TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
La parroquia entre ayer y mañana

Papa Francisco por Elvio Marchionni

Comunión en el espíritu

Desde siempre, la comunidad de los creyentes buscó formas de presencia y organización capaces de expresar a la vez su misterio de comunión profunda, con Dios y entre los hermanos, y el dinamismo de la misión evangelizadora que la anima. En esa tarea -permanente en la Iglesia- actúan siempre dos fuerzas: la conciencia de la propia identidad eclesial y el medio sociocultural en el que se mueven los creyentes. De la interacción de esas dos fuerzas, brotan las distintas formas de organización, de tal modo que todas ellas llevan a la vez la «figura del tiempo que pasa» y la fuerza del Espíritu que hace nuevas todas las cosas.

Pues bien, una de las formas de organización de la vida eclesial que se ha mostrado más eficaz y duradera ha sido -y sigue siendo- la parroquia. Pero ninguna época se puede limitar a conservar lo recibido, sobre todo si, por un lado, el ámbito sociocultural en que se mueve ha cambiado profundamente, y por otro el Espíritu ha conducido a la comunidad de los creyentes a una mejor comprensión de sí misma. Y esto es justamente lo que estamos viviendo en nuestro tiempo, del que el Concilio Vaticano II es a la vez exponente y principio transformador.

La referencia que en este Pliego comenzamos haciendo al pasado inmediato ha de entenderse sobre todo como un modo de definir -por contraste- la parroquia que buscamos, al señalar lo que consideramos que debía estar superado.

I. Una mirada al pasado: lo que hoy ya no nos sirve

Vamos a evocar, en grandes pinceladas, algunos de los rasgos que, en el contexto de cristiandad, tenía la parroquia. No queremos hacer aquí juicios de intención, porque estamos convencidos de que, a pesar de los límites y de las deficiencias que hay que reconocer, se ha dado mucho amor, mucha entrega… Simplemente, queremos constatar ciertos trazos que han marcado de una manera intensa la imagen de la parroquia en nuestro país y cuyas consecuencias son hoy todavía bien perceptibles, y contrarrestan los esfuerzos por liberarnos de ellas. He aquí algunos de esos rasgos distintivos:

* Una parroquia asentada en una FE DE HERENCIA:

Se daba por supuesto que la fe pasaba de padres a hijos, como se heredaba de los padres el amor patriótico o el afecto familiar. Apenas si se hablaba de una conversión de los adultos a la fe.

Dos consecuencias de esta situación:

  • Los niños ocupaban un lugar privilegiado. Se bautizaba a todos los niños, con frecuencia sin preocuparse de formar a los padres como educadores de la fe. Se educaba a los niños en las buenas costumbres, pero no propiamente en la fe, que se daba por supuesto, ya que es un don que Dios concede a todos…
  • La enseñanza de la religión se encomendaba en buena parte a la escuela. No olvidemos que las catequesis parroquiales es algo relativamente reciente y no pocas veces se centra en la mera preparación a los sacramentos.

* Una parroquia concebida como algo SAGRADO Y SACRALIZADOR:

Se empeñaba en dar un aire sagrado a las realidades temporales y civiles, por medio de bendiciones, consagraciones, sin tener en cuenta el valor de las realidades humanas en sí mismas, las valoraba en la medida en que, por una bendición o unas oraciones, quedaban vinculadas a Dios. Esa es una concepción espacial y superficial de lo sagrado que ha traído consigo algunas consecuencias:

  • La primacía del culto sobre la vida. El índice de la fe de los miembros de este tipo de parroquia se valora principalmente por la «práctica religiosa» y sacramental. Prácticas a menudo vividas al margen de la vida o en clara desproporción con el compromiso que exigen.
  • Fiestas populares celebradas en torno a un santo, el santo patrón, y culto expresado en forma de prácticas piadosas, para obtener el favor de Dios o cumplir con un deber. Queda muy lejos aún la liturgia como celebración de la muerte y resurrección de Cristo en la comunidad de hermanos y hermanas, y en relación con la vida de los creyentes.
Pese a limitaciones y deficiencias, se ha dado mucho amor y entrega en las parroquias.

* Una parroquia entendida como centro de INSTITUCIONES Y SERVICIOS:

Se crea el modelo de «parroquia de obras». Fracasado el intento de «reinstauración» total del espacio de cristiandad, se pone entonces el esfuerzo en la creación de «espacios paralelos», como «invernaderos» donde puedan sobrevivir los cristianos, apartándose de ese «mundo moderno», dejando por imposible la influencia «desde dentro», como la levadura que transforma la masa.

Todo esto tiene sus consecuencias:

  • La vida cristiana se sustenta y endereza a través de tres instituciones fundamentales: la parroquia, la escuela y la familia. La primera alimenta y sostiene la vida religiosa; la segunda prepara para la vida civil y la tercera prepara la vida natural. Las tres entidades se entrelazan y con ello se asegura la conservación de la fe y del orden.
  • En este contexto se vive una fe estática, sin crisis, pero sin avances, al margen de los cambios, tanto en el ámbito de la ciencia y la técnica como en la sensibilidad cultural y artística.

* Una parroquia identificada con LA COMUNIDAD LOCAL:

Por un lado, los miembros de la parroquia son los mismos que los de la comunidad local. Y, por el otro, para ser considerado miembro de la comunidad local hacía falta sumarse a la vida parroquial: asistencia a misa dominical; matrimonio canónico, bautizo de los hijos … ; de lo contrario, no se alcanzaba, en la vida civil, el reconocimiento de los demás. La parroquia, así, es más una comunidad sociológica que una comunidad cristiana, pues no se sabe muy bien si es la fe o la vecindad la que nos une. Las consecuencias son fáciles de percibir:

  • La fe corre el riesgo de convertirse en una especie de vestido, sin llegar a personalizarse, algo así como un pasaporte para la vida social. No es extraño que la parroquia haya pasado a ser «masa».
  • No existe conciencia misionera ni hacia dentro ni hacia fuera de la comunidad local, por lo que tal situación conduce necesariamente a una vida cristiana individualista.
  • En las ciudades, la parroquia mantiene una territorialidad que nadie vive para las demás cosas, por lo que se convierte en una institución en el aire, que vive de unos cuantos asiduos y de una multitud de individualidades.

*Una parroquia fundamentalmente CLERICAL:

Es una institución compuesta por sacerdotes y una «masa» de bautizados; los que deciden y determinan lo que hay que hacer son los sacerdotes. Los seglares constituyen la masa de cristianos que recibe órdenes. Su gran virtud consiste, pues, en la obediencia. Cuando lo cristiano y lo sociológico se identifican, los sacerdotes ostentan una posición de honor y de privilegio. De ahí se derivan algunas evidentes consecuencias:

  • Falta general de participación por parte de los seglares en la vida de la parroquia, que se considera responsabilidad exclusiva de los sacerdotes. Por lo mismo, falta el sentido de pertenencia, la conciencia de ser Iglesia, y el considerarla como algo propio.
  • El laicado queda reducido a una permanente minoría de edad, sin motivación alguna para formarse, sin oportunidad de participación…

II. ¿Cambió realmente la parroquia con el Vaticano II?: lo que pudo haber sido

Los factores de la modernización (movilidad social, urbanización, elevación del nivel de vida, nueva organización del trabajo, cultura del ocio, etc.) han provocado la secularización. Todo esto y, sobre todo, el cambio social acelerado que han producido, ha supuesto, de hecho, un gran impacto sobre la parroquia tradicional; surgida ésta en un contexto muy diferente del actual, tiene que afrontar que se la haya puesto en cuestión.

El Concilio Vaticano II abrió puertas a la esperanza, pero era tanta la urgencia y la necesidad que había de responder a los nuevos desafíos, entre ellos la renovación de la institución «Parroquia», que apenas si se esbozaron algunas líneas de futuro y, sobre todo, desde la perspectiva histórica actual, lo que más se echa en falta es la pedagogía y el valor suficiente para afrontar la renovación que el Concilio había desencadenado.

Por eso, los rasgos de la parroquia del Vaticano II que trataremos de describir sucintamente, no reflejan lo que son las parroquias hoy, pues con frecuencia el ideal de renovación impulsado por el Concilio se fue diluyendo en la rutina pastoral cotidiana. Ni siquiera los esfuerzos y empeños de la Iglesia española, estimulados por la misma Conferencia Episcopal, sirvieron para algo más que para poder ser citados: La Asamblea conjunta de Obispos y Sacerdotes (1972), el Congreso Evangelización y hombre de hoy (1986), el Congreso Parroquia evangelizadora (1988). Así como tantos y tantos sínodos y asambleas diocesanas que con gran empeño han venido celebrándose en estos últimos años. Si no se han logrado resultados mejores puede ser porque no se han plasmado en proyectos operativos, ya que pesa sobre nosotros una doble herencia de fórmulas teológicas y moralismo, que se han convertido en las grandes dificultades para el futuro del cristianismo en el tercer milenio.

Lo que sí creemos es que en el Vaticano II se encuentran líneas de fuerza capaces de definir un nuevo modelo de parroquia a la altura de nuestro tiempo. Con su ayuda podemos ahora determinar positivamente los rasgos que la definen:

Con frecuencia aquel ideal de renovación impulsado por el Vaticano II se fue diluyendo en la rutina pastoral cotidiana.

* Una parroquia constituida por bautizados que han logrado una FE PERSONALIZADA (AG 13-14):

El Concilio no considera la fe como una herencia que viene ya dada, sino como una decisión personal. El creyente acoge el don del amor de Dios que le llega de mil modos y responde en su vida a ese don. Las consecuencias son claras:

  • Los adultos pasan a ser el centro de la acción pastoral, porque la Iglesia es, ante todo, una comunidad de adultos. No se olvida la educación de los niños, pero se hace desde una perspectiva diferente: desde la perspectiva de una comunidad viva de adultos, que cultiva y transmite su propia experiencia de fe a los niños. Poco a poco, en un clima de libertad personal, alcanzarán la fe madura y comunitaria de los adultos, o bien no harán la opción de fe. De esta forma, la parroquia cambia su fisonomía infantil por otra más adulta. Está integrada por hombres y mujeres adultos, capaces de afrontar los retos del mundo actual y vivirlos desde la óptica de la fe.
  • Otra consecuencia es la importancia de la formación permanente como tarea de la comunidad y no dejada sólo a la escuela, ni siquiera solamente al sacerdote, o a algunas personas de buena voluntad, sino que le corresponde a la comunidad como tal el ir «dándose forma» según el fermento del Evangelio y conforme a las exigencias de los tiempos.

* Una parroquia FERMENTO EN UN MUNDO SECULARIZADO (LG 34, GS 43):

Lo sagrado no es algo añadido, sino el valor que lleva en sí la acción, la realidad, o el trabajo… y que las personas ponen en referencia más o menos explícita con los valores del Reino, es decir, con Dios. Esto tiene serias implicaciones:

  • El índice de fe no viene marcado ni sola ni principalmente por la práctica religiosa, sino por un estilo de vida según el Evangelio, de servicio al prójimo, compromiso por la justicia y defensa del pobre… Esta vida evangélica, que consiste en hacer presente a Cristo hoy, estará vivificada en la liturgia, especialmente la Eucaristía, como «fuente y cumbre» de la vida según Cristo.
  • En la celebración de los sacramentos, éstos no quedan subordinados a elementos y costumbres populares o históricas, sino que son «memoria viva y signos» que, por la presencia del Espíritu, hacen de esta historia, historia de salvación.

* Una parroquia que RESPETA LAS INSTITUCIONES HUMANAS Y PREPARA A SUS MIEMBROS PARA DARLES SENTIDO CRISTIANO (GS 21; 34; 42; 43):

Nuestra sociedad es cada vez más secularizada, pero si bien eso no afecta a la fe misma, sí afecta a la forma de entenderla y vivirla. El Concilio reconoce la autonomía de las realidades terrestres. Por tanto, no es cuestión de crear refugios para vivir y preservar la fe de los creyentes, sino que hay que vivirla en medio de las refriegas del mundo, al servicio del ser humano y con espíritu crítico. De ahí se desprende:

  • El esfuerzo de la parroquia debe dirigirse hacia la madurez de las personas y de sus relaciones para que puedan ser fermento en el mundo en que les toque vivir.
  • La fe de los creyentes crece entre crisis y al compás de la vida. Se trata de una fe que es fruto de la «experiencia según el Espíritu» y que se expresa en el corazón del mundo, atendiendo a las necesidades profundas de la humanidad.

* Una parroquia que VIVE LA FRATERNIDAD CRISTIANA COMO COMUNIDAD:

La parroquia se transforma y de «centro de servicios religiosos» pasa a considerarse «comunidad viva de creyentes», es decir, un ámbito donde los cristianos puedan vivir realmente la experiencia de la fraternidad cristiana. Para que la comunión no sea algo puramente afectivo, interior o abstracto, promueve todo lo que estimula la comunicación, las relaciones interpersonales y grupales, el trabajo en equipo, la colaboración. Todo ello exige unos cauces y, como consecuencia, en la práctica:

  • La parroquia, en vez de masa, será una comunidad viva de creyentes, que forman parte de la misma por decisión personal, más allá de factores sociológicos. La fe no es fruto del ambiente social, sino que es algo que brota de la persona, y de la persona que vive y se realiza en las relaciones abiertas.
  • La parroquia se hace misionera en su propio entorno al reconocer lo lejos que está la realidad en la que vive de los valores del Reino.
  • La parroquia realiza su misión sin hacer uso de la fuerza o el poder, sino como un servicio realizado desde la cercanía a la base.

* Una Parroquia que se sabe PUEBLO DE DIOS llamado a la santidad: «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo»… (LG 9; 39; 40):

Por encima de las funciones está el hecho de ser cristiano. No hay diferentes categorías de cristianos. Por el bautismo y la fe, todos somos iguales en lo fundamental: en dignidad, en responsabilidad, en vocación a la santidad. La parroquia no ha de parecerse, por eso, a una pirámide con una pequeña cabeza y una gran masa como base. Es una realidad comunitaria. Todos, laicos y sacerdotes, son responsables de la comunidad cristiana, cada uno con su función particular. Las consecuencias prácticas de esta concepción nos parecen éstas:

  • Conciencia clara de que el sujeto de todas las acciones y responsabilidades es la comunidad, sin que esto niegue las peculiaridades de cada función, la del sacerdote, la de los catequistas, la de los distintos equipos para promover la liturgia, los servicios de caridad, etc.
  • Surge de este modo una Iglesia de adultos, hombres y mujeres cristianos con iniciativa y responsabilidad, más aún, con capacidad de poder ejercer sus responsabilidades. Las relaciones de los miembros de la comunidad son fraternales, y no paterno-filiales.
La parroquia no acaba de ser «signo e instrumento de comunión con Dios y entre todos».

III. Lo que está pasando en la actualidad

La primera constatación que hacemos desde nuestro Servicio de Animación Comunitaria proviene de vivencias y experiencias compartidas. Quien está en la base y participa de la inquietud de muchos agentes de pastoral, hombres y mujeres comprometidos en el ministerio parroquial, sabe que continúa existiendo un malestar profundo y difuso especialmente en aquellos que no tienen vocación de «funcionarios», sino verdadero espíritu de creyentes, comprometidos en un ministerio al servicio del pueblo de Dios y de la misión evangélica.

Los ministros más experimentados sienten la nostalgia de que, efectivamente, el sueño o la utopía que suscitó el Concilio, no lo han podido ver realizado; que en el transcurrir de los años, la parroquia no acaba de ser ese espacio de comunión que integra, en un todo armónico, la pluralidad de carismas, servicios, movimientos, generaciones… Más bien constatan que la distancia se va acrecentando entre unos y otros de los de dentro del ámbito parroquial, y entre éstos y el entorno social y, de esta manera, la parroquia no acaba de ser lo que como Iglesia está llamada a ser: «signo e instrumento de comunión» con Dios, entre los seres humanos y con todo lo creado.

Así, en la gran dispersión pastoral de hoy (no pocos curas hacen la parroquia a su medida), encontramos estos modelos o tipos más o menos delineados:

* Parroquias que siguen como en el pasado como si nada hubiera sucedido:

Se convoca por los mismos medios de siempre: avisos al terminar la misa, carteles en el atrio de la iglesia …; los curas y sus colaboradores, con la pena de que la «gente no responde» se han ido encerrando en la sacristía, tratando de responder a los que vienen. Su frustración queda casi oculta entre las frecuentes acusaciones a la gran mayoría y a las características de la sociedad actual, en lugar de que la situación impulse a buscar nuevas formas que respondan a los retos del presente. Así es fácil comprender que la distancia ya existente entre la gran mayoría y los que sí se consideran parroquia, se agranda cada vez más.

* Parroquias que integran cosas nuevas, de tipo comunitario (grupos, asociaciones, movimientos):

Por la riqueza y variedad de su oferta suelen considerarse parroquias muy vivas. «A más cosas, grupos, actividades, movimientos, más vida». El desafío es la integración de las diversidades. Se dan casos en que llegan a «disputarse el territorio» (conflicto de horarios, disponibilidad de los locales, celebraciones yuxtapuestas … ), chocan los protagonismos y se pierden hacia dentro las energías que tendrían que orientarse hacia la misión. Así, más que signo de comunión que atrae, la parroquia reproduce el modelo imperante en una sociedad competitiva y dividida.

* Parroquias que se identifican con un movimiento, una asociación, o un grupo apostólico hasta tomar la fisonomía del mismo:

Esto quiere decir que la parroquia se organiza en función del carisma específico de ese grupo, o, cuando menos, le da una prioridad que deja en la penumbra al conjunto del pueblo, el cual puede tener otras necesidades a las que ese carisma no da respuesta.

Además, ¿no existiría el riesgo de confundir la parte con el todo? Dicho en otras palabras, ¿no sería querer constituirse en punto de referencia para hacer la unidad, en lugar de integrarse, como una parte válida, en la común -unión eclesial?

* Parroquias que ponen el acento en una especialidad o en un campo específico:

Una parroquia así gira toda en torno a los servicios de caridad, o a la catequesis, o a la liturgia, o a la pastoral familiar…, aspectos importantes, pero desde los que no se puede abarcar la totalidad de la pastoral.

Y ello no sólo por imposibilidad material de responder al conjunto desde un servicio concreto. Lo que está en juego es, sobre todo, la imagen de parroquia que, en ese caso, se transmite. Más que la imagen de Iglesia comunión, la parroquia es percibida como una «estación de servicios religiosos» especializada en uno de ellos.

* Parroquias que pretenden construirse como comunidad, creando pequeñas comunidades dentro de ellas:

Estas comunidades ofrecen a algunas personas la oportunidad de vivir la dimensión comunitaria en grupos de talla humana en los que es posible la comunicación, las relaciones interpersonales e, incluso, la cooperación para el logro del objetivo que se propongan. La dificultad surge si pensamos en qué medida se ofrecen al resto de los bautizados otras oportunidades que, partiendo de su situación, les ayuden a descubrir y experimentar que son Iglesia. Además de esta desigualdad de oportunidades, habría que evitar el riesgo de constituirse en modelo del ser Iglesia sin asumir en sí mismas la necesidad de expresar la unidad en la diversidad y la llamada a sentirse «parte» de una Iglesia universal, rica en carismas diversos.

* Parroquias que se proponen crear una comunidad, dinámica y orgánica, con todos los bautizados.

Para ello, consideran necesario respetar la libertad de respuesta, pero creando, al mismo tiempo, las condiciones para que todo bautizado pueda ser sujeto real y no sólo destinatario de la acción pastoral. Convencidos de que el Espíritu está presente y actúa en la historia, tratan de descubrir los valores que Él suscita en cada lugar y en cada momento. Desde ahí se parte siguiendo un proceso progresivo y global, aunque sea más lento. Con ello, se quiere favorecer un camino común hacia la santidad del conjunto, entendiendo éste como un todo orgánico, es decir, en el que cada función cuente con el cauce o la estructura mínima, pero imprescindible, para poder realizarse.

El riesgo aquí está en perder la visión de futuro y buscar con impaciencia resultados inmediatos.

Este enfoque de la parroquia sabemos por experiencia que es válido. Su viabilidad es frágil en aquellas diócesis en las que no existe un plan diocesano que responda a estas características.

Desde nuestra experiencia pastoral, como un Servicio de Animación Comunitaria, tenemos que reconocer, además, los valores de la entrega, del servicio, de la solidaridad de muchos cristianos de todas las vocaciones y estamentos que con gran empeño quieren hacer que la parroquia sea una realidad viva y animada por el Espíritu.

A veces, los agentes pastorales son vistos como «funcionarios» y no como «servidores».

Pero descubrimos también carencias particularmente inquietantes y que son las que mayor frustración y desengaño están causando tanto a los de dentro como a los que nos ven desde fuera con cierta distancia o indiferencia:

  • La falta de integración de la diversidad. Hay colectivos en la Iglesia (grupos, instituciones, movimientos) que, por «preservar» su legítima originalidad, se resisten a integrarse en la construcción cooperativa del Ser y la Misión de la única Iglesia. En lugar de enriquecer la unidad eclesial y de enriquecerse mutuamente en ella, crean de este modo distancias esterilizadoras y antieclesiales.
  • La espiritualidad dominante, en muchos «buenos» cristianos, agentes de pastoral o no, incluso en presbíteros, es todavía bastante individual: o privada (mía), o con más frecuencia, de pequeño grupo (de mi grupo). En este último caso, se dice «sí» a la comunidad, pero se entiende ésta como un conjunto de sujetos, compacto y disciplinado de muchos «yo» más que como un «nosotros» orgánico. En otras palabras, hay carencia de conciencia común eclesial. No es todavía costumbre adquirida la de buscar y decidir, hacer y revisar en común. No siempre se cultivan, en las parroquias, la convergencia y la cooperación en función de grandes objetivos, queridos por todos, y expresión de un bien común más amplio, al que subordinarse todos y al que subordinarlo todo. Sin conciencia común, no se da comunidad, ni dentro ni fuera de la parroquia; y pierde eficacia la pastoral, aunque se llame «de conjunto» o «comunitaria».
  • Los programas y actividades pastorales no están siempre determinados por la voluntad de dar respuesta, la mejor, a los retos de la realidad. Es más, la realidad que se tiene ante los ojos es, a menudo, la de los «practicantes». Aunque se profesen verbalmente opciones «misioneras» y evangelizadoras», los programas y acciones siguen dejando aparte a los demás, que son la gran mayoría de bautizados. Por eso, la pastoral no es creativa y pedagógica, orgánica y global, misionera y universal. Sigue siendo repetitivo y parcial. Sigue pecando de eclesiocéntrica y conservadora. Y sus agentes, a pesar de su buena voluntad, son vistos por la mayoría como «funcionarios» que cuidan los intereses de una realidad ya constituida y perfecta, sentida como ajena por esa masa, y no como «servidores» que se mantienen a la escucha de las exigencias objetivas del bien de todos y especialmente de los que menos cuentan, saben y tienen. En esta situación, los agentes, a menudo, se sienten «utilizados» para cosas muy concretas (la primera comunión, el bautizo de los niños, etc.), con la lógica insatisfacción. Pero algunos se cuestionan: ¿no será que cuando el pueblo no siente que la parroquia le sirve para encontrar sentido a la vida, tiende a servirse de ella para lo que le interesa?

IV. Qué se podría hacer

La Iglesia lleva en sí misma el germen para poder responder a la situación actual y ese germen dará su fruto en la medida en que la Iglesia exprese en su vida y en su acción la comunión que la constituye. Juan Pablo II, en su exhortación apostólica Los laicos cristianos, afirma: «La comunión eclesial, aun conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia. Es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas… La parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, una calificación; ella es «la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad» (Ch. L. 26).

Para que se desarrolle ese potencial que el Espíritu mueve en la Iglesia, es necesario hacer una serie de opciones en las diócesis. La falta de opciones puede ser una de las causas del desconcierto actual.

Conviene aclarar que en la Iglesia, en general, abunda más la proclamación de la doctrina que el hacer opciones pastorales, cuando son éstas, en realidad, las que permiten hacer vida esa doctrina y expresar una conversión concreta. Quien no opta se supone que sigue donde estaba. Optar significa elegir una cosa entre varias posibles, lo que supone ver la realidad, contrastar las diferentes alternativas de acción y definirse por aquella, que aquí y ahora, resulta la más oportuna y adecuada para los fines que se quieren alcanzar. Pero en la Iglesia seguimos diciendo «doctrinas» sin tomar verdaderas y reales opciones.

Otro aspecto a tener en cuenta es que la parroquia no puede ser renovada mientras sea considerada como un feudo del clero y /o como una realidad autónoma e independiente. Por eso, entendemos que, aun tratándose en este Pliego de la parroquia, las opciones que proponemos, si son válidas, tienen que tomarse a nivel de diócesis y por quienes tienen como función el servicio a la unidad.

V. Opciones pastorales

La Iglesia debe hacer claramente algunas opciones estratégicas que le permitan superar lo que aún queda del viejo modelo de cristiandad, prestar atención a los signos de los tiempos para poder dar forma hoy a «la Iglesia que es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG l).

* Opción por la globalidad: el conjunto es el que da sentido a las partes:

En un mundo que camina hacia la unidad y donde la interdependencia es cada vez mayor y a nivel planetario, la Iglesia debe hacer una opción por la globalidad. Es un cambio de óptica, de visión, que significa partir del conjunto para ir a lo particular. Ya decían los clásicos que el «todo» no es igual a la «suma» de sus partes. Y toda la teología de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y la de la Iglesia -comunión, orgánica y dinámica, exigen la globalidad como enfoque de todo lo particular. La parroquia es parte de la diócesis. De lo contrario, se multiplicarán esfuerzos sin fin, que no darán los frutos deseados, como de hecho acontece.

La falta de visión global impide a muchos agentes de pastoral ver la proyección, densidad y trascendencia del cambio que Dios pide a la Iglesia y las consecuencias que de ese cambio se siguen. Además, los agentes de pastoral, mientras no asuman una visión global, no se liberan ni se liberarán del peso del pasado, aunque conceptualmente hayan aceptado una serie de vocablos y conceptos de la nueva teología.

* Opción por la Espiritualidad de Comunión: construir relaciones nuevas en y según el Espíritu:

Mirando más directamente a los desafíos del mundo actual, la Iglesia debe hacer con lucidez la opción por la espiritualidad de comunión, ya que la espiritualidad actual está todavía marcada por un individualismo que filtra toda la doctrina conciliar impidiéndole pasar a la vida. El filtro individualista hace que las mejores visiones teológicas queden reducidas a teorías, negadas en su valor práctico, si no se pasa a la espiritualidad conciliar: la de comunión.

La Iglesia debe hacer opciones que le permitan superar lo que aún queda del viejo modelo.

Espiritualidad entendida como estilo de vida, no sólo vida interior, sino como un modo de ver, de ser y de actuar que tiene su núcleo catalizador en la comunión con Dios, con los otros en Dios y que integra en la misma toda la creación. Nos lo recuerda el papa Juan Pablo II en su última carta: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo. ¿Qué significa todo esto en concreto? Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades…» (NMI 43), y continúa el Papa exponiendo, de manera clara y rotunda, el origen, el talante y las exigencias de dicha espiritualidad.

* Opción por la comunidad como sujeto: La Iglesia discípula de Cristo y continuadora de su misión:

Hacer una opción por la comunidad cristiana como sujeto es hacer de todos los bautizados -sean éstos pastores o fieles, cristianos débiles o fuertes, niños o maduros, pecadores o santos- el sujeto colectivo, comunitario, de la renovación eclesial y de la evangelización.

De hecho, en gran medida, todo esfuerzo de evangelización está minado en sí mismo porque una parte de la Iglesia, la dirigente y minoritaria, no crea los caminos para que todos los bautizados puedan ejercer el derecho y el deber que les corresponde: tener ocasión de sentirse Iglesia y de evangelizar. Es así como, de hecho, los pobres son marginados en la Iglesia, mientras no sean ellos también sujeto agente de la evangelización. Es verdad que cada uno debe hacerlo según el don, el carisma y el ministerio recibido del Espíritu. Pero esto no puede servir de justificación para que el común de los cristianos, los que consideramos «alejados», no tengan su lugar en la Iglesia. Ellos también están marcados por el Espíritu y, por tanto, no debemos hacer la acción pastoral de tal modo que se los mantenga marginados, haciendo ineficaz el ministerio de la evangelización. Ministerio cuya finalidad es la edificación del Cuerpo de Cristo, para que la Iglesia, a su vez, realice su misión: la difusión, dilatación, del Reino de Dios en el mundo.

De esta opción depende, en gran medida, la superación del clericalismo, la puesta en marcha del nuevo modelo de Iglesia- comunión y la posibilidad para la Iglesia de dar el testimonio evangélico de unidad que hoy le pide el Señor a través de los signos de los tiempos.

* Opción por contemplar a Dios en la historia:

Todas estas opciones dependen de una conversión en la actitud pastoral, es decir, una conversión en el modo de situarse ante los destinatarios de la realizar la misma acción.

En los planes de pastoral no es suficiente ofrecer a los destinatarios aquello que los «pastores» -el obispo, el clero y los otros agentes de pastoral- creen oportuno para la «conversión» de esos destinatarios: la gente «alejada» y los no católicos. La Iglesia está llamada a prestar atención a la situación y la cultura en que se encuentran los destinatarios de su misión, y allí descubrir a Dios presente y operante que empuja a la humanidad y a este pueblo concreto a la realización de su Reino. Es la lectura de los signos de los tiempos, en general, y los de esta Iglesia, en particular.

A partir de esto, se debe hacer lo que Jesús hizo con la samaritano, con los discípulos de Emaús, con Zaqueo, con sus discípulos. Es decir, los agentes de pastoral deben ponerse al alcance del otro para, desde su situación y cultura, comunicarle el mensaje en forma dosificada y así ayudarle a comprender, aceptar y conformarse, paso a paso, a la verdad que se le ofrece progresivamente.

De una acción pastoral «para» los «otros» hay que pasar a otra que parte «desde» los otros, se hace «con» los otros y «para» que todos juntos alcancemos» progresivamente la madurez de Cristo. Es decir, se trata de una pastoral de pueblo de Dios: desde, con y para este pueblo concreto que es de Dios y al que Dios le pertenece.

Es hacerse compañeros de camino de los destinatarios escuchando la voz de Dios que nos llama desde la realidad para que caminemos todos juntos hacia la plenitud de Cristo.

Plasmar estas opciones en un proyecto de futuro.

Llevar a la práctica todas y cada una de las opciones mencionadas conlleva la exigencia fundamental de trabajar con planes pastorales que las expresen de modo armónico y progresivo para caminar juntos, desde el presente, hacia un futuro mejor según el Plan de Dios.

Para que las parroquias puedan ser esa presencia más cercana al pueblo de la Iglesia particular o diocesana, y en nombre de ésta, necesitan ser «comprendidas», en todos los sentidos de la expresión, dentro de un plan diocesano del que nos atrevemos a señalar algunas dimensiones o características imprescindibles.

1. Un plan que sea global. Creando condiciones para que se integren todas las realidades de las diócesis: personas, grupos, instituciones. El plan pastoral debe comprender a toda la diócesis en su conjunto y en sus distintos aspectos sociales, religiosos y humanos, tomando como ejes fundamentales tanto las circunstancias territoriales, como la distribución demográfica y la composición sociológica de la población. En el plan hay que buscar y prever los caminos para llegar con intensa, sentida y disciplinada acción pastoral, a todos los ambientes, grupos, y, en cuanto sea posible, personas que forman parte de esas circunscripciones, y llevarles el fermento evangélico en sus elementos esenciales. Un plan que no olvide a nadie ni ignore la diversidad de situaciones y que, por su misma naturaleza, resulte motivador, en primer lugar, para los que han de empeñar su vida en promoverlo como instrumento para servir mejor a la edificación de la comunidad Iglesia y al desarrollo de su misión en el entorno.

2. Hecho con método. El método, en su sentido etimológico y amplio, lleva consigo el definir claramente:

  • La situación de la cual se quiere salir. Es decir, dónde estamos. Lo que supone hacer un análisis de la situación actual de la diócesis. Análisis que sea, sobre todo, expresión de cercanía y de querer conocer la realidad con actitud contemplativo. Sólo así se puede descubrir lo que «ya» hay de valores del Reino y los muchos factores que influyen en que «todavía no» se llegue a su plenitud ni siquiera entre los que nos creemos más de Iglesia.
  • La situación que se quiere alcanzar en el futuro; dónde queremos llegar como solución a la realidad presente. Lo cual supone definir el objetivo o los objetivos que se quieren alcanzar y en los que se expresa, no la doctrina, sino la situación de futuro que se quiere construir en coherencia con la doctrina. Es la intención que orienta la acción y las acciones que se van a realizar.
  • El itinerario o camino que es preciso recorrer para pasar de la situación actual a la situación querida y deseada.
Un plan pastoral no debe ser una declaración de «buenas intenciones». Hay que superar los temores y recelos a la hora de usar métodos en la pastoral.

Por evidente que parezca, es necesario recordar que para cualquier obra importante es necesario trazarse un plan. Y que no es indiferente el método que se escoja para ello o que se prescinda de todo método… Tentación frecuente en la Iglesia bajo pretexto de no querer «encorsetar» al Espíritu, cuando la realidad es que nosotros sí que necesitamos de los métodos si queremos organizar nuestra acción colectiva en fidelidad a Él.

El método nos ayuda, a nosotros que somos indisciplinados, a definir lo que hay que ir haciendo en términos operativos, aunque motivados por las convicciones de la doctrina.

Un plan no debe ser una declaración de «buenas intenciones», o simplemente una recopilación de principios doctrinales. Si además se expresan éstos con lenguaje programático, se contribuye a acrecentar la desilusión y la confusión en no pocos agentes de pastoral, ya que la doctrina expresa un horizonte que no es medible en su operatividad y por eso no es alcanzable en un plazo de tiempo. El plan tiene que ayudarnos a descubrir, y expresarlo operativamente, el paso que vamos a dar como diócesis para acercarnos a él.

Sin la ayuda de un método adecuado, las cosas siguen igual que antes, o más bien con una dosis mayor, si cabe, de escepticismo y desconfianza hacia lo que hay que hacer para responder a la desafiante situación actual.

Hay que superar los temores y recelos que existen, en bastantes agentes de pastoral y pastores, a la hora de emplear métodos en la pastoral.

Ninguna espiritualidad -núcleo catalizador de los valores evangélicos que hemos de vivir como cristianos- puede expresarse históricamente sin una ascesis o disciplina, hecha de esfuerzos y métodos, que permita a las personas corresponder al don de Dios con todas las energías personales de que se disponen.

En la historia de los últimos cinco siglos, a Iglesia ha desarrollado no sólo una teología espiritual, sino que ha puesto su atención y ha valorizado la ascesis correspondiente. Por ello, además de pedir y motivar el esfuerzo personal, ha creado métodos para la oración, la penitencia, el discernimiento, la ayuda fraterna, la programación de la vida espiritual personal, el examen de conciencia, etc.

La Iglesia en nuestro tiempo, en el Concilio Vaticano II y el mismo papa Juan Pablo II en su insistencia en la «nueva evangelización», nos ha recordado que la vocación a la santidad se da en un pueblo, todo él santo y llamado a la santidad en Cristo Jesús (LG 9). Así, la Iglesia, superando todo riesgo de individualismo, busca no sólo nuevas motivaciones que susciten esfuerzos renovados por construir la unidad, sino también nuevos métodos que conduzcan a ello, como son los métodos de comunicación y diálogo, de oración y discernimiento comunitario, de planificación, etc. Sólo así un conjunto de personas pueden colaborar, unir sus «quereres» por el bien común de la Iglesia y del mundo al que se quiere servir.

3. Un plan que esté fundado en la espiritualidad de comunión y al servicio de la misma, es decir, un estilo de vida caracterizado por el diálogo, la participación y corresponsabilidad, la comunicación de bienes, la reconciliación, el amor recíproco. Y todo esto ya en el proceso de su elaboración, para que nadie lo sienta como impuesto ni pueda considerar que la situación de su parroquia no ha sido tenida en cuenta. Se puede hacer más rápido, entre unos pocos en un «despacho», pero entonces será más difícil que permita vivir las actitudes que de forma tan rotunda y clara expresa Juan Pablo II en su carta Al comienzo del Nuevo Milenio: «Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como a uno que me pertenece, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un don para mí, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comunión es saber dar espacio al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias» (NMI 43). Ponernos a hacer un plan es ejercitarnos en esas actitudes ante el otro, es poner a prueba si nuestra dirección es a confluir con los otros o a ir por libre a nuestro aire.

4. Ha de ser un plan orgánico, que sea cauce y facilite el que todos tengan parte y puedan asumir la parte que les corresponde. Esto quiere decir que prevea los órganos o estructuras imprescindibles para cada una de las funciones previstas, así como las relaciones entre ellos, lo mismo que sucede en el cuerpo humano, donde a cada órgano le corresponde una función y hay sistemas que garantizan el desarrollo armónico de todas ellas.

El plan pastoral, para ser orgánico, según el Directorio Pastoral de los Obispos (Ecclesiae Imago, de la Congregación de los Obispos -1973-) tiene que:

  • Dirigirse a todas las categorías de personas, sin descuidar ningún sector o dase de personas necesitadas de evangelización o de catequesis.
  • Coordinar el trabajo de todos los agentes de pastoral -presbíteros, religiosos, religiosas y laicos-, de modo que no se ignoren mutuamente o, peor, no se contrapongan entre ellos, salvadas en todo caso la vocación propia de cada uno y la legítima libertad de iniciativa tanto personal como asociada.
  • Estrecha coordinación de todos los sectores de la pastoral (evangelización, catequesis, liturgia, ayuda fraterna, etc.) y todos los movimientos y asociaciones, de forma que estén integrados, es decir, se les dé espacio y reconocimiento en el plan para la consecución de la comunión y misión de la Iglesia diocesana.

VI. Conclusión

Un plan pastoral, si se lleva a cabo en estas condiciones a las que venimos haciendo referencia:

  • Ayudará, estimulará y favorecerá el que, poco a poco, las parroquias se vayan sintiendo en comunión real y formando parte de la Iglesia diocesana, pero no como un hecho jurídico, sino como algo dinámico y vivo, ya que el plan es un instrumento que nos invita a vivir la dinámica de la provisionalidad, que supone: estar atento a la realidad para percibir las llamadas de Dios, tratar de dar respuesta (no doctrina) a las situaciones y desafíos, evaluar los resultados y continuar asumiendo los desafíos, creando nuevas iniciativas, verificar su operatividad, etc.
  • Facilitará la interrelación de las parroquias, creando, no por real decreto, sino por necesidad pastoral sentida y reflexionada, las «unidades pastorales», es decir, la coordinación real y efectiva de las pequeñas parroquias; y en las grandes ciudades la zona pastoral no será una estructura vacía de sentido, sino expresión y servicio a la evangelización, siendo signo de comunión, porque las «fronteras» de las parroquias no pueden quedar delimitadas por el simple hecho de que los números pares sean de una parroquia y los impares de otra, o cosas por el estilo.
  • Dará sentido y valorará las estructuras pastorales, tanto las de participación, como las de comunicación (arciprestazgo, sector pastoral, vicaría), que son percibidas actualmente por bastantes cristianos como algo que hay que soportar, puesto que así lo establece el Derecho general o local, cuando realmente son ámbitos que están llamados a contribuir, estimular y expresar la Comunión que es la Iglesia más allá de los límites de la propia parroquia, en la vida cotidiana de la gente, y ser punto de apoyo para que los agentes de pastoral puedan hacer su servicio específico.
  • Facilitará la mayor y mejor integración de las distintas delegaciones y servicios diocesanos evitando el riesgo de ser «compartimentos estancos» que cada responsable trata de llevar adelante con la mejor buena voluntad y entrega, pero con muy escasa coordinación real, pues incluso en las diócesis pequeñas, aunque se conozcan y se relacionen, la coordinación está dejada al azar si falta un auténtico plan pastoral.
  • Facilitará espacio a la diversidad de carismas, institucionales o no, en la Iglesia diocesana, de forma que aparezca más claramente su servicio como don del Espíritu en bien de todos que como una «institución» o grupo que pretende crecer en número como signo de mayor fidelidad al Espíritu, cuando la fidelidad al mismo está en poner el don propio al servicio de todos, siendo signo e instrumento de comunión, es decir, de ser Iglesia.
Hacer un plan es poner a prueba si nuestra dirección es confluir con el otro, o ir por cada uno por su lado.

Fuente:

Tomado de VIDA NUEVA, Madrid (España).

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