TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Adviento - Ciclo A

La Anunciación

Primer domingo

1. Hermanos, porque veléis

«Dijo Jesús: Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Estad preparados porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre». —San Mateo, cap. 24.

«Hermanas, porque veléis, se os ha dado hoy este velo; y no os va menos que el cielo, por eso no os descuidéis»: una letrilla que cantaba santa Teresa con sus monjas, cuando las postulantes vestían el hábito del Carmen.

Velar, en el idioma del Evangelio, equivale a descubrir el sentido de la vida y obrar en consecuencia. Para que nosotros velemos se nos ha dado la razón, alumbrada por la fe, la experiencia en los caminos de la tierra, la presencia de los amigos, los acontecimientos…

Jesús señala que algunos sólo se preocupan de lo material, de lo inmediato, de aquello que produce ventajas a corto plazo. Así sucedió en tiempos de Noé. Pero vino el diluvio y los encontró desprevenidos.

Existe otra manera de comprender la propia historia: con perspectiva hacia el futuro. Cada paso que damos nos acerca a un futuro positivo y estable, o nos aparta de él.

San Pablo les escribía a los fieles de Roma: «Ya es hora de despertar; dejemos las obras de las tinieblas y vistámonos las armas de la luz. Vivamos siempre como en pleno día. Nada de excesos, de inmoralidad, ni de violencia».

Ese velar es la actitud propia del Adviento que hoy comenzamos. Un tiempo que prepara ese mañana mejor, el tiempo del Mesías, cuando aceptemos a Dios quien nos habla dentro del corazón, por medio de Jesucristo. Un futuro que el profeta Isaías describe con este rasgo poético: «De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra».

Cuenta una fábula que, ante los huracanes que azotaban la tierra, toda la naturaleza se puso de acuerdo para fabricar el arco iris.

El agua se ofreció a subir a la altura, en forma de vapor tenue. El viento prometió esconderse por unas horas entre los peñascos. El sol apaciguó sus rayos sobre la ladera del monte. Las rocas dijeron: «Venga enhorabuena este arco de colores para asentarse sobre nosotras». Las flores le regalaron sus variados pétalos. La tarde se hizo lenta y sosegada. Y hasta los pájaros juraron una tregua de silencio. Entonces un sereno arco iris, luminoso y transparente, tendió su curva multicolor desde el valle a la cima.

De inmediato, una bandada de palomas anunció a los hombres que un tiempo nuevo comenzaba en aquel rincón del planeta.

Velar, como dice Jesús, significa también estar dispuesto para realizar la obra de Dios. Ofrecerse, sin dar espacio al egoísmo, para construir en fraternidad un tiempo nuevo. Una tarea que comienza en el propio corazón, avanza en las relaciones de familia, se adelanta en el grupo social, se fortalece cuando escuchamos la palabra de Dios y participamos en la liturgia. ¿Sí estaremos dispuestos a fabricar de nuevo el arco iris?

Hermanos, porque velemos se nos da hoy la palabra del Señor, en este final de año, cuando tantos dolores nos golpean. Cuando la fe pretende disipar las nostalgias y darle un distinto color a los presentimientos.

2. En elogio de la rutina

«Dijo Jesús: Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre». —San Marcos, cap. 24.

Llega diciembre. El año se termina. Nos vienen a la mente las palabras de Job sobre la fugacidad del tiempo: «Corre más veloz que una lanzadera. Es como un soplo. Se deshace igual que una nube. Se desliza como una barca de papiro, se precipita como el águila sobre su presa. Brota como la flor y a la tarde se marchita: huye sin detenerse, como la sombra».

Job, como dice un autor, es un experto en melancolías. Pero los cristianos no podemos dejarnos llevar del pesimismo. Miramos el panorama de este año que concluye, y a pesar de todo, hallamos factores positivos.

Durante estos meses trabajamos, luchamos, avanzamos en el estudio, acumulamos experiencia. Hemos sufrido, pero quizás las cicatrices de nuestras heridas nos aportan beneficios. «El sufrir pasa, el haber sufrido no pasa nunca».

En otras palabras, durante todo el año hemos estado preparando la venida del Señor. Aguardarlo no requiere actitudes espectaculares ni proezas admirables. El Evangelio nos enseña a esperarlo dentro de la vida ordinaria.

Basta mantenerse despierto, no dejar extinguir la lámpara, arar el campo, moler el trigo, edificar la casa, echar la red todos los días. Escribir con la vida el elogio de una rutina amable y meritoria, que se llama fidelidad.

En muchos círculos se desprecia la rutina. Se afirma que es propia de la máquina e indigna del hombre. Pero no podemos ser injustos.

Son rutina los gestos y las palabras de quien ama, la pericia del piloto, la facilidad del artista, la constancia de la madre, la consagración del científico, la capacidad del deportista, la terquedad del fanático, la perseverancia del comprometido en un proyecto.

Es rutina la fe. La caridad, con el correr del tiempo, se convierte en costumbre y la esperanza nace espontáneamente, cuando amamos a Dios.

Celebrar la Navidad es sentir que el Señor está cerca.

Quizás con los días se ha desvanecido este gozoso sentimiento. Porque el trabajo, las ocupaciones, nuestros fallos, las penas, nos sumergieron en nuestro yo y dejamos de percibir al amigo de todos los momentos.

Pero se acerca la Navidad. Viene a decirnos que el Señor nos ama. Nos trae la oportunidad de reconciliarnos con Él.

Regresa en la presencia de «un niño», en el amable paisaje de Belén, en el calor de la familia.

Todo esto nos recuerda que Él está con nosotros.

Continuemos tejiendo nuestra rutina diaria. Esa rutina innominada y gris, que iluminada por la fe se torna gloriosa, se vuelve resplandeciente.

3. Una Navidad distinta

«Dijo Jesús: Estad en vela. Estad vosotros preparados porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre». —San Mateo, cap. 24.

Diciembre es un mes equívoco e incierto. No sabríamos asignarle un color, una precisa dimensión, una ortografía espiritual. Es tiempo de acoger a Dios que se hace hombre. Pero muchos de nosotros nos esforzamos por excluirlo de nuestra vida.

Es tiempo de intimidad en familia. Pero nuestras diversiones conspiran contra esa paz y esa unidad. Es tiempo de ternura y alegría. Pero azuzamos la violencia y fabricamos dolor con nuestros comportamientos paganos.

Hemos convertido a diciembre en feria de baratijas. Regalamos cosas a granel, cuando sería más cristiano darnos en la amistad sincera, en la celebración fraterna. Volvimos este mes un tiempo de irreflexión y de cansancio, cuando pudiera ser época de recogimiento y de descanso.

San Mateo nos invita a velar, a estar preparados ante la venida de Dios que es inminente.

¿En qué consistiría esta preparación? Fundamentalmente en tres actitudes:

Vida de familia: podemos programar nuestras actividades y diversiones para que nos reúnan. Que haya lugar para la integración y el compartir. Que cada uno de nosotros se sienta a gusto en casa. El Pesebre, los adornos de Navidad, le darán al hogar un rostro nuevo, para ayudarnos a estrenar alegría, sinceridad, acogida, ilusión.

Sencillez de vida: nos dejamos manipular de la sociedad de consumo y gastamos irracionalmente. Muchas familias necesitan lo que para nosotros es superfluo.

No profanemos los aguinaldos haciendo de ellos un insulto a nuestros hermanos más necesitados, ni menos una comedia donde cada uno quiere ser más ostentoso. Nuestros obsequios pueden perder su capacidad de comunión y de diálogo.

Acercamiento a Dios: al hacerse hombre, Él se puso a mitad de camino y aguarda que nosotros recorramos lo que falta. Nos acercamos a Él cuando ponemos en orden la conciencia. Cuando hacemos un balance sincero y humilde de nuestro año. Cuando contamos a los hijos la historia que sucedió en Belén aquella primera Navidad. Cuando perdonamos y buscamos el perdón. Cuando celebramos los sacramentos, y participamos en la liturgia.

Todos podemos construir una Navidad nueva y distinta para que Dios se haga visible en cada institución, en cada hogar, en cada conciencia. Descubriremos entonces una forma inédita de alegría, más diáfana y serena. Nos sentiremos más capaces de comunicación y más comprometidos con nuestros hermanos. En vez de tanta algarabía escucharemos mansamente a Dios que habla con nosotros de temas de amistad y de progreso.

Es todo ello una edición renovada de lo que sucedió en el pesebre hace muchos siglos: cantaron los ángeles, se acercaron los pastores, María y José adoraron al Niño y el mundo empezó una nueva era de justicia y salvación.

— o o o —

Segundo domingo

1. Concierto a cuatro manos

«Por aquel tiempo, Juan el Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando: Convertíos porque está cerca el Reino de los Cielos. De él anunció el profeta Isaías». —San Mateo, cap. 3.

Jorge Federico Haendel fue un renombrado músico alemán, nacido a finales del siglo XVII. Para honra suya y perpetua memoria nos dejó El Mesías, del género llamado oratorio que, inspirado en un tema religioso, puede representarse en escena.

Podríamos sentir que el Adviento es un drama cristiano, cuyos actores somos los creyentes. Su melodía es ejecutada a cuatro manos por dos grandes personajes de la Biblia: Isaías y Juan el Bautista.

Los acordes del profeta nos transportan a tiempo futuro. Cuando sea realidad ese Reino anunciado por Jesús: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los apacentará. El niño jugará cerca al agujero de la víbora». ¿Será esto un poema oriental? ¿Una página de Las mil y una noches? ¿Palabrería alienante?

Los cristianos, al escuchar a este profeta que vivió unos ocho siglos antes de Cristo, avivamos nuestra capacidad de soñar, elemento indispensable en la fe. Apoyamos nuestra historia en el Mesías y reconocemos su poder de reconciliación y de justicia.

Si nuestro cristianismo no sana este presente que padecemos, para enrutar así el futuro, no será más que una piadosa ideología.

La Biblia nos presenta la fe como una alianza de amor, igual que un desposorio, que tuvo lugar cuando Dios se hizo hombre. A ese hecho portentoso le canta un poeta: «Belén, capullo de rosa, prendido sobre la airosa capul de la madrugada. Capital de la alegría, esquina do la hidalguía de Dios desposó mi nada». Pero ese amor ha de hacernos responsables para orientar la historia. De lo contrario, Dios no estará contento de haberse enamorado de nosotros.

Mientras tanto, el Precursor hace resonar una melodía áspera e hiriente: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo que llega? El hacha está lista para cortar los árboles que no producen. El Señor tiene en su mano el trillo para limpiar el trigo y quemará la paja en el fuego. Convertíos, porque el Reino de Dios está cerca».

El Bautista pretende sacudir nuestra modorra. Pero además de su rudo sermón, nos entrega una buena noticia: «Se acerca el Reino de Dios». Esto quiere decir que el mundo tiene remedio todavía. Que no podemos sepultar la esperanza.

Juan nos invita a buscar, más allá de todo consumismo, un encuentro cara a cara con Dios. Más allá de tantas luces impertinentes, a descubrir la estrella de Belén. Más allá de nuestros pecados personales y sociales, a avivar una sed invencible de justicia. A rescatar, entre el barullo de diciembre, un trozo de silencio para escuchar a Dios.

Suena y resuena la melodía de este Adviento que se transforma en villancico. Mientras tanto, los discípulos de Cristo mantenemos el corazón firme bajo los golpes de la vida, pero acariciados también por la esperanza. El Reino de Dios está cerca. Mañana será todo mejor, si procuramos ahora convertirnos. «Belén, feria de esperanza y de bienaventuranza para el pobre y el pequeño. Sobre el borriquín plateado del pesebre, va humillado por tus caminos mi ensueño».

2. Está cerca ese Reino

«Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: Convertíos porque está cerca el reino de los Cielos». —San Mateo, cap. 3.

El profeta Isaías sueña en su libro con los tiempos futuros, cuando venga el Mesías a salvar a su pueblo: «El lobo habitará con el cordero, el novillo y el león pacerán juntos, el niño jugará junto al escondrijo de la serpiente. No habrá daño ni estrago, porque estará el país lleno de la ciencia del Señor».

Muchos otros autores del Antiguo Testamento profetizan también ese reino de Dios con alegorías de paz y signos de prosperidad. Este mismo reino que el Bautista anuncia como próximo y por el cual nos pide convertirnos.

Esa conversión es un hecho para unos pocos. Son aquellos que han cumplido ya toda la tarea del Evangelio, hasta las Bienaventuranzas.

Pero muchos aún no hemos comenzado. Vivimos la Navidad como una etapa más del año, entre el ruido, el afán, la algarabía, la huida de nosotros mismos, el vértigo de los viajes y de las compras.

Damos la impresión de estar huyendo del misterio. Del misterio de un Dios que aparece como uno de nosotros.

Tal vez enfrentarnos al misterio equivaldría a quitarnos el disfraz y a descubrir lo que somos realmente.

En nuestra comedia navideña, el pobre se disfraza de rico, el triste de alegre, el solo de acompañado, el introvertido de extrovertido, el ignorante de perito, el indiferente de piadoso y el desconocido de importante.

Convertirnos, en esta Navidad, sería descubrir nuestra propia realidad y nuestros valores. Pero también mirar lo que nos falta y encontrar un camino de regreso, bajo un clima de gozo. Para esta conversión no es necesario disfrazarnos. Conversión es acercamiento a Cristo.

José y María llegaron a Belén tal como eran: un obrero y una mujer del pueblo. Llevaban a la vista su pobreza y su incertidumbre, a pesar de su confianza y su obediencia.

Los pastores no se disfrazaron de reyes, ni los reyes disimularon su condición. Reyes y pastores le obsequian al Niño lo que tienen: ni a los unos avergüenza su pobreza, ni a los otros intimida su opulencia.

Todos los actores en esta escena de Belén presienten, al desempeñar su papel, que habrá un segundo acto, cuando llegue ese Reino y ese Niño aparezca como es en realidad: el Salvador.

3. Sería muy fácil

«Por aquel tiempo, Juan el Bautista se presentó en el desierto de Judea. Llevaba un vestido de piel de camello y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y decía: Convertíos porque está cerca el Reino de los Cielos». —San Mateo, cap. 3.

Acostumbrados a vivir la Navidad como una fiesta de ruido y fantasía, nos extraña la figura agreste del Precursor. Más todavía nos asombra su mensaje: conviértanse, cambien de vida. Pero, al fin y al cabo, su palabra nos hace bien. Nos ayuda a resucitar ese cristianismo exánime y desleído que estamos viviendo.

Hemos creído, nos dice un escritor, que ser cristiano es asunto meramente de «religión». Pero se trata de todo lo demás.

Sería muy fácil ser cristiano, si consistiera en ir a misa los domingos. Pero la fe se vive todos los días de la semana.

Sería muy fácil ser cristiano, si equivaliera a colaborar en alguna obra de beneficencia. Pero se trata además de recortar nuestros gastos superfluos.

Sería muy fácil ser cristiano, si bastara la fidelidad conyugal. Pero es necesario seguir de cerca las preocupaciones de los hijos.

Sería muy fácil ser cristiano, si fuera suficiente ser justo en los salarios. Pero se trata además de promover a los obreros de la empresa.

Sería muy fácil ser cristiano, si bastara ceñirse a la ética profesional. Pero se trata de vivir la profesión como un servicio a la comunidad.

Sería muy fácil ser cristiano, si consistiera solamente en no tener pecado grave. Pero se trata de imitar a Jesucristo en la vida personal y social.

Sería muy fácil ser cristiano, amando a Dios sobre todas las cosas. Pero en el mismo renglón del Evangelio se nos invita a amar al prójimo como a nosotros mismos.

En este tiempo de Navidad grita con voz grave el Precursor. ¿Clamará en el desierto?

Pero también muchas otras voces nos predican la conversión: la situación social del mundo, donde la ciencia y la técnica no salvan, nos pide un cambio urgente.

La sangre a diario derramada en tantos lugares del mundo nos llama a convertirnos. Los problemas económicos que afectan a la mayoría de los habitantes del planeta nos dicen: cambia de vida.

Las parejas que fracasan en su matrimonio nos avisan con angustia: custodia los valores de tu hogar.

Los problemas de la juventud nos llaman a una más cuidadosa educación de los hijos.

No celebremos esta Navidad inútilmente. El Señor, que está cerca, nos sugiere un modo nuevo de mirar la vida y una forma distinta de vivirla.

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Tercer domingo

1. La pregunta de Juan

«Por aquel tiempo, Juan que había oído en la cárcel las obras de Cristo, le mandó preguntar: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?». —San Mateo, cap. 11.

Al oriente del Mar Muerto y cerca a Hebrón se hallaba la fortaleza de Maqueronte, prisión de Estado y a la vez palacio de invierno de Herodes.

Allí está cautivo el Bautista, aunque sus discípulos pueden visitarlo regularmente. Mientras tanto, por las región del Tiberíades, Jesús ha comenzado a predicar y la fama de sus milagros llega hasta el prisionero.

El relato de san Mateo hace imaginar que al precursor le asaltaba una duda: ¿ese pariente suyo, hijo del carpintero de Nazaret, sería en verdad el Mesías? Y si lo era, ¿no podría ahora libertarlo? Por esta razón, envía a un grupo de seguidores para que interroguen al Maestro.

Algunos biblistas rechazan esa duda del corazón del Bautista. Su recado pretende más que todo confirmar a sus discípulos que ahora se han ido con Jesús.

La respuesta del Señor enlaza su predicación con los profetas de Israel: «Id a contar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia».

Lo mismo había dicho Jesús cuando, en la sinagoga de Nazaret, leyó a Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí»… Ahora presenta sus credenciales en un recinto abierto, para todo el pueblo.

Los grupos religiosos que hoy abundan también nos preguntan, de manera directa o indirecta, a los bautizados: ¿son ustedes los verdaderos discípulos de Cristo?

De inmediato responderemos que sí, apoyando nuestra defensa en textos bíblicos, citas de los santos padres y argumentos de la tradición. Todo ello en un tono apologético y a veces desafiante.

Pero las palabras nunca superarán los hechos. Sólo convencerán al mundo de hoy quienes repitan los signos de Jesús, en un nuevo contexto.

Aquellos ciegos, inválidos, leprosos y sordos. Los muertos y los pobres que anhelan una buena noticia, también están entre nosotros. Es necesario acogerlos y ayudarlos con el poder del Evangelio. Lo cual se lleva a cabo desde una conciencia honrada y por el compromiso con los prójimos.

Hubo épocas en que el gran signo cristiano consistió en voluminosos tratados para confundir a los herejes. Más tarde, se levantaron suntuosas catedrales que señalaban con su torres al cielo. Y aun algunos creyeron que el Evangelio se hacía creíble por las armas. Pero hoy necesitamos otros signos.

El príncipe Kalemba está para morir. Sus tres hijos acuden desde una aldea remota.

—Vete a la región de los ancestros, le dice el primero. Sobre tu sepulcro sembraremos un árbol que nunca se marchite.

—No está bien, responde el moribundo.

—Puedes abandonar nuestro desierto, añade el segundo. Haremos escribir tu historia, para que la conozcan tus amigos y también tus enemigos.

—No está bien, responde el moribundo.

—Tu efigie —indica el tercero— seguirá presidiendo todas las oficinas de la provincia.

—No está bien, responde el moribundo. Si desean recordarme, sean ustedes hombres sin rencor ni violencia. Que no haya entre vosotros gente sin techo, niños sin clan, ni hambrientos, ni iletrados… No olvidéis que yo soy un cristiano.

2. La utopía de Dios

«Jesús respondió a los discípulos de Juan: Id a anunciar lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan, los leprosos quedan limpios». —San Mateo, cap. 11.

Al leer estas frases, sentimos deseos de salir con la lámpara de Diógenes a averiguar dónde será verdad tanta belleza. ¿Es esto un cuento de hadas? ¿Un sueño maravilloso? ¿En dónde se ha hecho realidad la utopía de Dios?

Un profeta que ha sufrido los rigores del exilio, promete a los judíos «la restauración de Judá», signo de la salvación que viene del Señor: «El desierto florecerá, se alegrarán el páramo y la estepa, se abrirán los ojos del ciego, oirán los sordos, los cojos saltarán igual que el ciervo, la lengua del mudo cantará».

Todas las utopías, asegura un autor, tienen el mismo ingrediente básico: la fraternidad universal. Describen un mundo maravilloso, en donde los hombres que lo habitan se dedican a ser hermanos.

Pero llega ahora la Navidad y verificamos que la fraternidad sigue siendo la utopía de siempre. La Iglesia misma, espacio ideal para esta mutua comprensión, dista mucho de presentar un rostro fraterno a todos los hombres.

Por todas partes el pecado nos impide conocernos, circunscribe nuestro amor y limita nuestra colaboración. La Navidad es tiempo propicio para anunciar el programa de Cristo, para realizar signos que presagien que la utopía de Dios es realizable.

¿Por qué, entonces, no desistir de un pleito? ¿Por qué no reconciliarse con aquel pariente?

Vemos que un niño rompe su alcancía para dar un aguinaldo a los pobres, que unos esposos encuentran frente al pesebre una nueva dimensión de ternura, que un padre explica a sus hijos cómo fue la primera Navidad.

Volvemos a compartir en familia el calor del hogar. Comprobamos que en todo ser humano existe una semilla de cambio. Aprendemos a mirar más allá de nuestros dolores. Volvemos a orar. Sentimos que el amor del Señor nos envuelve. Feria de Utopías es un libro de un autor español. Nos describe la utopía del amor, la del progreso, la del retorno a la naturaleza, la de la libertad, la de la filosofía.

Somos fabricantes de utopías. Cuando alguna nos falla, ensayamos otra, por si acaso.

Pero queda la Utopía de Dios. Tiene la dinámica de un amor todopoderoso. ¿Por qué no forjarla entonces en esta Navidad?

3. ¿Eres Tú el Mesías?

«Dos de los discípulos de Juan le preguntaron a Jesús: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? Jesús les respondió: Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo». —San Mateo, cap. 11.

En Navidad, parece que la felicidad estuviera más cerca de nosotros. Si algún extraterrestre nos observara desde el firmamento, nos miraría reír, abrazarnos, beber y celebrar, llenar nuestra casa de regalos, soñar… Soñar que siquiera una tarde hemos alcanzado la dicha.

Porque nuestra historia es la lucha continuada y repetida por ser felices, o al menos, por aparentar serlo. De ahí que cada mañana aguardamos la llegada de un Mesías que mejore nuestra suerte.

Para unos la felicidad consistirá en casarse. Para otros en separarse. Este desea ser nombrado embajador, realizar un viaje a Taiwán, cambiar de carro, terminar la casa campestre, recibir al fin la jubilación, pagar la última cuota del televisor, comprarse un vestido, comer siquiera dos veces al día, procurarse una manta, calmar un poco los dolores de la artritis, drogarse para ignorar las propias desgracias…

En resumen, ser feliz es una frase equívoca y multiforme que cobija desde el sonajero que un niño agita en su cuna, hasta el cohete que se acerca a los anillos luminosos de Saturno.

¿Pero nuestra fe tiene acaso una palabra sobre la felicidad? La tiene y muy concreta. El Maestro nos indicó los caminos de la dicha en el Sermón de la Montaña. Desde el comienzo de su predicación, cuando le interrogan los discípulos de Juan, el Maestro responde señalando los frutos de su venida:

Los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia una buena noticia.

No viene entonces Jesús a aniquilar nuestra existencia humana, sino a perfeccionarla. Viene a enseñarnos cómo se es feliz en el matrimonio, cómo se lucha por superar los conflictos familiares. Nos anima a cumplir fielmente nuestra vocación en la sociedad. Nos señala el valor relativo del automóvil o del apartamento. Nos añade a la jubilación el gozo del deber cumplido. Nos aclara que la televisión, el vestido y todo lo demás, valen la pena, si no opacan otros bienes más excelentes.

El Señor se hace presente en nuestra angustia para que lo llamemos Padre, para que confiemos en Él.

Hoy siguen desfilando ante nosotros muchos otros «mesías». Se anuncian de muchas maneras. Se llamarían progreso, deporte, técnica, cultura, arte, retorno a la naturaleza, nueva era.

Es natural que nos deslumbren y nos atraigan. Cada uno de ellos posee un reflejo de Dios y es un sedante para nuestros dolores.

Pero ninguno puede compararse con Jesús, el Dios hecho hombre. Son apenas humildes precursores que podrán afirmar como Juan Bautista: «Detrás de mí viene otro que puede más que yo. Y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias».

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Cuarto domingo

1. La noche de José

«La madre de Jesús, antes de vivir con su esposo, resultó que esperaba un hijo. José, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto». —San Mateo, cap. 1.

Un actor de cine ha tenido la ocurrencia de grabar la expresión «esta noche» en cincuenta diferentes tonos de voz. Allí se escuchan la zozobra, el miedo, la admiración, la ternura, el asombro, la amenaza, el cariño, la ira y otros variados sentimientos.

Pero de entrada, la palabra noche significa oscuridad, y en consecuencia ceguera y desconcierto: la amarga experiencia de José. María, con quien él se había desposado, antes de vivir juntos, resultó que esperaba un hijo. Aclara el evangelista que «por obra del Espíritu Santo». Pero esto nadie se lo había explicado al angustiado esposo. El Evangelio añade que, siendo José un hombre justo, no quiso pensar mal, ni denunciar a su mujer como lo mandaba la ley. Resolvió abandonarla en secreto. Y otras sombras más densas le abrumaron el alma.

Un escritor se atreve a investigar la situación anímica del patriarca: pudo pensar que María había sido violada durante su viaje a Ain-Karim, de visita a Isabel. Por esa ruta no escaseaban los maleantes. O sospechó que este embarazo provenía de Dios, pues el Antiguo Testamento narraba episodios semejantes. ¿Pero su fe alcanzó a iluminar tanta tiniebla? Pobre justo, obligado a avanzar en tinieblas hacia un lugar ignoto, sin conocer tampoco los caminos.

Cada uno en su noche es una novela de Julián Green. Un relato que quizás todos podríamos escribir, desde nuestras propias circunstancias.

En el lenguaje religioso se dice que la fe es una luz y le pedimos que alumbre nuestras sendas. Pero tal vez ella equivale más a una capacidad de avanzar bajo la noche. ¿Existirá una fe que nos ayude a nunca tropezar? ¿A iluminar todos los desconciertos?

Sin embargo, el evangelista no nos deja en vilo. Añade la contraparte de Dios en el problema: «Apenas José había decidido abandonar a su esposa, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo”». No ha faltado un autor que descubra en este ángel al mismo Gabriel, quien luego de visitar a Nuestra Señora se queda por las colinas de Nazaret para ayudar al dolorido cónyuge. Y san Mateo concluye: «Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el Señor y se llevó a María a su casa».

Los mensajes de Dios no siempre son claros. Por eso la Biblia los identifica con los sueños. Porque el Señor pocas veces ordena. Inspira. Hace signos, que es necesario interpretar y exigen, de nuestra parte, esfuerzo y una considerable dosis de confianza.

José aceptó luego el embarazo de María. En adelante no todo saldría bien, pero el patriarca sabía en su interior que Dios estaba de su parte.

Podríamos pedir a aquel actor de cine que añada otra «esta noche», para indicar la vida de la fe, en la cual avanzamos y tropezamos. La noche de San Juan de la Cruz. Que es oscura, pero a la vez serena y luminosa.

2. José, hijo de David

«Un ángel del Señor se le apareció en sueños a José, y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María en tu casa». —San Mateo, cap. 1.

La palabra misterio tiene un origen griego. En un principio significó el plan militar, que solamente los altos mandos conocían. Los soldados rasos, sin comprenderlo, se limitarían a cumplir órdenes. Se trataba de algo más allá del conocimiento ordinario.

En sentido cristiano, es misterio también el plan de Dios, que Él nos va revelando poco a poco.

Significa aquello que nosotros no estamos en condiciones de entender. Supera nuestras capacidades. Nuestra mente, pequeña y opaca, no alcanza a percibir la verdad plena.

José, esposo de María, vivió esta circunstancia. La vivió con dolor y desconcierto. De un lado la inocencia y la sinceridad de su esposa. De otro lado, que antes de convivir, María ya está encinta.

Y José, hombre justo, no entiende. Cavila, se angustia. Se desvela. La vida se le convierte en un enigma. Entonces, escoge el camino más prudente: resuelve repudiarla en secreto. Al día siguiente, antes de que amanezca, saldrá en silencio de su aldea, por el camino del Norte, rumiando a solas su amargura y su desesperanza.

¿Para qué vivir entonces? ¿Qué sentido tenía en ese momento su fe de israelita? Saldría de madrugada, sin saber hacia dónde irían sus pasos. En medio de la sombra que le apretaba los ojos y el alma.

A José se le cierran los ojos bajo el rudo cansancio, pero su mente no encuentra reposo. En medio de su duermevela se le aparece un ángel del Señor para decirle: «José, hijo de David: No temas recibir a María en tu casa. Porque lo que ella ha concebido viene del Espíritu Santo».

Le llaman por su nombre y su ascendencia: José, hijo de David. Esto le indica que el mensaje proviene de alguien que lo conoce bien. Enseguida le anuncian que la criatura que María guarda en su seno viene del Espíritu Santo. José no entiende plenamente. Pero comprende que alguien sabio y superior le ha hablado.

Entonces confía, y al confiar comprende un poco más. Yahvé, que ha realizado todo por el soplo de su Espíritu, puede realizar maravillas.

Se entrega entonces al Señor, y a la mañana siguiente, tras aquella sobresaltada noche, recibe cariñosamente a María.

3. Emmanuel

«Todo esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el profeta: Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros». —San Mateo, cap. 1.

La Biblia llama a Dios de muchas maneras. En tiempo de los patriarcas el poder del Señor se manifestaba en lo más alto de los montes. Su voz se escuchaba en el monte Moria, junto a la zarza del Horeb. Su majestad se mostraba entre relámpagos, sobre la cumbre del Sinaí. Entonces los patriarcas llamaron a Dios «El Sadday», el Dios lejano, el Dios de las Montañas.

Más adelante aparecen los profetas. Son hombres que transmiten los mensajes del Señor. Predicen la guerra y anuncian la paz, reprenden a los injustos y orientan la conducta del pueblo. En ese tiempo la Biblia nos habla de «Yavéh», el Dios que se acerca.

«En la plenitud de los tiempos», locución bíblica para expresar el cumplimiento de los planes del Cielo, Dios se hace hombre, nacido de una mujer, sujeto a la ley. Se realiza entonces el anuncio de Isaías: «La Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros».

San Juan, en el prólogo de su Evangelio, también lo cuenta: «La Palabra de Dios se hizo carne y acampó entre nosotros».

Los judíos, que habían vivido la mayor parte de su historia como un pueblo nómada, podían entenderlo muy bien. Cuando un extranjero se aproximaba al campamento se le daba el abrazo de paz, ofreciéndole un lugar para plantar su tienda.

Con él se compartía el pan, el vino, el pescado, los higos pasos, la miel y el agua, tan preciosa y escasa en muchos lugares de Palestina.

Dios quiso ser viajero, peregrino y visitante, para que le acogiéramos como amigo. Quiso acampar entre nosotros para que compartiéramos con Él todo lo que nos había dado de antemano. La Navidad es la fiesta de Dios con nosotros. ¿Pero en la realidad sí le hemos acogido?

Alguno decía que los cristianos le hacemos tan mala propaganda a Dios que actualmente se ve obligado a viajar de incógnito.

Un día, cuando celebramos el sacramento del matrimonio, lo invitamos al hogar, pero ahora no queremos vivir en su compañía.

En ciertos ambientes no conviene hablar directamente de vida cristiana: nos contentamos con mencionar valores. Sentimos miedo de enseñar a los hijos la fe: nos limitamos a proponerles la honradez. En la empresa nos da vergüenza promover algo directamente religioso y lo disfrazamos de promoción humana. En sociedad nos molesta aparecer como amigos de Cristo: es preferible ser considerados como buenas personas.

Añade San Juan en su Evangelio: «Al mundo vino la Palabra, pero el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron». ¿Estaría san Juan hablando de nosotros?

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