap. 4.

Aquellos monjes del desierto, cuya historia escribieron ciertos cronistas fantasiosos, habrían sufrido terribles tentaciones. Sobre todo en materia sexual. De ahí sus exagerados ayunos y sus continuas penitencias.

Pero a los cristianos de hoy también otros halagos nos asedian. A cada rato podemos pecar contra la caridad, la justicia, la paciencia, la honradez, la verdad. Y también contra la esperanza.

En otras épocas gozamos de una gran tranquilidad. Y entonces se nos olvida que la fe no equivale a un seguro contra los vendavales. Por lo cual las caídas imprevistas nos desconciertan. Así les sucedió a los apóstoles. Día a día iban conociendo mejor al Maestro. Estaban contentos en su amistad.

Admirados de sus milagros. Pero una tarde Jesús les dijo: «Vamos a la otra orilla del lago». Y mientras iban, se desencadenó un fuerte huracán y los olas rompían contra la barca, casi hasta hundirla. Mientras tanto, como anota san Marcos, Jesús dormía en la popa. El cansancio del día lo había sumido en un sueño profundo.

Los discípulos se miraron unos a otros aterrados: ¿Habría que despertar al Señor? El peligro debió ser extremo, cuando aquellos experimentados pescadores se vieron perdidos. Sencillamente estaban a punto de naufragar.

De inmediato los hijos del Zebedeo, o tal vez Pedro, despertaron a gritos al Maestro: «Señor, sálvanos que perecemos».

Jesús se incorporó serenamente. Ordenó al viento y a las olas y se hizo una gran calma. Pero reprendió a los discípulos:

«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?».

El relato de san Marcos es simple. Pero el acontecimiento fue algo espantoso. No sabemos si alguno de los discípulos le preguntaría a Jesús: Señor: ¿Qué hubiera pasado si nos hundimos? O también: ¿De qué manera se vence con la fe la tempestad?

Algunos autores religiosos aseguraron que cada cual posee un temperamento, según la combinación de humores en su cuerpo. Y repartieron además con mucha exactitud las tentaciones: A los sanguíneos los acosarían la ira y la soberbia. La avaricia y la pereza, a los flemáticos. La gula sería el peligro de los amorfos.

Y los melancólicos tendrían que vencer la envidia y la lujuria. Pero hoy no vale tal clasificación. Como tampoco es objetivo afirmar que los cristianos de hoy somos más inclinados al mal que nuestros abuelos. Conviene recordar la historia de la Iglesia. «Bástale a cada día su afán», leemos en san Mateo. Cada época ofrece disyuntivas para el bien y para lo perverso.

Pero ayer y hoy, Jesús nos enseña que su con su ayuda venceremos el mal. Algo que no es fácil comprender mientras la tempestad nos golpea. Pero que se convierte en gratificante certeza cuando, con la ayuda de Dios, hemos superado el peligro.

Existe una señal de que Dios está con nosotros: Si en medio de la tempestad no perdemos la calma. Esa serenidad, ubicada en los estratos más profundos del alma, no disuelve los miedos, ni mitiga la del todo la angustia. Es una paz inexplicable, como aquella que experimentó san Juan de la Cruz, cuando en medio de sus tribulaciones nos habló de «la noche sosegada».

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Decimotercer domingo

1. Un Dios que no margina

«Una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años, oyó hablar de Jesús y acercándose entre la gente, le tocó al Señor la orla del manto». San Marcos, cap. 5.

Las religiones orientales le negaban a la mujer su naturaleza racional. Platón no encuentra sitio para ella en su organización social. Y el judaísmo se manifestó siempre como una religión de varones. Más aún, en el idioma del Antiguo Testamento, las palabras piadoso, justo y santo no tienen femenino. Puesto que todos somos hijos del mismo Padre de los Cielos, Jesús coloca a hombres y mujeres en el mismo nivel. Y se preocupa minuciosamente de ellas durante su vida pública.

Un grupo femenino seguía al Maestro por pueblos y ciudades. Algo inconcebible para los rabinos de entonces que prohibían hablar con una mujer fuera de casa. Además numerosos milagros del Señor tienen como destinatarias a las mujeres.

San Marcos cuenta que un centurión le ruega al Maestro por su hija, «que está en las últimas». Y Jesús, en vez de sanarla a distancia, como hizo en otras ocasiones, va a la casa de la enferma que desafortunadamente ya ha muerto. Sin embargo, el Señor se acerca al lecho, toma a la niña de la mano y la resucita.

Pero durante el trayecto hasta la casa del centurión, ocurre algo sorprendente. Una mujer que padecía flujos de sangre hacía doce años, había oído hablar de Jesús. Su enfermedad era incurable ante la medicina de entonces y además la mantenía impura ante la ley. Pero ella pensaba: Si al menos puedo tocar la franja de su vestido, me sanaré.

Esta franja se componía de unas borlas de lana blanca y azul, prendidas a los cuatro ángulos del manto que usaban los hombres.

Dichos adornos recordaban al judío piadoso los mandamientos del Señor.

La enferma logra llegar hasta Jesús, entre la multitud que lo aprieta, y de inmediato se siente curada. Ningún evangelista vuelve a recordar a esta mujer, pero un apócrifo señala que se llamaba Verónica, la misma que enjugó el rostro del Señor, camino del Calvario.

El Maestro le añade a aquella curación un poco de drama: «¿Quién me ha tocado?» pregunta a los discípulos. Ellos le responden: «Ves toda esta gente que te empuja y preguntas: ¿Quién me ha tocado?» Pero la intención del Señor era encontrarse personalmente con la mujer. Ella, temerosa y temblando, va a postrarse ante Jesús y le cuenta todo lo sucedido. Imaginamos la actitud cariñosa del Maestro, que luego le dice: «Hija, tu fe te ha curado».
Mientras muchos de nosotros nos pasamos la vida catalogando pecados y pecadores, Jesús viene a salvarnos, sin acepción de personas. Su amor derriba los muros, traspasa las fronteras, para lograr que todos nos sintamos hijos de Dios y lo manifestemos con nuestra conducta.

-¿Por qué te viniste de tu tierra?, preguntaba una mujer a la joven misionera, en una aldea de Camerún. La misionera esboza una sonrisa y dice amablemente: - He venido porque yo soy hija de un Dios que a todos nos ama. - ¿Y a nosotras también, repuso la mujer, a nosotras que no le conocemos?.

- También a ustedes, insistió la religiosa, mientras a aquella mujer africana se le iluminaba el rostro, bajo las lágrimas

2. Ventanas

«Se acercó un jefe de la sinagoga que se llamaba Jairo, y al verlo, se echó a sus pies rogándole: Mi niña esta en las últimas. Ven para que se cure y viva». San Marcos, cap. 5.

Existen infinitas ventanas para atisbar a Dios. Las hay altas y bajas, amplias y estrechas. Algunas, muy fuertes, taladran gruesos muros. Otras, livianas, casi podrían volar.

¿Habría seguido Jairo largo tiempo al Maestro? No lo sabemos. Probablemente se lo impidieran sus tareas de jefe de la sinagoga y el miedo de perder prestigio.
Pero su niña está en las últimas. Entonces la esperanza le abre de par en par una ventana: Jesús puede sanarla.

La mayoría de nosotros no vivimos una amistad continua con el Señor. Muchos factores nos lo impiden.

Pero El, siempre discreto, nos coloca de pronto frente a alguna ventana, desde la cual podemos contemplarlo:

La enfermedad de un hijo, un revés económico, la muerte de un amigo, un año perdido en los estudios, una caída que nos despierta la conciencia, la soledad en que nos dejan a veces los amigos.

Sin que olvidemos que Dios también se muestra y con mayor claridad, por medio de los acontecimientos positivos: El amor del noviazgo, el éxito en los estudios, la salud de un ser querido, el ingreso a la universidad, la paz en el hogar, el trabajo obtenido después de larga espera, la prosperidad en los negocios, el aprecio de los demás.

Escribe el Padre Ramón Cue que el Señor acostumbra a apoyarnos y orientarnos con su mano derecha. Solamente cuando somos díscolos y rudos, nos golpea con su izquierda. Es su manera de abrirnos la ventana.

De muchas formas El se hace presente entre nosotros: Son ventanas por las cuales se asoma su misericordia.

Porque Dios no está sujeto a un rígido plan de salivación. Ni las leyes humanas ni las costumbres de sus hijos, limitan sus iniciativas, ni condicionan su creatividad todopoderosa. Un anciano se siente morir poco a poco. Su vida dura y cruel lo ha llevado a apartarse de toda creencia religiosa. Sin embargo, ya al borde de la muerte, manda llamar a un sacerdote conocido.

-¿ Quieres recibir los Sacramentos ? - le pregunta éste.

- No - responde el moribundo - sólo quiero morir al lado de un amigo.

Más allá de la sombra, dentro del área de lo incomprensible, en el terreno de lo que juzgamos absurdo, obra también el Señor. - La niña no está muerta, está dormida, dice Jesús al llegar a la casa de Jairo. Lo que para nosotros es muerte, para el Señor es apenas un sueño, que El derrota con sola su palabra.

3. Basta que tengas fe

«Llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar al Maestro? Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo: No temas; basta que tengas fe». San Marcos, cap.5.

Sigmund Freud, atormentado por un cáncer del paladar, respondía a su hija que le reprochaba tantas horas de trabajo: «Si aún estoy vivo es porque puedo hacer algo».

El Evangelio es siempre un llamado a la vida, al servicio. Pero a menudo no lo entendemos ni vivimos así. Cuántas veces pronunciamos sentencia de muerte frente a nuestros hermanos.

«Es la oveja negra de la familia». «Toda la vida, un enemigo de la Iglesia». «Señora: Su niña no le conviene de ningún modo al colegio». «Esto se acabó de una vez, hijo. Haga de cuenta que yo no existo para usted». «¿Fulanita? Ya no tiene remedio, lo que se hereda no se hurta». Son sentencias humanas, sentencias de muerte…

Pero alguien ha ido a buscar al Señor, alguien ha rezado, alguien ha suplicado por ese que «ya no tenía remedio». Quizás alguna religiosa en el silencio de su clausura, un grupo de oración, una anciana ignorante en una iglesia de aldea, una madre que nunca pierde la esperanza, un niño de rodillas al borde de la cama. Alguien ha tenido fe, alguien ha buscado a Jesucristo.

Y el Señor se pone en camino. Se abre paso por entre el gentío curioso y displicente que siempre rodea al «difunto», lo toma de la mano y lo llama. Entonces el ladrón se arrepiente, vuelve el rostro y exclama: «Acuérdate de mí». Pablo es derribado del caballo, cuando perseguía a los cristianos, Eva Lavallière se postra como Magdalena a los pies de Jesús. En un rincón ya famoso de Notre Dame de París, Paul Claudel recibe la luz. El agresor de María Goretti se convierte…

La niña que no convenía en el colegio, aquella por quien nada se podía hacer, es ahora una mujer entregada al servicio de los más necesitados, el hijo pródigo retorna al hogar, el alcohólico encuentra un amigo que le tiende la mano. El Señor ha vuelto a decir: No temas. Basta que tengas fe, anulando así un decreto de muerte.

Nuestra vida es la trama, muy compleja y hermosa, de la acción entusiasta del hombre y del amor desvelado y constante del Señor.

Cuando nos sentimos vencidos porque hemos mellado todas nuestras armas, cuando nos dicen que ya no hay para qué molestar al Maestro, todavía falta que manifieste la fuerza tenaz de Dios, llamada por la oración que va más allá de nuestros brazos y más allá de nuestros horizontes.

Pensemos en la hija de aquel jefe de la sinagoga que se llamaba Jairo. Dios tenía sobre ella sus planes que son siempre de amor y de esperanza.

Y aunque el Evangelio no nos vuelve a decir nada sobre esta joven, si Cristo la resucitó fue porque la necesitaba, y como Freud, aunque enfermo de cáncer podía hacer mucho todavía.

Esta palabra del Señor es un llamado a la vida, a la conversión, mientras esperamos la voz y la mano de Cristo que también nos dice a cada uno: No temas, basta que tengas fe; yo puedo darte la vida, la inocencia, el perdón y la dicha.

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Decimocuarto domingo

1. La terquedad de Dios

«Fue Jesús a su tierra y empezó a enseñar en la sinagoga. Y la multitud se preguntaba: ¿No es éste el carpintero, el hijo de María? Y desconfiaban de él». San Marcos, cap. 6.

El infierno son los demás escribió Sartre con dolorosa amargura. Quizás sentía en su entorno el fracaso de aquella fraternidad proclamada por la revolución francesa. Algunos cristianos, sin refrendar la afirmación del filósofo, también señalan con su vida que el Evangelio se vive en solitario. En un sistemático aislamiento retocado de barniz religioso.

Pero ni los demás son el infierno, no todos nuestros prójimos son gente perfecta que diariamente nos apoya. Conviene entonces mirar las cosas son realismo y la vez ser comprensivos hacia los demás. Ellos cargan su propio pecado original, el mismo que nosotros llevamos a cuestas.

San Pablo, al compartir su vida con los corintios, les cuenta que en su camino de fe y de anuncio de Cristo ha sufrido grandes dificultades: Enfermedades, limitaciones personales, obstáculos de parte del prójimo. Es la historia de quienes se han propuesto vivir el Evangelio.

Aquellos campesinos de Nazaret no imaginaban que el Mesías actuara dentro de situaciones tan comunes. Sin embargo, la acción de Dios se realiza dentro de normales circunstancias.

Aún más, por la tarea de hombres y mujeres como nosotros, con la condición de que tratemos de afianzar nuestro esfuerzo en la persona de Jesús.

No hemos de ser creyentes sólo en momentos solemnes o celebraciones multitudinarias. Tales acontecimientos calientan de pronto el corazón, pero la obra del Señor avanza por el afán nuestro de cada día.

Muchos inician el seguimiento de Cristo, tratan de realizar el ideal cristiano, pero se desaniman de inmediato ante los primeros obstáculos. Jesús, en cambio, nos da ejemplo de una terquedad positiva. Realiza su tarea de Mesías, a pesar de la incomprensión de muchos.
Sin embargo, no es cristiano el narcisismo que algunos cultivan dentro de un complejo de mártires. Ante los múltiples problemas, lo correcto es aceptar con sencillez que así es este mundo. Que todo ser humano es limitado y falible. Que a nadie se le brinda gratuitamente un laureado porvenir.

Alguien afirma que la ciencia, como también las artes, cuentan con un 3% de capacidad natural, más un 97% de esfuerzo personal. ¿Este programa del Reino de Dios no merecerá nuestra diaria paciencia?

2. El hijo de la obrera

«La multitud que oía a Jesús se preguntaba asombrada ¿No es éste el carpintero, el hijo de Maria? Y desconfiaban de él». San Marcos, cap. 6.

Nos sorprende la Biblia cuando nos muestra a un Dios que realiza trabajos de siervo. Jeremías y San Pablo lo llaman alfarero. Isaías nos lo muestra cómo viñador, que cava la viña y la defiende con vallados. Durante su vida oculta, Cristo además practicará el oficio de carpintero. Cómo tal lo identifican sus paisanos de Nazaret.

En su predicación se compara a sí mismo con el sembrador, que sale de mañana a esparcir la semilla. Con el médico, que no busca a los sanos sino a los enfermos. Con el pastor, que rescata las ovejas extraviadas. Con el leñador, que corta para el fuego los árboles inútiles.
Orígenes, un escritor del siglo II, consideraba un elogio el reproche de Celso a los cristianos: «Adoran al hijo de una obrera». Y Cristo nos asegura en el capítulo quinto de San Juan: «Mi padre trabaja y yo también trabajo».

San Pablo les escribe a los Corintios: «Somos colaboradores de Dios…» Entonces el mundo es una obra maravillosa, pero aún inconclusa. Y el Señor nos da la oportunidad de terminarla.

Surgen de ahí las diversas tareas humanas, dignas todas de admiración y de respeto. Madrugan las lavanderas a su faena, el herrero a su forja. Mece el pescador sus redes sobre el estero. Se despiertan los astronautas en su camino de vértigo. El saltimbanqui se balancea en su trapecio.

Logra la telefonista poner en comunicación a los amigos. Aísla el científico un nuevo virus. Vuelve la maestra a trazar la «be labial» sobre el cuaderno de un muchacho campesino.

Acude el socorrista pretendiendo ganarle la carrera a la muerte. Regresa el ascensorista al undécimo piso. Teje la madre para el hijo que ya llega.

Piensa el sacerdote en el mensaje de la misa vespertina. Sueña el gobernante con un futuro mejor para su pueblo.

La abuela amasa el pan. La enfermera atraviesa sigilosa- mente el pasillo. Ora la monja contemplativa. El tractorista remueve la montaña. Golpea el zapatero la suela por centésima vez. Estrena un niño su juguete mecánico.

Aporta cada uno de nosotros su tributo de dolor y de cansancio al mejoramiento del mundo y Dios sonríe, contemplando el esfuerzo perseverante de sus hijos.
Nos cuenta el Génesis que, cada tarde, en los días de la creación, el Señor contemplaba su obra y veía que era buena. De esta manera nos enseñó a mirar con satisfacción nuestro trabajo: No es un castigo. Es una admirable oportunidad de realizarnos, de avanzar, de crecer, de proyectarnos hacia otros valores, de ayudarle a Dios a terminar el mundo.

3. ¿No es éste el carpintero?

«La gente de Nazaret se preguntaba con asombro: ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago, de Judas y Simón?». San Marcos, cap. 6.

Desde el comienzo de la Iglesia, los teólogos y pensadores cristianos se han preguntado con insistencia: ¿Quién es Jesús de Nazaret? A comienzos del Siglo V, Nestorio y Eutiques explicaron, cada uno a su modo, su pensamiento sobre el Señor. Pero no lograron integrar en la persona del Maestro, de una manera conveniente lo divino y lo humano.

Toda esta reflexión teológica se proyectó en la vida de la Iglesia, en las comunidades creyentes, en el culto, en la tarea pastoral. Hoy también nos preguntamos: ¿Quién es para nosotros Jesucristo?

Si solamente lo entendemos como el carpintero, el profeta de Nazaret, el revolucionario, el líder que se alza contra lo establecido, el liberador político, el instaurador de un nuevo orden económico, nuestra vida cristiana se quedará escasa y sin horizontes, como un ave cautiva. Porque el hombre de hoy —y de siempre— no es tan sólo lucha de clases, angustia temporal, ansia de bienestar y de dinero, un animal político.

Es mucho más: Sentimos anhelos más profundos, necesidades más hondas. Buscamos proyectos más trascendentales, deseos de bien y de justicia que no pueden llenarse con códigos y cifras, extractos bancarios, acuerdos políticos, planes quinquenales, modelos de desarrollo… Necesitamos amar y esperar, resolver con urgencia el problema del mal, del pecado y de la muerte. Por esto, aunque no entendemos a Dios, a todas horas lo buscamos a través de Jesucristo, que es Dios, pero que se ha hecho igual en todo a nosotros, menos en el pecado.

El culto cristiano, aunque muchas veces no comprendido, nos acerca al Señor. También lo hace la religiosidad popular que es un esfuerzo por encontrar a Dios, a través de la compresión de los sencillos.

Pero otras veces nos colocamos en el extremo opuesto. Nos confunde que Jesús sea verdadero hombre. Quisiéramos excusarlo de haber asumido toda nuestra pobre humanidad. Mas sin ella no habría existido redención.

Cuando comprendemos integralmente a Jesucristo, nuestro cuerpo, unido con el suyo, se diviniza, como también la cuna de Belén, las barcas del Tiberíades, el perfume de Magdalena, la moneda del tributo, los panes y los peces, las camillas de los enfermos, el lodo para ungir el ciego, el pan y el vino, el madero de la cruz, las cien libras de ungüento que embalsaman al amigo difunto y esos viejos pergaminos en los cuales unos judíos no muy letrados consignaron la historia del Maestro.

Santa Teresa advertía a sus monjas con su natural gracejo castellano: «Dios anda entre los peroles». Ese Dios infinito que se hizo hombre en Jesús camina por todos los rincones de mi casa y les ha dado a las cosas, a mi cuerpo, a mi trabajo, a mis manos, al arte, a la liturgia, un misterioso poder sacramental.

¿No es éste el carpintero? Sí, porque Dios no se disfrazó de hombre. Se hizo hombre para acercarnos a su divinidad y así Dios entró definitivamente en la historia del hombre y cada uno de nosotros, en la historia de Dios.

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Decimoquinto domingo

1. Asignatura pendiente

«Jesús llamó a los Doce y los envió de dos en dos, a predicar la conversión, dándoles autoridad sobre los malos espíritus». San Marcos, cap. 6.

Se cuenta de Miguel Ángel, que al concluir la estatua de Moisés, una de sus obras maestras, le gritó dándole un martillazo en la frente. «¿Por qué no hablas?»

¿Por qué no hablas? también alguien podría preguntarme. Soy cristiano porque trato de seguir a Jesucristo. Procuro copiar sus criterios, sus actitudes. Un seguimiento que poco a poco me transforma, me pacifica desde dentro, me da seguridad en todas circunstancias. Eso tan especial que yo he alcanzado ¿por qué no se lo cuento a los demás?

Jesús envía a sus primeros discípulos por los pueblos y ciudades a predicar la conversión. En otros términos, a contar que estaba entre ellos el Mesías y era urgente despertarse, para empezar a fabricar el futuro. Dice san Marcos que para esta tarea les dio autoridad. Algo así como un convencimiento interior y la capacidad de hacer signos que convencieran a la gente.

También les encargó que no llevaran demasiado equipaje para su travesía. Lo cual significa que para anunciar al Señor, se requiere un estilo peculiar de vida, desde la austeridad y la apertura al otro.

En nuestro caso, ir equivale a acercarnos, hacer amigos, crea empatía. Para contar lo que creemos, cómo creemos, quién es para nosotros Jesucristo. Se nos pide insistir en que todo alrededor se vuelve absurdo, sin la presencia de Dios entre nosotros.

Nuestra sociedad técnica y centrada en lo económico, apunta un autor, le ha mutilado al hombre su capacidad de trascendencia, su actitud contemplativa y la costumbre de experimentar a Dios a través de los signos.

De ahí esa búsqueda desasosegada de muchos. Su afán de ensayar con tantas religiones «a la carta» que hoy se ofrecen.

Es necesario entonces que nuestro anuncio sea creíble para el hombre contemporáneo. Hemos de hablar de Cristo, sin quedarnos en la meditación trascendental o la iluminación, el equilibrio, la sanación interior, la integración de nuestras potencias. El Evangelio presenta un personaje central que es el Señor Jesús. Todo lo demás es apenas telón de fondo, o consecuencias.

Sólo el Maestro puede llevarnos a ese más allá, que calma nuestra sed de trascendencia. Sólo El nos enseña la verdadera actitud contemplativa, para mirar el mundo de otro modo. Sólo El puede dar a nuestros símbolos la fuerza de los valores evangélicos.

Tantos cristianos que decimos ser discípulos del Señor, pero no lo anunciamos. Nos queda siempre esa asignatura pendiente. Sin embargo, el anuncio no se reduce a enseñar fórmulas abstractas o normas de comportamiento. San Juan, en su primera carta nos enseña que hemos de comunicar a los demás «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida».

Aunque sea al final de nuestra vida, pero es necesario resucitar sobre el corazón y los labios el mensaje de Jesús, para que muchos lo conozcan y lo amen.
«Vivo mi vida en círculos», escribió el poeta Rilke. Ojalá nuestra vida no se asfixie dentro de un círculo pequeño y cerrado, por el egoísmo y la indolencia.

2. De dos en dos

«Jesús fue enviando a los Doce de dos en dos. Ellos salieron a predicar la conversión. Echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban». San Marcos, cap. 6.

La patria, el idioma, la raza, la familia, la empresa donde trabajamos, el partido político, el colegio, el grupo de amigos, nuestro equipo favorito… Todos ellos satisfacen en parte nuestra necesidad de pertenencia. Quien no participa en ninguna comunidad no progresa, es inseguro, no deja huellas en el mundo.

Cuenta San Marcos que Jesús envió a los apóstoles de dos en dos.
El Señor se había elegido un pueblo: Israel. De este pueblo Jesús invito a algunos a conformar una nueva comunidad. El Evangelio se refiere con frecuencia a «los Doce» y nos habla de los más allegados a Cristo: Pedro, Santiago y Juan. Menciona también a los Setenta y dos discípulos.

La llamada de Cristo no es sólo vocación. Es además convocación. Porque la dimensión religiosa la vivimos en comunidades concretas: El noviazgo, la familia, la amistad, los diversos grupos en los cuales insertamos nuestra vida.

Una comunidad puede ser más o menos cristiana.Alcanzamos su primer nivel cuando allí realizamos buenas obras: Damos limosna, asistimos a la Iglesia, perdonamos las ofensas.

Logramos un segundo nivel cuando nuestra conducta es plenamente acorde con el Evangelio: Vivimos abiertos a los demás, somos generosos, nos preocupamos por educar cristianamente a nuestros hijos.

El tercer nivel solamente lo alcanzan quienes orientan su vida por criterios cristianos. Criterio es una manera de pensar y de juzgar. Los apóstoles, enviados de dos en dos, sin alforja ni túnica de repuesto, realizan por los pueblos y aldeas tres oficios que son propios de una perfecta comunidad cristiana:

Predicar la conversión: Nosotros la predicamos cuando creemos en el otro y lo motivamos a cambiar. Cuando lo hacemos consciente de sus posibilidades y le contagiamos esperanza.
Arrojar los demonios: En el lenguaje bíblico, los demonios son las fuerzas del mal que dominan al hombre. Cuando alguien mide la dimensión exacta de su problema, porque le escuchamos sin juzgarlo y le señalamos el remedio oportuno, ese alguien exorciza sus demonios.

Sanar a los enfermos: En cada grupo humano encontramos miembros más débiles, más golpeados, más necesitados. Hoy se habla de niños especiales. También se dan personas especiales: Requieren una especial ayuda de la comunidad para superarse.

3. Un bastón y nada más

«Jesús les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más; pero ni pan, ni alforja, ni dinero, ni túnica de repuesto». San Marcos, cap.6.

Cuando Ciro el Grande asediaba, a mitad del siglo VI a. C., la ciudad de Priene, todos los habitantes huían llevando a cuestas sus posesiones. Sólo Bías, uno de los sabios de Grecia, abandonaba la ciudad serenamente sin ningún equipaje. A sus paisanos que lo interrogaban extrañados, respondió el sabio: «Todo lo llevo conmigo». Cargaba a cuestas su sabiduría.

El cristiano de hoy, también en camino, no tiene como ideal la acumulación de bienes materiales, porque busca otra mejor riqueza dentro de otra jerarquía de valores. Allí ocupa lugar preferencial la sencillez de vida, que nos señala cuántas cosas pueden esclavizarnos. Esto supone al mismo tiempo una fe en la providencia de Dios y una mayor libertad para servir más a los demás.

La pobreza es tema de actualidad en la Iglesia de hoy. Cuando los obispos se reunieron en Puebla, allí optaron por los pobres. ¿Pero qué es la pobreza a la luz del Evangelio?

Para algunos consiste únicamente en actitudes interiores, y dada la ocasión, en un posible desprendimiento. Otros desean instaurar una pobreza rayana en la miseria. Llegan casi a negar el dogma de la creación que nos explica cómo Dios creó al hombre y lo hizo rey del universo.

Pero, como siempre sucede, la verdad está en el medio. Podemos poseer porque somos seres racionales. Pero no es lícito desbordarnos de manera egoísta, oprimiendo a los otros.

Para encontrar la pobreza que aconseja el Señor, conviene en primer lugar analizar el medio humano en que vivimos. No estamos en un país rico, donde todo el mundo tiene lo necesario y aún un poco más. En nuestro entorno, lo que algunos les sobra, lo que se despilfarra de modo irresponsable, les hace falta a muchos para apenas sobrevivir.

Juan Pablo, durante su primera visita a México nos dijo: «La propiedad está gravada siempre por una hipoteca social, así los bienes servirán equilibradamente a la destinación que Dios les ha dado».

Revisemos honradamente nuestros gastos, nuestros lujos, nuestro nivel de vida.

De otro lado, pobreza cristiana es ante todo una elección personal. No esperemos que la Iglesia o las leyes nos señalen una medida exacta frente a los bienes temporales. Nos consta que en la mayoría de los países, los grandes capitales permanecen en manos de unos pocos. Los cuales a su vez controla los medios de producción, las comunicaciones y todo el engranaje político.

Es hora entonces de escuchar a Paulo VI quien escribió en la «Populorum Progressio»: «Hay que actuar pronto y a profundidad. Hay que poner en práctica transformaciones audaces, profundamente innovadoras. Hay que emprender sin esperar más, reformas urgentes».

Estas palabras se dirigen a todos, pero principalmente a quienes tienen mayor influencia en nuestra comunidad: Los dirigentes, industriales, profesionales, maestros y comunicadores. Los que pueden abrir sus manos y su corazón para crear desde hoy mismo una sociedad más justa y más cristiana.

Si leyendo estas reflexiones sentimos un deseo sincero de ser más sobrios en nuestra vida personal y familiar, de cambiar de una vez las políticas de nuestra empresa para servir mejor al hombre, el Evangelio toca a nuestras puertas.

El Señor nos hará conocer sus caminos. Que su sabiduría, mayor que la de Bías, tiene la poder para cambiar el mundo.

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Decimosexto domingo

1. Ese lugar secreto

«Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos porque andaban como ovejas sin pastor». San Marcos, cap. 6.

Los mahometanos emplean noventa y nueve nombres para invocar a Dios. Pero confiesan que existe uno más, desconocido, el único que puede definir a Alá.

También la Biblia, para acercarnos al Señor, le da infinitos nombres. Los beduinos, apunta un escritor, usan diez términos distintos para nombrar la arena. Los esquimales, veinte para el hielo y más de cuarenta para llamar la nieve.

Uno de aquellos nombres de Dios, el que más descanso nos trae, se refiere a su misericordia. Y la etimología enseña que misericordioso, es un corazón inclinado a las miserias del prójimo.

San Marcos cuenta que, al regresar los Doce de su primera correría, Jesús les dice: «Venid vosotros solos a un sitio a descansar un poco», porque mucha gente los seguía, sin dejarles momento para comer.

Sin embargo aquella compasión del Señor por sus discípulos se desborda en seguida hacia la multitud. «Jesús vio aquella gente numerosa y sintió lástima, porque andaban como ovejas sin pastor». Aquí el evangelista usa un término que literalmente significa «se conmovió en sus entrañas». Y añade una comparación campesina, muy usada ya por los antiguos profetas. El pueblo escogido, en muchas coyunturas de su historia, parecía un rebaño abandonado por sus pastores.

Charles Peguy, hablando de la misericordia de Dios, nos dice: «Había una gran procesión y a la cabeza iban las tres parábolas mayores: La oveja perdida, la dracma perdida, el hijo perdido. penurias y desgracias.

Todas las parábolas son bellas. Todas ellas vienen del corazón y van al corazón Pero aquellas que cuentan la compasión del Señor son frescas, como niñas. Jamás gastadas ni envejecidas. En tanto haya cristianos, es decir eternamente, habrá para esas parábolas un lugar secreto en el corazón de los hombres».

Cabría entonces descender a ese lugar secreto. Para que la bondad de Dios no sea solamente un bello título, sino un programa que a muchos nos transforme. También desde ese lugar secreto podemos gritar: Yo he pecado. He sido ingrato con mi Señor. Malgasté mi salud, mi dinero, mis capacidades. He atropellado muchas veces al prójimo. Yo puse el egoísmo como bandera de todo lo mío. Arruiné mi familia, a causa del vicio…

«Y ya no es hora de aprender», como escribió Barba Jacob. Entonces un amargo sentimiento de frustración nos invade. Y para muchos ya no queda sino morir, haciéndole un gesto de horror a la existencia.

Pero si bajo el rescoldo del alma queda un poco de fe, no todo está perdido. Todavía hay esperanza, porque la misericordia del Señor no tiene fin . San Pablo, escribiéndole a Tito, registra la presencia de Dios sobre la tierra como la «aparición de la bondad y el amor del Señor, para salvarnos». «También nosotros fuimos algún tiempo insensatos, desobedientes, esclavos de toda suerte de pasiones y placeres, viviendo en malicia y envidia, aborreciéndonos unos a otros».

Tocaría entonces levantar el corazón, desde el lugar secreto de nuestra intimidad y presentarlo al Dios paciente y compasivo. El es siempre bondad, pero para ponerlo en práctica, necesita como materia prima de su misericordia, le presentemos todas nuestras

2. Una palabra suave

«Jesús les dijo: Venid vosotros solos a un sitio tranquilo, a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer». San Marcos, cap. 6.

Descanso es una palabra suave. Son sus hermanas sábado, atardecer, reposo, regreso, almohada, oasis, confidencia. Tiene olor a paisaje campesino y despierta recuerdos olvidados de la infancia.

Nos cuenta el Génesis que el Señor, al terminar la Creación, descansó el séptimo día. Era una forma pedagógica de enseñar el descanso al pueblo de Israel. El Éxodo señala la tierra prometida, lugar de reposo después de cuarenta años de peregrinación por el desierto.
En San Mateo, Cristo nos invita también: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré».

La carta a los Hebreos nos presenta el cielo cómo un lugar de descanso. Quizás allí se inspira la frase ritual con que sepultamos a nuestros muertos: «Dales, Señor, el descanso eterno». Pero en la vida diaria, el cansancio amenaza todas nuestras actividades: El duro servicio de las máquinas, el trabajo intelectual en un mundo cambiante y contradictorio, el apostolado, expuesto a tantas variaciones y atraído por tan diversos proyectos.

Pero al leer que el Señor invitó a sus apóstoles, a descansar un poco en un lugar apartado, comprendemos que el descanso es un deber humano y cristiano.

Vivimos comprometidos en toda clase de relaciones: familiares, industriales, económicas, sociales, internacionales. Descansar es variar de relaciones con el prójimo y con el mundo.
Las relaciones llamadas gratuitas nos humanizan y nos purifican. Todos nosotros las frecuentamos. Por ellas nos sentimos dueños de nuestra persona y de nuestro tiempo.

En ellas ejercemos de un modo distinto la libertad. En ellas imitamos a Dios, que siempre se relaciona con nosotros de manera gratuita y generosa. En cambio, las relaciones del trabajo y del papel social que desempeñamos, son obligadas y gravosas.

Descansar es encontrar tiempo para vivir plenamente aquellas relaciones gratuitas: Es hallar la ocasión para escuchar, observar, contemplar. La oportunidad de conversar más despacio con los que viven a nuestro lado.

Tener tiempo para contestar una carta, visitar un amigo, cultivar el jardín, ordenar nuestra casa, sumergirnos en la lectura de un buen libro.
Tener espacio vital para planear el futuro, estar expuesto serenamente a lo imprevisto, admitir el reencuentro con nosotros mismos… Es decir, regocijarnos en esa multiforme presencia del Señor en nuestra vida.

3. ¿Al tiempo lo van a matar?

«Dijo Jesús: Venid a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer». San Marcos, cap.6.

Los griegos, tan sutiles en su filosofía, usaban dos términos para designar el tiempo. «Cronos» era la vida que se desgrana en el reloj de arena, se deslíe entre los números del calendario, se va muriendo un poco cada día de la semana, se despierta con el sol y se duerme al caer la noche.

Por el contrario, «Kairós» es la ocasión, la oportunidad, el momento propicio, el tiempo favorable, aquel presente amplio e indefinido para sembrar el surco, edificar la casa, emprender un viaje, fermentar el vino, cocer el pan, y arrojar las redes, muy de mañana en el remanso.

Por esto, los escritores cristianos nos enseñan que para los amigos de Jesús, el tiempo no es la medida rutinaria y prosaica de Cronos, sino un «Kairós», colmado a todas horas de íntima alegría y esperanza.

El tiempo del cristiano es para amar, construir el mundo, reconciliar a todos los hombres, compartir generosamente nuestros bienes, promover la justicia y la paz, realizar la propia vocación de ciudadanos de la tierra y peregrinos hacia el cielo.

El Eclesiastés nos enseña con gran sabiduría: «Hay tiempo de plantar, tiempo de sanar, tiempo de construir, tiempo de reír, tiempo de buscar, tiempo de callar, tiempo de hablar, tiempo de amar, tiempo de nacer y tiempo de morir».

Un día Jesús invita a sus discípulos a reposar un poco. Regresaban de su primera correría, durante la cual habían predicado la conversión, sanando muchos enfermos y expulsando los demonios. Bien se merecían un descanso.

Nosotros podemos preguntarnos sin nuestros ocios corresponden a un trabajo serio y responsable. Si descansamos de una manera honesta y cristiana, si empleamos bien nuestro tiempo. O por el contrario, si procuramos «matar el tiempo de cualquier manera. ¿Al tiempo por qué lo queremos matar?

Tal vez nos estamos situando dentro de una nueva clase social: La clase ociosa. Y esto es injusticia, porque muchos de nuestros familiares, amigos o vecinos nos necesitan. Además, numerosas obras sociales nos están esperando. Aguardan de nosotros un poco de tiempo, nuestra capacidad de iniciativa, nuestra compañía y entusiasmo, nuestra experiencia, aquello que indiscutiblemente cada uno, y solamente cada uno de nosotros, puede dar.

No matemos el tiempo, que no es cristiano el hacerlo. Por otra parte, el tiempo camina más allá de la tierra, entre el girar de los planetas, cerca al nacimiento de las galaxias, bajo el brillo de las constelaciones y un día se cambiará en eternidad. No es tan fácil matarlo. Si lo intentamos, se nos irá muriendo el alma por la pereza, mientras nos asfixiamos de tedio.

Para el cristiano, cada tictac de su reloj es un Kairós, tiempo de salvación, tiempo de amor, tiempo de cristiana ilusión y de servicio.

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Decimoséptimo domingo

1. Tabla de multiplicar

«Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados. Lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Sólo los hombres eran unos cinco mil». San Juan, cap. 6.

Cuatro los puntos cardinales que procuran delimitar el universo. Cuatro los elementos que, según el pensamiento griego, dieron comienzo al mundo. Cuatro las estaciones, señoras del paisaje y nodrizas de la vida y del tiempo. Y cuatro las operaciones aritméticas, principio y fundamento de toda ciencia matemática.

A sumar y a restar aprendimos con reducido esfuerzo. Bastaba tomarnos los dedos de las manos y mirar de reojo hacia los pies descalzos. Pero llegando a la multiplicación, tuvimos que estudiar la tabla respectiva y atizar la memoria. Pero siempre fue hermoso multiplicar. Las cifran se agrandaban como por encanto, y manzanas, ovejas y juguetes parecían surgir desde la nada.

Para un cristiano es indispensable saber multiplicar. Jesús nos dijo que había venido a traernos vida, pero vida abundante. Lo cual requiere multiplicar a diario dones y frutos del Espíritu, obras de misericordia y bienaventuranzas.

Un día el Maestro había prolongado más de la cuenta su discurso. San Juan anota que unos cinco mil hombres le escuchaban, fuera de las mujeres y los niños. Esta cifra nos sitúa en un tiempo cercano a la Pascua, cuando los mayores de catorce años debían peregrinar a Jerusalén. Los pequeños y las mujeres podían acompañarlos a voluntad.

Y aquella multitud tenía hambre. Un muchacho llevaba consigo cinco panes de cebada y dos pescados. San Andrés se da cuenta, pero exclama en seguida: ¿Qué es esto para tantos?

Entonces Jesús manda que todos se sienten en el prado. Comenzaba la primavera y en el sitio había mucha hierba.

Jesús recita la acción de gracias y ayudado de los apóstoles, reparte los panes y el pescado. Todos comieron hasta saciarse, llenando luego con las sobras doce canastas.

Con un signo amplio, generoso, que no exige compensación, Jesús nos enseña una peculiar matemática: Multiplicar para compartir. Hemos de multiplicar el pan, día a día, según cada oficio o profesión. Para nuestra familia y para cuantos sufren necesidad. Con igual corazón. Con la certeza de que le Señor respalda nuestro esfuerzo.

El Maestro une aquí su Palabra de salvación con el pan corporal, porque ella y él se intercambian significados. La palabra de Dios es alimento. El pan que repartimos es Palabra también. No valen para Jesús los separatismos de quienes reparten su palabra, pero se palabra y se olvidan de dar pan. O de aquellos que, obsesionados por el pan, dejan para otro día la palabra de Dios.

Por todo ellos en necesario aprender a multiplicar el amor, la ternura, la acogida, los mensajes positivos, los puestos de trabajo, el entusiasmo de vivir, el perdón, la esperanza. Cuántas veces hemos dividido todo esto, quedándonos sólo con una escasa parte, congelada dentro del corazón.

Al evaluar lo nuestro, se nos viene a los labios la expresión del apóstol Andrés: ¿Qué es esto para tantos?. Pero no importa. Juan Pablo II nos enseña que la fe se fortalece dándola. Lo mismo sucede con los bienes materiales y con aquellos del alma. Se multiplican en la medida en que los compartimos.

2. Vida de nuestra vida

«Jesús tomo los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados. Lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Sólo los hombres eran unos cinco mil». San Juan, cap. 6.

Jesús es el Verbo de Dios. Se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Este lenguaje no podía ser muy claro para la primitiva comunidad cristiana. Por eso San Juan, en sus primeros capítulos, explica en diversos pasajes quién es Jesús: Aquel que habita en Dios y ha venido a contarnos las cosas de lo alto.

Se celebraba una boda en Caná. Cuando escaseó la bebida, Cristo cambio en vino el agua recogida en las tinajas. Nicodemo lo busca por la noche. Jesús le explica que Dios es cómo el viento: «Oyes su voz pero no sabes de dónde viene ni a dónde va».
Una mujer samaritana le encuentra junto al pozo de Jacob. Jesús le anuncia que hay otra agua que remedia la sed para siempre.

Un funcionario real le ruega por su hijo moribundo. Cristo le responde: «Vete, que tu hijo vive». Un paralítico lleva muchos años esperando su curación, junto a la piscina de Betesda. El Señor le ordena que tome su camilla y se marche.

La multitud que le sigue tiene hambre. El Maestro multiplica el pan y los peces y todos comen hasta saciarse. Detrás de estos acontecimientos se esconde una lección: Jesús es vida. Ha venido para que tengamos vida en abundancia. Esa vida multiforme que se parece al vino, al viento, al agua, a la salud, al movimiento, al pan.

En las relaciones humanas se dan niveles de intimidad que multiplican la vida: El lenguaje, la cercanía, el amor.

Pero en otro orden y más allá de estas relaciones, se da la intimidad del alimento. Sólo este llega a ser parte de nuestro ser.

La pedagogía del Señor nos lleva a asimilar su mensaje. La multitud que, tendida sobre la hierba, compartía el pan y el pescado, creyó que el profeta remediaba un problema inmediato. Sólo después pudo entender que Cristo conquistaba así el último nivel de intimidad. Y se servía de un signo para hacernos comprender que El es vida de nuestra vida.

El Cristo que multiplica el pan y los peces es el mismo Señor que al comienzo del mundo engendró la vida. No sólo en las esporas que confían al viento su fecundidad. O en el musgo que se empapa de lluvia y aferra sus yemas a la roca. No sólo en el césped que decide humildemente florecer, o en el insecto que estrena sus alas, o en los pichones que se atreven a la próxima rama.

También El sigue creando vida en la ternura del hijo, en el vigor del joven, en el esfuerzo del adulto, en la experiencia del anciano. En nuestro propio cuerpo, con sus numerosas funciones y sus infinitas maravillas. En nuestra capacidad de amar, de imaginar, de compendiar en una sola idea todo un largo discurso.

En nuestro instinto para buscar a Dios, a pesar de nuestras vacilaciones, nuestra oscuridad y nuestros fallos. En nuestra posibilidad de soñar con una vida perfecta, con una completa armonía, con un equilibrio total, con una cabal plenitud.

3. Mis cinco panes y mis dos peces

«Andrés dijo a Jesús: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes y un par de peces. ¿Pero qué es esto para tantos?». San Juan, cap.6.

Alguno escribía: «Si me quedo con mis cinco panes y mis dos peces, el mundo seguirá con hambre. Pero si los entrego a Dios, el realizará el milagro». Es evidente que Cristo no quiere redimir sin nosotros: Llama a una joven de Nazaret y en su seno se hace hombre. Invita a Belén a los pastores y los Magos.

Pide agua en Caná para convertirla en vino. Llama a los Doce para hacerlos pescadores de hombres. En Betania busca descanso y compañía con Lázaro y sus hermanas. Y para saciar la multitud recibe de un muchacho el escaso aporte de cinco panes y de sus peces.

Cristo necesita también de nosotros. Nuestros valores pueden ser materia prima para su milagro. ¿Pero ponemos a su disposición todo lo nuestro? A veces nos da miedo perderlo. Somos avaros de nuestro tiempo, de nuestros conocimientos, de nuestra amistad, de nuestra misma relación con Dios. No la compartimos.

Otras veces nos escudamos diciendo:

¿Qué es esto para tantos? Y se quedan obras sin nacer, proyectos muertos en el vacío, y tácitas, muchas iniciativas.

No quisimos arriesgarnos, porque creímos que después de aportar estas cosas, nos tocaría realizar el milagro. El cual siempre es trabajo de Dios.

En este pasaje también se descubre enseñanza: La fe en los valores del otro, así sean modestos. Andrés llama al muchacho y juntos se acercan a Jesús.

Hagamos como Andrés. Llamemos al otro, pongamos a su disposición lo que somos y tenemos, pidiéndole a la vez lo que él es y tiene.

La vocación cristiana incluye marchar con el otro hacia el Señor: El esposo y la esposa, los padres y los hijos, los patronos y los obreros, los sacerdotes y los laicos. Entonces Cristo saldrá a nuestro encuentro y el mundo ya no tendrá más hambre.

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Decimoctavo domingo

1. ¿De qué pan se trata?

«Les dijo Jesús: Os lo aseguro. Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros». San Juan, cap. 6.

En la difícil economía de entonces, un kilo de pan se vendía por un denario, el jornal común de un obrero. Y esto tratándose del pan de cebada, el de los pobres, del cual Plinio aseguraba que era alimento para bestias.

Tenía razón entonces el apóstol Felipe, quien frente a la multitud hambrienta, le había dicho a Jesús: Doscientos denarios no bastarán para que cada uno tenga un bocado.

Pero Jesús alimentó aquella turba y todos quedaron satisfechos. San Juan cuenta todo esto en un largo discurso, en el cual mezcla lo histórico con la reflexión catequística. Recordemos que su Evangelio aparece a fines del primer siglo de la Iglesia. Y más que redactar una crónica, al apóstol le interesa motivar la resonancia de Jesús y su enseñanza entre las comunidades cristianas.

En la multiplicación de los panes y los pescados distinguimos tres elementos: El gesto. Jesús comparte el alimento para enseñarnos a ser generosos. Pero tal gesto es además un signo, por el cual Cristo se manifiesta como Dios. La gente comentó enseguida: «Este sí es el profeta que había de venir al mundo». Y un signo que se convierte en símbolo: El Señor pretende, desde el alimento cotidiano, llevar a sus oyentes a comprender la Eucaristía.

El Maestro añade: Ustedes me buscan. Pero no por lo que yo soy, sino porque les remedié el hambre. Podríamos preguntarnos al emprender nuestras faenas diarias: ¿Qué buscamos? ¿Qué pretendemos? ¿A dónde se orienta nuestro esfuerzo? ¿Únicamente hacia el pan material, hacia una mayor comodidad, o cultivamos ideales más altos?

La razón de nuestra estadía en la tierra, de nuestro seguimiento de Cristo, apuntan al crecimiento personal. Y a la construcción de una familia, de una sociedad, donde florezcan los valores más excelentes. En otras palabras: ¿Trabajas sólo para conseguir o para ser más y proyectarte a los otros?

Y Jesús nos insiste: Trabajad por el alimento que perdura. Trabajar aquí significa no sólo una tarea laboral. Es todo aquel empeño en el cual gastamos nuestra vida. ¿Pero qué pan buscamos? Porque se dan muchas clases de pan y muchas hambres.
En Finlandia, se les cuenta a los niños la leyenda de Harald. Este era un gnomo rollizo, bromista y barbirrubio. Tenía los ojos muy azules y las mejillas relucientes, de tanto engullir salchichas con cerveza.

Un día decidió fabricarse una casa, toda de mazapán, para habitar allí con sus hijos. Le quedó muy hermosa. Sus variados colores se destacaban contra la montaña.
Pero en seguida acudieron invadirla toda clase de bichos, que buscaban azúcar por los techos, las vigas y paredes. ¡Qué asco!

Encendido de cólera, - ¿por qué se aprovechaban de su esfuerzo? - Harald ahuyentó a los intrusos con un leño, destruyendo a la vez su vivienda. Entonces resolvió fabricarse otra, de pan vulgar e insípido, para obviarse problemas. Harald vivía feliz con los suyos, comiendo de lo suyo, gastando de lo suyo. Pero vino el invierno y las primeras nieves aplastaron la casa, dando muerte al gnomo egoísta y a sus hijos.
¿Con qué clase de pan estamos fabricando el futuro?

2. ¿Por qué le buscamos?

«Dijo Jesús: Me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros». San Juan, cap. 6.

Decía Eric Fromm que la sociedad contemporánea ha crecido alrededor del supermercado. No en torno al templo o al castillo, cómo antes. Quizás cerca de la universidad o del estadio.

Afirma además que la revolución del siglo XVIII la llevaron a cabo los ciudadanos, mientras que las de hoy las agitamos los consumidores. - ¿Qué desea usted? ¿Electrodomésticos, automóviles, trajes, abonos, herramientas, obras de arte, cosméticos, anticonceptivos, muebles de todas las tallas, pasajes a crédito, discos, diversiones, influencias, intrigas?
Quizás estemos pensando que la Iglesia de Cristo es un factor más de esta sociedad de consumo, que nos opaca la mente y apaga los nobles ideales.

Cómo si añadiéramos a la lista anterior: Se ofrecen Sacramentos, tranquilidad, fidelidad conyugal, dignidad humana, pasajes para el cielo… Todo de óptima calidad, a bajos precios, indiscutible garantía… Se atiende también a domicilio.

Jesús les reprochaba a sus discípulos: Me buscáis no por lo que soy, sino por las cosas que puedo dar. Por el pan que os repartí en el desierto, hasta saciaros.
De pronto nuestras actitudes hacia el Señor y hacia la vida cristiana se vuelven también utilitaristas. Somos cristianos cuando esto nos produce ventajas, no porque seamos amigos de Jesucristo. A la hora del esfuerzo, la religión se nos queda en teoría y obramos cómo los paganos.

A veces ni siquiera cómo ellos. No estudiamos a fondo la doctrina de Cristo, ni los documentos de la Iglesia.

Cuando nuestra parroquia o el colegio se esfuerzan por promovernos en la fe, verbigracia ante el Bautismo, la Confirmación, la Primera Comunión de nuestros hijos, comentamos con amargura: Ahora todo lo complican. Para el Matrimonio buscamos el cursillo más corto, porque «para eso no tenemos tiempo». Escogemos el matrimonio católico, casi porque da cierto lustre y buen tono. Casarse por lo civil no es tan elegante todavía.

Exigimos que la Iglesia nos preste todos sus servicios y no revisamos nuestro aporte económico a la parroquia, nuestra presencia en las actividades pastorales, o nuestra preocupación por las vocaciones sacerdotales y religiosas.¿No es esto tener a la Iglesia cómo un supermercado?

El Evangelio de hoy termina con una bella frase que explica a fondo qué es la Iglesia:
«Yo soy el pan de vida: el que viene a mí no pasará hambre y el que cree en mí no pasará nunca sed». Cristo es para nosotros, a través de la Iglesia, la despensa y la fuente, pero es indispensable nuestro esfuerzo personal.

No basta creer en Jesucristo, hay algo más hondo y comprometedor: Creerle a Jesucristo y atenerse a las consecuencias.

3. El pan y su misterio

«Dijo Jesús a los judíos: Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre. Y el que cree en mí no pasará nunca sed». San Juan, cap. 6.

Giovanni Papini habla en una de sus páginas del misterio del pan. Desde los pesados bueyes que araron el campo bajo un sol abierto, hasta los sembradores y segadores, molineros y panaderos, todos han trabajado en cadena de esfuerzos, para darle a mi hambre un pedazo de pan. El pan encierra un misterio. Es el vigor del surco, el hombre con su cansancio y su ilusión, ilusión. Es el calor de la vida…

El Evangelio de hoy está tomado del final del capítulo sexto de San Juan. Los evangelistas no alcanzaron a escribir las palabras textuales de Jesús. Pero en su relato se destacan unas frases que los biblistas señalan como «palabras mismas de Jesús». Sin embargo, nos llama la atención que, en un párrafo corto, se nombre siete veces el pan y siete veces se prometa la vida a quien lo coma. Es la insistencia del Señor para explicarnos el misterio de su pan.

Tal vez nos hayamos preguntado si tiene razón de ser la Eucaristía en este momento de la historia. Ante un mundo tecnificado que quiere desentrañar el porqué de cada cosa, el Sacramento del Pan sigue escondido en el misterio. Ante los progresos de la química y de la física, los teólogos siguen sosteniendo la presencia real de Cristo, bien sea con un lenguaje nuevo. Ante un mundo azotado por el hambre, Dios calla y la Iglesia presenta el Evangelio y ofrece, sobre una mesa escueta, un trozo de pan y un sorbo de vino.

¿Qué significa hoy la Eucaristía? La pedagogía de Dios es muy distinta a la pedagogía humana. Los hombres enseñan por medio de fórmulas, definiciones, teoremas, cálculos y silogismos. Dios enseña por signos.

Usa los acontecimientos para revelarse. No entrega sus mensajes de una vez, sino que nos coloca delante de las cosas, de los acontecimientos, para que allí descubramos su palabra.

El misterio del pan eucarístico es semejante al del pan cotidiano. Pero es un misterio más hondo, más elevado y excelente.

El pan puede llegar a lo más íntimo del hombre. Se coloca más allá de la compañía, de la vecindad. Va más allá de la palabra, del beso, de la misma amistad…

Así Dios anhela estar en comunión continua con nosotros, porque su amor es más profundo que el de los amigos, los hermanos, los esposos. Se cuela hasta la conjunción del alma con los huesos. Este pan nos declara en su minúscula dimensión, que el hombre va más allá de la química y la física.

Cuando los obreros, empleados, profesionales, campesinos o industriales nos entregamos al trabajo cada día, estamos haciendo un trueque doloroso que el amor convierte en alegría. Estamos cambiando vida por pan.

En la Misa, Jesucristo nos cambia pan por Vida. Vida que es amor ante el egoísmo, energía ante la tentación, luz en la sombra, examen de conciencia ante nuestro pecado, unión en las tensiones de familia, deseos de seguir mejorando el mundo, cuando muchos se refugian en la desesperanza… Vida que es vida eterna: «Yo lo resucitaré en el último día».

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Decimonoveno domingo

1. El otro pan

«Yo soy el Pan Vivo que ha bajado del Cielo y el Pan que yo daré es mi Carne para la vida del mundo». San Juan, cap, 6.

Civilización es una palabra ambigua. Puede significar salir de la caverna, comunicarnos a un nivel más profundo, desterrar el analfabetismo, eliminar todos los virus, conquistar los astros, suprimir las distancias, financiarnos definitivamente o… rodearnos de electrodomésticos.

¿Nos hemos civilizado? Profundizamos en el conocimiento del hombre, pero a la vez inventamos armas en cantidades ilimitadas. Hemos multiplicado las leyes, las teorías, los grupos, las organizaciones.

Pero no hemos logrado ni la paz, ni la dicha, ni el pan para todos. La cifra es tan dolorosa que preferimos olvidarla: Cada año mueren cerca de treinta millones de personas por alimentación insuficiente. ¡Hambre!

Dice un autor que la primera página de la historia de la civilización debiera comenzar por una simple noticia: ¡Entonces hubo pan para todos los habitantes de la tierra! El pan ocupa un lugar preeminente entre los temas del Evangelio de San Juan. Al fin y al cabo, el pan es la preocupación de todos los que, cómo Dios, son padres de familia.

Pero Jesús insiste en que distingamos entre el pan y el Pan. Cómo en el diálogo con la Samaritana, cuando nos habla de dos clases de agua. Todos luchamos por el alimento. El Señor lo sabe.

Por eso nos enseña a pedirlo todos los días en el Padrenuestro. Pero además de pan necesitamos ideales, valores, calidad de vida, bienes del espíritu, paz interior, realización, compañía. Sin ellos, cualquier alimento, aun el más exquisito, resulta insuficiente.

Cristo nos invita a luchar por «el alimento que perdura», es decir, a cultivar aspiraciones más altas. Los judíos se muestran demasiado prosaicos. Esperan un Mesías político y económico.

Porque cada cual sueña con sus pequeños mesías. Los espera para que hagan más rentables sus ahorros, solucionen su problema de vivienda, enmienden sus errores personales o le regalen una felicidad prefabricada.

Pero tales mesías suelen defraudarnos. Cristo, en cambio, se presenta cómo «Pan bajado del cielo». Quiere que le busquemos cómo se busca el pan: Todos los días, con la constancia y la terquedad del hambre. El nos es necesario. Nuestro problema es de alimento. Nos hace falta algo que llene nuestro interior.

Lo alcanzamos cuando llegamos hasta El para ponerlo en nuestra conciencia.
Lo alcanzamos al comprobar que toda nuestra hambre va en busca de algo que no se marchita con la muerte.

2. ¿Mahatma Jesús?

«Les dijo Jesús: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre». San Juan, cap. 6.

No son pocos, aún entre los bautizados, quienes consideran a Cristo como un sabio que explica los secretos del hombre y de la vida. Otros lo creen un filósofo, cuyo ejemplo nos motiva a rechazar el egoísmo y la violencia. Algunos más lo reducen a una especie gurú judío, cuya apacible compasión los atrae. Simpatizan con su club religioso y sienten que algunos elementos cristianos les confieren cierto lustre social.

Pero Jesús es mucho más. Ante todo es el Dios- con -nosotros. Y además, como lo presenta san Juan en su Evangelio, el pan que nos da vida eterna.
Los discípulos del Señor recordaban a Elías, uno de los grandes profetas de Israel. Cuando agotado por su peregrinaje se echó a la sombra de una retama, deseando morir, un ángel le trajo del cielo pan cocido y una jarra de agua. Con este refrigerio pudo proseguir hasta el Horeb.
Aquel variado auditorio sabía también del maná, el misterioso alimento con que Dios sustentó a su pueblo en el desierto. En la sinagoga lo llamaban «pan del cielo». Y además, pocas semanas antes, Jesús había saciado el hambre de una abundante multitud.
Estaba dispuesto el ambiente para la enseñanza del Maestro: «Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. Quien coma de este pan no morirá para siempre».

El Señor se presenta como el pan que da a quien lo come, vida eterna. Un pan que viene de lo alto. Una vida superior, que vence todos los dolores y se prolonga más allá de la muerte.

Dios no sólo quiso hacerse compañero, hermano, amigo, salvador. Quiere más de nosotros. Que lo comamos como un alimento.

Los habitantes del desierto africano, cuando descubren que alguien viene hacia ellos, se alegran. Es una bendición de Enkai. Entonces prenden fuego y se disponen a compartir sus viandas con el visitante. Para ellos compartir el pan es compartir la vida. Y compartir la vida los hacer crecer y estar más fuertes.

El cristiano descubre que Jesús ha venido a su encuentro. Es necesario entonces mantener encendido el corazón. Y al compartir con el Señor, El se nos da como pan de vida eterna.

Pero se requiere un encuentro. Encuentro grupal, como el que realizamos en la comunidad creyente. Pero ante todo un encuentro personal. No basta solamente saber de Cristo, admirar su sabiduría, asombrarnos de su misericordia. No basta adornar nuestra vida con ciertos signos cristianos. Se requiere comerlo como un pan. Es decir asimilar a Jesús y a sus valores, de tal manera que El se vuelva vida de nuestra vida.

De este modo, nuestra precaria vida se va cambiando en vida eterna. Esa que relativiza tantas cosas. Que no se deja vencer por los fracasos. Que comprende lo frágil del pecado frente al amor de Dios. Esa que mira la muerte con los ojos abiertos, por una enorme e inmarcesible esperanza.

Si apenas tenemos vida temporal, nos pasamos el tiempo semivivos, o mejor semimuertos, como aquel samaritano a quienes unos bandidos despojaron entre Jerusalén y Jericó.

3. Discípulos de Dios

«Dijo Jesús: Está escrito en los profetas: Serán todos discípulos de Dios. El que escucha lo que dice el Padre, aprende y viene a mí». San Juan, cap. 6.

Erasmo de Rótterdam, en su «Elogio de la Locura», nos deja sin saber si la ciencia humana es tontería. Si la ignorancia es el mejor camino para ser sabio. Pero Cristo nos dice en su Evangelio que la ciencia de Dios es mejor y muy distinta. El enseña a todas horas a quienes lo escuchan. Si estamos atentos, como explicó Isaías en el capítulo 54: «El pueblo de Yavéh no temerá la opresión y se mantendrá firme, y todos sus hijos serán instruidos por el Señor».

¿Y cómo enseña Dios? ¿Cuál es su escuela? Leyendo el nuevo Testamento, aprendemos que Dios enseña de muy variadas maneras: Por la creación, por la conciencia, por la Biblia, por Jesucristo, por la Iglesia… Reflexionemos ahora sobre la conciencia.

En la infancia aprendimos que la conciencia es la voz de Dios. Después, entre las dificultades y tentaciones de la vida, más de una vez la hemos tenido como enemiga y hemos ahogado sus clamores. Pero Dios nos enseña de una manera paternal.

Los padres realizan hacia los hijos una forma de comunicación que muchas veces no necesita las palabras.

Ellos transmite su vida y sus valores, como por ley de ósmosis hacia los de casa. la conciencia de los hijos. «Conciencia es…» Todos recordamos un rostro, un tono de voz. Entonces nos nacía el temor de disgustar a quien se ama, un deseo de imitación, de avance hacia unos vales. Así aprendemos de nuestro Padre Dios

Hay otra comparación muy sencilla para explicar la conciencia. Es semejante a un semáforo. Nos indica unas normas que custodian nuestra vida. Nos ayuda a respetar al prójimo. Le da armonía al convivencia ciudadana. Sería una locura desatender sus órdenes.

En este misterio hondo, a la vez rudo y suave, de la conciencia, habla Dios a sus hijos. Dichosos nosotros cuando sabemos escucharlo. Quien sigue la conciencia se hace sabio porque se hace discípulo de Dios.

Dijo San Agustín: «Le muestras a una oveja un ramo verde y se irá tras de ti; unas nueces a un niño y se te acerca: a nosotros solamente nos arrastra el amor, con lazos que atan el corazón». Bien sabe todo esto la pedagogía del Señor.

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Vigésimo domingo

1. Dios era una hogaza

«Dijo Jesús: El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». San Juan, cap. 6.

Escribe J. L. Martín Descalzo, reburujando en sus recuerdos de infancia: «Entonces para mí Dios era una hogaza». Su familia, como tantas de España en la posguerra, alcanzaban apenas recibir pan negro. Pero su madre mantenía la obsesión de que éste no podía ser para los niños. Y se las arreglaba para conseguirles pan tierno y bienoliente.

Hogazas que tenían una corteza como de árbol y por dentro miga esponjosa. Aquel pan, decían en casa, nos lo enviaban del Cielo. Y añade el autor: «Creo que en estos recuerdos está la base de mi fe en Dios y en los hombres».

El Evangelio de san Juan aparece a finales del siglo I. Ya circulaban por las comunidades cristianas las cartas de san Pablo y los relatos de los demás evangelistas. Ayudado por algunos discípulos, el apóstol redacta una reflexión más elaborada sobre la persona de Jesús y su mensaje. De ahí los amplios discursos que encontramos en su escrito. Entre ellos el relativo al Pan de Vida.

El Maestro le ha dicho a su auditorio: Si me aceptan a mí como Hijo de Dios yo los cambiaré desde el interior, como lo hace un alimento. Y enseguida anuncia que nos dará un signo para verificar esta simbiosis entre Dios y nosotros: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida».
Para muchos oyentes estas palabras del Maestro tenían sólo un sentido figurado.

Ante lo cual Jesús insiste en lo real de su entrega. En la necesidad de comerlo.

Las palabras griegas que emplea san Juan para contarnos esta enseñanza llevan obligatoriamente a un sentido real. El evangelista habla de algo tan físico como cuando nos dice, al comienzo de su Evangelio: «El Verbo de Dios se hizo carne.» Y luego trae un verbo que no equivale a comer, en general. Se trata de comer un alimento sólido, masticándolo.

El catequista que escribe estas líneas nos muestra cómo vivían la Eucaristía las primeras comunidades. Ya los cristianos se habían separado oficialmente del judaísmo, de sus ritos y costumbres. Estrenaban una liturgia nueva, en la fraternidad y en la sencillez. Se reunían por las casas para celebrar fraternalmente la cena del Señor. Rezaban juntos, compartían sus bienes y se sentían acompañados por Jesús.

Para un creyente el pan siempre le habla de Dios. El que traemos a la mesa familiar, con nuestro diario esfuerzo, es un regalo de la divina providencia. El que compartimos con los amigos repite el sacramento de la fraternidad. El que entregamos a los necesitados nos ayuda a imitar al Maestro. El de la Eucaristía nos motiva a construir, en todos los ambientes, la comunión según el Evangelio.

Por un efecto de resonancia Jesús, el Pan de Vida, nos transforma. Primero el corazón, la mente, todas nuestras obras. Enseguida la propia familia, la comunidad que nos acoge, el campo, la ciudad.»Camilo, para poder crecer, tómate la sopa». «Claudia, no se te olviden las vitaminas». «Señora, usted necesita una dieta balanceada». Dijo Jesús: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

2. En su lenguaje hebreo

«Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre». San Juan, cap.6.

En la Biblia vida es un término que integra lo físico, lo intelectual, lo espiritual más que definirla se la simboliza en distintas imágenes: La sangre, el árbol, la luz, la fuente, el banquete, el camino.

Dios es la vida misma. En Él nace. Para el israelita la felicidad equivale a vivir plenamente: Al rey se le desean muchos días. Al justo, larga vida. Morir joven es siempre considerado una desgracia.

Por otra parte, durante la larga historia de Israel, el pan es la base de la alimentación. el pueblo se rebela en el desierto porque no tiene ni pan ni agua. Pero Dios provee milagrosamente a su necesidad con el maná y el agua que brota de la roca.
En el lenguaje de los profetas, abundancia de pan significa presencia de Dios entre su pueblo y escasez de pan, duro castigo del pecado.
En este contexto ideológico, Jesús les dice a sus discípulos después de la multiplicación de los panes: Yo soy el pan de vida. Sin embargo no todos los oyentes entendieron lo mismo.

Algunos se extrañaron de esta pretensión del Hijo del Carpintero.

También nosotros seguimos buscando a un Dios solemne y lejano y nos olvidamos del que encarnó entre nosotros.

Otros, recordando de inmediato la multiplicación de los panes, no pensaron más allá del alimento material. Lo mismo nosotros cuando nos hayamos tan cercados de cosas, que no suponemos nada más allá del conseguir y del gozar.

Para unos cuantos no importaba lo que Cristo decía. Sólo los movía a seguirle, la curiosidad o el interés por sus milagros.

¿No será ésta nuestra relación con El, cuando no nos importa el Dios que ama, sino el Dios que da cosas? Nuestra fe no tiene imaginación, ni capacidad de riesgo. Somos eternos mendicantes de la vida, de la Iglesia, de los demás.

Comprendemos que, desde su cultura hebrea, Cristo nos dice: Yo soy el pan, es decir soy todo aquello que tú necesitas para ser, para pensar, para amar, para realizarte.
Soy el pan de vida, es decir…

3. El pan y su misterio

«Dijo Jesús a los judíos: Yo soy el pan que ha bajado del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre». San Juan, cap. 6.

Giovanni Papini habla en una de sus páginas del misterio del pan. Desde los pesados bueyes que araron el campo bajo un sol abierto, hasta los sembradores y segadores, molineros y panaderos, todos han trabajado en cadena de esfuerzos, para darle a mi hambre un pedazo de pan. El pan encierra un misterio. Es el vigor del surco, el hombre con su cansancio y su ilusión, ilusión. Es el calor de la vida…

El Evangelio de hoy está tomado del final del capítulo sexto de San Juan. Los evangelistas no alcanzaron a escribir las palabras textuales de Jesús. Pero en su relato se destacan unas frases que los biblistas señalan como «palabras mismas de Jesús». Sin embargo, nos llama la atención que, en un párrafo corto, se nombre siete veces el pan y siete veces se prometa la vida a quien lo coma. Es la insistencia del Señor para explicarnos el misterio de su pan.

Tal vez nos hayamos preguntado si tiene razón de ser la Eucaristía en este momento de la historia. Ante un mundo tecnificado que quiere desentrañar el porqué de cada cosa, el Sacramento del Pan sigue escondido en el misterio. Ante los progresos de la química y de la física, los teólogos siguen sosteniendo la presencia real de Cristo, bien sea con un lenguaje nuevo. Ante un mundo azotado por el hambre, Dios calla y la Iglesia presenta el Evangelio y ofrece, sobre una mesa escueta, un trozo de pan y un sorbo de vino.

¿Qué significa hoy la Eucaristía? La pedagogía de Dios es muy distinta a la pedagogía humana. Los hombres enseñan por medio de fórmulas, definiciones, teoremas, cálculos y silogismos. Dios enseña por signos.

Usa los acontecimientos para revelarse. No entrega sus mensajes de una vez, sino que nos coloca delante de las cosas, de los acontecimientos, para que allí descubramos su palabra.

El misterio del pan eucarístico es semejante al del pan cotidiano. Pero es un misterio más hondo, más elevado y excelente.

El pan puede llegar a lo más íntimo del hombre. Se coloca más allá de la compañía, de la vecindad. Va más allá de la palabra, del beso, de la misma amistad…

Así Dios anhela estar en comunión continua con nosotros, porque su amor es más profundo que el de los amigos, los hermanos, los esposos. Se cuela hasta la conjunción del alma con los huesos. Este pan nos declara en su minúscula dimensión, que el hombre va más allá de la química y la física.

Cuando los obreros, empleados, profesionales, campesinos o industriales nos entregamos al trabajo cada día, estamos haciendo un trueque doloroso que el amor convierte en alegría. Estamos cambiando vida por pan.

En la Misa, Jesucristo nos cambia pan por Vida. Vida que es amor ante el egoísmo, energía ante la tentación, luz en la sombra, examen de conciencia ante nuestro pecado, unión en las tensiones de familia, deseos de seguir mejorando el mundo, cuando muchos se refugian en la desesperanza… Vida que es vida eterna: «Yo lo resucitaré en el último día».

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Vigésimo primer domingo

1. Creer en pretérito imperfecto

«Simón Pedro le dice a Jesús: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos». San Juan, cap. 6.

«Diario del Padre Eterno», es un libro de Joaquín Peñalosa, que cuenta el desconcierto de Adán ante la primera noche de la historia. Acostumbrado al gozo de la luz, cuando el mundo se vistió de sombras, Adán pregunta a su Creador: ¿Permitiste que tu obra naufragara, o me he quedado ciego de repente?.

En el camino hacia la felicidad, que todos transitamos afanosos, se dan muchas horas de luz, pero de pronto la noche nos envuelve.

Conviene entonces saber que es un momento de esfuerzo y decisión. De allí podemos avanzar a una ruptura, o a un encuentro más profundo con Dios. Con razón alguien, en una actitud de esperanza, ha llamado las crisis dolores de crecimiento.

Quienes seguían a Cristo sintieron que se les oscurecía el horizonte, al escuchar aquello de comer el cuerpo de Jesús y de beber su sangre. Es inaceptable este discurso, dijeron. Y desde entonces se apartaron del grupo.

No es descabellado pensar que, además de aquella palabra del Señor, los desertores sufrían de muchos miedos, frente al compromiso que Jesús les presentaba. Y aprovecharon la ocasión para alejarse.

También a los actuales seguidores de Cristo nos llegan horas de tiniebla. La fe se nos presenta como un yugo. O como una estructura innecesaria. Entonces empezamos a conjugar el verbo creer en pretérito imperfecto: Antes yo tenía mucha fe. Yo no tenía problemas y era un cristiano convencido. En casa por ese tiempo practicábamos.

Todo lo cual es explicable. Son tan frágiles nuestras bases religiosas. Es tan impersonal nuestro compromiso cristiano, basado solamente en una tradición desteñida, o en un requisito social de apariencias. ¿Quién de nosotros sabe responder de su fe? ¿Quién comprende el sentido de su Bautismo? ¿Quién cultiva conscientemente su identidad cristiana?

Frente la deserción de los discípulos, Jesús se vuelve hacia los Doce, preguntándoles: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro, como es su costumbre, toma la vocería del grupo: « Señor ¿a quién vamos a acudir?. Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos».
Esto de ser fieles al Señor es un regalo del Padre celestial a cuantos permanecen en actitud de honradez y de búsqueda. Lo explica Jesús sus discípulos.

A un muchacho que quiso peregrinar a Compostela, su padre le regaló una brújula. Era una joya, engastada sobre una piedra burda, que guardaba - según decían- muchos gramos de oro. El viajero se sentía feliz y muy agradecido con su padre. Pero a los pocos días, sintió que aquella brújula le pesaba demasiado. Por lo cual, la dejó abandonada en un hostal. Y prosiguió su viaje, aliviada la alforja, donde guardaba solamente una manta, sus monedas y avío para comer.

No nos sorprenda entonces que poco después, unos pastores, también ellos peregrinos, hallaran al muchacho, extraviado en el bosque y moribundo.

Si esta historia de pronto nos motiva, recordemos que en el camino hacia la felicidad, se dan horas de luz y horas de sombra. Pero la fe, como una brújula, orienta nuestros pasos. Regresemos entonces con la oración de Pedro entre los labios: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos».

2. Allá en Cafarnaúm

«Muchos, al oír a Jesús, dijeron: Este modo de hablar es inaceptable. ¿Quien puede hacerle caso? Desde entonces muchos discípulos no volvieron a ir con él». San Juan, cap. 6.

Cafarnaúm - aldea de Nahum o del consuelo- recostaba sus casas sobre la orilla del Tiberíades. Por ser lugar fronterizo poseía un puesto de aduanas, uno de cuyos empleados era Leví, a quien Jesús llamó al apostolado.

Para el Maestro, este lugar de tránsito de judíos y extranjeros, se convirtió muy pronto en su centro de actividades.
Cafarnaúm fue «su ciudad». En ella realizó muchos milagros: Curó al siervo del centurión, al paralítico, al leproso, al hombre de la mano seca, a la suegra de Pedro, a la mujer que padecía flujo de sangre, a un endemoniado. Resucitó allí a la hija de Jairo.
Cerca a Cafarnaúm calmó la tempestad. También allí pronunció el discurso sobre el Pan de Vida.
El capítulo VI de Juan nos trae el milagro de la multiplicación. Además una enseñanza: Jesús es el Pan de Vida, y la reflexión de la primitiva comunidad cristiana sobre el tema. Pero no es fácil separar estos tres elementos. Cristo nos promete vida, vida plena y eterna. Toca así una de nuestras fibras más hondas. Porque todos deseamos vivir, vivir en plenitud, vivir largos años.

Pero falta comprobar si la promesa de Cristo se hace realidad en la vida concreta de los hombres.

Se realiza en la vida de la Madre Teresa, que tiende la mano a los moribundos por las calles de Calcuta. Se realiza en la historia de aquellos que se han comprometido con el hombre. Una realización que no consiste en acumular bienes ni en dominar al prójimo.
Habría que examinar el corazón de la gente sencilla. Habría que buscar a muchos desconocidos que lograron la paz, casi sin darse cuenta, porque han cultivado una simple y anónima alegría.

A quienes viven en silencio la fiesta de la vida. Los que son felices en medio de las tempestades. Sería necesario reunir, en un sólo día, todos los buenos ratos que nos ha deparado la existencia. Habría que mezclar el gusto de una conciencia limpia con la satisfacción del deber cumplido. Con el gozo de servir al hermano. El cariño sincero y constructivo, con la satisfacción de triunfar después de muchas batallas leales. Todo ello es vida, vida de Dios que se derrama en nuestro ser.

Todo el largo capítulo VI de San Juan, que encierra setenta y un versículos, termina con el desconcierto de algunos que no entendieron el mensaje del Maestro: «Dura es esta doctrina. ¿Quién podrá hacerle caso?». Cuando nos declaramos vencidos, defraudados. Cuando no le encontramos sentido a la existencia. Cuando decimos que la felicidad no existe, es porque tampoco nosotros hemos entendido la palabra del Señor.

3. Más duro, el corazón

«Muchos discípulos dijeron: Dura es esta doctrina; ¿quién puede hacerle caso? Jesús dijo a los doce: ¿También vosotros queréis marcharos?». San Juan, cap. 6.

Francisco Pizarro, después de muchos descalabros, sigue obstinado en conquistar el Perú. En la isla del Gallo saca la espada, traza una línea en tierra y les dice a sus hombres: Por aquí se va al sur: Es el camino de las penalidades. Por aquí a Panamá, donde la comodidad los espera. Sólo trece soldados dan un paso hacia la gloria.

En la vida de Cristo hay un episodio semejante. Era la incursión de Dios en la historia del hombre. Pero en cierto momento, muchos discípulos lo abandonan.

El capítulo seis de San Juan nos cuenta la multiplicación de los panes. La gente aclama: «Este sí que es el profeta que tenía que venir al mundo».

Un poco más adelante, Cristo los invita a creer en El. La gente pregunta: «Y qué signos haces tú para que te creamos?» Qué mala memoria tenemos frente a los beneficios del Señor.

Después Jesús les habla de otro pan maravilloso: «Si no coméis la carne del hijo del hombre, no tendréis vida en vosotros». La reacción no se hace esperar: «Dura es esta doctrina; ¿quién puede hacerle caso?».

Los amigos de Cristo no tienen tiempo ni humildad, para pedir una explicación y dialogar con el Maestro antes de abandonarlo. Nicodemo tuvo tiempo para dialogar con Jesús, así fuera en la noche.

La samaritana se atrevió a conversar con aquel extranjero, que prometía una fuente de agua viva.

Zaqueo, incapaz de ver a Cristo desde su pequeñez, se sube a un árbol y esa noche el Maestro se aloja en su casa. Nosotros también hemos abandonado al Señor. Nos hemos marchado por causas muy diversas: El trabajo, la lejanía de los que amamos, la ausencia de una madre buena que sabía hablar de Dios. Sin entender mucho de cristianismo, nos hemos engolfado en doctrinas extrañas y sacamos en claro que Cristo no valía la pena.

También abandonamos a Cristo por sentimientos: Ese roce, aquel incidente, algún mal ejemplo del prójimo que nos hirió tan dolorosamente. O nuestros propios vicios: Nos duele el Evangelio si nos empuja hacia la rectitud. Y decimos en coro: «Dura es esta doctrina; ¿quién puede hacerle caso?».

¿Tenemos la humildad de acercarnos al Evangelio para entender en qué consiste ser cristiano?

La frase de Pedro pudiera ser nuestra oración este domingo: «Señor: ¿a quién iríamos? Tú tienes las palabras de la vida eterna».

Esa sed escondida, ese clima de tedio, ese malestar interior inconfesable… tienen un nombre propio: Ausencia de Dios. Nos defendemos tratando de dura su doctrina. Pero El podría decirnos: Es más duro tu propio corazón.

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Vigésimo segundo domingo

1. De la mitad del alma

«Dijo Jesús a la gente: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro. Lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre». San Marcos, cap. 7.

Egresada de un colegio religioso. Autora de un libro sobre relaciones humanas. Pero su vida familiar es un desastre. Gerente de una empresa internacional. Miembro de muchas juntas directivas. Pero incapaz de diálogo con su esposa y sus hijos.

El mejor alumno del curso. Líder en todos los movimientos universitarios y apasionado por la libertad y la justicia. Pero a la vez cautivo de muchas esclavitudes interiores. Párroco estrella. Especialista es pastoral social. Inepto sin embargo para la amistad y aplazado en fraternidad con sus colegas.

Dirigente de grupos apostólicos. Paga a sus empleados según la ley, pero se ha olvidado de promoverlos. El y ella, de misa diaria y comunión. Sin embargo no irradian alegría, porque su hobby es lamentarse del presente. Esta es nuestra humana condición. Externamente parecemos ejemplares. Pero nuestro interior permanece alejado del Evangelio. Hay una gran distancia entre nuestros maquillajes de ocasión y la mitad del alma.

Moisés había prescrito al pueblo una serie de purificaciones, las cuales eran normas religiosas, con un sentido de obedecer a Dios. Pero a la vez tenían una intención higiénica. Convenía orientar a los a los hijos de Abraham hacia el orden y el aseo, para librarlos de muchas enfermedades. Por ejemplo: Después de tocar un cadáver o de haber estado en el mercado, era obligatorio lavarse las manos y los brazos.

Ciertos grupos judíos observaban estrictamente estos usos. Sin embargo, el pueblo raso y más aún los del norte, no se preocupaban demasiado de estas normas. Y recordemos que la mayoría de los seguidores de Jesús eran galileos.

San Marcos cuenta que un día, algunos letrados de Jerusalén se escandalizaron, porque los discípulos del Señor comían sin haberse purificado de antemano. Jesús aprovecha la ocasión para repetir ante sus oyentes aquel reproche de Isaías, válido también entonces, cuando la religión judía se había vuelto de apariencias: «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí». Y les añade: «Del corazón del hombre salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidias, difamación, orgullo, frivolidad». ¿Estaría el Señor refiriéndose a algunos de nosotros?

En resumen: De la mitad del alma brotan todas nuestras maldades. Y si las prácticas exteriores no se orientan a purificar nuestro interior serán vanas. Pero es método errado disfrazarnos de honestos, mientras halagamos y promovemos estas fuerzas torcidas. A quienes así obran Jesús los llamó sepulcros blanqueados.

El Evangelio nos invita a reconocer con sencillez nuestra posibilidad de mal y a realizar allí una tarea de reciclaje sobre los mecanismos del alma, que el pecado original ha contagiado. Todos ellos pueden moderarse, orientarse, situarse en una justa dimensión. Es curioso: Hemos enviado nuestros artefactos a la Luna y a Marte y no hemos podido descender a la mitad del alma.

Tratemos de mantener en sintonía el corazón y la vida. Lo interior y lo exterior. Es un proceso que conduce al equilibrio emocional. Nos convierte en personas de bien y nos hace discípulos de Cristo.

2. De los labios al corazón

«Preguntaron a Jesús los fariseos: ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?». San Marcos, cap. 7.

El Evangelio de San Marcos, el más breve de los cuatro, es de gran sencillez literaria. Escrito en un griego ordinario, no está exento de palabras arameas y latinas. En él Cristo aparece, ante todo, cómo el profeta que hace milagros.

Los mensajes se entregan a través de los hechos de Jesús. El segundo evangelista nos transmite únicamente tres discursos largos del Maestro, entre ellos el que se refiere a lo puro y a lo impuro.

Cómo San Marcos no escribe para judíos, explica de antemano los ritos de purificación que aquellos practicaban: «Se lavan las manos antes de comer y purifican con rituales minuciosos las jarras, los vasos y las ollas». Cuando los fariseos preguntan a Jesús por qué sus discípulos no obedecen estas tradiciones. El aprovecha la ocasión para enseñarnos que los signos externos nada valen si no expresan el amor y la verdad.

San Marcos pone en boca de Cristo aquella frase de Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi». El Señor no rechaza el ritual. Este es necesario en cada relación humana: Es la liturgia de la vida, por la cual nos comunicamos con el mundo y con el prójimo.

El mismo Cristo practica estos rituales en otros pasajes del Evangelio:

En el banquete de Zaqueo, en casa de Simón, cuando se deja ungir por la pecadora, en la última cena con sus discípulos. Al sepultarlo, sus amigos le embalsaman con mirra y áloe, le envuelven en vendas y le colocan en un sepulcro nuevo. Lo que el Señor rechaza es la distancia que hemos mantenido entre el interior y el exterior, entre los labios y el corazón, entre las actitudes y los signos.

Sabemos que es difícil una plena sinceridad en la conducta. Porque la verdad es esquiva y el amor muchas veces ambiguo. Pero sí es posible esforzarnos por desterrar toda doblez, buscando una verdad más clara y un amor más auténtico. En África Oriental, las tribus Massai acostumbran pasarse de casa en casa, un manojo de hierba cómo signo de amistad.
Los miembros de un grupo recién catequizado, en una ocasión, no quisieron celebrar la Eucaristía, porque una familia se había negado a recibir el manojo.

Pensaban que, sin comunidad cristiana, la Misa no tendría sentido.

Ojalá comprendiéramos, cómo aquellos Massai, que el Evangelio no es algo de poner y quitar. Sólo podremos afirmar que lo vivimos, cuando ha impregnado incluso nuestras liturgias sociales. El Señor nos invita a llevar el corazón hasta los labios, a poner nuestros sentimientos en cada palabra. De esta manera la verdad resonará en nuestros ritos.

3. La caja de Pandora

«Dijo Jesús: Nada que entre de fuera puede hacer impuro al hombre». San Marcos, cap.7.

Narra una leyenda que Pandora, la primera mujer en la mitología griega, llevó a la tierra una caja misteriosa que contenía todos los males. Cuando la caja fue abierta, las calamidades se esparcieron por el mundo y sólo quedó dentro la esperanza.

El corazón del hombre se parece a esta caja funesta. «De él proceden los malos propósitos, las fornicaciones, los homicidios, las codicias, la envidia, la injusticia…» ¿Pero ese corazón guardará todavía la esperanza?

La contaminación ambiental nace del humo de las chimeneas, de los gases nocivos, de los desechos, los residuos industriales y puede envenenar al hombre.

La contaminación moral viaja al revés. Nace de nuestro corazón y va intoxicando las empresas, las escuelas, los campos y las fábricas.

Por lo contrario la vocación del bautizado consiste en orientar toda la creación hacia el bien común, hacia la salvación.

Un empeño que se hace más claro y obligante desde el Bautismo, donde somos consagrados como sacerdotes, reyes y profetas.

El agua y el petróleo, el pan, los minerales, el aire, los jugos de las plantas, las estrellas y el mundo inexplorado del mar tendrán, por el hombre, un poder de salvación.

Pero poseemos a la vez la triste capacidad de contaminar el universo con nuestro pecado. San Pablo lo explicaba a la Iglesia de Roma: Que si la creación algunas veces produce el mal, no es culpa suya, sino del hombre que la ha desviado de los caminos rectos.

Se nos vuelve a plantear el antiguo problema de ser justos apenas de apariencia. Aunque ninguno quisiera declararse fariseo. No obstante, todos somos en nuestro comportamiento lo somos un poco. Alguien podría afirmar: «Es todo un caballero». «Una excelente dama». Pero… ¿y el corazón?

Cristo puede crear en nosotros un corazón nuevo. David después de su culpa de adulterio y homicidio oró al Señor con humildad: «Oh Dios, crea en mí un corazón nuevo; un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias. No me rechaces lejos de tu rostro». Porque dentro de cada corazón, aún el más extraviado, se esconde siempre gozosa esta esperanza: Jesucristo es mi salvador.

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Vigésimo tercer domingo

1. Abríos, dice el Señor

«Le presentaron a Jesús un sordo que además apenas podía hablar, pidiéndole que le impusiera las manos». San Marcos, cap. 7.

No era extraño que todas las enfermedades de Oriente se hubieran dado cita en Palestina. A una dieta precaria se añadía el agua contaminada de fuentes y cisternas. Un clima hostil, ahora benigno y enseguida cercano a los 40 grados. La falta de higiene de un pueblo lo ignorante y subdesarrollado. Y las taras genéticas no escasas.

Por las páginas del Evangelio desfilan hombres y mujeres afectados por fiebre alta, cuya causa sería alguna infección intestinal o respiratoria. Y los ciegos, los mudos, los tullidos, los leprosos. Una vez, nos cuenta san Marcos, le presentan a Jesús un sordo que apenas podía hablar. Y le piden que la imponga las manos. Un gesto con el cual el Señor curó a muchos. Pero aquí el Maestro no actúa con la sencillez de otras veces. «Apartándole de la gente, dice el evangelista, le metió los dedos en los oídos y con sus saliva le tocó la lengua. Levantando en seguida los ojos, dio un gemido, diciendo «Effetá». Una palabra hebrea que significa «Abríos». Y enseguida quedó sano el enfermo.

¿Tendrían estos gestos de Jesús un sentido de magia? Respondemos que no. La magia es una actitud que pretende tomar para sí un poder ajeno, por medios que se arbitran para cada caso. Y el Señor no necesitaba ajenos poderes. Era el Hijo de Dios.

Los biblistas explican que los signos realizados por Jesús en esta curación, tenían como objetivo motivar la fe del sordomudo. Algo muy semejante a los del ciego, a quien el Señor untó los ojos con barro y lo mandó lavarse en la piscina de Siloé.

Mediante estas señales, Jesús maduraba la fe de aquellos dolientes. Los fortalecía para que pudieran aceptar a quien los curaba.

Aunque bautizados, muchos de nosotros no escuchamos a Dios y apenas podemos hablar con El confusamente. Necesitamos entonces que el Maestro nos cure. Nos unte su saliva, la cual en muchas culturas del oriente, significa vida, fuerza, salud.

En relaciones humanas nos enseñan dos modos de vivir en compañía. Con mente cerrada, o con mente abierta. Para lograr esta segunda es necesario acercarnos al otro, lo cual de entrada producirá cierta dosis de simpatía. De allí brotará quizás una amistad y más adelante un compromiso. Así ocurre en las relaciones sociales.

Comencemos ahora por acercarnos al Señor, quien para muchos puede ser un desconocido. Bastaría levantar un poco el corazón sobre el bullicio de la vida. Sobre el estruendo de nuestras tareas. Sobre la confusión generada por nuestras caídas.

Aquel «Ábrete, sésamo» que repetían algunos personajes de «Las mil y una noches» era una orden que franqueaba el camino hacia la dicha. A sus discípulos, el Señor nos dice: Abríos. Para una apertura del corazón y de la mente. Para descubrir que el Señor y muchos otros nos aman. Para entender que la fe exige cierta calidad de vida. Para avanzar con seguridad hacia una paz interior más estable.

El profeta Isaías les decía a los judíos, en tiempos muy difíciles: «Mirad a vuestro Dios, viene en persona. Se desapegarán los ojos del ciego. Los oídos del sordo se abrirán. Saltará el cojo como un ciervo, la lengua del mudo cantará. Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa. El páramo será un estanque, lo reseco un manantial».

2. Cuando tomamos la palabra

«Jesús, apartando al sordomudo de la gente, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua. Y le dijo: Effetá, esto es, ábrete». San Marcos, cap. 7.

Se cuenta de Miguel Ángel que, cuando terminó de esculpir su Moisés, le golpeó la frente con el martillo, exclamando: ¿Por qué no hablas? A la perfección de la estatua sólo le habría faltado, para ser persona, la palabra.

Cristo se compadece de aquel sordomudo. Le mete los dedos en los oídos y usando la saliva, que entre los judíos se consideraba un antídoto, sana su enfermedad.

La sordera y la mudez nos dan lástima. No alcanzamos el ser hombres plenamente sin la capacidad de comunicarnos. Aunque a veces, frente a cierta forma de comunicación, quisiéramos más bien ser sordomudos.

Además, cuando no empleamos bien estos dones del Señor, nos refugiamos detrás de las palabras. Un escrito se burla de los franceses que, en 1789 tomaron la Bastilla y apenas en la revuelta de 1968 tomaron apenas la palabra.

Es muy fácil decir: Te quiero, me comprometo, verdaderamente. Pero pocos son quienes realizan lo que estas palabras significan. El exceso de palabrería en que vivimos sumergidos, hace imposible una verdadera comunicación. Basta recordar la publicidad sin altura, el teatro y el cine sin arte, la novela barata, la canción insulsa, la información deformada.

Los medios de comunicación se vuelven a veces indignos de tal nombre.Podrían llamarse medios de manipulación, fuentes de enriquecimiento, fábrica nacional de disfraces.

Sin embargo, su vocación es formar, informar, promover, orientar, ayudar, acompañar.

Muchos hablamos y nadie nos escucha. - Porque no usamos el idioma de la gente. Nos hemos encerrado en nuestro argot profesional o de grupo y bloqueamos así una verdadera comunicación de vida.

- Porque tratamos temas que al otro no interesan. «Me dieron muchas respuestas a lo que no pregunté», pone en boca de la juventud un poeta religioso brasileño. Porque disfrazamos la verdad. Entregamos una verdad retocada, disminuida, domesticada. Pocas veces toda aquella verdad a la que tiene derecho nuestro prójimo.

Dialogar nos enseñó Pablo VI en una de sus cartas no consiste tanto en hablar al entendimiento, cuanto en escuchar el corazón. Nuestro diálogo en la política, en la empresa, en el hogar, en la Iglesia, es inútil porque no tenemos en cuenta las circunstancias concretas de nuestro interlocutor.

Muchos problemas del mundo se resolverían mediante una adecuada comunicación. Los pueblos llegarían a entenderse. La evangelización dejaría de ser patrimonio exclusivo de iniciados. La catequesis se integraría con las ciencias humanas, para dejarse ayudar en su búsqueda de Dios. Y comprenderíamos que la revelación se ha vestido de todos los lenguajes.

3. ¡Admire, por favor!

«Cuando Jesús curó al sordomudo, las gentes en el colmo del asombro decían: Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos». San Marcos, cap.7.

Parece que hemos perdido nuestra capacidad de admirar. El 20 de julio de 1969 millones de personas estábamos pendientes de la televisión. Dos astronautas habían descendido hasta la luna. Detuvimos la respiración. Neil Amstrong bajaba lentamente por la escalerilla. El hombre había posado su planta en la superficie lunar.

Hubo aplausos y llantos. Todos éramos en ese momento solidarios con estos hombres que se hallaban a miles de kilómetros de nosotros.

El 22 de noviembre del mismo año, se llevó a cabo el segundo alunizaje. Apenas alguien se dio por aludido y un evento deportivo común y corriente suplantó la transmisión televisada.

El Evangelio nos cuenta cómo cuando Jesús curó a un sordomudo, la gente supo admirar su poder y exclamó con entusiasmo: «Todo lo ha hecho bien. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos».

Que el Señor nos cure también a nosotros de la sordera y la mudez, para que podamos descubrir sus admirables mensajes en cuanto nos rodea.

Porque nuestra vida se ha vuelto tan superficial, tan prefabricada y postiza que perdimos la capacidad de admiración. Huimos de Dios, a refugiarnos en nuestras madrigueras de cemento, llenas muchas veces de egoísmo y de objetos inútiles.

Que la mamá no deje de admirar a Dios durante los nueve meses de su espera. En su seno trabaja Dios pintor, escultor y arquitecto.

Que viva con plenitud de gozo y esperanza el misterio de la maternidad.

Que el papá no termine nunca de admirarse de su paternidad. Que mire cada día a su esposa con más amor y más ternura. Que oren juntos, tomados de la mano, por el porvenir de los hijos.

Que los jóvenes no cesen de admirar su propia juventud. Que se maravillen de su cuerpo y de su mente, respetándolos porque son una obra de arte de Dios y la esperanza del mundo.

Que el carpintero admire a Dios en la madera, con sus vetas y sus nudos, en donde la savia se detuvo unos momentos para cambiar de ruta. Que el minero cierre los ojos en el silencio de la sima y escuche al Señor que fraguó las rocas y las colocó allá abajo, luego de inmensos cataclismos.

Que no olvide el agricultor admirar a Dios y agradecerle por los azahares del limonero y la flor del cafeto, por las espigas del maíz y del trigo, por la exuberancia de las raíces, la generosidad de los frutales…

Que los arrieros reconozcan al Señor en el amanecer, en el sol, en la lluvia y desde los vericuetos del camino clamen a Dios que es el padre de los cielos.

Y que todos, pobres y acomodados, ignorantes y sabios, jóvenes y ancianos, procuremos con nuestros pensamientos y deseos, con nuestras luchas y plegarias, alabar y bendecir a Dios. Que nos esforcemos en terminar este mundo que el Señor nos dejó comenzado. Porque aún así, es obra negra, es tan hermoso.

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Vigésimo cuarto domingo

1. Feria de cruces

«Dijo Jesús: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». San Marcos, cap. 8.

Afirma un escritor que la llamada civilización no es otra cosa que una progresiva invención de analgésicos. Y esto es verdad. Todos huimos de dolor y ahí tenemos los alucinógenos, las vacaciones, las mascotas, los viajes de placer, las cajas de ahorros, la medicina prepagada, las alabanzas de quienes nos aman y nuestra colección de autoengaños.

Esta maquinaria física y espiritual del hombre ha sido fabricada para la felicidad. Pero en la vida práctica las cosas no funcionan. Porque todas partes, en toda circunstancia nos acecha el sufrimiento. El se aposenta en la casa de los pobres. Disfrazado de miedo, de soledad, de desconfianza se cuela a la mansiones de los ricos vigiladas por mallas electrónicas.

Nuestra vida es así. Una feria de cruces: ¡Lleve la suya! Las hay de todos los tamaños, estilos y colores. ¡Llévela! Le hace juego a las cortinas de su alcoba. De acuerdo al modelo de su carro. Hay para todos. ¡Ganga! ¡Oportunidad!

Sin embargo el Señor nos descubre que la cruz no sólo es el camino hacia la salvación, sino hacia la realización personal. Suprimamos la cruz de la vida de los grandes cristianos y todo su andamiaje se nos vendrá por tierra.

Jesús nos ha enseñado: «El que quiera venirse conmigo que cargue con su cruz y me siga» Y esto de segur a Jesús es el ideal de quienes recibimos el Bautismo. Parecernos a El. Actuar dentro de sus criterios.

Promover sus valores. Y para lograrlo, dice el Maestro, es necesario negarnos.

Sobre el tema algunas ascéticas cristianas han presentado ciertas desviaciones. Por ejemplo, se dejaron llevar del jansenismo. Jansenio, un obispo del siglo XVI, nacido en Holanda, predicó una abnegación deshumanizante, necesaria para aplacar a un Dios castigador.

En cambio el Evangelio no prohíbe luchar contra el dolor, aunque nos invita a iluminarlo. A descubrir entre todas las cruces que nos salen al camino, aquella o aquellas que son las nuestras. Y a recibirlas con cariño. Como lo hizo Jesús.

Aseguraba el Maestro que él no tenía una piedra para reclinar la cabeza. Sin embargo, el evangelista anota que a la hora de morir «inclinando la cabeza, entregó su espíritu». Su cruz se le convirtió aquella tarde en apoyo. Y en pasaporte para ingresar a la gloria.

Entonces es necesario aceptar nuestra cruz. ¡Tantas veces la hemos rechazado!. Pero ella regresa cada tarde, con la terca intención de acompañarnos.

Si recibimos la cruz, ella a la vez nos acogerá entre sus brazos, hasta volverse preciosa. Tal es el adjetivo que, según la tradición, el apóstol Andrés le dio a la suya, cuando le llevaban al suplicio. Nuestra cruz es el precio de una vida mejor y perdurable.

2. Una cruz con rodachinas

«Dijo Jesús: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». San Marcos, cap.8.

Alguien decía con mucha gracia: Cuando oigo a tantos a mi alrededor quejarse de su cruz, me pongo entonces a examinar la mía. La encuentro tan liviana y llevadera que a veces he pensado: ¿Sería que me la dieron con rodachinas?

Cristo nos hace hoy una triple invitación: Negarnos, tomar la cruz y seguirlo. Algunos de nosotros, casi todos, llevamos a cabo una parte del programa. Pero atención: El Señor desea que lo realicemos plenamente.

Somos capaces de muchas privaciones pero por ambiciones meramente humanas: Capitalizar, rebajar unos kilos, poder darnos algún lujo, demostrarle al otro que sí nos ha ofendido, aparentar que somos muy piadosos…

También muchos cargamos con la cruz, pero no como Cristo lo desea. La llevamos de mala gana y por eso nos pesa más de la cuenta.

Cómo sería el mundo de distinto si lleváramos nuestra cruz sin tragedia, con alegría. Porque a veces gustamos de exagerar los propios sufrimientos. Es una manía frecuente que parece engrandecernos y nos da aureola de martirio.

Por esta razón quienes nos ven así, consideran que el cristianismo es algo negativo, pesado y aburridor.

Es más cristiano mostrar el triunfo de la cruz en nuestra vida, dejarnos iluminar por esa transfiguración que Dios desea realizar en nosotros.

Compartir los dolores con el prójimo nos ayuda a llevar la cruz con sentido cristiano y nos hace entender que otros sufren más que nosotros.

Es cristiano no detenernos sistemáticamente en las penas que soportamos. A Dios no le gusta que por la viudez, la muerte de un hijo, un fracaso económico, un pecado personal, nos sentemos junto al muro de las lamentaciones sin mirar todo lo bello que hay en nuestra vida. Sería una injusticia con los nuestros y una ingratitud con el Señor que nos ha dado tanto.

Finalmente el Señor nos invita a seguirlo. Vamos todos llevando nuestra cruz: Algún defecto físico, alguna enfermedad, el trabajo diario, la pobreza, la ingratitud, los propios errores… Pero no caminamos detrás de Cristo.

Seguir a Jesús comunica cierta elegancia, da a los dolores un resplandor que se llama esperanza, cicatriza los propios pecados, produce entusiasmo en el trabajo, nos hace capaces de sonreír, abiertos a los otros.

Dice San Agustín que junto a Cristo no hay dolor y si lo hay se convierte en amor. Es decir, el amor le pone rodachinas a la cruz.

Cristo sufrió en la cruz apenas unas horas. Luego fue el Señor resucitado, con las heridas transformadas en luz y con la voz siempre y amiga que nos dice: No temáis.

3. Cara a cara en la sombra

«Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo. Por el camino les preguntó: ¿Quién dice la gente que soy yo?». San Marcos, cap. 8.

Le escribimos al amigo ausente, lo llamamos por teléfono a ciudades distantes, señalamos sus fechas en nuestro calendario, volvemos a organizar en la memoria la baraja de sus recuerdos. Medimos con sus criterios nuestra vida, separamos a la derecha todas las cosas que le agradan, dejando a un lado las restantes, rememoramos nuevamente el lugar, el día, la hora del primer encuentro.

Pero todo esto es poca cosa, en comparación con el momento en que volvemos a encontrarlo cara a cara. La beata Isabel de la Trinidad, una carmelita francesa, nos define la fe cómo un «cara a cara en la penumbra».

Los amigos de Jesús habían escuchado sus parábolas, habían admirado su poder frente a los demonios, ante la enfermedad, contra la muerte. Hasta que un día…

Por el camino de Cesarea, Jesús les pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?».

Hay circunstancias en que el Señor nos coloca frente a El, cara a cara. A veces en la sombra, otras bajo una claridad meridiana. Nuestra vida vale en la medida de nuestra respuesta. Conocemos muchas respuestas cualificadas:

-Alguien que ganaría más dinero en la empresa privada, acepta un cargo público.

-En la Primera Comunión de la hija revisamos nuestro pasado y nos acercamos al Señor.

-La batalla con la enfermedad culmina en el reencuentro con un Dios amigo.

-Al tropezarnos contra nuestra limitación descubrimos a Aquel que es ilimitado y perfecto.

Una tragedia colectiva nos transforma de repente en comunidad y nos invita a ver al Señor cara a cara.

En la historia de cada uno de nosotros existe un capítulo, donde guardamos con cierto pudor las experiencias de Dios. Ellas nos van iluminando el panorama hasta el encuentro pleno, cara a cara, que es la muerte. Las sombras de esta hora suprema nos orientan hacia la luz definitiva.

La literatura cristiana habla frecuentemente del encuentro final con Dios. Pero lo llama casi siempre juicio, rendición de cuentas, examen.

Pocas veces nos lo presentan cómo el cara a cara con alguien que nos ama. Si amamos al Señor, venceremos el miedo. Los compromisos del amor son más sólidos que las amenazas.

Es posible regresar a Dios desde las tierras más distantes. Pero empecemos a hablarle desde lejos.

Señalemos sus fiestas en nuestro calendario, ordenemos en nuestra mente sus recuerdos, midamos con sus criterios nuestra vida, promovamos en el mundo todas las cosas que le agradan.

Y luego recordemos con infinita alegría los lugares, los días y la hora en que nos hemos vuelto a encontrar con El.

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Vigésimo quinto domingo

1. El hecho de morir

«Dijo Jesús: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán». San Marcos, cap. 9.

De la muerte nos dice un poeta religioso: «Cuando llegues a mi puerta, quiero ir a ti como al mar entra el río, hecho cantar, toda mi sed a ti abierta, por no fatigar incierta, mi impaciencia enamorada»…

Está bien que los poetas y los místicos idealicen el acontecimiento de morir. Tendrán razones para ello y desean también exorcizar sus miedos. Sin embargo, para nosotros la muerte continúa siendo un problema y un enigma.

El Evangelio destaca la fortaleza física y espiritual del Señor: Los peligros y las persecuciones no le arredran. Un biblista anota que «bajo un sol terrible, el Señor recorrió 37 kilómetros en seis horas, llegando suficientemente descansado al banquete que sus amigos le ofrecen en Betania» (Jn 12, 2). Sin embargo, aunque era Dios, El sintió miedo ante la muerte. En Getsemaní, apunta san Marcos, el pavor y la angustia lo estremecieron.

¿Qué sabía Jesús sobre su muerte?. A lo largo de su predicación escuchamos claras referencias a este acontecimiento. Un día les dijo a sus discípulos: El Hijo del hombre ha de ser condenado por los grandes de Jerusalén y ejecutado. Noticia que hizo temblar a los apóstoles. Pedro apartándole del grupo, le urgió que no volviera a hablar del tema. Lo cual le valió un duro reproche del Maestro.

Jesús conocía bien su final. Muchos profetas habían terminado en el patíbulo, porque su enseñanza se oponía a los poderosos. Su cercanía a los publicanos y pecadoras lo ponía en la mira de sus adversarios. Al mantener en su grupo a varios zelotes se hacía sospechoso ante los romanos.

Pero sabía además, que su muerte no sería la de un judío corriente. En este caso hubiera sido apedreado. En el hecho estarían implicados el sanedrín y el procurador Poncio Pilatos. Por lo tanto sería condenado a la cruz.

Sin embargo, para Cristo la muerte no es algo deseable. La acepta, pero como una entrega al proyecto del Padre. Como un camino hacia una vida superior.

Todo esto le permite afrontar su tragedia final con serenidad y valentía, a pesar de sus miedos humanos. Y además con plena libertad: «Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente». Y otro día, les dice a sus amigos: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere da mucho fruto».

A los cristianos también la idea de morir nos espanta. Por eso la endosamos a diario a los demás: «Los que se mueren son los otros». Pero nos refugiamos en el trabajo, en el calor de hogar o en las diversiones, aunque la «Señora de los ojos vacíos» llegará sin remedio.
Sin embargo Jesús nos enseña a encararla. A entenderla como un paso obligado a un nivel de más plena existencia.

En los apuntes del patriarca de Constantinopla, Atenágoras, fallecido en 1972, se encontró lo siguiente: «La muerte empieza a avanzar hacia mí. Veo cómo baja la colina, sube la escalera, me llama a la puerta. Yo no tengo miedo. La esperaba. Y le digo: ¡Entra!, pero no nos vamos enseguida. Eres mi huésped, siéntate un momento. Estoy a punto. Entonces que me lleve la misericordia de Dios».

2. El producto de pequeños factores

«Jesús les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Y añadió: Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos». San Marcos, cap. 9.

Es lícito que las hormigas almacenen para los días penosos del invierno. Que las abejas se esfuercen en la búsqueda del polen, y aun entreguen su vida por defender el panal. Es lícito también que el hombre se desvele y sueñe despierto en contabilizar mayores bienes y menos preocupaciones. Que luche por saber más, por dominar la tierra, por adivinarle al universo sus secretos.

Pero no está bien que existan medidas engañosas para catalogar definitivamente a los hombres.

Decimos buenos y malos, sabios e ignorantes, amigos y enemigos, blancos y negros, orientales y occidentales, ricos y pobres, cristianos y gentiles, útiles e inútiles.
Porque todo esto es resultado de nuestra crónica miopía: Clasificación aproximada, adjetivos temerarios, convencionalismo social, dimensión relativa,
Nos hemos acostumbrado a medir a las personas por lo aparente, por lo inmediato.
Olvidamos que cada uno de nosotros tiene otro valor, otro peso, otra calidad, otra marca interior, la cual nos certifica ante Dios y ante los hombres.

Jesús nos dice: «Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos».

Nadie puede añadir un codo a su estatura. Pero nosotros, desde nuestro complejo de importancia, nos añadimos títulos sonoros o nos exhibimos sobre las cosas que poseemos.

El Concilio Vaticano II nos explica que todos los hombres somos iguales: En naturaleza, en dignidad, en derechos y deberes fundamentales. Aunque nos diferenciamos por la calidad de nuestro servicio. Cómo en aquella comparación del cuerpo humano que trae la carta de los Corintios: A algunos les toca ser manos, a otros ojos, a otros pies, o cabeza o corazón.

La grandeza, eso tan codiciado y tan ambiguo, nace entonces de la manera cómo realicemos nuestro servicio. Es el producto de pequeños factores, al estilo del amor con que una madre lava, zurce y ordena. Igual que la constancia del maestro al repetir una fórmula de cálculo por enésima vez. Cómo el cariño con que una familia sin recursos acoge a un pobre. Cómo la esperanza del labriego que golpea la tierra esquiva.

Pequeños factores que construyen la grandeza de los hombres: La prudencia del conductor de bus, la amabilidad del lotero, la simpatía de la vendedora de flores, el esmero de la limpiadora… Y un amplio etcétera en el cual caben todas nuestras actitudes de servicio, por más elementales que parezcan.

3. ¿Quién será el mayor?

«Los discípulos habían discutido sobre quién era el más importante. Jesús se sentó y les dijo: Quien quiera ser el primero que sea el último». San Marcos, cap. 9.

Sobre la tumba del cardenal Portocarrero, en Toledo, una placa de bronce y sobre ella, tres palabras no más: «Polvo, Ceniza, Nada». Aunque pesimista, este epitafio nos enseña humildad y llaneza.

Entre nosotros y los que nos rodean se producen a veces choques, discusiones e intrigas. ¿La causa? Hemos querido ser más que el otro: «Yo soy más importante que tú». «Tú no tienes razón porque yo la tengo». «Estos son mis derechos y estos son tus deberes».

El Evangelio de hoy nos muestra a los apóstoles, protagonista de un episodio poco elegante y además infantil. Se pelean Discuten acaloradamente: ¿Quién de nosotros será el mayor?

Los hemos imitado cuando nos enfrentamos en el hogar, cuando nos enojamos porque no nos tuvieron en cuenta. Al reprender con dureza a los subalternos, al intrigar para que triunfen nuestros intereses.

Cristo no se alteró por esta crisis de sus amigos. Sabía muy bien de qué pasta estamos hechos. Cuenta san Marcos que, llamándolos, se sentó.

Es una forma bíblica para indicar que lo que sigue es importante.

Luego les dijo con llaneza: «Quien quiera ser el primero que se haga el servidor de todos».

¿Y dónde quedan entonces la autoridad en la familia, el organigrama de la empresa, las directivas del colegio y el respeto a los mayores?

Lo que enseña Jesús no es anarquía, sino que ante Dios todos somos iguales. Que las relaciones del cristiano con sus prójimos no son ni dominación ni interés, sino servicio.

Nadie por muy brillante que sea en dotes y cultura, aunque ocupe puestos de mucho renombre, deje de ser sencillo. No exija que se le rinda pleitesía, hable sin solemnidad, sepa gozar con las cosas ordinarias. Mézclese de igual forma con los ricos y los pobres, con la gente ilustrada y con los ignorantes.

Siéntase con todos a gusto y todos estarán contentos en su compañía. Sepa exigir con mansedumbre. Nunca discuta sobre su propia importancia. Esa es tarea de Dios y de quienes nos rodean.

Démosle la razón al epitafio del Cardenal Portocarrero: Un puñado de polvo, un poco de ceniza, casi nada… pero capaces de hacer felices a los que viven con nosotros.

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Vigésimo sexto domingo

1. Apostar por el reino

«Dijo Jesús: Si tu mano te hace caer, córtatela. Más te vale entrar manco en el Reino de Dios»… San Marcos, cap. 9.

Máster. Experto. Perito. Especialista. Técnico…Adjetivos que a muchos les acarician el ego. Pero, si son veraces, califican a quienes consagraron su vida a un proyecto, a una profesión. El escalafón social que ahora disfrutan esconde, sin embargo, una historia de esfuerzos y renuncias. Horas de soledad, hambres y lágrimas.

Sin embargo, para ellos todo lo negativo quedó atrás. La memoria ejerce la función amable de olvidar el pasado, por lo menos mientras es deleitoso el presente. Pero valdría la pena preguntar a quienes nos decimos cristianos, qué nos ha costado este adjetivo. Advirtiendo que no podemos confundir la fe con un comportamiento ético más o menos normal. Ni tampoco con cierto recurso religioso que usamos en momentos difíciles.

El capítulo noveno de san Marcos encierra un párrafo, donde Jesús se muestra demasiado exigente con los suyos. Ya era hora. Sus discípulos lo habían seguido por varios meses, sin comprender su proyecto. Muchos seguían pensando en un judaísmo retocado. En una rebeldía contra los romanos, mezclada de confusa esperanza. Llegaba el momento de poner los puntos sobre las íes.

Jesús les habla de renuncia en términos tajantes: Si tu mano o tu pie te hacen caer, córtalos. Si tu ojo te conduce al pecado, arráncalo. Es preferible entrar mutilado en la vida que ser precipitado al abismo. Obviamente se trata de un lenguaje figurado. Pero tenemos la experiencia de ciertas renuncias que nos cuestan casi como amputarnos una mano o un pie. Casi como sacarnos un ojo. El Señor insiste que ese dolor es necesario para entrar en la vida. Para pertenecer al Reino. Una vida y un Reino que equivalen a esa plenitud interior, a esa seguridad de futuro que Jesús nos promete.

Todos temblamos cuando se nos habla de renuncia. Porque la fuerza del pecado original nos invita a pasarlo bien. A ciertas gratificaciones que, sin embargo se desvanecen enseguida, dejándonos un mal sabor en el alma.

Y no siempre tenemos claridad en el momento de elegir. Nos duele mucho más lo que dejamos que los bienes superiores que adquirimos.
Pero muchos que hemos tenido la experiencia del pecado, hemos sentido luego la inmensa alegría de la reconciliación. Andrés Eloy Blanco, un poeta venezolano, tiene un poema llamado precisamente La Renuncia. Allí nos dice que al despojarnos de algo, echamos a volar una ilusión: «Como el que ve partir grandes navíos con rumbo hacia imposibles y ansiados continentes».

Y explica, a la vez, que renunciar nos ayuda a ubicarnos en nuestra propia identidad: «Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo. Cuando renuncie a todo seré mi propio dueño. Desbaratando encajes regresaré hasta el hilo…La renuncia es el viaje del regreso del sueño».

En idioma evangélico nuestra ilusión no es vana. Se identifica con una confianza a toda prueba en nuestro Padre de los Cielos. El conoce nuestras miserias interiores, pero a pesar de todo, sigue amándonos. Apostar diariamente por el Reino de Dios a volver a nuestra identidad cristiana. Vivimos alienados en los sueños. Nos sacuden tantas fantasías. Pero al sacrificarlas ante el Señor, ya estaremos tranquilos. Dueños de nuestra historia. Financiados hacia el porvenir.

2. De esta simple manera

«Si tu mano te hace caer, córtatela. Mas vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al abismo. Y si tu ojo te hace caer, sácatelo: Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios». San Marcos, cap. 9.

La oruga se desprende de su caparazón para volverse mariposa. Muere la semilla para dar origen al retoño. El niño abandona los brazos de su madre para empezar a descubrir el mundo.

Abraham abandona su aldea y sus parientes, en busca de la tierra prometida. Hernán Cortés quema sus naves para conquistar un mundo nuevo.
El Señor creó la vida y le dio a cada ser la capacidad de superarse. A la nebulosa primitiva la hizo capaz de estallar en mil astros, que luego se agruparon en constelaciones y galaxias.
A las especies inferiores les enseñó a evolucionar. Al hombre le dio fuerzas para conquistar metas superiores, más allá de su pequeñez. Le regaló ilusión e iniciativas.

Las teorías de Darwin y de Mendel, sobre el origen de las especies y las leyes genéticas hoy se miran con ojos más cristianos. Pero cada nivel superior que conquistamos nos exige dolor y renuncia. Y esta ascensión fatiga nuestra esperanza. No apartamos los ojos de aquello que entregamos, y perdemos de vista los bienes que nos aguardan.

Por esto hieren nuestros oídos las palabras del Señor:

«Si tu mano o tu pie te hacen caer, córtatelos. Si tu ojo te hace caer, sácatelo».

Creer en Cristo equivale a arriesgarnos en esta progresiva superación, hacia unos bienes cuyo valor no alcanzamos a medir plenamente.
El Evangelio, sin embargo, no propone el renunciar por renunciar, sino renunciar por obtener.

No es cristiana una fe que exige de entrada el heroísmo. El heroísmo es consecuencia, a veces no buscada, de un modo de vivir según el Evangelio.
Cuando seguimos a Cristo en las cosas simples y ordinarias llegamos, con naturalidad y elegancia, a realizar maravillas que ni nosotros mismos advertimos.

Sin esfuerzo aparente, intercambiamos valores proyectando nuestra vida. De esta simple manera, los grandes comprometidos con Dios vivieron sus aventuras interiores, y las compartieron hasta donde es factible. Así Teresa de Jesús, escribía con letra desgarbada, en su celda: «Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero».

3. De la Iglesia y el mundo

«Dijo Juan a Jesús: Hemos visto a alguno que echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros». San Marcos, cap. 9.

En el concilio Vaticano II, el documento «Alegría y Esperanza» se llamó en un comienzo «De la Iglesia y el Mundo». Pero luego obispos opinaron que sería más teológico titularlo: «De la Iglesia en el Mundo». Porque Mundo e Iglesia no son dos realidades lejanas. La Iglesia es pasajera en este viaje de la historia y el mundo es, a su vez, la materia prima de la Iglesia. Aún con sus pecados.

Algún teólogo afirma que es condición primaria formar parte de la Iglesia el ser pecador. De esta regla se exceptúan los santos. Desde los primeros párrafos de este documento nos llaman la atención su humanidad y su realismo. Con razón los peritos no lograron redactarlo perfectamente en latín. Esta lengua no daba los matices y las precisiones para hablar del mundo contemporáneo. Tuvieron que recurrir al francés, el idioma de la exactitud y la diplomacia.

Jesús en el Evangelio nos hace entender que no es correcto separar la Iglesia del mundo. Como tampoco conviene separar la cizaña del trigo antes de la cosecha, ni las ovejas de los cabritos, si no ha llegado la hora del juicio.

Porque el cristiano reconoce que existen muchísimos valores, actitudes honestas, progresos y conquistas que no nacieron del seno de la Iglesia. Hubo épocas, por suerte ya superadas, el las que se condenaba todo aquello que no fuera gestado en la filosofía aristotélica, en el derecho canónico, en la liturgia romana y la cultura occidental.

El Concilio Vaticano II, en búsqueda de las fuentes evangélicas, nos hace comprender que los cristianos no tenemos la exclusiva de lo justo y lo humano, ni el monopolio del bien y la verdad.

Tal reflexión nos ha hecho humildes. Nos ha enseñado que más allá del Monte de la Bienaventuranzas también puede Dios alumbrar, porque El es la Luz y se ha revelado de muchas y muy variadas formas. Esto sin desconocer que Jesucristo es la plenitud de la revelación.

Cristo les dice a sus apóstoles que no impidan a quienes hacen el bien, así no estén matriculados en su escuela. Quien realiza obras buenas tiene ya comenzada su amistad con Jesucristo.

La palabra de Jesús nos ha hecho menos ásperos, para acoger a los peregrinos que todavía no han encontrado al Maestro. Nos ha dado mayor capacidad de comunión y de amistad. Esta es la razón por la cual los últimos papas dirigen sus enseñanzas, no sólo a los bautizados en la Iglesia, sino a todos los hombres de buena voluntad.

Nosotros, muchas veces, nos hemos creído los únicos amados del Señor, los únicos rectos, los únicos santos. El Evangelio nos está pidiendo un poco de sensatez y de realismo. El Señor nos ama y nos llama a todos.

Si ya tenemos luz, si escuchamos a Cristo, si nos alimentamos con los sacramentos, tenemos mayor obligación con los alejados, con los que todavía no conocen a Jesús, pero nunca la obligación de rechazarlos.

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Vigésimo séptimo domingo

1. El torrente y la estrella

«Dijo Jesús: De modo que ya no son dos sino una sola carne. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre». San Marcos, cap. 10.

Este era un río que nació entre la nieve, sobre la cumbre de una montaña. En un comienzo su caudal fue todo ímpetu, rebeldía, pasión por la aventura. Pero una vez, por entre peñas y barrancos se asomó al valle y aquel torrente se estremeció de asombro.

Allá lejos lo esperaban la sed de los rebaños, la sequía de los trigales. Los viejos árboles, cargados de flores, lo aguardaban para poder fructificar. Y el río comprendió su destino.
Sin embargo esa noche, el río imaginó que todo aquello había sido un espejismo.

Quiso volver a su anarquía anterior. A su egoísmo amenazante. Pero enseguida algo inesperado le tocó el corazón. Sobre sus aguas que corrían en el valle empezó a deslizarse una estrella. Allí estaba. Unas veces oculta en las espumas. De pronto clara y diáfana, acompañándolo hasta llegar al mar.

Esta parábola puede hablarnos de sexualidad y de amor. Elementos vitales que Dios ha unido y que no hemos de separar los hombres. No es común que los cristianos orientemos suficientemente el amor y el sexo según el Evangelio. Aun quienes se unieron en matrimonio lamentan sus errores y debilidades. Lo sabe el Señor y sin embargo, continúa proponiéndonos un ideal excelente.

El matrimonio cristiano presenta una historia y una prehistoria. La primera corre desde los tiempos de Jesús hasta nuestros días.

Cambian con el tiempo las leyes, las costumbres, relacionadas con la tarea de amar. Pero ha de permanecer el amor verdadero. El que excluye todo egoísmo. El que persevera, a pesar de las crisis. El que teje a diario una entrega, para lograr la felicidad en compañía. Quiso Jesús que su presencia en el hogar se perpetuara por un Sacramento. El cual no es sólo remedio de la concupiscencia, como decían los moralistas anteriores. Es una alianza que convierte a los esposos en signos vivos del amor de Dios aquí y ahora.

Pero también el matrimonio tiene una prehistoria. Durante el Antiguo Testamento el proyecto de pareja y de hogar no marchó siempre a la maravilla. La poligamia y el divorcio fueron etapas elementales, todavía no iluminadas por la luz de Cristo. Cuando a Jesús le preguntan sobre el tema, se muestra comprensivo frente a las humanas situaciones, pero nos remite en seguida al comienzo de la humanidad. Al principio, nos dice, no fue así. Desde la creación, Dios quiso entre el hombre y la mujer un amor sólido y estable.

Algo que es sólo comprendemos y alcanzamos por la palabra de Jesús. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Permanezcan el hombre y la mujer unidos en fidelidad. Permanezcan juntos sexualidad y amor, igual que las dos caras de una misma moneda. Persigan los esposos el ideal propuesto por Jesús, a pesar de las propias y las ajenas fallas.
Que el río nunca olvide su origen: Ha nacido en la altura. Que domine sus ímpetus. Que realice alegremente su tarea de compartir. Que jamás deje de contemplar la estrella, reflejada en sus aguas, a pesar de la sombra y las tormentas.

2. Las medidas del amor

«Unos fariseos le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba. ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer? Respondió Jesús: Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre». San Marcos, cap. 10.

Rabí Shamay interpretaba la ley de Moisés relativa al divorcio en un sentido estricto. Rabí Hillel, por el contrario, le daba un sentido más amplio: Por cualquier motivo, aún por haber dejado quemar la comida, un hombre podía abandonar a su mujer.

Ante el enfrentamiento de estas dos escuelas religiosas, los fariseos acuden a Jesús con la intención de ponerlo a prueba: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?
Los cristianos de hoy, cada uno a nuestro modo, somos discípulos de Hillel o de Shamay. Interpretamos y vivimos una distinta visión de la vida conyugal. El matrimonio, para algunos, es solamente una función social. Puede dejar de ser a cualquier hora, cómo se termina un negocio o prescribe un contrato.

Otros miramos el matrimonio cómo una situación, a la cual se le ha dado un barniz religioso, para cimentar su estabilidad. Algunos buscamos el Sacramento para darle seguridad a nuestro amor, entre los vaivenes de la vida.

Sólo unos cuantos comprendemos el verdadero sentido del Sacramento. Allí el amor del hombre y la mujer adquiere una dimensión más allá de la tierra.

Una vez Isaías se quejó ante Yavéh: «Tú eres un Dios escondido».

Entonces el Señor resolvió revelarse y una de sus primeras manifestaciones fue el amor de hombre y mujer. Así descubrió el pueblo escogido un Dios más allá de los truenos y relámpagos, con los cuales el Señor se revelaba en el Antiguo Testamento.

Con razón los vecinos envidiaban a Israel, porque ningún pueblo tenía un Dios tan cercano y doméstico. Más adelante, el Señor viene a convivir con nosotros, elige el amor humano, para presentar ante la comunidad la forma cómo Cristo ama a su Iglesia. Así este amor se convierte en signo oficial de la alianza que El ha establecido con su pueblo.

De ahí nacen las dos cualidades del amor matrimonial: Uno y estable. No nacen de disposiciones postizas, con el fin de organizar la sociedad. Son las profundas exigencias de quien ama de verdad. Son las medidas del amor. A todos nos puede parecer inalcanzable ese ideal matrimonial. Pero cuando la pareja humana cree que el matrimonio vale la pena, arbitra infinitos recursos para seguir adelante.

Al Señor no le gusta que definamos nuestro Sacramento cómo una limitación, cómo una barrera a nuestra libertad. Sería desvalorizarlo. Se trata de alcanzar el amor más pleno, intensificando la calidad en la entrega personal. Nuestro amor es tarea de caminantes, pero a la vez, de gente que distingue al Señor cómo compañero de camino.

3. Felices por incompatibilidad

«Dijo Jesús: Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre. Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio». San Marcos, cap. 10.

Todos hemos conocido matrimonios que fracasan. Cada uno de los cónyuges alega sus razones. Entre otras, incompatibilidad de caracteres. Por eso llaman la atención las palabras de alguno: «Mi esposa y yo hemos sido felices. Ella, alegre y festiva. Yo, seco y silencioso. Luego hemos sido felices… por incompatibilidad de caracteres».

El Evangelio de hoy nos habla del matrimonio indisoluble. Nos propone un ideal presentado por Dios que es nuestro Padre. Dios no se burla de nosotros. No puede lanzarnos al vacío, en búsqueda de una meta imposible. Sin embargo así como el amor del hombre y la mujer a veces es victorioso, otras, es vulnerable y derrotado. .

El Sacramento del Matrimonio es una alianza entre Dios y los cónyuges. Dios se compromete a lograr algo muy noble con dos seres limitados e imperfectos, los cuales seguirán sintiendo diariamente las manos débiles y pequeño el corazón. Pero no han de renunciar a este proyecto. Sería desconfiar del poder inmenso de Dios.

Conviene saber que el amor no es una planta silvestre. Exige mil cuidados y las más delicadas atenciones. Por eso es necesario cultivarlo.

Por la fidelidad de los esposos, el Sacramento se hace signo en la sociedad y en la Iglesia. Signo del amor del Señor, de su presencia, de su ternura, de su fortaleza, de su poder.No desconocemos sin embargo la crisis actual del matrimonio.

Huracanes muy fuertes azotan el amor comprometido. Mas ¿será humano y cristiano y valiente renunciar entonces al ideal que nos propuso Dios?

Si renegamos en forma masiva y oficial del amor conyugal indisoluble, ¿cómo marcharía luego la sociedad? ¿Cuál sería el futuro de los cónyuges más débiles, más frágiles o más ignorantes? ¿Qué sería de los hijos en un hogar cimentado sobre la inseguridad? ¿Existiría el amor si lo declaramos siempre fugaz y caprichoso? ¿O si hacemos de él una inversión para sacar dividendos, una aventura, o uno de tantos objetos desechables?

Entre las causas de los fracasos matrimoniales se mira una inadecuada educación en el amor y por lo tanto, una insuficiente preparación para el matrimonio. En este sentido podríamos orientar nuestros esfuerzos como familia, como sociedad y como Iglesia.

Una reflexión final para las parejas en conflicto: Que no se sientan solas. Las crisis no significan que se acabó el amor. Sólo lo están denunciando que éste es humano y por lo tanto se fatiga en el camino. Que llamen en su ayuda a una pareja amiga, a un consejero, a un sacerdote. Que oren juntos al Señor e invoquen a Nuestra Señora de Nazaret, en cuyo hogar también abundaron los momentos de angustia.

Por el amor, por nuestra plenitud personal, por el futuro de los hijos, vale la pena luchar un poco más. Con nosotros está siempre el Señor.

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Vigésimo octavo domingo

1. El loco del atrio

«Alguien le preguntó a Jesús: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». San Marcos, cap. 10.

Un demente que dormía largas siestas en las bancas del templo, se plantó un día ante los fieles que llegaban al templo: «Esta no es la Iglesia de Cristo. Miren estos señores ricos y estas señoras orgullosas. Miren qué ventanas tan bonitas»… Sólo pudimos calmarlo, llevándolo a la tienda de la esquina, donde recibió algún alimento.

Leíamos aquel domingo el Evangelio donde alguien le pregunta a Jesús: «Maestro, ¿qué de hacer para heredar la vida eterna?» El texto no lo dice, pero los biblistas suponen que era un joven. Y el Señor le dice: «Guarda los mandamientos». El otro responde: «Los he cumplido desde pequeño». Entonces Jesús añade: «Una cosa te falta. Vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y luego sígueme». El evangelista consiga que aquel joven se marchó pesaroso, porque era muy rico.

Tomada al pie de la letra, esta palabra de Jesús resulta impracticable para muchos de nosotros. Se trataría de feriar todos nuestro bienes, para quedarnos desnudos y desamparados por calles y plazas. Pero el seguimiento de Cristo presenta una dimensión distinta.

Jesús no fue un mendigo. Comía y bebía normalmente. Aceptó, de buen grado, el costoso perfume con que la pecadora le ungió los pies en casa de Simón. Para su despedida organizó una cena abundante y en un sitio confortable. Pero nos enseñó a no mantener atado el corazón a los bienes materiales A no confiar del todo en la riqueza.

Aquel muchacho que se acerca a Jesús, desea prolongar su bienestar - adquirido dentro de unos cauces probablemente muy normales - hacia la vida futura. Desea financiar su alegría hacia el mañana siempre misterioso.

Pero el encuentro con el Señor lo desconcierta. El lo ha mirado con cariño. Porque descubre sus cualidades y quiere llevarlo a otro nivel superior. Sin embargo, el muchacho no entiende.

Venderlo todo y darlo a los pobres para tener un tesoro en el cielo, significa relativizar los bienes materiales y darles y un nuevo sentido, sirviendo a los prójimos. En otras palabras: Saber amar de veras, más allá de nuestras inversiones, dividendos y cuentas corrientes.
La pobreza no siempre nos lleva al amor, como tampoco lo alcanza frecuentemente la riqueza. Pero el amor al prójimo nos conduce irremediablemente a la moderación, mediante un compartir estable y constructivo. Nos lleva al servicio generoso a quienes nos necesitan.
En un principio, con tantas cosas que nos sobran y luego cuando el Evangelio nos invade el alma, dando aún de nuestras propias comodidades. Es este un camino seguro hacia la verdadera alegría.

Muchos creen, sin embargo, que este Evangelio del joven rico solamente emplaza a una clase económica. No es así. En todo ser humano se esconden pequeños y grandes egoísmos, que es necesario superar para alcanzar la vida eterna.

Y ésta no consiste únicamente en un albergue seguro allá en el cielo. Es, además, un modo de poseer y administrar los bienes de este mundo, de tal manera que crezcamos por dentro y hagamos crecer a los demás. Sólo así seremos Iglesia de Cristo. No importa que los ventanales de nuestra parroquia sean ricos o pobres, feos o bonitos. Desde aquel domingo, cuando el pobre loco gritaba desde el atrio, muchos parroquianos molestos se cuelan al templo por las puertas aras laterales. Tienen miedo a ese demente que puede leer el corazón.

2. Cuando Cristo fracasa

«Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: Maestro bueno, ¿que haré para heredar la vida eterna?». San Marcos, cap. 10.

Solamente Mateo dice que era un joven. Lucas nos habla de un hombre importante. Marcos, de uno que se acercó a Jesús. Pero inmediatamente deducimos que se trata de un joven.

Llega a Cristo corriendo: Los jóvenes son impetuosos… Se arrodilla en mitad del camino: Cuando la juventud está convencida de una causa, la proclama abiertamente. Reconoce con espontaneidad que ha sido bueno toda su vida: A los adultos nos educaron para callar nuestras cualidades.

Quiere seguir a Cristo sin medir las consecuencias, y sus propósitos se derrumban de improviso. Cristo le mira con cariño. Luego responde a su ambiciosa pregunta: «Una cosa te falta; anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego sígueme».

Y así termina la historia. «El frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico».
Ignoramos cuáles eran los planes del Señor con aquel que se acercó en el camino, planes que fracasaron.También hoy se derrumban los proyectos de Cristo, cuando la juventud esconde sus posibilidades y sólo se juega la carta de sus limitaciones.

Fracasa a veces el Señor, cuando presenta un programa de amor estable en el matrimonio. Al principio, muchos se entusiasman, pero cuando este amor exige renuncias, retroceden.

Ante la elección de una carrera nuestros jóvenes sueñan. Pero si enseguida la vida les exige constancia y desmenuza sus sueños en cuotas de compromiso, se borran de su horizonte los ideales.

Todos teorizamos fácilmente sobre el sentido de la vida. Repetimos que es ante todo servicio. Pero cuando este servicio nos obliga a entregar algo nuestro, olvidamos las hermosas teorías e inventamos otras, más acomodables a nuestro egoísmo.

En el mundo moderno, las estadísticas alcanzan a medir todas los aspectos de la actividad humana. Indagan sobre las leyes de la herencia, sobre los resultados del trabajo, se proyectan hacia el futuro y profetizan realizaciones o desastres.

¿Qué tal una estadística que contabilizara nuestros propósitos inútiles, nuestros proyectos frustrados, nuestros fracasos en el amor, nuestras dolorosas derrotas, nuestras lamentables cobardías, nuestra incapacidad para comprometernos con el mundo?
Cómo en el caso del joven que se acercó a Jesús en el camino, la riqueza que nos aparta de Dios es, a veces, el dinero. Pero también estorban el confort, la cerrazón, la autosuficiencia, la pereza.

Todo esto tendría un simple y común denominador: Hemos olvidado el Evangelio.

3. Un deseo rebelde

«Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». San Marcos, cap. 10.

Era un muchacho que deseaba heredar la vida eterna. Tenía razón. Es un hermoso sueño, muy propio de toda juventud, el vivir para siempre. Nos estamos acordando del Fausto de Goethe.

El Señor responde al joven, explicándole que el tesoro del cielo se alcanza desde la vida presente. Hoy no nos pide el Señor, como en los días de Francisco de Asís, repartir todos los bienes en las plazas públicas, hasta quedarnos desnudos. Nos pide hacer un inventario riguroso de nuestros bienes y capacidades y ponerlos todos al servicio del prójimo. No es un despojo sino un compartir generoso y alegre.

Este joven que desde niño había cumplido todos los mandamientos, al buscar otras metas más altas se mereció el cariño de Cristo, quien mirándolo le dijo: «Ven y sígueme».

Deseamos que este mensaje llegue muy especialmente a los jóvenes. Existen en el mundo muchos pueblos marginados. Innumerables niños mueren por falta de atención médica, sin contar los que no logran vivir por causa de enfermedades, por desnutrición o por descuido de sus padres.

Muy poco jóvenes alcanzan una enseñanza secundaria. Y más escasos todavía quienes acceden a la universidad.

El déficit de vivienda, a nivel mundial, es alarmante. Si hablamos de la falta de empleo, las cifran nos espantan. ¿Qué piensan de todo esto nuestros jóvenes?

Este sombrío panorama se desborda casi siempre en violencia, drogadicción y muerte. Si esta realidad te estruja el alma, puede brotar en el corazón de un joven un deseo rebelde de iluminar, siquiera un palmo este adolorido planeta.

Cristo es quien te invita a emplear tus fuerzas al servicio de los más necesitados. Serás entonces médico, arquitecto, jurista, ingeniero, agrónomo, sacerdote, economista, comunicador… pero nunca con las manos y el alma amarradas a la injusticia, al egoísmo, a la mentira.

Habrás de ser como Jesucristo, embajador de Dios, para anunciar lo bueno y lo justo en todos los ambientes, para dar testimonio de fe ante la gente y remediar las estructuras sociales con el vigor de tus brazos y de tu corazón.

Decía Pascal que la peor guerra que pudiera llegar a una nación, sería una paz inútil y soñolienta. ¿Qué sería entonces de nuestra juventud domesticada, sin ideales, sin deseos de arriesgar su vida por un futuro mejor? Los jóvenes tienen la palabra.

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Vigésimo noveno domingo

1. Los siete enanitos

«Los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, dijeron a Jesús: Concédenos sentarnos en tu gloria, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús replicó: No sabéis lo que pedís». San Marcos, cap. 10.

Amables e inocentes eran los enanitos que cuidaron a Blanca Nieves, cuando se refugió en el bosque, huyendo de su envidiosa madrastra. Todos siete madrugaban en busca de hierro y oro y por la tarde regresaban a casa, para cuidar cariñosamente a la princesa.

En el cuento de los Hermanos Grimm fue así. Pero en nuestra historia personal existen también siete mecanismos, amables e inocentes al comienzo. Sin embargo, si les permitimos crecer, desarrollan una crueldad mayor que aquella de la reina desalmada. La tradición de la Iglesia los ha llamado pecados capitales. Y san Pablo los nombra en sus cartas como soberbia, avaricia, uso incorrecto de la sexualidad, ira, exceso en el comer y en el beber, envidia y pereza.

Quienes deseamos seguir a Cristo hemos de orientar esas fuerzas interiores según el Evangelio. San Marcos nos presenta a dos discípulos, poseídos por un fuerte deseo de aventajar a los demás. Quizás su intención era buena. Amaban a Jesús y querían estar muy cerca de El, hoy y mañana. Pero desentonan, al pedirle al Señor que los coloque en su futura gloria, el uno a su derecha y el otro a su izquierda. Valga preguntar en descargo de Juan y de Santiago: ¿Qué entendían por gloria? ¿Dónde aparecería esa gloria del Maestro: En la vida futura o en Jerusalén?

Parece que convencidos de sus cualidades -objetivas es cierto- quisieron sobrepasar a sus compañeros. La respuesta de Jesús fue cortante: «No sabéis lo que pedís». Pero les ofrece una oportunidad: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?» Una frase judía, que significa participar en iguales sufrimientos.

Juan y Santiago, también sin mucho conocimiento de causa, afirman que sí son capaces.

El Señor sin embargo les responde que estas asignaciones, en la gloria futura, son incumbencia del Padre de los cielos. Los otros diez apóstoles, anota el evangelista, «se indignaron contra Santiago y Juan». Tenían razón sobrada.

El Señor reúne entonces al grupo y les dice: No sean ustedes como los jefes de las naciones que tiranizan y oprimen a los demás. Conviértanse más bien en servidores de todos. Es la única manera de ser grandes. Ese impulso interior que nos empuja a eclipsar a los otros podemos emplearlo en hacer crecer a los demás.

Es algo que al comienzo nos cuesta. Pero enseguida verificamos que así también crecemos nosotros. Cuando los evangelios empezaron a escribirse, Santiago y Juan eran personas importantes en la comunidad cristiana. Sin embargo, san Mateo y san Marcos no omiten este deslucido episodio. Aunque aquel atribuye la ambiciosa petición a la madre de los Zebedeos.

Esto indica que todos podemos fallar, si no estamos alerta frente a nuestros mecanismos interiores.

La autosuficiencia, el afán de protagonismo, el querer opacar a los demás para brillar nosotros, no escasean entre los discípulos de Cristo.

Los tiernos y amables enanitos hubieran podido un día apoderarse de la princesa Blanca Nieves y ahorcarla entre sus brazos. No lo consignan los Hermanos Grimm, pero a nosotros nos sucede a diario.

2. Así nos revelamos

«Los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan le dijeron a Jesús: Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. Jesús replicó: No sabéis lo que pedís». San Marcos, cap. 10.

Detrás de la espontánea llaneza de los evangelistas, podemos adivinar el carácter de cada personaje que comparte la historia de Jesús. Pedro es franco y precipitado. Sin haber calibrado sus fuerzas, le promete a Jesús no abandonarlo nunca. En el huerto de los olivos, saca inmediatamente una espada para atacar al criado del pontífice.

Nicodemo es reservado y cauteloso. Busca a Cristo de noche. La mujer de Samaria posee una escondida sinceridad que le permite comunicarse a fondo con Jesús. Zaqueo, aunque metido en negocios no muy limpios, tiene un alma de niño, inquieta y generosa, que se revela durante aquel banquete.

Y los dos hijos del Zebedeo, amigos y seguidores de Cristo, se muestran interesados y ambiciosos: «Señor, concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda».¿Será, pues, imposible seguir a Cristo con absoluto desprendimiento?

Es imposible. Todos somos interesados: El profesor y el estudiante, el publicista y el corredor de bolsa, el avaro y el prodigo, el perezoso y el vagabundo, la mujer frívola y la religiosa de clausura, el drogadicto, el asceta y el suicida.

Todos buscamos algo más, perseguimos un más allá, un pasado mañana, la montaña de enfrente, alguna tierra prometida donde se esconde -o donde dicen que se esconde- la dicha.

¿Y el que se esfuerza por ser desinteresado? Pretende desapegar su corazón de bienes relativos, o aparecer ante la gente cómo altruista y generoso. Pero persigue un interés.

Confesemos entonces llanamente nuestros intereses. Somos humanos. Seres en camino y en búsqueda. No es pecado aguardar el salario cada tarde, soñar con la cosecha, esperar la alborada, desear que vuelva el sol después de tantas tempestades.

Pero a veces son tan pequeños e inconfesables nuestros intereses que hay razón para ocultarlos.

No hemos aprendido a ser ambiciosos de verdad: A codiciar, después de todas las migajas que regala la vida, la plenitud de Dios.»Mira, papá, ésta soy yo», decía una niña, estampando la mano sobre la página blanca de un cuaderno. Porque nuestras manos nos retratan. Ellas cuentan qué hacemos, por qué lo hacemos, cómo lo hacemos. Es decir identifican nuestros intereses y con ellos los rasgos de cada personalidad.

Así nos revelamos: Cuando bendecimos la mesa, cuando aramos la tierra, o escribimos una carta, cuando saludamos, acariciamos, curamos una herida, tallamos la madera, podamos un árbol. Enseñémosle a nuestras manos a plasmar el futuro, a organizar el mundo, a manejar las herramientas de la paz. Pero además a golpear el corazón de Dios, es decir, a llamar a la puerta de los cielos.

3. ¿Y después qué?

«Los hijos del Zebedeo se acercaron a Jesús para pedirle: Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda. Jesús replicó: No sabéis lo que pedís». San Marcos, cap.10.

Pirro fue un valiente guerrero en tiempos de Alejandro. Un día le compartió a Cineas su proyecto: - Primero voy a conquistar a Grecia. - ¿Y después?, le preguntó su amigo. — Me haré dueño de África. — ¿Y después? - Pasaré al Asia y someteré a los árabes- —¿Y después?. - Llegaré las Indias. —¿Y después? - Después descansaré. Cineas hizo entonces una última pregunta: - ¿Y por qué no descansas ahora mismo?

Ciertamente las aspiraciones de Juan y de Santiago no eran las mismas de aquel conquistador. Pero demuestran un interés, concreto, luego de haber dejado al padre y las redes junto al lago. Le ruegan a Jesús un lugar, uno a su derecha y otro a su izquierda, allá en la gloria.

Habría que preguntar a estos discípulos qué entendían por gloria. ¿También ellos esperaban un Mesías temporal, como tantos judíos? Lo cierto es que desean ser recompensados y no de cualquier modo.

El texto de san Mateo presenta a la madre de los Zebedeos como la peticionaria ante Jesús. Y el Señor, antes de responder, pone una condición a aquellos hijos: «¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber». En el contexto evangélico esto equivale a soportar las mismas pruebas del Maestro.

Ellos de inmediato se atreven: «Sí podemos». Eran jóvenes y a la vez generosos y deseaban, de todos modos, alcanzar la meta. En lo cual se adivina una gran cariño hacia Jesús y una dosis no escasa de confianza. Ellos dos, con Pedro, eran los más allegados al Señor, los testigos de la transfiguración en el monte.

No entendemos del todo la respuesta de Jesús: «El cáliz que yo beberé lo beberéis. Pero sentarse a mi derecha y a mi izquierda no me toca a mí asignarlo sino a mi Padre». Un frase donde el Maestro vuelve a colocar todo su plan en manos de su Padre.

La historia de Juan y de Santiago nos cuenta que ambos, a su debido tiempo, cumplieron lo prometido, al entregar la vida por Cristo. Y el Señor los premiaría allá en la gloria. El corazón del hombre no sospecha - escribe san Pablo - lo que Dios preparó para quienes le aman».

Hay una estrofa de un autor religioso que a muchos incomoda: «No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera». La entendemos como expresión poética, nacida de un excelente amor.

Sin embargo, quienes no somos todavía ni amantes consumados, ni cristianos perfectos aguardamos desde ahora muchas cosas. ¿Quién puede amar sin la esperanza de algo?

Los discípulos de Cristo esperamos que El nos regale la paz de la conciencia. Y además un hogar firme y amable. Una adecuada comprensión de nuestra historia, estabilidad económica, capacidad de perdón. Y con toda razón, la vida eterna.

Pedro le preguntó un día al Señor: «Nosotros lo hemos dejado todo para seguirte. ¿Qué recibiremos pues?» La promesa de Jesús fue generosa: «Recibiréis el ciento por uno y la vida eterna».

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Trigésimo domingo

1. Ojos para mirar

«En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó, el ciego Bartimeo estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna». San Marcos, cap. l0.

Los artistas bizantinos acostumbraron pintar cristos de rostro mayestático, que impresionan por su mirada severa y penetrante. Los fieles, más que mirarlos con devoción, se sentían observados por ellos. Además, aquellos pintores rodeaban su obra de un oro vivo que fatiga los ojos. No éramos dignos de avistar a Dios.

Parecía que estas imágenes realizaban el verso de Machado: «El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve».

El ciego Bartimeo, que pedía limosna junto al camino, en un primer momento no desea ver, sino ser visto por Jesús. Por esta razón comienza a gritar. Los discípulos lo reprenden, pero él se hace oír del Señor, el cual lo llama. Entonces suelta el manto, da un salto y le ruega al Maestro: Que yo pueda ver.

De inmediato el ciego se siente sano. Y Jesús advierte que su curación ha sido efecto de la fe.

Respecto al mundo que nos rodea, frente a las cosas de Dios, se dan tres etapas, tres niveles. En un comienzo solamente vemos. Es decir, el cerebro percibe las personas, los animales, los objetos. Una actitud elemental. Vemos únicamente para caminar sin tropezarnos.

Conviene entonces pasar a un segundo nivel, donde miramos los detalles de las cosas, su dimensión y su significado. Desciframos los numerosos mensajes y sentidos de cuanto nos rodea. Dejamos que el afecto se convierta también en medio de conocimiento y de comunicación. En fin, gozamos, nos enriquecemos. Crecemos como individuos y como seres humanos.

Sin embargo se nos invita a subir a un tercer nivel, donde podremos contemplar. Es la contemplación una actitud por la cual más que conocer, somos conocidos. Allí se dan la admiración y el asombro. Los prójimos y cuanto nos rodea, nos penetran y comienzan a vivir en nuestro interior. Sólo por la contemplación se da una comunión perfecta.

San Marcos subraya la palabra de Jesús a Bartimeo: Anda, tu fe te ha curado. ¿Quién era Bartimeo? El Evangelio lo distingue como el hijo de Timeo. Quizás alguien conocido en aquella población de Jericó. Su hijo, un invidente, tal vez a causa de los vientos cargados de polvo y las enfermedades infecciosas de entonces.

Pero aquel ciego, al oír el tumulto que acompañaba a Jesús, comprendió, desde su oscuridad, que ese profeta tenía mucho de Dios. Y esa fe inicial empujó sus ojos de la tiniebla a una luminosa esperanza. Y enseguida a la luz. Nuestra fe, grande o pequeña, nuestra adhesión a Jesucristo, escasa o fuerte, nos han ayudado a ver. Pero es necesario que aprendamos a mirar. Para captar los detalles, la dimensión y el significado del mundo que nos rodea. Y de igual modo, las cosas de Dios.

Pero podemos aspirar a un nivel superior, donde es posible contemplar. Allí nos sentiremos mirados por Dios. Pero no de una forma inquisitiva, como lo hacían aquellos cristos bizantinos. Sino por una mirada limpia y paternal, la del Dios del Nuevo Testamento.

Podríamos entonces afirmar, parodiando a Machado: La fe que tienes no es sólo para ver a Dios. Es para ver que te ve.

2. Al borde del camino

«Al salir Jesús de Jericó, el hijo de Timeo, Bartimeo un mendigo ciego, estaba sentado al borde del camino». San Marcos, cap. 10.

Camino de Jerusalén, porque está cerca la Pascua. Jesús avanza rodeado de mucha gente. Son peregrinos que bajan de Galilea o vienen del otro lado del Jordán. Judíos piadosos que quieren celebrar la fiesta en la capital.

Al borde del camino se halla un ciego.

Los evangelistas no consignan los nombres de quienes recibieron favores de Jesús. Pero en este caso, San Marcos trae su nombre y su filiación. Bartimeo, hijo de Timeo, apócope tal vez de Timoteo, que significa «el que teme al Señor». No es imposible que este ciego sanado formase luego parte de la primera comunidad cristiana y por lo tanto, fuese conocido de San Marcos.

La curación del invidente se nos cuenta con lujo de detalles. Mientras pasa Jesús, el ciego que habría oído hablar de sus milagros, comienza a gritar: «Hijo de David, ten compasión de mí». Con esta expresión confesaba al Señor cómo Mesías.

Ten compasión es la súplica de cuantos le pedimos a Dios remedie nuestras necesidades.

Los acompañantes de Jesús se sienten incómodos con este importuno, que interrumpe su conversación con el Maestro.

Con dureza le ordenan que se calle. Pero el ciego no hace caso y persiste en sus gritos.

Jesús tiene la delicadeza de pararse y ruega que se lo acerquen. Lo imaginamos mal vestido, hambriento, armado de un bastón, su apoyo y su defensa.

Aquí el evangelista se vuelve pintoresco. Nos cuenta que alguno de los discípulos le dice al ciego amistosamente: «Animo, el Maestro te llama». Entonces el ciego sin dejarse ayudar de nadie, arroja el manto que en ese momento le estorba y de un salto se coloca ante Jesús.

El Señor, cómo si no hubiera oído los gritos, cómo ignorando su enfermedad, le pregunta: «¿Qué quieres que te haga?».

El ciego contesta solamente: «Maestro que yo vea». Jesús le responde en otro código: «Vete, tu fe te ha salvado». Nos admira la respuesta de Cristo. El ciego le presenta su enfermedad, Jesús le habla de fe. El ciego le pide luz. Cristo le ordena ponerse en camino: Vete.

Al instante, el enfermo recobró la vista y seguía al Señor por el camino. De nosotros, cómo fundamento para su tarea de salvación, Dios espera fe, no una fe intelectualista solamente: Una adhesión a su persona en amor y confianza. Cómo efecto de su palabra: Que caminemos. Que vayamos. Que bajo su mandato recorramos el mundo anunciando su poder.

3. El hijo de Timeo

«Bartimeo, el hijo de Timeo estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar»… San Marcos, cap.10.

«Dale limosna mujer, que no hay nada como la pena de ser ciego en Granada». Así se lee en un rincón de La Alambra. Bartimeo, también ciego, estaba sentado junto al camino. Para él no existían ni la luz, ni los colores. Se orientaba tal vez por las voces y el ruido, y tendría un bastón gastado y nudoso para medir los pasos. No había otra solución a su problema sino estarse allí y depender ciegamente de los demás.

¿No seremos nosotros muchas veces como el hijo de Timeo?

Nada vemos de las cosas de Dios. Nos doblega una pobreza de actitudes cristianas. Así el obrero que cada semana se refugia en la embriaguez.

EL esposa cuyo único aliciente son el juego y salón de belleza. El adolescente que busca ahogar sus tensiones en el vicio. El cónyuge que comienza a destruir el amor. La joven que no advierte el abismo en que se hunde con la droga. El empresario que lesiona los derechos ajenos. El funcionario público que se deja sobornar…

Pero un día Bartimeo oyó hablar de Jesús. Más aún, sintió que llegaba precisamente por su camino, entre el tropel de la gente. Y comenzó a gritar, aunque muchos le reñían para que callase.

Qué bueno gritarle a Dios alguna vez, cuando nos abruma el cansancio de vivir, en los ratos de insomnio donde no vemos nada sino nuestra miseria. Qué bueno llamar al Señor desde lo hondo del pecado, cuando el remordimiento nos aterra. Cuando todo es absurdo y nosotros une estorbo para los que amamos.

Jesús entonces se detiene. Se detiene y nos llama. Y nosotros, como Bartimeo, soltamos el manto del mal que nos envuelve y de un salto, nos acercamos al Señor que nos cura y nos salva.

Ese día todo cambia. Es la comunión de nuestra vida con la luz. Empezamos a ver todas las cosas desde una inocencia recuperada. El mundo aparece más limpio. Los de casa más capaces de amor y de alegría. Nosotros mismos ya no estamos atados a una continua frustración y saltamos de gozo porque nos ilumina la esperanza.

Ese día, la comunidad que nos rodea se convierte en el lugar donde el Hijo de Dios viene a nosotros por el mismo camino polvoriento.

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Trigésimo primer domingo

1. Las dos caras del amor

«Respondió Jesús: El primer mandamiento es: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser. Y el segundo: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». San Marcos, cap. 12.

El Giotto, un pintor florentino del siglo XIII, pintó la Caridad como una dama toda vestida de rojo. Con su izquierda presenta a Dios su corazón. Y en la mano derecha sostiene un cesto de frutas, que ofrece a los hombres. Quizás el artista había profundizado sobre el texto evangélico: El primer mandamiento es amar a Dios y el segundo, semejante a éste, es el amor al prójimo.

Nos cuenta san Marcos de un judío que desea clarificar cuál es el primer mandamiento, entre la confusa maraña de preceptos que imponía la sinagoga. Todo el judaísmo se basaba en la Ley y los Profetas. La primera equivalía a los cinco libros del Pentateuco. Luego venía la enseñanza de quienes habían orientado la fe del pueblo. Pero en la práctica, toda esa doctrina se concretaba en 613 mandamientos que acechaban a todo buen israelita, hasta causarle confusión y desconcierto. Para agradar a Yavéh habría que observar infinidad de normas. Aquel judío inquieto ha mirado en Jesús alguien distinto, a quien le interesa más la persona que la ley. Entonces le pregunta: «Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento?». Jesús le responde con una cita del Deuteronomio, base y fundamento de todas las observancias judías: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor». Frente al politeísmo de las gentes vecinas, Moisés se esforzó en mantener al pueblo bajo la alianza con un solo y único Dios.

Luego añade el Maestro: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser».

Una afirmación que, en términos actuales, podemos llamar existencialista. No se trata de amar al Señor con una fe meramente intelectual. Es necesario llevar ese amor a la vida, al corazón, a toda la conducta, a todas las circunstancias. Algo que hace curso en la Iglesia de hoy. Creer en Dios no es solamente aceptar unas verdades. Es dejarnos transformar la vida por Jesucristo, quien espera de nosotros una respuesta de amor y compromiso.

Jesús prosigue, retomando un verso del capítulo 19 del Levítico: «El segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este programa del Nuevo Testamento, tomado de paso, aparece demasiado simple. Sin embargo, contiene un universo de fe, de realización familiar y social.

Habría, sin embargo, qué comenzar por amarnos a nosotros mismos, mediante una actitud de realismo y esfuerzo constante. Lo cual exige equilibro personal, progresiva madurez, experiencia. Desde esta plataforma, nos relacionarnos con el prójimo en amor y mutuo crecimiento. San Juan enseñará después: «Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve».

En la tumba de un antiguo faraón, los arqueólogos hallaron varios granos de trigo. Alguien los sembró con cuidado, los regó y ellos volvieron a la vida, al cabo de cinco siglos. En cada uno de nosotros, el Señor ha sembrado su amor. Aunque haya pasado mucho tiempo, podemos despertar esas semillas y alegrarnos de una próspera cosecha.

2. No estás lejos del reino

«Respondió Jesús: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Y el segundo mandamiento es éste: Amarás a tu prójimo cómo a ti mismo». San Marcos, cap. 12.

¿Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo nuestro ser? ¡Muy difícil! Ni logramos esa meta, ni perseveramos en esa calidad de amor.

¿Amar al prójimo cómo a nosotros mismos? ¡Más difícil todavía! Cualquier pequeñez ajena desalienta nuestras mejores intenciones. Sin embargo, el Señor nos propone estas dos utopías. Algunos se aproximan a ellas. Otros, que avanzamos a pie, conquistamos apenas unos metros de la ruta hacia el imposible. Pero lo que importa es caminar.

Un letrado pregunta sobre lo más importante de la ley. El Señor le resume toda la tradición judía en dos preceptos: Amor a Dios y al hermano. Y conocedor de su sinceridad, le añade con cariño: «No estás lejos del Reino de Dios».

Si Cristo se hiciera hoy visible entre nosotros, señalaría también a muchos que no están lejos de su reino: Todos aquellos que, a pesar de una mediana formación, de sus taras psicológicas, de sus fallos, en un ambiente muchas veces hostil al Evangelio, luchan por amar sinceramente a Dios y al prójimo.

Todavía no son perfectos, pero tienen la gracia de reconocerse pecadores.

Les pesa la vida, pero cada tarde comprueban con alegría que han defendido la frontera, que emplearon su tiempo en proyectos constructivos y humanos.

Quizás tenemos la imagen de un Dios escrupuloso y exigente que sólo contabiliza actos heroicos y obras perfectas. Pero el Evangelio nos pinta a un Padre comprensivo y tolerante, que no quiebra la caña cascada ni apaga la mecha que aún humea. El que recibe con paciencia nuestros balances imperfectos y aunque conoce todas nuestras derrotas, goza infinitamente con cada.

Poco a poco nos vamos acercando a su reino. A veces conscientemente. Otras sin darnos mucha cuenta, empujados por esa fuerza cósmica de la Salvación.

Un niño aprende a compartir sus golosinas, un padre de familia mejora su conducta, alguien da al necesitado, aunque sea solamente por quedar bien. Otro vuelve a rezar y deja nacer un remordimiento, cómo un manantial que lo purifica. El Reino de Dios se construye con materiales nobles, pero también admite elementos ordinarios.

En una aldea distante enterraban a una joven prostituta. Al terminar la ceremonia alguien se acerca al sacerdote. -»Padre, le dice, este dinero para que diga misas por Nury. Ella era muy buena. Ella nunca trabajaba los domingos.»

3. A Él y al prójimo

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser» . San Marcos, cap. 12.

Estamos en noviembre «Cómo se pasa la vida tan callando», reza la copla de Jorge Manrique. Después de los días, de las luchas, de las cicatrices, no queda sino el amor a Dios y los frutos del amor al hermano.

Son múltiples, como las estrellas del cielo, los motivos para amar al Señor. También único y simple este motivo: Porque El es nuestro Padre. Porque todo cuanto tenemos nos vino de sus manos. Porque nos manda la alegría para invitarnos desde ahora a la fiesta del cielo. Porque alguna vez permite que el dolor se nos acerque, para que no extraviemos la senda.

Amémosle porque sale el sol y porque llueve. Porque nos permite ver, oír, oler, gustar, tocar: Esas cinco maneras de construir el universo. Porque nos sacó de la nada. Porque permite que los demás nos quieran. Porque tenemos dos manos y dos pies.

Porque nos regala un arado, y tierra fértil ante nuestros pasos. Porque los grandes personajes del mundo, después de tanto hablar, a ratos se ponen de acuerdo. Porque tenemos un poco de alimento en la despensa. Porque sabemos sumar, restar, multiplicar, y dividir. Porque si tú quieres, pasado mañana compartirás el Reino de los Cielos.

Porque existe el radar, las computadoras, las guitarras y las estrellas, los lápices de colores y el pasto verde, silencioso y humilde. Porque nos ha dado como Madre a Nuestra Señora.

Porque todavía están vigentes las cinco vocales que aprendimos cuando niños. Porque ha perdonado y olvidado nuestros pecados. Amémosle. Si somos personas interesadas, porque esto nos traerá mucho provecho. Si no lo somos, porque El tampoco lo es…

Y a nuestro prójimo. Una leyenda rusa nos pinta a un Dios que no es el nuestro: Tuvo Demetrio que salir hacia un lugar en la estepa, para celebrar allí una importante reunión con Dios. En el camino encontró a un viajero cuyo carruaje se había atascado. Se detuvo a ayudarlo mucho rato. Luego retomó su camino de prisa. Cuando llegó jadeante al lugar de la cita, Dios no lo había esperado.

Nuestro Dios no acostumbra a citar a sus hijos en la estepa. El viaja por todas las sendas bajo la forma de caminantes menesterosos. Podemos reconocerlo de inmediato en el herido por los ladrones, o en el vencido por la fatiga, en el que no tiene alimentos para continuar la escalada.

Simón de Cirene miró a un condenado a muerte. Se ofreció a ayudarlo cargando la cruz. Era el Hijo de Dios.

En la tarde de la vida, dice San Juan de la Cruz, seremos examinados sobre el amor. ¿Amor a Dios? Sí. Pero también amor a los hambrientos, a los sedientos, a los desnudos, a los enfermos, a los encarcelados…

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Trigésimo segundo domingo

1. Una pobre viuda rica

«Dijo Jesús: Os aseguro que esta pobre viuda ha echado más en la alcancía que nadie. Ha echado todo lo que tenía para vivir». San Marcos, cap. 12.

Asediados por la sociedad de consumo, hemos erigido frente al dilema de Hamlet, «ser o no ser», otro no menos válido: Ser o tener. Pero «el hombre es más por lo que es, que por lo que tiene», nos dice el Vaticano II.

Sin embargo, no es tan simple el asunto. ¿Bastaría desprendernos de todas nuestros bienes para llegar a ser personas y cristianos? Pero un desprendimiento absoluto es imposible. Ya explicó Aristóteles que el poseer hace parte de nuestra naturaleza racional.

De otro lado, algunos que consiguen esa la meta de ser, enseguida orientan su logro a dominar a los demás. O bien a figurar. Y a veces a herir con su conducta. Aquella viuda pobre, que echó apenas dos reales en la alcancía del templo, no andaba por estas finuras ideológicas. Solamente era una judía piadosa. Había aprendido, desde sus posibilidades, a sostener el culto a Yahvé. Muerto su marido, la escasa hacienda se le iba de las manos, pues entonces no se urgían las leyes del Deuteronomio, en favor de los huérfanos y las viudas.

Jesús observaba la escena. Llegaba la gente acomodada a desgranar su ofrenda abundante en la alcancía, una bocina metálica, adosada al muro del templo. Llegó también la viuda. Ella, que no podía comprar un ternero o una oveja para el sacrificio vespertino. Ni siquiera un par de tórtolas. Pero con esas dos monedas quería unir su existencia al Altísimo. Pretendía ser fiel a aquella alianza que sus padres había sellado con Yavéh.

Imaginamos la timidez de mujer al entregar su ofrenda. Miraría hacia atrás, por ver si alguien la observaba.

Tal vez sus ojos se cruzaron los del Maestro, pero éste para no avergonzarla, se volvió a sus discípulos: «Os aseguro que esta pobre viuda ha echado más en el cepillo que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».

Aprendemos aquí el programa de ser para amar. Lo cual se convierte de inmediato en compartir. Y comprendemos que el Evangelio nos motiva de forma indirecta a tener. Ojalá en abundancia, para convertir lo conseguido en lenguaje y herramienta del amor.

La sociología ha ordenado los bienes materiales en tres grupos: Necesarios, útiles y superfluos. Una clasificación muy subjetiva que varía según las culturas, los gustos y las circunstancias.

El Evangelio no aporta una clasificación semejante. La deja al leal saber y entender de cada uno, es decir, al sentido cristiano de nuestros inventarios y contabilidades. Según vamos creciendo en el amor, muchas cosas que ayer nos parecían necesarias dejan de serlo. Y el tiempo nos enseña que para ser felices, bastan muy pocas cosas. ¿Cómo no aprovechar entonces la ocasión para hacer «imprudencias» parecidas a la de aquella viuda?: Entregó lo que tenía para vivir y empezó a ser rica de otro modo.

El amor verdadero -a Dios y al prójimo- incluye siempre un notable ingrediente de riesgo. Que en idioma evangélico se llama confianza en el Señor.

2. Todo lo que tenía para vivir

«Jesús les dijo: Todos han echado de lo que les sobra, ésta en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir». San Marcos, cap. 12.

El que poco tiene se siente, al escuchar este pasaje de Marcos, reconfortado y acogido. A quienes poseemos nos enternece la historia de la viuda: ¡Que desprendimiento! O bien nos asalta alguna sombra de remordimiento: Quizás debiéramos dar más. La próxima vez, si la sombra persiste, aumentamos un poco la limosna en el templo.

Cómo buenos hijos de la época, interpretamos el Evangelio desde una perspectiva económica. Cómo si la ofrenda de la viuda sólo hubiera sido cuestión de dinero: Cuánto y en qué porcentaje.

Pero Jesús se refiere más a la persona, a lo que tenía para vivir. Y esto abarca desde la salud hasta el amor, pasando por el tiempo, las habilidades, los talentos, el acceso a las decisiones, las oportunidades, las palabras y los sentimientos.

¿Cuánto de esto hemos entregado a la entrada del templo?

Somos los expertos del «No puedo», «No tengo tiempo», «Lo necesito», «Lo trabajé», «Dios me lo dio para vivir».

Por otro lado, callados, desapercibidos, insignificantes, están los que lo ofrecen todo.

La joven que por cuidar de unos padres enfermos, renuncia a la maternidad.

El agente de policía que da la vida protegiéndonos, sin tener en cuenta nuestra altivez, terminando su historia en unas cuantas líneas de una reseña judicial.

La religiosa que entrega su tiempo para servir a los enfermos en un hospital pobre, o anunciando al Señor entre las incomodidades de la selva. El muchacho que vemos a través de la lluvia, tratando de hacernos más viable el lodazal de nuestras carreteras.

El empleado anónimo que sostiene una familia numerosa y elabora la infraestructura de lo que, más tarde, será el prestigio de un gerente. El joven sacerdote, perdido e incomunicado en alguna parroquia de la montaña, sin nadie con quien hablar su propio idioma.

La trabajadora de planta, sumida veinte o treinta años en tareas que no figuran en el organigrama de la empresa. El campesino que se gasta por los suyos, sin cálculos ni consideraciones, y yace después olvidado en algún cementerio pueblerino.

Todos aquellos que lo han compartido todo, mientras nosotros damos, a veces a regañadientes, de lo que nos sobra. Ellos son los donantes anónimos que, cómo la viuda, no tienen público. Sólo Dios los contempla.

3. Allá en Dar-es-Salam

«Dijo Jesús: Os aseguro que esa viuda ha echado más que nadie. Los demás han echado lo que les sobraba, pero ella, lo que tenía para vivir». San Marcos, cap.12.

En África se cuenta a los niños esta historia alrededor del fuego: Salieron de paseo una gallina y un cerdito. Sin darse cuenta, se fueron acercando a la ciudad. En la vitrina de un restaurante se leía: «Desayuno: jamón y huevos».

- Entramos? preguntó entusiasmada la gallina. - Un momento, respondió el cerdito. Yo tengo que pensarlo muy bien. Lo que para ti es una contribución, para mí… es un compromiso.

Existe también para nosotros, cristianos, una gran diferencia entre contribuir y comprometernos. Esta viuda del Evangelio no se limita a contribuir con sus reales: Compromete su subsistencia.

¿Qué nos sucede cuando empezamos a adquirir cosas, propiedades, títulos o cargos? El proceso es el mismo. Nos habíamos comprometido con el Evangelio. Pero luego, nos limitamos a contribuir de vez en cuando.

Un joven médico hizo su año rural en un pueblo sin nombre. Se sacrificaba por sus enfermos. Era amigo y consejero de todos. . Luego se especializó en el exterior. Ahora su consulta vale mucho dinero. Camina de prisa: Que ningún inoportuno lo detenga.

Ya no tiene amigos. Tan sólo tiene pacientes. Detrás de tantos muros se ha quedado solo. Contribuye, claro. El cheque lo entregará su secretaria.

Igual cosa puede sucederle al sacerdote. Comenzó su trabajo en una aldea. Luego orienta un programa de pastoral especializada. Ya no tiene contacto con la gente. Por eso habla de laicado, estamentos, programas y objetivos. Se ha olvidado de los nombres propios.

Así la maestra de escuela, amiga un tiempo de los niños y padres de familia.

Llega a ser la directora y entonces se refiere a áreas, al estudiantado, la comunidad educativa… y ya no es invitada a la mesa de los pobres.

El ejecutivo joven se codeaba con el obrero en la sala de máquinas, pasa ahora ante él con un «Buenos días» indiferente. Y habla del personal, olvidando que personal viene de persona.

El político en germen que alternaba con el campesino, se aparta con el tiempo de su gente y por eso lo preocupan las masas, el conglomerado y el partido. A todos nos sucede. Adquirimos cosas y con ellas, alarmas, rejas y porterías para defenderlas. Y nos quedamos solos y distantes.

Decimos: Es inevitable. ¡Qué lástima, es la vida! Ya no podemos comprometernos. Nos limitamos a contribuir. Sin embargo hay personas que, en medio de las responsabilidades, los cargos y los títulos viven a plenitud el Evangelio.

Pero volvamos a aquella viuda pobre. ¿Como padres de familia, nos limitamos a dar vestido, alimento, educación; o sabemos comprometer nuestra tranquilidad y nuestra paz con cada uno de nuestros hijos?

¿Como amigos, sabemos sacrificar nuestro descanso por ayudar a otro, por acompañar su soledad, por confortar su desaliento?

¿Nuestro tiempo, nuestro precioso tiempo, lo sacrificamos para enseñar, aconsejar, para curar, para luchar por un mundo mejor?

En una palabra: ¿vivimos nuestro cristianismo como un compromiso o apenas como una contribución pasajera?

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Trigésimo tercer domingo

1. La experiencia final

«Dijo Jesús: Entonces vendrán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad». San Marcos, cap. 13.

Dos idiomas se unieron para fabricar la palabra experiencia. Un hermoso vocablo que se abre con el prefijo latino ex y nos invita a salir de nosotros mismos para encontrar el mundo. Viene enseguida la preposición griega peri, que ordena rodear la cosa conocida y desentrañar su misterio. Y al final encontramos el sustantivo latino ens, que en el plural se vuelve entia.

Lo dice la teología actual: Fe no equivale a un conocimiento frío de Dios. Se identifica más con la experiencia. Se trata de salir de nosotros en búsqueda del Señor. Y luego guardar en lo interior la huella imborrable de ese encuentro.

Jesús, durante su predicación, explicó de diversas maneras esta experiencia. Pero no quiso soslayar un tema que preocupaba a sus oyentes, como también nos preocupa a nosotros: ¿Cómo ha de terminar la historia de este mundo?

Aquello que llamamos juicio final, el pueblo judío al contacto con la cultura griega, lo había vestido de curiosos ropajes. A lo cual hacen eco los evangelistas: Vendrá el Señor, igual que un rey que vuelve a recuperar su territorio. Dios aparecerá sobre las nubes, con todo su poder y majestad, nos dice san Marcos. San Mateo y san Lucas hablan de señales en el sol, la luna y las estrellas. De trompetas que retumbarán sobre los cuatro puntos cardinales.

No podemos restarle importancia a este acontecimiento. La vida de cada hombre se termina. También se acabará el universo, aunque no tan pronto como ciertos grupos agoreros anuncian. Pero no es lícito borrar las otras páginas del Evangelio, para interpretar esta circunstancia final.

Nosotros, que hemos pecado, sentimos temor del juicio, pero podemos iluminar ese futuro con las anteriores experiencias de perdón que Dios nos ha brindado.

Anteriormente se motivaba al cristiano a impetrar con angustia la perseverancia final. Hoy convendría más bien esperar confiadamente la experiencia final. Ese día veremos cara a cara a Aquel, a quien entregamos nuestra vida, a pesar de tantas mezquindades. Comprobaremos entonces que sí es pastor bueno y padre misericordioso. Es el dueño del campo que no permitió arrancar la cizaña antes de diferenciarla del trigo. Es el mismo que reprendió a los Zebedeos, porque pedían fuego del cielo sobre una ciudad samaritana.

Sin embargo, la zozobra nos invade, cuando proyectamos sobre Dios nuestros esquemas personales: Esa incapacidad humana de perdonar del todo. Nuestra generosidad a cuenta gotas. Esa estrechez de miras hacia quien ha fallado. Nos gusta a veces imaginar a Dios como vengador, con tal que su castigo arrase a nuestros enemigos.

La fe de cada día, donde experimentamos el pecado y el perdón, la lejanía y el regreso, ha de ensayarnos para la experiencia final, «la venida gloriosa de nuestro Salvador, Jesucristo». Pero experiencia cristiana no es acumulación de actos piadosos o colección de calendarios. Es ante todo profundidad del alma. Es sentir que Dios nos hace suyos en las buenas y en las malas.

Cuando comprobamos por medio de Jesús que Dios sana y alegra y perdona, nuestro ser interior se va irguiendo, hasta encontrarse cara a cara con el Altísimo.

2. No tengáis miedo

«Aprended lo que os enseña la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca». San Marcos, cap. 13.

Existe un mundo en el cual el dinero es el dinero, el pan es pan y el vino es solamente vino. Las cosas son, pero no significan. Quienes viven ahí no aprendieron a mirar el futuro, ni a buscar detrás de las apariencias.

Más allá hay otro mundo. En él, nuestro dinero habla de compartir, el pan significa fraternidad y el vino tiene sabor de alegría fraterna. Allí las cosas son y significan. Los habitantes de este mundo aprendieron a vivir en futuro y encuentran mensajes detrás de las simples apariencias. Aprendieron la parábola de la higuera. Cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, es porque la primavera está cerca.

Ellos saben de crisis que son, al fin y al cabo, dolores de crecimiento. Comprenden el fracaso cómo una asignatura en la universidad de la vida y el triunfo, cómo el resultado de muchos esfuerzos.

Rara vez sienten miedo. Ese miedo vital que afecta a la sociedad contemporánea: Miedo de quedar mal. Miedo a la soledad. Miedo del otro. Miedo al compromiso. No los asustan la catástrofe, ni la inseguridad económica, ni las vicisitudes del amor. Se sienten siempre acompañados.

Su vida tiene sentido, porque interpretan los acontecimientos en clave de esperanza.

Nuestros abuelos hablaban del mes de los temblores. Nunca averiguamos cuál mes era. Quizás noviembre con su repertorio de expectativas y zozobras:

Se acaba el año, uno de nuestros hijos lo ha perdido. Se espera el balance de la empresa. Ya se habla de reajuste en los precios. Estamos un poco más viejos y más solos. Algunos amigos ya se fueron. Guardamos todavía una colección de problemas por resolver. Nos angustia esa ilusión agridulce de las vacaciones.

Sin embargo, para el cristiano todo es transparente. Comprende que esta marea de noviembre trae a la playa todos los elementos para fabricar un pesebre. Es decir que con ella, Dios vuelve a la tierra. Aparece visiblemente en nuestra casa. «Así cuando vemos suceder todo esto, sabemos que El esta cerca, a la puerta» nos dice el Evangelio.

Hace unos años, hecho sin precedentes en el Vaticano, el Papa escogió a un escritor laico para transmitir su pensamiento sobre la fe, las costumbres, la Iglesia, el mundo. Juan Pablo II le confió todo esto a André Frossard.

Le habló de su juventud y le permitió recoger, en el último capítulo, sus impresiones sobre el atentado del 13 de mayo de 1981. El libro se titula de este modo: No tengáis miedo.

3. Teología del fracaso

«Dijo Jesús: El sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo. Entonces verán venir al Hijo del Hombre»… San Marcos, cap. 13.

«Sólo es Todopoderoso puede juzgar el fracaso», nos dice Morris West. Una verdad muy conveniente cuando nos llegan horas amargas. Momentos en que el mundo se nos ha venido encima.

«Ha muerto el hijo que era nuestra esperanza». «Antes nos comprendíamos; ahora estamos viviendo un infierno». «Puse en el otro mi confianza; y me paga de este modo»… «Nunca creí bajar tan hondo; pero ya no tengo remedio»… «El abogado luchó hasta lo último, pero siempre lo condenaron».

Son los embates crueles del fracaso, del despojo, de una pobreza trágica, de una verdad irremediable. Algo semejante a lo descrito por los evangelistas, con hipérboles muy orientales, en el Evangelio de hoy. Le hablan a la comunidad cristiana de las tribulaciones que quizás ya ha sufrido la Iglesia. «El sol se hará tinieblas, las estrellas caerán del cielo».

Pero el Señor nos invita a descifrar los signos de los tiempos. Aquellas circunstancias que señalan la venida del Hijo del Hombre, a pesar de todas catástrofes.

San Marcos dice que el verdor de la higuera anuncia la primavera próxima. Y san Mateo añade que el color del cielo predice el verano y las lluvias.

Comprendemos entonces desde la fe que cuanto más oscura la noche, está más próxima la luz.

Que mientras más nos abrume la vida, Cristo está más cerca.

Los cristianos nos distinguimos siempre por una fuerza de esperanza. No caminamos despreocupadamente, como afirmaba Nietzsche, sobre los campos de batalla, con una flor entre los labios. Somos sujetos pacientes y dolientes de todas las catástrofes humanas, pero nunca dejamos extinguir la confianza. En todos los calvarios adivinamos la alegría luminosa de la resurrección.

No afirmamos que los dolores y tragedias son el único escenario para el advenimiento del Señor. Pero nos consta de la costumbres de Dios: Como el buen samaritano se detiene para aliviar al que está caído en el sendero. Igual que el Buen Pastor, deja las noventa y nueve ovejas para buscar la extraviada. O como el peregrino de Emaús, se junta con los desconsolados en el camino, para darle sabor a sus desabridos pensamientos.

En cada noche podemos encontrar su palabra segura, su mano que apoya la nuestra, el calor de su amistad y su cercanía que es descanso.

Alguno que había sufrido mucho escribió para nosotros: «Durante 30 años, caminé en busca de Dios, y cuando al final abrí los ojos, descubrí con sorpresa que era El quien andaba buscándome». Quienes han madurado en la fe se saben de memoria la teología del fracaso.

— o o o —

Trigésimo cuarto domingo

1. Esperando aquel reino

«Preguntó Pilatos a Jesús: ¿Luego tú eres rey? Jesús le contestó: Tú lo dices: Soy rey. Yo para esto he nacido». San Juan, cap. 18.

Una de las obras más célebres de Samuel Beckett, premio Nóbel de literatura en 1969, se titula «Esperando a Godot». Es un drama, en el que cuatro personajes desafían el tiempo, aguardando la llegada de un extraño visitante que nunca aparece. Al fin, cae el telón ante el desconcierto de los espectadores.

La vida cristiana tiene algo en común con esta obra del dramaturgo irlandés. Se nos dice que el Reino de Dios ya está entre nosotros, pero no acertamos comprender dónde, ni cómo. Y nos pasamos la vida esperándolo sin que jamás nos tranquilice su presencia.
Pero ¿qué significa Reino de Dios? Quiere decir la realeza y superioridad del Señor sobre todos nosotros. También expresa el reino o territorio donde El ejerce su dominio. Pero conviene entender ese Reino más bien como reinado: La tarea del Creador de llevarnos a las metas que El se propuso al comienzo.

El Evangelio explica todo esto de dos formas, al parecer opuestas: El reinado de Dios se nos da gratis: «No temáis, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino», leemos en san Lucas. Pero exige, sin embargo, que «cumplamos la voluntad del Padre», como escribe san Mateo. Este reinado hay que pedirlo diariamente. «Venga a nosotros tu Reino», repetimos en el Padrenuestro. Y a la vez él ya está entre nosotros. Un Reino que ha de abarcar todo el mundo. Pero que se construye con pequeñas actitudes: Se parece a un grano de mostaza… Al fermento que una mujer mezcla en la harina… A la semilla que el labrador arroja en su era.

Aquí miramos la doble cara de las cosas de Dios. Son del cielo, pero a la vez de nuestra tierra. Ya han llegado, pero es urgente conseguirlas.

De El dependen, pero necesitan nuestro diario esfuerzo.

Cuando Pilatos le pregunta a Jesús si es rey, el Señor responde serenamente: «Tú lo dices. Lo soy y para esto he venido al mundo». El procurador romano entendió esta afirmación frente a su experiencia romana y tuvo al Maestro por un loco. En cambio la Iglesia primitiva fue comprendiendo, paso a paso, cómo ha de ser este reinado de Jesús. Por eso lo recordaban en la fracción del pan, se amaban como hermanos y entre ellos nadie pasaba necesidad.

Hoy, los discípulos del Señor comprobamos que ciertos recintos de la tierra, así sean escasos, son de verdad Reino de Dios.

Los hemos construido con dos poderosas herramientas: La caridad y la palabra. Aquella, casi siempre escasa y desvalida como los hombres que socorre. Pero una caridad que es el sello oficial de ese Reino. Y la palabra, también a veces frágil, sin mucha calificación académica, pero fuerte en el amor y en la comprensión de los demás.

Felices nosotros si estamos comprometidos con la caridad que enseña Jesús y con su palabra. Con ellas diariamente ejercitamos virtudes simples y alcanzamos metas elementales.

Pero de esta manera lograremos que el Reino llegue al mundo, quizás no con la rapidez que exigen nuestras impaciencias. Pero sí con las seguridades que Dios promete.

2. Cuando decimos rey

«Jesús le contestó a Pilatos: Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo». San Juan, cap. 18.

Hay un libro de un fraile español, que nos explica los diversos nombres con que la Biblia se refiere a Jesús. Le llama Monte, Camino. Esposo, Retoño, Rey de reyes…

Pero decía con razón un filósofo que las palabras son apenas pobres vasijas, incapaces de contener nuestras ideas y nuestros sentimientos.

Decimos Rey y sentimos que la palabra nos puede llegar contagiada de dominio, ambición, prestigio humano, vanidad, paternalismo, derroche, anacronismo… Sin embargo cuando hablamos de Dios, podemos tomar esa pequeña palabra de tres letras y llenarla de un nuevo contenido, el auténtico signo de unidad y destino común.

El reinado de Cristo es presencia, comprensión, conocimiento, previsión, sencillez, renovación, servicio. De hecho, por extraño que parezca, todos anhelamos un rey.

Buscamos a alguien que penetre en nuestra intimidad, respetándola. Alguien que nos permita seguir siendo nosotros, pero que nos ilumine desde fuera. Alguien con una inmensa capacidad de perdón. Pero alguien, a la vez, que nos exija y nos proyecte. Alguien que nos acoja dentro de un grupo que avanza hacia el futuro.

A veces creemos haber encontrado, al rey. Y cómo buenos súbditos, obedecemos, pagamos tributo, colaboramos, difundimos su ideología y extendemos su Reino.

Pero de pronto, nos encontramos dentro de un reino que no nos satisface:Un amor absorbente nos destruye.

Una ambición desmedida nos consume. Un trabajo sin sentido nos despersonaliza. El egoísmo nos aísla. La infidelidad nos separa.

Verificamos nuestra equivocación pero el ansia persiste. Sin embargo, existe un rey único, el que hace preguntar a Pilatos: «¿Eres tú el Rey de los judíos?.

Sin pretenderlo, el procurador romano nos anuncia la realeza de Cristo. Aunque su Reino no es de este mundo. No porque ignore las condiciones humanas, sino porque presenta una dimensión más amplia.

Cristo, nuestro Rey, nos permite ser nosotros mismos: -Zaqueo, baja pronto porque conviene que hoy me hospede en tu casa. Penetra en nuestra intimidad: Cinco maridos has tenido y el que ahora tienes no es marido tuyo. Nos ilumina desde fuera: Señor, veo que eres un profeta. Posee una inmensa capacidad de perdón: Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más. Nos exige y nos proyecta: Yo os haré pescadores de hombres.

Nos sitúa en el grupo de sus amigos, gente de avanzada en el Evangelio: Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os he mandado.

3. Yo no me acuerdo

«Preguntó Pilatos a Jesús: ¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le contestó: ¿Dices esto por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?». San Juan, cap. 18.

Anatole France imagina un diálogo con Pilatos, al final de su vida. Su interlocutor, un amigo de los tiempos de Palestina, le pregunta: - ¿Te acuerdas de aquel incómodo episodio con ese profeta galileo, que mandaste a la cruz por complacer a sus acusadores? Si mal no estoy, se llamaba Jesús de Nazaret.

-¿Jesús… Jesús de Nazaret? - responde Pilatos- Yo no me acuerdo… Sin embargo, los cristianos recordamos a diario, con encendido corazón, a ese profeta de Nazaret, mientras que el nombre de Pilatos ningún documento profano lo consigna. Tal vez alguna piedra que haya sido descubierta últimamente.

Nos cuenta el Evangelio que el gobernador interroga a Jesús, lo remite a Herodes, lo presenta al pueblo coronado de espinas, lo pone en competencia con Barrabás y finalmente lo condena a la cruz, por temor al césar.

Pilatos y Jesús son el rey y el reo. Pero a través del diálogo que San Juan nos transmite, se van invirtiendo los papeles. La figura de Pilatos desaparece de la escena y de la historia, como si fuera un rey de fantasía y el reo se convierte en nuestro rey.

Cristo puede ser en nuestra vida el rey o el reo. Cada cual libremente le asignará un papel.

Será el rey si le amamos, si lo situamos en la mitad de nuestra existencia. Como explicaba un joven con mucha originalidad: «Cristo es para mí como el eje en que se apoyan los radios de mi bicicleta. Mis estudios, mis preocupaciones, el amor a mi novia, el dinero, el futuro, aún mis pecados van hacia El, dicen una relación viva, fuerte, continua, con El. Ante cada una de estas cosas yo me acuerdo de Cristo, el Amigo».

Lo había dicho el Eclesiástico con otras palabras: «Un amigo es defensa, es remedio y tesoro».

Será el reo si buscamos deshacernos de El. No queremos condenarlo, pero nos vence el miedo. Como a Poncio Pilatos, cuando le gritaron: «Si sueltas a ése, no eres amigo del césar». Entonces entregó a Jesús para que le crucificasen.

Es mejor despedir a Cristo porque su presencia y su compañía nos complican la vida.

Señala un autor: «Si se trata de Cristo, nunca sabe uno cuándo empieza ni cuándo y dónde acaba la aventura. Cuando uno se embarca con El, lo mismo puede sobrevenir una tormenta a punto de naufragio o una pesca milagrosa, con riesgo de romperse las redes y hacer agua la barca».

Entonces es mejor que se vaya, aunque sea por el camino de la cruz. No hay más remedio.

Un buen día, casi sin darnos cuenta, Jesucristo se ha ido de verdad y ya no significa nada para nosotros. Lo hemos declarado insubsistente, lo hemos desalojado como a un inquilino estorboso.

Y cuando nos pregunten: ¿Qué opinas tú de Jesucristo, aquel profeta que iluminó tu vida, cuya fe recibiste en el bautismo?. Quizá sólo podremos responder: ¿Jesucristo… Jesús de Nazaret?… Yo no me acuerdo.

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