TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Adviento - Ciclo B

Juan el Bautista

Primer domingo

1. El dueño de casa

«Dijo Jesús a sus discípulos: Mirad, vigilad. No sabéis cuándo vendrá el dueño de casa, si al atardecer o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer». —San Marcos, cap. 13.

En la mitad del alma todos guardamos un Belén, fabricado con recuerdos de infancia. Recuerdos que despiertan la nostalgia de una dicha lejana. De una derrotada inocencia. Todo esto es Adviento y además el deseo de encontrar al Señor entre la maraña de tantos acontecimientos y tareas. En la penumbra de nuestras fallas y nuestros desconciertos.

Con otro nombre semejante al de pastor o rey, o sembrador, san Marcos nos presenta a Dios: el dueño de casa.

Nos cuenta el evangelista de un hombre que se va de viaje, dejando alerta al portero para que vigile su regreso. Podrá volver este amo aquella tarde, a medianoche, o al canto del gallo. O quizás al amanecer.

Se trata de una historia de Dios en relación con nosotros. Que la fe, como el amor, se inscribe también en un esquema de presencia, ausencia y reencuentro.

Sólo que muchos no advertimos al Señor presente entre nosotros. Ni su ausencia nos duele. Ni deseamos conscientemente encontrarnos con Él. Señala un escritor que los idiomas de los pueblos llamados civilizados redujeron la divinidad a una sola sílaba: Dios, Dieu, God, Gott, Bog… En cambio las lenguas exóticas, de poco uso en los negocios internacionales, lo nombran con polisílabos, cuando no con una extensa frase: Deviyanwahansa se le dice al Señor en una lengua de Ceilán, Wakantanka entre los indígenas dakotas, Tupa-Ñandeira entre los guaraníes. Como Andriamanitra lo invocan los malgaches, como Pachacamacka los quechuas o U-Nkulunkulu los zulúes.

Un dato antropológico: ciertos pueblos hemos encerrado al Señor en un puño. Otros en cambio «tienen tiempo para nombrar a Dios». La parábola de san Marcos nos motiva a vigilar, a estar alerta, porque llega el Señor. La primera venida del Señor a la tierra, que celebramos en Navidad, presagia un encuentro posterior con «el dueño de casa», que tiene tiempo para nuestras confidencias en un recinto acogedor y amable. Así lo comprobó Nicodemo aquella noche que compartió con el Maestro.

Cada uno realiza este encuentro con el Creador, a su manera: en la intimidad de la conciencia, en el entorno familiar, en la ayuda generosa al necesitado. Al celebrar los sacramentos.

Además la Biblia que leemos en Adviento interpone sus buenos oficios para que estos dos amantes, Dios y el hombre, vuelvan a reunirse. Y el profeta Isaías nos habla de un Dios enamorado que parece alejarse de nosotros, pero que fácilmente olvida las ofensas y reanuda su amistad con nosotros.

¿Qué tal si este diciembre fuera algo más que «una farsa completa y sistemática, con un telón de fondo religioso», como afirma un autor? ¿Qué tal si dejamos de ser unos cristianos de farándula, en esta sociedad de consumo que ha invadido nuestra Navidad? Es necesario que ese Belén del alma se ilumine con una fe sincera y renovada. Entonces, desde lejanas tierras regresarán la dicha y la inocencia, para enseñarnos a sonreír de nuevo. Ya se acerca el Señor a reanudar su alianza. Y nosotros estaremos vigilantes, despierto el corazón y con el alma —como todos los niños de la tierra— repleta de ilusiones.

2. Diciembre

«Dijo Jesús: Mirad, vigilad. Pues no sabéis cuándo es el momento». —San Marcos, cap. 13.

Para los antiguos romanos, diciembre era el décimo y último mes del calendario. Más tarde, el año tuvo doce meses al intercalarle en la mitad a julio y agosto, en memoria de Julio César y de Augusto.

Los emperadores y los poetas llamaron a diciembre de maneras diversas.

Para nosotros, este último mes del año tendrá un nombre distinto, un color especial, un significado personal: vacaciones, balance, nostalgia, ventas, expectativas, aguinaldos, gastos extraordinarios, indiferencia, portal de Belén, ovejas y pastores.

Pero si somos cristianos, diciembre nos hablará de Navidad, con sus recuerdos, su añoranza de hogar y la cercana presencia del Señor. Por estos tiempos, el Evangelio insiste en la vigilancia. En nuestro lenguaje, vigilar significa estar atentos, tomar conciencia, darnos cuenta del momento en que vivimos, hacer que nuestra vida concuerde con nuestras convicciones.

Los profetas del Antiguo Testamento suplicaban al cielo que lloviera al Salvador, como blanco rocío sobre la tierra seca.

¿No será esa presencia del Señor la que hace falta en el hogar, en la sociedad, en el trabajo?

Nuestro balance arroja quizás muchas derrotas, frustraciones, angustias, desengaños, fracasos, equivocaciones, frente a la Navidad que es llamada a la alegría. Es invitación a reconciliarnos con nosotros mismos, para gozar con entusiasmo de las realizaciones y enmendar nuestros yerros. Para sentir al Señor presente, como amigo, como padre, como quien toma en sus manos las riendas de nuestra existencia.

Navidad es la celebración de una paz que brota en lo interior, al admitir a Dios como centro de nuestras preocupaciones.

Para lograr todo esto, es preciso vigilar, caer en la cuenta de lo que somos: hijos de Dios.

Seamos cristianos o renunciemos a ese nombre.

Uno de los soldados de Alejandro es conducido ante su trono, por haberse portado cobardemente en la batalla.

El emperador le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

-—Alejandro, responde el soldado.

Entonces el emperador replica enojado: «O cambias de nombre, o cambias de conducta».

Una advertencia oportuna para muchos de nosotros.

3. Llega el Señor

«Mirad, vigilad; pues no sabéis cuando es el momento. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: velad». —San Marcos, cap. 13.

En Aviento Dios repite a los hombres que Él ha venido a la tierra y que luego volverá a visitarnos. Por lo cual las lecturas bíblicas insisten: «Mirad, vigilad, pues no sabéis cuando es el momento. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: velad».

¿Qué puede significar lo del momento? Muchos lo han relacionado con la muerte repentina. Pero un mejor significado lo hace equivaler a aquellas ocasiones en que Dios se nos muestra. El libro del Cantar nos presenta al Señor como ese amado que «salta por los montes, semejante a una gacela, o a un joven cervatillo. Se para detrás de nuestra cerca. Mira por las ventanas, atisba por las rejas».

Muchos creyentes pueden asegurar: un día Dios llegó hasta mi vida, entró en mi interior y todo empezó a cambiar en mi entorno.

Los judíos dividían la noche en tres vigilias. Los romanos, en cuatro. Y san Marcos, quien escribe para gentiles, nos dice que el dueño de casa puede llegar al atardecer, a la media noche, al canto del gallo, o a la aurora. Que es preciso mantenernos alerta. Ese dueño de casa es el Señor que vendrá de improviso.

Sin embargo, ante ese encuentro con Dios, algunos se sienten temerosos. Y su respuesta es la huida. «Tuve miedo, Señor, y me escondí» , dijo Caín después de haber matado a su hermano. «Que no nos hable Yahvé, porque moriremos», rogaban los israelitas a Moisés.

Otro grupo, para esquivar al Señor, se refugia en la superficialidad: diciembre, vacaciones. Divertirse es su única meta. Corre el tiempo y ellos se quedan como aquellos trabajadores, que nadie contrató para la viña: «¿Qué hacéis allí todo el día ociosos?».

Otros presienten que Dios se acerca, pero procuran posponer la cita. Recordamos la película de Bergman: un caballero que volvía de las cruzadas, supo que Dios lo buscaba. Se lo avisó la Muerte. Asustado, la invitó entonces a una playa desierta, para echar una partida de ajedrez. Si ganaba, podría exigir un plazo, que le permitiera llenar su vida de buenas obras.

Los cristianos conscientes entienden que el mejor modo de esperar a Dios es salir a su encuentro. En 1955, estando en Nueva York, el padre Theilard de Chardin siente estallar su corazón. Sólo alcanza a decir: «Me voy al que viene», y termina su vida serenamente.

«Señor nuestro, restáuranos. Que brille tu rostro y nos salve». Que llegue a nuestra vida y nos transforme. Es la súplica que elevamos en este primer domingo de Adviento.

Imaginamos a Dios como un sabio restaurador. Conoce el valor de cada pieza. Al fin y al cabo somos su obra maestra. Y con manos de artista enamorado, enmienda todo lo nuestro: los recuerdos amargos que nos martirizan. Las malas tendencias del corazón. Apaga los rencores. Convierte en experiencia los fracasos. Terminada su paciente tarea, hace brillar su rostro sobre nosotros. Sonríe con amor, porque nos reconoce nuevamente como sus hijos, seguros de vivir junto a Él para siempre. «Señor nuestro, restáuranos».

* * *

Segundo domingo

1. Las tarifas del perdón

«Juan bautizaba en el desierto. Predicaba que se convirtieran, para que se les perdonasen los pecados y acudía a él la gente de Judea y de Jerusalén». —San Marcos, cap. 1.

El libro del Levítico señala con precisión las ofrendas que debían presentarse para obtener el perdón de Yavéh. Por la culpa de un jefe del pueblo, el Señor exige «un macho cabrío sin defecto». Cuando algún terrateniente ha pecado, llevará al templo una cabra.

Pero si se trata de un pobre, Dios se contenta con «dos tórtolas o dos pichones».

De otra parte, las mejores porciones de las víctimas se guardaban para los ministros del templo y también «lo mejor del aceite, el vino y el trigo». Mientras tanto, los devotos se surtían de carne para su mesa en los expendios controlados por los sacerdotes. Podría afirmarse entonces que, para prosperar, toda esta gente del culto exhortaba día y noche al pueblo: «Pecad, hermanos».

Extraños los conceptos de pecado y de perdón que manejaba el judaísmo. En cambio, Jesús viene a presentar otra forma de culto «en espíritu y en verdad», y el perdón generoso de un Dios que no emplea tarifas.

Cuando Juan Bautista aparece junto al vado del Jordán que conduce a oriente, lejos del templo de Jerusalén, invita a sus oyentes «a convertirse para que se les perdonen los pecados». Y anota san Marcos que «acudía a él mucha gente de Judea y de Jerusalén».

En el programa de Jesús, el pecado y el perdón tienen otra dimensión y otro peso. Antes lo importante era el tamaño de la ofrenda. Ahora lo esencial es un sincero arrepentimiento. Antes el pecado era una mancha enorme, aunque situada en la periferia de la vida. Ahora la culpa nos golpea interiormente, pero nunca destruye nuestra capacidad de retorno hasta el Señor.

No dejaría de inquietar al establecimiento religioso de entonces la predicación de Juan. Mucho más, cuando tantas personas acudían a escucharlo. Algunos por curiosidad. Otros cansados de una religión demasiado materialista. Otros más empujados por la esperanza de un Salvador.

Pero el Bautista se definía a sí mismo como «la voz que clama en el desierto». Y aseguraba que detrás de él vendría «otro más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias». Ese más fuerte era Jesús, a quien el Precursor, con actitud humilde, entrega su tarea: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya».

Jesús explicará a sus discípulos que Dios perdona de una forma más ágil y profunda. Basta observar cómo resuelve el Maestro las complicadas situaciones de muchos: Zaqueo, jefe de publicanos; la mujer sorprendida en adulterio; la samaritana, que había tenido cinco maridos; Mateo, el recaudador de impuestos en Cafarnaúm; el muchacho que vuelve, luego de haberse gastado su herencia. Y aquel ladrón que agonizaba a su lado. A éste le bastó una sencilla súplica, para que el Señor le abriera de inmediato el paraíso.

Para el Maestro, el pecado tiene además un sentido muy distante al de ciertos moralistas que nunca acaban de creer que Dios perdona. El perdón de Cristo no cubre la culpa, o la condona. Sencillamente la destruye. Por esto, afirmaba un escritor, el poder de Dios se manifiesta con mayor claridad al perdonar nuestros pecados, que cuando creaba el universo.

2. Caminos

«Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Una voz grita en el desierto: Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos». San Marcos, cap.1.

La Biblia es historia de caminos. Desde el Génesis, cuando el Señor defiende con querubines el camino del árbol de la vida, hasta el Evangelio de Juan, donde Cristo se proclama Camino.

Isaías anuncia que el Mesías cubrirá de gloria el camino del mar, más allá del Jordán. El salmista ruega a Dios le muestre la senda de sus mandatos. El libro de la Sabiduría recuerda que Yavéh preparó a su pueblo un sendero sobre las aguas del Mar Rojo. Los magos regresan a Oriente por distinto camino, para esquivar a Herodes.

Y Mateo nos cuenta de la semilla que cayó en el camino, de los ciegos que estaban sentados al borde del camino, del día glorioso en que los discípulos arrojaban sus mantos al camino, al paso del Maestro, de la decisión de ponerse en camino…

Ahora Juan Bautista que viene del desierto nos grita: Preparad los caminos del Señor, allanad sus senderos. Si analizamos nuestras relaciones con Dios, descubriremos que le hemos cerrado nuestros caminos.

Cristo pudiera repetir lo de Antonio Machado: ¡Caminante, no hay camino! Pero cuando el Señor insiste en llegar hasta nosotros se inventa sus maneras. Recordemos algunos ejemplos: A Nicodemo, en una visita nocturna.

A la mujer de Samaria, por la sed de un profeta que busca agua. A Zaqueo lo encuentra en un árbol y se hace invitar a su casa. A Dimas, por un expediente judicial y una intuición repentina. A Ignacio de Loyola, por una herida durante el sitio de Pamplona.

A Paul Claudel, mientras visita Notre Dame. A Martín Luther King, por el dolor de una raza. A la Madre Teresa, en las atiborradas calles de Calcuta. En cada una de esas historias, el Señor abre un camino y un hombre o una mujer responden.

Podríamos aquí dejar unas líneas en blanco. No para dibujar los caminos de Dios que ya están inventados, sino para escribir decididamente nuestra respuesta.

Para reconocerle al Señor su deseo y su derecho de llegar hasta nosotros. Para sospechar la indecible alegría de su venida y disponerle un camino, entre los escombros de nuestras batallas.

Sí, hay camino: José y María, los pastores, los magos, abrieron caminos para los hombres de buena voluntad.

3. Ocurrió un 6 de agosto

«Apareció Juan Bautista, diciendo que debían cambiar de actitud». San Marcos, cap.1.

Hoy admiramos la energía atómica, puesta al servicio del progreso. Pero antes no fue así. El 6 de agosto de 1945, una bomba singular cayó sobre la ciudad de Hiroshima, provocando una catástrofe nunca inaudita.

Paulo VI enseñó que todo ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor. Que nuestra conciencia es un campo de batalla, donde se enfrentan dos inmensos poderes: El Bien y el Mal. Allí se escucha el fragor de las armas y los gritos de los combatientes.

La alternativa del cristiano consiste en orientar todas sus fuerzas de acuerdo al Evangelio. Somos hijos de Dios, pero el mal habita en nosotros. Tal vez no ha generado catástrofes que nos señalen como hombres pervertidos. Pero cada día comprobamos nuestra inmensa capacidad de egoísmo, de avaricia, de venganza.

Al comienzo de su relato, san Marcos pone en el escena al Bautista. Su carta de presentación es aquel texto de Isaías: «Una voz grita en el desierto: Convertíos. Preparad el camino del Señor». Muchos discípulos se acercaban a Juan, reconocían sus culpas y se hacían bautizar. Un signo para expresar su intención de ser distintos.

El valioso novelista Kazantzakis nos dice en uno de sus libros: «En nuestros días, la conversión consiste en convivir con los hombres, luchar con los hombres. Acompañar a Cristo todos los días, hasta el Gólgota, para que sea crucificado. Digo: todos los días; no sólo el viernes santo».

Bien sabemos que convivir con los demás no es cosa fácil. Muchas veces se nos vuelve hostil la familia, la empresa donde trabajamos, el medio social que nos rodea. Mantener el equilibrio y la generosidad en tales circunstancias equivale a una conversión admirable.

Luchar con los hombres es otro ideal cristiano que a muchos atrae, pero que pocos se atreven a ensayar. Cuando alguien escucha a Dios en su interior, se siente movido de inmediato a colaborar con los otros. No importa que se merme nuestra comodidad. No importa que nuestra seguridad se exponga. El sello que garantiza una verdadera conversión es el compromiso fraterno.

Vendría luego el programa de acompañar a Cristo, todos los días, hasta el Calvario. Seguirlo cuando todo va bien es poca cosa. Imitarlo cuando su cruz nos oprime los hombros, es vida cristiana auténtica.

Con frecuencia buscamos convertirnos añadiendo actos piadosos a nuestra vida. Puede servir de algo. Pero la conversión de buena ley brota de adentro. Aquel día en que yo pongo mi alma desnuda ante el Señor. Cuando comprendo todo lo que El me ha amado. Cuando reconozco mis fallos, entonces empieza a germinar en mi interior un hombre nuevo.

En Adviento cambiamos de actitud. El mentiroso no vuelve ya a mentir. El iracundo es hoy un hombre manso. El perezoso se ofrece para ayudar a los demás. Todo ello prepara los caminos, por donde llega Dios con su alegría. Esa que ya nadie podrá arrebatarnos.

* * *

Tercer domingo

1. El testigo de la luz

«En aquel tiempo los judíos enviaron sacerdotes y levitas a preguntarle a Juan: ¿Tú quién eres? El confesó sin reservas: Yo no soy el Mesías». San Juan, cap. 1.

Lo cuenta un sacerdote albanés: «En el campo de concentración no estaba permitido ningún signo cristiano. Sin embargo, durante la noche los presos nos intercambiábamos páginas del Evangelio que habíamos ocultado en el día bajo la camisa.

Cada uno procuraba memorizar su contenido. Pero convenía que otro hermano también las tuviera ante sus ojos. Con este mínimo alimento espiritual pudimos dar testimonio en aquellos crueles años de cautiverio».

San Juan hace un paréntesis en el poema inicial de su Evangelio para presentarnos al Bautista: «Surgió un hombre, enviado por Dios que venía como testigo de la luz». Y uno de los mejores geógrafos de Palestina, G. A. Smith describe así el lugar donde predica el Bautista: «Allí el río Jordán se abaja entre peñascos cadavéricos y oxidadas rocas. Aquel lugar que no tiene par en el mundo más que un valle parece la trinchera de alguna guerra de titanes».

¿Y el profeta? Papini lo describe como «un hombre solo, sin casa, ni tienda, ni criados. Alto, adusto, huesudo, quemado por el sol, envuelto en una piel de camello. Sin embargo, este hombre magnético significa para sus discípulos la última esperanza de un pueblo devorado por la desesperanza».

Cuando aparece el Precursor, muchos judíos pensaban que ya el Señor los había olvidado: «Ahora no vemos prodigios a nuestro favor. Ya no hay profetas entre nosotros», repetían con el salmista.

Sin embargo, al poco tiempo, un grupo considerable de creyentes se agolpa alrededor de este predicador que exige conversión y penitencia.

A los jefes de Jerusalén les preocupa la presencia del Bautista: ¿Será éste el Mesías? Y si lo es, ¿qué consecuencias trae su aparición para el establecimiento religioso manejado por ellos?

Por esto envían mensajeros a preguntarle: ¿Tú quién eres? Juan, ignorando la popularidad que ha conseguido, apela con serenidad a su conciencia: «Yo no soy el Mesías. Soy apenas la voz que clama en el desierto». En otras palabras: «Yo soy el mensajero de Cristo. Soy el testigo de la luz».

A los bautizados de hoy se nos confía una tarea semejante a la de Juan. De entrada, evitaremos cierto protagonismo originado en nuestros estudios teológicos, en las estructuras religiosas, las leyes y los ritos. Todo ello es simple consecuencia de la adhesión a Jesucristo. Con nuestro testimonio hemos de revelar que ya está presente el Salvador.

Recordando a aquel sacerdote albanés que pasó muchos años en cautiverio, admira ver esas hermosas Biblias con que adornamos el hogar, sin que su mensaje nos haya transformado.

Entristece analizar nuestras conversaciones ordinarias, donde la persona de Jesús nunca aparece. O examinar nuestras costumbres, que con frecuencia no expresan que somos discípulos de discípulos de Jesús.

San Pablo les presentaba a sus amigos de Tesalónica un sólido programa para ser testigos del Señor: «Cultiven a todas horas la alegría. Manténganse en relación directa con Dios y sean agradecidos. No dejen apagar en su interior las buenas intenciones. Anuncien con entusiasmo a Jesucristo. Guárdense de toda maldad. Y el Dios de la paz estará con ustedes para siempre».

2. Obreros de la luz

«Surgió un hombre que se llamaba Juan. Este venía como testimonio de la Luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz». San Juan, cap. 1.

Obreros de la luz llama Carlos Castro Saavedra, un poeta colombiano, a los electricistas: «Tienden ellos cables en el cielo para que corra la electricidad a encender estrellas de vidrio y a iluminar la mesa, el pan, el libro de los estudiantes.

Propagan la claridad por las casas de los campesinos y las gargantas de las minas».

El Evangelio nos habla de un hombre que no era la Luz, pero venía para ser testigo de la Luz.

Testigos de la Luz somos también nosotros. Se trata de hacer presente a Dios, por medios comunes y corrientes, entre la oscuridad que nos rodea. Se trata de encender la Luz.

Admiramos las torres de conducción, los cables del tendido eléctrico, el servicio constante y silencioso de las bombillas. Nos asombra el riesgo de los electricistas, en su valiente proyecto de escalar los cielos.

Por ellos llega la luz hasta la alcoba del enfermo, al ático donde se refugia el anciano, a la clínica donde nacen los niños de madrugada, al altar de las misas tempraneras, a la cena en familia, a las salas de cine, a los laboratorios, al taller, a las fábricas, al consultorio, a las tabernas y al estadio.

En todos estos sitios podemos los cristianos hacer presente a Dios.

El se presenta allí donde alguien enseña a leer. Cuando perdonamos simplemente, sin hacer mucho énfasis… Está donde se deja libre a un amigo para que crezca solo, sin exigirle dividendos. Cuando se abre una puerta para alguno cuyo horizonte se cerraba definitivamente… Cuando alguien enseña a pensar y permite a su alumno equivocarse. Se hace presente si enseñamos a sufrir, aprendizaje largo y difícil, o ayudamos a alguien a hablar con libertad, que es una forma especial de existir y redimirse.

Una madre lleva todos los días a su hijo pequeño a la misa de la tarde. El niño se extasía mirando los vitrales, donde el poniente juega con la luz, proyectando las imágenes multicolores de los apóstoles sobre las losas del templo. Cierto día, en la escuela, la maestra le pregunta a aquel niño: Daniel: ¿Qué es un santo? La respuesta surgió espontánea de los labios del niño: Un santo, señorita, es un hombre que deja pasar la luz.

3. Había un reloj de sol

«Surgió un hombre que se llamaba Juan y venía para dar testimonio de la Luz». San Juan, cap.1.

Una ciudad de Francia… Un nuevo amanecer. Y el viejo reloj de sol comienza a marcar las horas, sobre el muro curtido de la vetusta catedral. Debajo, una leyenda que hace pensar muy hondo: «Yo no marco sino las horas de luz».

Y cuando el sol se oculta detrás de las colinas distantes, el viejo reloj no marca nada. Espera nuevamente la aurora. Porque él sólo marca horas de luz.

El Evangelio nos habla de un personaje adusto, de voz áspera, vestido con pieles de camello y acostumbrado al menú salvaje del desierto. Venía a preparar los caminos del Mesías. No era la luz, mas su tarea era dar testimonio de que la luz estaba cerca. Próximamente amanecería el Salvador.

Para Juan Bautista, todas las horas eran luz, porque su vida era diáfana y sin sombras. Un hombre recto, de una sola pieza.

Tal vez nosotros no llegamos a tanto. Nuestros días no son del todo todos todo luminosos. Tenemos muchas horas de sombra, muchos ratos de penumbra, espacios de tiniebla abrumados por el error, la falsedad y el pecado.

Sin embargo, en el rincón más hondo de la conciencia, guardamos un deseo de ser luz, de iluminar nuestra vida, de encontrarnos con la verdad.

Juan Bautista dio testimonio de la luz: Por su austeridad. «Iba vestido de piel de camello, una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre». En nuestra sociedad de consumo, ¿somos capaces de vencer esta fiebre de derroche y apariencias?

Por la entereza. «No te es lícito tener como mujer la de tu hermano», le replica a Herodes, así le cueste la vida. ¿Tenemos nosotros el valor de proclamar la verdad, el deber, ante quienes se reirán de nosotros, o nos tratarán de pusilánimes?

Por la sinceridad: «Yo no soy el Mesías, soy apenas el que prepara sus caminos». ¿Queremos aparentar más de lo que somos o tenemos? Como el pájaro aquel de la fábula, que gustaba vestirse con las plumas ajenas.

Por su modestia: «Conviene que El crezca y que yo disminuya». Llegada la hora, cede el puesto al Mesías y se esconde serenamente en el silencio. ¿Sabemos ceder el paso a los otros, a los hijos, a los más jóvenes, en la empresa, en los cargos públicos, en la dirección de ciertos asuntos?

Antes de celebrar la Navidad, el Precursor llega a nuestras vidas para invitarnos a la autenticidad. Si lo escuchamos, Dios cumplirá en nosotros sus promesas.

Y nuestra vida se llenará de verdad y alegría. Se colmará de luz, más que el reloj de aquella vieja catedral.

* * *

Cuarto domingo

1. A examen la alegría

«Entonces el ángel, entrando a su presencia, dijo a María: Alégrate, llena de gracia». San Lucas, cap. 1.

Sobre nuestro territorio nacional palpitan hoy dos Patrias. Aquella que rebosa de alegría en estos tiempos de diciembre. Y la otra, colmada de dolor, de lágrimas y sangre.

Sin embargo, cabría examinar por qué reímos. Por qué intercambiamos regalos, nos abrazamos y brindamos por la vida y la felicidad. ¿Será de buena ley esta alegría?

Cuando el ángel saluda a aquella joven de Nazaret llamada María, le dice: «Alégrate, el Señor está contigo».

Para nosotros los creyentes hay una estrecha relación entre la presencia de Dios y la alegría. Sólo el amor de Dios es un motivo válido para el gozo. Y ahora en Navidad, celebramos que El vino a la tierra porque estaba enamorado de nosotros.

El saludo judío, «Shalom», hacía referencia a la dicha y a la paz. Sin embargo, la Virgen no se alegró de inmediato. La sorprendieron las palabras del ángel y se preguntaba qué saludo era aquel. Pero el mensajero de Dios le replicó: «No temas, has encontrado gracia delante del Señor». Más tarde, en su cántico, María nos descubre su alma, colmada por el gozo del Salvador.

La alegría es un tema cristiano, pero en verdad no ha tenido buena prensa. Se la ha mirado con sospecha, creyéndola enemiga de la santidad. Además a muchos cristianos les gustan los templos oscuros, las imágenes llorosas y las plegarias llenas de quejumbre.

De otro lado se cree que sólo pueden ser alegres los poderosos, los ricos, los muy sanos o aquellos que gozan de popularidad. Para los cristianos de a pie ella sería un lujo inalcanzable.

Sin embargo, la verdadera alegría, esa que nadie puede quitarnos como enseña Jesús, no es privilegio de una clase social, o de un grupo. No está unida a una particular circunstancia. Es ante todo una conquista personal. Se ofrece a todo el que procure mantener limpia su conciencia y el corazón abierto a los demás. A todo aquel que quiera hacer el curso completo sobre las bienaventuranzas.

La alegría es un sello que garantiza cada una de las virtudes. Una castidad triste ofende a Dios tanto como la humillación a un pobre. Ya nos dijo el refrán popular que un santo triste es siempre un triste santo.

La alegría verdadera nos la regala Dios. Pero exige además serenidad, buen humor y confianza. La primera nace de una actitud madura ante la vida. El segundo brota espontáneamente cuando dejamos de ser solemnes y estirados. En fin, la confianza que nos ayuda a sentir la cercanía de Dios a pesar de las crisis.

Valdría la pena examinar nuestra alegría en estas Navidades. Si ella nos acompaña, tratemos de cimentarla sobre fundamentos verdaderos. De lo contrario es flor de un día que arrebata el viento.

Pero si nuestras penas nos impiden imaginar el gozo, entonces pongámonos en manos del Señor. El supo transformar el agua en vino y ahora nos puede dar un poco de esperanza. No olvidemos: Somos hijos de un Dios que además de ser Padre, es a la vez Todopoderoso. Y la Madre de Dios, Nuestra Señora, es buena pedagoga para enseñarnos a mirar al Cielo a través de las lágrimas.

2. Se llamaba María

«El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José. La virgen se llamaba María». San Lucas, cap. 1.

Dice un autor: «María fue una mujer del pueblo: Pobre, sencilla y humilde. Ayudó a todo el mundo, pero no hizo milagros. Trabajó de criada en la casa de su parienta Isabel y allí le cantaba a Dios que se había fijado en ella.

Se casó con el carpintero de Nazaret, porque estaba enamorada de él y así es como le gusta a Dios que se case la gente. Dio a luz al Mesías, en un establo de animales y a pesar de eso, no dejó de sentirse persona, amparada por Dios. Crió a su niño dándole el pecho y partiéndosele el corazón, porque le dijeron que no todos lo iban a querer. Fue emigrante en Egipto, donde tuvo que exiliarse, porque Herodes buscaba al Niño para matarlo. Cuando volvió del extranjero, no se dio importancia. En Nazaret procuró ser buena esposa, buena madre, buena vecina con todos. Ayudó a Jesús a crecer en la experiencia de la vida y en la experiencia de Dios. Dejó libre a su Hijo para que se fuera de casa a anunciar la Buena Nueva.

Por todo esto podemos llamar a María compañera del camino, amiga, hermana, madre nuestra».

Algunos piensan que la devoción a Nuestra Señora ha desaparecido de la Iglesia. Creemos más bien que ha cambiado de signos, como el arte, como la arquitectura de nuestros templos, como la liturgia.

Antes mirábamos a María como una reina, soberana y distante. Ahora la sentimos como una madre atenta y bondadosa.

Antes ensalzábamos sobre todo su virginidad y su maternidad divina. Hoy nos atrae su humildad y su autenticidad es nuestro modelo. Ayer nuestra súplica era prolongada alabanza de sus privilegios. Ahora le pedimos simplemente que nos ayude y acompañe como primera creyente y espejo de dignidad femenina.

Corríamos en otra época a sus altares, resplandecientes de luces y de flores. Hoy sabemos que está en todas partes con nosotros. Nos basta una sencilla imagen, un rosario, una medalla…

Antes competíamos con sus advocaciones. Ahora la llamamos María, Ella, la Virgen y le hablamos con palabras comunes y simples. La devoción a Nuestra Señora brota espontáneamente cuando en el hogar aprendemos qué es amor, qué es madre, qué es mujer. Esta experiencia es «como el hueco en la piedra de una ermita, donde es posible fabricar un nido».

Porque ningún valor religioso se cosecha de paso, en los libros o en los acontecimientos de la vida. Sus raíces se nutren en una vivencia de familia.

Sabiamente la Iglesia nos presenta la historia de la Anunciación en estos días antes de la Navidad, cuando presentimos que Dios llega a nosotros. Viene por el ministerio de una Madre Virgen que se llama María.

3. Navidad, ¿para qué?

«Hoy nos ha nacido un Salvador». San Lucas, cap.2.

En un establo sobre unas pajas solloza un niño. Olor a hierba seca…Es de madrugada. El buey y el asno, compañeros de hospedaje, olfatean el amanecer. José y María, alegres y angustiados a la vez, contemplan en la penumbra al Mesías recién nacido, al Salvador.

Nos lo ha dicho un escritor: «Si Cristo nace mil veces en Belén, pero no en ti, seguimos eternamente perdidos».

Cristo nace en nosotros por la fe. Pero ésta nos la han definido de tantos modos, que al fin no comprendemos. Es claro, sin embargo, que se parece mucho al amor. Quien ama, cree. Y en Navidad todos removemos los escombros del pasado y suspiramos por un poco de fe, esa fe sin culpa ni remordimientos, que tuvimos antaño.

Volvemos a mirar a Dios como a un amigo, que viene de visita para comunicarnos muchas cosas. Volvemos el corazón hacia la Iglesia, rememoramos la infancia y nos sentimos nuevamente hijos de Dios y hermanos de ese Niño que nace en Belén.

«Nos ha nacido un Salvador» Para algunos esta es una frase hueca sin repercusión alguna en su repercusión alguna en la vida ordinaria. ¿Será que, esclavos de tantas cosas y encerrados en nosotros mismos, no hemos dejado campo a la esperanza?.

Tal vez los cristianos somos culpables que del mundo no aguarde al aguarde al Salvador. Porque ansiamos que El venga a establecer un reino de abundancia material, de paz y de justicia social, entendidas a nuestro modo. Sin embargo, todas las cosas que puede soñar el «hombre económico» del momento, no llegarán si una conversión interior que nace de acoger a Cristo como el único Salvador.

Cristo nace en nosotros cuando vivimos plenamente el amor del hogar. Cuando somos sinceros, sin tener nada que ocultar. Cuando luchamos por ayudar al prójimo. Cuando compartimos generosamente con los que tienen menos. Cuando oramos en familia. Cuando buscamos los sacramentos, no como un impuesto que se paga al Señor, sino como un encuentro con El, nuestro Padre.

Es Navidad. ¿La lista comprometedora de aguinaldos para amigos y parientes? ¿Un tiempo gris e ineficaz como tantos del año? ¿La excursión y las vacaciones? ¿Un programa egoísta que nos dejará un balance de tedio? ¿Una fiesta más? ¿O sentimos realmente que nos ha nacido un Salvador?

Porque si Cristo no nace hoy en nosotros, seguiremos perdidos… ¿Hasta cuándo?

^