TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
¿Por qué no me casé?

«La novia judia» por Rembrandt

Reflexiones sobre el celibato sacerdotal

Algunos me han pedido estas líneas, deseando una explicación sobre el celibato sacerdotal, en el contexto del mundo contemporáneo.

Dudé en hacer caso a este pedido de exponer en términos llanos por qué no me casé, como mis hermanos, como mis compañeros de colegio, como la mayoría de los hombres. Me dio miedo no decir toda la verdad. Como también quedarme en altos razonamientos que no llegan al lector corriente. Tuve miedo también de ser mal interpretado por algunas personas.

Pero deseando hacer claridad y con intenciones muy sinceras, hilé estos razonamientos.

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La sexualidad humana

En épocas pasadas se dio una mezquina comprensión de la persona humana. Se nos catalogaba como animales racionales. Entonces la sexualidad se situaba únicamente en nuestra animalidad. La racionalidad vivía allí cautiva, expuesta a todos los oprobios y peligros. Además, la mayoría de los pecados procedían de nuestra condición animal. Las virtudes se criaban en la esfera superior, la racionalidad. Fue una herencia de la cosmovisión griega, que tan fuertemente afectó al cristianismo durante los primeros siglos de la Iglesia.

Esta visión filosófica del hombre llevó a frecuentes desviaciones pedagógicas y ascéticas. Algunos sectores de la Iglesia - dice un autor- sólo han contemplado en su entorno ángeles disminuidos o animales promovidos.

No fue escaso el aporte de Freud para un mejor conocimiento de la persona humana, aunque su teoría global presente elementos discutibles.

Iluminados por este sabio austríaco, avanzamos notablemente hacia una adecuada comprensión antropológica. Para los cristianos, la sexualidad es una dimensión esencial de la persona humana.

Entendemos por sexo una posición ante el mundo y ante la vida, derivada de condicionamientos sicológicos y biológicos especiales.

En la especie humana los individuos presentan una primera clasificación: Somos hombres y mujeres. Así comprendemos que lo sexual no se reduce a un área biológica. Cobija todo el ser. Identifica nuestros sentimientos, nuestra forma de pensar. Todos nuestros proyectos y realizaciones.

Lo sexual es una instancia innata en cada ser humano, una serie de realidades síquicas y físicas que se nos dan desde la concepción, en espera de una educación adecuada en dicho aspecto. Educación propia de cada etapa de la vida y de cada cultura.

En lo humano, además, lo sexual tiene una íntima conexión con lo religioso. Al fin y al cabo es un dinamismo que nos ha regalado el mismo Creador, quien nos hizo a su imagen y semejanza. No estamos hablando de Dios como un ser sexuado. Pero sí entendemos que el impulso vital que el Señor se sitúa dentro de una condición masculina o femenina.

Además, la sexualidad será el dinamismo con el cual colaboramos en la administración del universo y en la conservación de la especie.

Lo sexual, en todas las literaturas religiosas, presentará formas para entender un poco más las relaciones de Dios con el hombre. De la humanidad con su Creador.

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La sexualidad y sus expresiones

Conviene entonces distinguir entre naturaleza sexual de cada varón, de cada mujer, y expresiones de esa misma sexualidad.

Entendiendo la sexualidad como un mecanismo de comunión y de complementación, clasificamos en tres apartados las expresiones sexuales del individuo: Se dan expresiones de orden biológico. Otras se sitúan en un plano sociológico. Y otras se dan en un nivel de los valores: Religiosos, cívicos, artísticos, políticos, etc.

La convivencia hombre y mujer presenta en la vida real, expresiones que no son meramente de un solo orden. Porque el hombre es un ser mixto. Complejo. Cada una de sus actitudes trae resonancias más o menos identificables en todas las dimensiones de su ser.

Pero además, el hombre es un ser mistérico. Por misterio entendemos aquí ese más allá que es propio de tantas realidades terrenas. Algo esencial del hombre. Un reflejo de Dios.

Por lo tanto, lo sexual tiene siempre un más allá. Si despojamos nuestra sexualidad de su misterio encontraremos algo mecánico y absurdo. Un instinto sin meta. Una búsqueda infructuosa.

Toda esta larga introducción para llegar a un aserto fundamental: La sexualidad es obligatoria. Pero sus expresiones son libres. Lo cual quiere decir: Es obligatorio ser hombre o ser mujer. Sin embargo, las expresiones personales y sociales de nuestra identidad sexual son de libre escogencia.

A la persona madura se le pide identificarse dentro de su historia como hombre o como mujer. Desde su propia madurez escogerá las expresiones correspondientes.

Cabe preguntarnos también: ¿Qué significa ser hombre o mujer? Valen muchísimas respuestas. Sin embargo, se da una antropología correcta que responde proyectando a cada persona a un nivel suficiente de hominizacion y de convivencia.

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En tiempos de Cristo

El sacerdocio cristiano comienza en tiempos de Jesús. Existía entonces el sacerdocio del Antiguo Testamento, el cual fue respetado por el Señor Jesús. Ante ese sacerdocio, sin embargo, el Maestro fue un laico. Porque Él venía a promover un nuevo sacerdocio, el de la Nueva Alianza. Los evangelistas nos resumen la intención de Jesús al respecto en esta frase: Cristo eligió a los Doce «para que viviesen más cerca de El y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 13-19, Mt. 10, 1- 42).

Después de la resurrección la primitiva Iglesia, bajo el servicio de Los Doce, comienza a estructurarse. No había entonces una legislación ni una liturgia establecidas. La comunidad se reunía a recordar a Jesús, a repetir su enseñanza para tratar de conformar sus vidas al estilo del Señor.

Apareció entonces, no una orden, no una ley de celibato. Pero sí una costumbre. Muchos de los Apóstoles que eran hombres casados comenzaron a vivir como célibes, «por el reino de los cielos». Suponemos que dejaron bien organizados sus hogares, para dedicarse de tiempo completo a la predicación del Evangelio.

Uno de los primeros datos históricos sobre esta costumbre que, poco a poco, se fue oficializando en la Iglesia lo encontramos en un concilio particular que, por ironía de la historia, lleva nombre de mujer, el concilio de Elvira. La Ilíberis romana, una pequeña ciudad de España en las cercanías de Granada, donde un grupo de obispos se reunieron hacia el año 306.

Los mandatos de Elvira, de un lado consagraban una práctica ya seguida en muchas iglesias. De otro lado, declaraban que la vida de los clérigos de entonces no era perfecta. Como tampoco la de los clérigos futuros.

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Una ley eclesiástica

Actualmente todos los estamentos de la Iglesia están de acuerdo: El sacerdocio de la nueva ley es de institución divina. Es decir, nace de la voluntad expresa de Cristo. Sin embargo, el celibato no lo es. Ha nacido de una costumbre, impulsada por la Iglesia a través de los siglos.

En consecuencia pudiera haber sacerdotes católicos casados. No sería algo contra el Evangelio. Sin embargo, la Iglesia como depositaria oficial del proyecto de Cristo, orienta a sus hijos ayudándolos a asemejar sus vidas al deseo del Señor. Cuando hoy la Iglesia quiere que, en las comunidades de rito latino, sus presbíteros y sus obispos sean hombres célibes, les esta presentando un ideal cristiano desde el Evangelio. Una cosa es imponer una ley celibataria indiscriminadamente. Otra muy distinta es aceptar a un determinado servicio en la Iglesia a quienes reúnan peculiares condiciones.

Se cuenta del Papa Juan XXIII que, comentando un día los problemas de la Iglesia con su amigo Jean Guiton, le dijo: «Si yo pusiera mi firma sobre una cuartilla de papel, a la media hora todos los sacerdotes del mundo podrían contraer matrimonio. Pero me pregunto: ¿Estaré interpretando así los planes del Señor? ¿Aquella Iglesia del futuro será mejor que la presente?».

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El meollo del asunto

¿En qué consiste entonces el celibato sacerdotal? Son célibes aquellos que, por una u otra razón, no han contraído matrimonio. Encontramos en la humanidad muchos célibes. Los unos que todavía no abrazan la vida matrimonial. Los otros que la han excluido de su proyecto humano.

En cuanto a las motivaciones celibatarias también son muchísimas. Variadas circunstancias económicas, sociológicas, sociales impiden a algunos conformar un hogar con sus alegrías y responsabilidades. Otros y otras renuncian a casarse en servicio de los demás: Unos hermanos huérfanos, una madre desvalida. Aquí encontramos ya una motivación hasta cierto punto evangélica.

Dentro de la estructura actual de la Iglesia quienes a acceden al ministerio sacerdotal se comprometen a no casarse. ¿Pero solamente a no casarse? Sería algo mezquino e incomprensible. Se comprometen a orientar su sexualidad en una dimensión especial. A amar de otra manera. A consagrar toda su energía vital a los planes del Reino de Dios.

Si la sexualidad humana es toda ella misteriosa, aquí lo de una forma peculiar. Es decir, encierra un más allá, donde se esconde un dinamismo maravilloso y muchas veces desconocido. Un más allá que limita muy de cerca con la acción de Cristo. Los grandes santos, en especial aquellos que dedicaron su vida a los más pobres, no presentan una sexualidad robusta, pero orientada a un servicio particular con la fuerza del Evangelio.

En algún seminario oí esta reflexión: La capacidad afectivosexual de cada joven podrá ser mañana igual a su capacidad pastoral. Los estudiantes escuchaban atentamente. Algo que solo, paso a paso, irían comprendiendo.

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¿Y las fallas de nuestros sacerdotes?

Una cultura cristiana, desenfocada en ciertos aspectos, nos ha hecho olvidar que a la luz del Evangelio el pecado mayor no es el fallo sexual: Jesús nos enseña que lo principal de la ley es el amor a Dios y a los hermanos. Aunque es obvio que muchos fallos sexuales integran faltas reales contra la caridad.

De otro lado, nuestro ser y nuestro hacer se encuentran en una situación deficitaria, la cual, en el lenguaje tradicional llamamos pecado original. El comportamiento sexual está afectado por este condicionamiento. De ahí que sólo después de un entrenamiento y de una madurez adecuadas, logramos un comportamiento afectivo sexual ético y sensato.

Los sacerdotes tenemos un compromiso especial con el Señor, con la comunidad cristiana y con nosotros mismos. Somos «embajadores de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios». No solamente en el templo sino en todas las áreas de la sociedad.

Si vemos fallar a un sacerdote consideremos su condición humana. También fallan muchos esposos cristianos. Aunque no justificamos sus faltas, nos mostramos comprensivos con ellos. Pero tenemos derecho a exigirles cariñosamente que avancen hacia el ideal.

Por otra parte no les hagamos mala prensa. Algunos sacerdotes pecamos. Otros, muchos, sin ser noticia, son ejemplo de vida para sus comunidades y para toda la Iglesia. Alguien decía de forma muy folclórica: Los sacerdotes son como los aviones. Cuando uno se estrella es noticia mundial. Pero miles de otros aviones han cumplido sus rutas cabalmente.

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¿Contra la naturaleza?

Es cierto que la realización natural de la sexualidad humana es el matrimonio. Quienes se casan y llevan su estado a un nivel de humanidad y quizás a una dimensión de fe cristiana, encontrarán la plenitud deseada. Una plenitud relativa. Condicionada, como todas las cosas de esta tierra, pero al fin y al cabo real. Y alcanzable cuando se dan las debidas condiciones.

¿Equivale entonces el celibato a una vida anormal? ¿Es un estado contra la naturaleza? Maravillosa creatura es el agua. Su naturaleza es fecundar los surcos. Dar humedad a las semillas. ¿Cuando la usamos para una hidroeléctrica, violentamos su naturaleza?

«Bendita sea nuestra hermana la tierra, en lenguaje de San Francisco, que nos sostiene y nos lleva y produce frutos diversos con flores de colores y yerba». Para ello fue creada la tierra. Pero resulta que yo empleo esta llanura para un campo de juegos o para edificar un hospital. ¿Estaré obrando contra la naturaleza?

El mandato del Génesis: «Creced y multiplicaos» se dio genéricamente a la humanidad. No es tarea de cada individuo. Además, quienes eligen el celibato por el Reino de los cielos, colaboran estrechamente en ese crecer y multiplicarse de los hombres. Promueven con su vida y su trabajo, aquellos valores que hacen al hombre más hombre. Que convierten a la gente en gente de bien.

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Una pregunta directa

Algunos, cuando tienen ocasión, preguntan directamente al sacerdote: ¿Y usted cómo vive el celibato?

Conviene recordar que los sacerdotes somos hombres. El proyecto humano ya supone un esfuerzo y una tensión diaria por alcanzarlo. Lo mismo sucede con el proyecto de Jesús. También a los sacerdotes nos cuesta vivir los mandamientos. En cuanto al celibato, es tan falso creer que es cosa fácil, como creer a la vez que es imposible.

El sacerdote ha recibido una educación especial. Vive dentro de una estructura que le favorece. Recibe con frecuencia los sacramentos. Proyecta su afectividad dentro de una dimensión social y de servicio. Ama a la gente, a la cual sirve y se siente amado por ella.

Es cierto que no realiza su sexualidad en el área de la generación y de una familia en particular. Realidades que son buenas en sí y en verdad gratificantes. Pero uno sabe que aun en el matrimonio la relación física no es lo esencial. Y puede fallar en ciertas épocas, permaneciendo un amor genuino y auténtico. EI sacerdote persigue y presenta a la comunidad unos valores superiores: Servicio. Generosidad. Desinterés. Trascendencia.

A través del celibato bien vivido, entendemos que es posible amar al estilo de Jesús, por lo menos en cuanto nuestra pequeñez lo permite.

De nuestro mundo precipitado y bullicioso ha huido otro valor que vemos resplandecer con frecuencia en los sacerdotes: El valor de la soledad. Aquella «soledad sonora» que explicaba San Juan de la Cruz. Aquella de la cual nos habló en cierta ocasión un famoso médico: «Desde hace mucho entendí que para mi equilibrio personal necesitaba un espacio de silencio y soledad. Por eso no me casé. Necesito tanta soledad que me es imposible conseguirla en el matrimonio. No es egoísmo. Es cuestión de fidelidad a uno mismo. En el fondo es fidelidad a lo que Dios quiere de uno mismo. Soledad que no es aislamiento. Silencio que no es ausencia de comunicación».

En la Iglesia encontramos muchos sacerdotes que viven con alegría su celibato. Son personas equilibradas y amables. Quizás no son santos, porque conservan en su haber esas limitaciones propias de cada hijo de vecino. Pero su vida indica que la sexualidad humana, desde ahora, puede vivirse en un nivel especial.

Su presencia en las comunidades cristianas es anuncio y profecía. Nos enseñan cómo amaremos en la vida futura, cuando «ni los hombres tomarán mujeres, ni las mujeres marido» (Mt. 22, 30).

No es lógico entonces mirar con malos ojos a nuestros sacerdotes, suponiendo en sus vidas una hipocresía institucional, colmada de conductas inconfesables.

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¿Estado de conmoción interior?

Ciertos cristianos que conozco imaginan a sus sacerdotes en continuo estado de «conmoción interior». No dan ellos un paso, sin tropezar con la espinosa situación de su celibato. Lo más lógico es entonces que algún día, rompan todos los lazos y se dediquen a vivir «humanamente».

La realidad es muy distinta. Vivir en cualquier estado y condición humana a todos nos cuesta. Añadamos también lo que escribió un poeta: sano: «Hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos»…

Pero quien procura asumir honradamente su sacerdocio encontrará que la presencia del Señor, la amistad de tantos y tantas que nos rodean, la madurez que se alcanza después de las crisis, nos regalan una vida estable y gratificante.

Cuando dejamos de mirar al celibato como una ley y descubrimos sus valores de libertad, disponibilidad, generosidad en el amor, amplitud y trascendencia no sentimos nostalgia de haber seguido otro camino. Porque además, el problema no consiste en casarse o no casarse. La cuestión es vivir suficientemente la dimensión humana y, para nosotros los discípulos de Jesús, la cristiana.

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¿Celibato opcional?

Es un tema muy traído y llevado en nuestro tiempo. Pero estas dos palabras tienen muy diversos significados.

Primero: Que hubiera en la Iglesia católica latina sacerdotes célibes y sacerdotes casados. Sabemos que las Iglesias católica orientales también exigen el celibato para sus obispos y sus monjes. No para sus sacerdotes diocesanos, que pueden ser célibes o casados.

Segundo: Que los actuales sacerdotes ya ordenados en la Iglesia latina tengan posibilidad, un buen día, de casarse si les parece, manteniendo su ministerio pastoral al igual que los célibes.

Tercero: Que la Iglesia llame a esposos, dentro de determinadas circunstancias, al ministerio sacerdotal. Son aspectos que se debaten en muchos foros de la Iglesia, dando como argumento principal la escasez actual de sacerdotes en muchas regiones del mundo. Y la situación de muchas comunidades creyentes, privadas de la Eucaristía y del Sacramento de la Reconciliación.

Todo esto es digno de tenerse en cuenta y es tema de investigación y de discusión de obispos, teólogos y pastoralistas.

En cuanto a un celibato opcional de los actuales sacerdotes ordenados, conviene considerar lo siguiente: Nuestro compromiso con la Iglesia fue desde el seminario para un sacerdocio celibatario. Es un compromiso. Conservar la palabra empeñada es un valor notorio en los negocios, en el deporte, en la política. ¿No lo ha de ser en la Iglesia?

La Iglesia como institución no nos puso una trampa. Allá cuando teníamos veinticuatro o veinticinco años, consignamos por escrito que éramos libres para aceptar el celibato y que sabíamos a que nos estabamos comprometiendo. Podría decirse entonces que nuestro celibato fue opcional. Optamos porque nadie nos obligaba a hacernos sacerdotes.

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Sin embargo…

En la Iglesia existen mecanismos pastorales para ayudar al sacerdote que decide seguir otro camino. O también, en determinados casos, se le acoge, dentro de un proceso jurídico, dispensándolos de sus compromisos sacerdotales. En lo que se llama reducción al estado laical.

Es cristiano acompañar a estos hermanos con la oración y el cariño. Y pedirles además, que sigan amando a la Iglesia, sin desconcertar a los fieles con motivo de su caso particular.

Conozco compañeros y amigos que dieron este paso, de abandonar el ministerio sacerdotal, con humildad y nobleza. Solamente el Señor conoce su interior. Quizás sufrieron mucho en esta metamorfosis, pero se gratifican ahora al haber obrado en conciencia, afrontando el reto de una familia, a la cual proyectan valores auténticamente cristianos.

Dijo Jesús: «No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno. Y otros que fueron hechos por los hombres. Y otros más que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos. Quien pueda entender que entienda» (Mt 19, 12).

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En cierta diócesis lejana

En una diócesis de América Latina, de cuyo nombre sí puedo acordarme, un sacerdote predicaba los retiros al clero. Al tocar el tema del celibato sacerdotal, alguien de los presentes le interrumpió de inmediato: «Yo te pediría no nos hables de estas normas arcaicas, que han mantenido a la Iglesia en una condición obsoleta ante el mundo de hoy. Tú sabes que el celibato de los clérigos es algo próximo a desaparecer». Hablaba un clérigo de unos treinta y ocho años, bastante acicalado por cierto. Todo el salón permaneció en silencio por unos momentos. Pero enseguida otro sacerdote, ya mayor, que todavía lucía sotana, se levantó de la primera fila y dijo serenamente: Yo le pediría a este hermano que respete mi sacrificio honrado de cincuenta y seis años.

No quisiera alinearme en ninguna de estas dos posiciones.

Comprendo y he experimentado en mi vida, los valores humanos y cristianos que nos regala esta venerable tradición de la Iglesia católica en occidente. Sin desconocer ni devaluar la riqueza evangélica de la alianza matrimonial.

No creo tampoco que algún papa vaya suprimir el celibato de un plumazo. Aunque pienso que la disciplina actual sobre este tema pudiera transformarse.

Tampoco me identifico plenamente con la visión de aquel sacerdote mayor. Respetando con inmensa devoción su vida honrada y su ministerio, no conviene enfocar el celibato únicamente como un sacrificio. Una especie de harakiri afectivo. Si bien, para vivirlo dignamente es necesaria cierta ascética. No lejana tampoco de aquella que el Señor Jesús pide a los cónyuges en su fidelidad. Y a cualquier profesional cristiano, por ejemplo, en el ejercicio de sus tareas.

Considero que el celibato por el Reino de los Cielos, propuesto a los clérigos de la Iglesia católica en occidente, encierra los siguientes componentes:

1) Una conducta adornada por señalados valores humanos. Allí ubicaríamos la decencia, en el trato consigo mismo y con los demás. Esa que Paulo VI integra dentro de la «eximia humanidad», que ha de calificar al buen clérigo.

2) Un comportamiento cristiano dentro de los mandamientos de la ley de Dios, que orientan la vida de todo bautizado.

3) Una experiencia religiosa, iluminada por el espíritu de las bienaventuranzas. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Una limpieza de corazón que hoy identificamos, no sólo con un comportamiento sexual digno, sino con una rectitud a toda prueba.

4) Una castidad pastoral. Es decir, colocada en vitrina, para el anuncio del Reino. Así muchos comprenderán cuánto puede realizar el Señor en cada creyente.

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La palabra del Vaticano II

El documento conciliar «Sobre el ministerio y vida de los clérigos» nos ha dicho ( P O 16): El celibato «es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo…Los presbíteros por el celibato se consagran a Cristo de una forma nueva, se unen a Él más fácilmente con el corazón indiviso, se dedican más libremente en Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad de Cristo».

Sin embargo algún lector, y con toda razón, podría objetar: Todo lo anterior pudiera ser verdad, pero me suena a música del cielo. Totalmente lejana de este mundo de hoy, donde las fallas de los sacerdotes, la revaluación del sexo en todas su manifestaciones, la primacía de lo sensible y lo contable conforman el común panorama de la sociedad. Quisiera comprender todo ello, añadiría nuestro interlocutor, pero con toda sinceridad me es imposible.

Hay motivos para que en el mundo de hoy, donde se palpa un anhelo global de lo religioso, los pecados de los ministros de la Iglesia, estén en primer plano. De un lado, porque son reales. De otro, porque demuestran la urgencia que la actual sociedad tan intercomunicada, hace a los clérigos para que sean modelos de conducta.

Pero a la par, podríamos presentar una amplia galería de sacerdotes ejemplares. En quienes su celibato ha sido signo resplandeciente de Jesucristo, proyectándolos al servicio de los más necesitados. Y todo ello, casi siempre, dentro de ese hermoso anonimato según el Evangelio. Donde la mano izquierda no sabe lo que hace su vecina derecha. Sobre esta realidad no existen estadísticas. Pero ni falta hacen.

Frente a la presentación del sexo en todas sus dimensiones, como ideal del hombre de hoy, preguntaríamos a los sicólogos y sociólogos, si todo ello está construyendo una humanidad más digna, más libre y feliz.

Y ante el pragmatismo que envuelve tantas áreas del mundo actual, invitaríamos a quienes lo deseen, a acercarse al misterio del celibato sacerdotal. Misterio que también se da, singular y luminoso, en el amor del noviazgo y del matrimonio. Un misterio de amor. Porque el celibato es ante todo otra forma de amar.

Avanzaríamos con esmerado respeto hacia el territorio de lo inefable. Allí donde sólo entra el Señor y alguien a quien de pronto, le ofrecemos la llave.

Sólo allí, en el área del misterio, se comprende el valor del celibato por el Reino de los Cielos. Más allá de una ley eclesiástica. Más allá de las fallas que podamos tener los humanos.

«Hombre soy y nada de lo que es humano me es ajeno,» escribió Terencio, un poeta cartaginés del siglo II. Pero también dijo Jesús: «Vosotros sois mis amigos…porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer». «Yo os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 15 - 16) .

«Cuando seas sacerdote, irás donde los pobres, a sus casitas pequeñas y humildes y conversarás con ellos. No les llevarás nada. Les llevarás simplemente amor. Ellos necesitan sacerdotes que los quieran. Si te ofrecen un pedazo de yuca, acéptalo, que sabe muy sabroso la yuca de los pobres.

No sabes lo sabroso, lo bello que es ser sacerdote. Pero eso sí. Con la condición de que te gusten los humildes. Con la condición de que te guste Jesucristo».

La cita es el Padre García Herreros, sacerdote colombiano, célebre por su ejemplo de vida y sus obras sociales, que nos descubre el sentido, la razón, la finalidad del celibato sacerdotal. El cual apunta a amar de otra manera, en otra dimensión, con una distinta intensidad.

De lo contrario ser célibe se convierte en algo incomprensible y quizás destructivo. En una represión decepcionante que distorsiona nuestra sicología.

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Ciertos considerandos

Sin embargo el tema merece ciertos considerandos:

1) Una comprobación. Reconocemos que la formación que se dio, en años anteriores, sobre la sexualidad y celibato, no fue siempre la más acertada. Ni la antropología, ni tampoco los avances sicológicos se tuvieron en cuenta. La castidad, apodada entonces como «virtud angélica», no muy claramente ligada con la caridad y otras dimensiones ascéticas, se miraba más que todo como una asepsia, o un proyecto evasivo. Lo cual dio origen a variadas neurosis, disfrazadas tal vez de ascetismo.

Se calificaba entonces nuestra dimensión sexual como el tercer enemigo del cristiano, al cual había que perseguir hasta en sus más remotos escondites.

No vale, sin embargo, repartir hoy culpabilidades. Fueron los gajes del oficio en otra época, muy contagiada del dualismo griego. En cambio conviene destacar la buena intención y aun la santidad en muchos formadores de antaño.

2) Una pregunta. Algunos se cuestionan si el celibato continúa siendo posible, en el mundo de hoy. Un tema que precisa ciertas ponderaciones.

No es justo calificar la sociedad presente como la más perversa de la historia. También en otras épocas, por ejemplo en el siglo XVI, los pecados capitales contaminaban la tierra, haciendo difícil la vivencia evangélica. De otro lado, el llamado permisivismo sexual no es la única connotación del mundo presente. Miramos cómo la tecnología también facilita las tareas del espíritu. Por ejemplo, se palpa una conciencia universal en relación con los derechos humanos.

Este mundo incomunicado anteriormente, es hoy la «aldea global», en la cual nos impactan la abnegación y la entrega de presbíteros, religiosos y laicos. Donde la Iglesia avanza en incansables trabajos de frontera, mediante el anuncio del Evangelio a los más remotos pueblos. No es pues el erotismo el común denominador de nuestro siglo.

Por todo lo cual podemos concluir: Es un mito afirmar que el celibato por el Reino de los cielos sea un proyecto fácil. Pero a la vez es falso asegurar que sea imposible. Nos remitimos nuevamente a la fidelidad conyugal: Que haya esposos, creyentes o no, que mantengan la fidelidad que un día prometieron no es tarea fácil, pero de ninguna manera imposible.

3) Una aclaración. Bien sabemos que el celibato que se pide a los clérigos de la Iglesia romana no es de institución divina. Jesús de Nazaret no lo ató de modo indisoluble al ministerio sacerdotal. Pero si avanzamos más allá de la ley, descubrimos su valor admirable.

Así lo subraya Paulo VI en «Sacerdotalis Caelibatus» (24 de junio 1967).

4) Una comprobación. Reconocemos que los temas relativos al sacerdocio no corren hoy con mucha suerte ante los Medios de Comunicación. Las razones son obvias. Según el clásico ejemplo, si un hombre muerde a un perro, se configura la noticia internacional del momento. Que un perro muerda a su amo nunca tendrá suficiente importancia.

Igual cosa sucede con los clérigos cuyo comportamiento es incorrecto. Frente a ellos, sin embargo, podemos presentar un enorme porcentaje de sacerdotes que, sin hacer ruido, viven en silencio sus compromisos.

5) Una inquietud. La teología distingue el celibato como uno de los carismas que el Señor concede a sus fieles: Dones gratuitos para el servicio de la comunidad. ¿Puede entonces la Iglesia legislar sobre un carisma, obligando así a Dios a darlo a determinados individuos? Respondemos que no. Los carismas no son materia de legislación en la Iglesia. La autoridad tiene al respecto, sólo una labor de discernimiento. Pero puede exigir a quienes desean acceder a determinado ministerio, determinadas condiciones. Todas ellas dentro de aquella eximia humanidad, que el papa Paulo VI deseaba para los sacerdotes.

6) Un desafío. De otra parte, indica el Concilio Vaticano II que los consejos evangélicos, vividos de forma comprometida ante la Iglesia, tienen el carácter de signos. Descubren unos valores superiores que, en todos los tiempos, brotan del Evangelio. Hacen patente la acción de Cristo en los fieles y anuncian, desde ahora, la plenitud del Reino (L G, 44).

Pero qué pasaría su preguntamos a nuestro alrededor: ¿Es mi vida celibataria un signo o solamente un ilegible jeroglífico?.

El problema es de fondo. Por esto nos toca a cada uno y además a las comunidades religiosas, a los presbiterios, empeñarnos en una traducción simultánea para iluminar a creyentes e increyentes. Lo cual sólo se da si nuestra vida revela madurez, alegría auténtica, capacidad de servicio, lejanía del poder, desinterés económico, liderazgo. Preocupación por los necesitados, trascendencia.

Pero todo ello es posible, como nos dijo el Padre García Herreros, «con la condición de que te gusten los humildes. Con la condición de que te guste Jesucristo».

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