TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Navidad - Ciclo C

Escena de la Natividad de Jesús

Natividad del Señor

1. Sin lugar en la posada

«Mientras estaban allí, le llegó a María el tiempo del parto y dio a luz a su primogénito… porque no tenían sitio en la posada». San Lucas, cap. 2.

Apenas un adverbio: «Mientras estaban allí, a María le llegó el tiempo del parto». El evangelista indica así a Belén. Y en Belén una gruta, donde los pastroes del contorno se guarecían con algunos ganados.

Después nosotros hemos embellecido todos los pesebres del mundo, revistiendolos de coloridos adornos.

«Porque no tenían sitio en la posada», continúa san Lucas. Martín Descalzo describe el «khan» oriental de ayer y aún de hoy, como un patio cuadrado, rodeado de altos muros. En el centro solía haber una cisterna, en torno a la cual se amontonaban camellos, asnos y ovejas. Los viajeros, acostumbrados a la intemperie en muchas circunstancias, dormían en cobertizos, o bien campo raso.

Es de suponer que José tenía en Belén amigos y parientes. Pero con motivo del censo, las casas de familia y aun los albergues estarían al tope.

Espacio siempre había en las posadas orientales para uno o más huéspedes. Sitio físico sí, pero María y José buscaban ante todo privacidad y silencio.

Entonces allí, sobre un reducido espacio geográfico, se cruzaron el paralelo de nuestra pequeñez y el meridiano de la infinita bondad de Dios.

Diversas tradiciones adornaron este episodio, señalando que la pareja nazaretana, mendigaba hospedaje de puerta en puerta y era rechazada con insultos. Que los tomaron por maleantes entre tantos forasteros que atiborraban el poblado. De allí nació la piadosa práctica de «Las Posadas», donde se ora y se consideran las incomodidades de José y María en aquel trance. Comparando a la vez, la actitud de los habitantes de Belén con nuestras fallas ante el amor de Cristo.

Pero en relación al misterio de la Natividad, es preferible otra lectura, más simple y por lo tanto más teológica: Dios se hizo hombre en unas circunstancias comunes y corrientes.

Que ese Niño era el Mesías, anunciado por los profetas, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, consustancial con el Padre…es un lenguaje posterior, tomado de la reflexión comunitaria.

Al comienzo de toda esta maravilla hubo únicamente una pareja joven, buscando sitio para pasar la noche, luego de varias jornadas de camino.

Belén era entonces un pequeño poblado de unas doscientas casas, apiñadas sobre un cerro. En las colinas próximas los bancales de olivos se abrían paso entre las rocas. Aquí y allá, higueras y más lejos, viñedos, trigales y rebaños.

Pero Belén, «capullo de rosa, prendida sobre la airosa capul de la madrugada, capital de la alegría, esquina do la hidalguía de Dios desposó mi nada», existe en el corazón de cada creyente.

De niños edificamos allí esa aldea de modo indestructible, con trozos de inocencia y jirones de ilusión, que una fe elemental ató a nuestra historia. Y allí regresamos cada Navidad, aunque harapientos, desde parajes muy distantes, donde hemos padecido hambre y sed.

La fiesta de hoy nos invita a abrir el corazón para hospedar a Dios. Más tarde Jesús les dirá a sus discípulos: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y haremos morada en él».

Y abrir el corazón quiere decir mantener presente al Señor, cultivar con Él una amistad irrompible. Significa vivir al estilo de Jesús, haciendo siempre el bien, como Él nos enseñó.

2. Fábula del ángel cojo

«La Palabra a cuantos la recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre». San Juan, cap.1.

José Luis Martín Descalzo nos dejó esta fábula: Galael era un ángel que nunca había bajado a la tierra. Hasta que un día, o mejor una noche, obtuvo licencia del Señor para venir por las colinas de Belén para cantar el «Gloria in excelsis Deo». Porque era Navidad.

Había visto en el cielo a Jesús resucitado, a Nuestra Señora y a los santos, e imaginaba que todos los hombres eran maravillosos. Pero con gran tristeza, comprobó lo contrario. Descubrió que aún durante aquella noche santa, mucha gente seguía siendo egoísta, avara, violenta. Pero algo más: En una concurrida calle, un taxista lo atropelló, fracturándole una pierna. Nuestro ángel se regresó entonces desmotivado y en muletas al cielo. Saboreando esa amarga experiencia: A pesar de la encarnación del Verbo, la humanidad continúa siendo depravada y mezquina.

San Juan nos dijo en el prólogo de su Evangelio: «A cuantos la recibieron, la Palabra les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre».

Esta es la gran noticia de estos día santos: Dios se ha hecho hermano nuestro y quienes lo aceptamos por la fe podemos alcanzar un nivel superior de existencia.

Todo el prólogo de San Juan explica el encuentro maravilloso entre Dios y nosotros. Esos párrafos son como un cántico, donde se alaba el poder del Señor, reflejado en el mundo. Pero el evangelista no oculta el lado negativo de la historia: «La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió». «Dios vino a los suyos y los suyos no lo recibieron».

Aunque más adelante añade: «La Palabra de Dios acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad».

De un lado, están entonces aquellos que no reciben a Cristo. De otro, quienes lo acogen.

Entre los pueblos orientales se aceptaba al peregrino brindándole bebida y alimento, y un espacio donde plantar su tienda.

Nosotros acogemos a Cristo cuando tratamos de conocer su persona y su mensaje. Cuando procuramos acomodar nuestra vida a su enseñanza. Cuando lo amamos y amamos en su nombre a nuestros prójimos.

Es Navidad. Y Cristo Dios y Hombre resuena por todos los rincones de la tierra. La celebraciones, los villancicos, las plegarias, las lecturas sagradas, la comunicaciones de todo orden que envuelven al plantea…Porque es Navidad.

Que no sea esta fecha un día pasajero, que se esfuma en el tiempo sin dejarnos su huella. Levantemos los ojos al Señor. Él Se hizo hombre para que nosotros, de alguna forma, fuéramos divinos.

San Pedro escribió en una de sus cartas, que «por la gracia participamos de la naturaleza de Dios». Lo cual es posible, en la medida en que aceptemos a Jesús como Salvador.

En necesario probarle a Galael, aquel ángel cojo, que no todos los hombres hemos olvidado a Jesucristo. Que Dios nos ha cambiado el corazón a muchos habitantes de la tierra. Que desde aquella Navidad, cuando él cantó el «Gloria in excelsis» por muchos valles y colinas, el mundo ha empezado a ser distinto.

De lo contrario, parecería que Dios ha fracasado al venir a la tierra. Y todas nuestras navidades serían solamente una pantomima grotesca, a cargo de payasos alienados.

3. Un Dios envuelto en pañales

«Cuando los ángeles los dejaron, los pastores se decían unos a otros: Vamos derechos a Belén. Fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre». San Lucas, cap. 2.

Si alguien hubiera afirmado en Atenas o en Alejandría, que en un día se encontraron a un dios «envuelto en pañales», tal hallazgo hubiera sonado a leyenda mitológica.

Sin embargo, los discípulos de Cristo aprendimos que esta fue la señal que un ángel dio a los pastores, para encontrar al Mesías, en las afueras de Belén.

En sólo dos versículos San Lucas nos presenta el acontecimiento más trascendental de la historia: «Y sucedió que a María se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada».

Con toda razón, por estas fechas todo alrededor se transforma. Innumerables signos se apresuran a recordar aquella noche inmensa, cuando Dios se hizo hombre: Calor de hogar y cercanía de quienes nos aman. Pesebres de todas las formas y estilos. Luces de infinitos colores. Oraciones y cánticos. Árboles de navidad por todas partes y las imágenes de Papá Noel, así sea contagiándonos su fiebre consumista.

Allá lejos, la misa del Santo Padre, entre el esplendor de la liturgia vaticana. Todavía más allá, en algún país de misión, un grupo reducido de cristianos alaban en lengua extraña al Señor, que también se encarnó para ellos. Muchos ricos se complacen en compartir con los necesitados. Muchos pobres saborean esta noche, un mendrugo de felicidad.

Hoy a todos nos envuelve, de una y otra manera, el amor infinito del Padre. Quien nos dio a su Hijo «para que el mundo se salve por Él», como Jesús le explicaba a Nicodemo.

A san Pablo no le cabía el corazón en el pecho, al escribir a Tito, su discípulo: «Ha aparecido la Bondad de Dios y su Amor al hombre. Según su misericordia nos ha salvado. Somos entonces herederos de la vida eterna».

Tampoco nuestra pobre reflexión logra abarcar lo sucedido esta noche en las afueras de una aldea, ente rebaños y trigales, cuando una joven madre alumbró a su primogénito.

Los relatos apócrifos abarrotaron de milagros el acontecimiento: «El Niño lanzaba de sí apacibles resplandores y un aroma dulcísimo se esparció por toda la campiña. Además, la partera que procuró ayudar a la Señora, se curó de una parálisis parcial que la aquejaba». Dejamos estos temas a los poetas, porque no es necesario añadir prodigios al prodigio. Este Niño es Dios-Hombre y pare usted de contar.

Nuestro mejor homenaje a tan grande misterio sería descalzar el alma y sumergirnos en profundo silencio. Nunca fue Dios tan incomprensible e inefable, como esa noche, cuando se mostró como un niño.

Callen entonces todos los villancicos, que los ruidos se apaguen y se extingan todas las luminarias. Bajo una santa oscuridad, nos sentiremos amados infinitamente por aquel que es Infinito.

Un maestro de vida espiritual sugiere que la actitud más propia para esta celebración es sentirnos pequeños, desvalidos, a ejemplo de aquel niño de Belén. Pero confiados, inmensamente confiados, en el Señor que nos inundará con su grandeza. Viene al caso la súplica de Miguel de Unamuno: «Achícame por piedad. Vuélveme a la edad bendita, donde vivir es soñar».

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La Sagrada Familia

1. La familia biodegradable

«Jesús bajó con ellos a Nazaret e iba creciendo en sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y los hombres». San Lucas, cap.2.

El continente por el contenido: Es una figura literaria por la cual nos referimos a lo externo, para significar lo interior. Así en la liturgia del matrimonio rogamos «para que estos nuevos esposos, con la gracia de Dios, hagan de su casa un hogar luminoso, apacible y alegre».

Pero si la luz inunda todos los rincones de la casa. Si cada cosa se encuentra en su lugar y hay un lugar para cada cosa. Si muchas flores alegran las ventanas… ¿Será esto es suficiente para construir un hogar estable y feliz?.
De ninguna manera. Se requieren además ciertas actitudes interiores, costumbres rectas, sentido de acogida y de diálogo, capacidad de comunicación y práctica del perdón.

El Evangelio nos presenta un modelo de familias: Aquella de Nazaret. Jesús, María y José vivieron en estrechez, sufrieron dificultades con sus prójimos, afrontaron conflictos. Una día subieron a Jerusalén con motivo de la Pascua, y entonces el Niño se extravió entre la multitud. Aquellos buenos padres pasaron tres días muy amargos. Se les había eclipsado la presencia física de Dios. Les quedaban las otras presencias. Esas que nosotros, por la fe, comprobamos y sostenemos.

Regresaron luego a Nazaret para vivir en el anonimato. Mientras corrían los años, José trabajaba de sol a sol en su carpintería. Nuestra Señora era un ama de casa, igual a muchas de la aldea. Y «Jesús -escribe san Lucas- iba creciendo en sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y los hombres».

Conocemos numerosas familias, donde se desmoronan los valores fundamentales que las sustentan.

Se han dejado absorber del medio ambiente. No han luchado por mantenerse vivas como formadoras de personas, educadoras en la fe y promotoras del cambio social. Se volvieron familias biodegradables, que se deslíen en medio de amarguras, dolores y resentimientos.

Frente a esta situación sobran diagnósticos, pero escasean proyectos prácticos de mejoramiento. Acostumbramos repartir culpabilidades a derecha e izquierda, pero casi nunca alzamos el corazón y enderezamos los pasos hacia un futuro más próspero.

¿Cómo construir un hogar apacible, luminoso y alegre? Por medio de pequeñas enmiendas, de relaciones más sinceras y cálidas. De egoísmos vencidos y ilusiones amasadas en común. Lo edificamos al archivar una palabra dura o un silencio amargo, un olvido voluntario, una desatención, una actitud precipitada.

Navidad es la fiesta del retorno. Regresan los amigos distantes, sobre el lomo encantado de una esquela multicolor, empujados por el recuerdo. Regresan los hijos, en busca de ese olor a ternura que emana del pesebre. Regresemos también nosotros a casa. A la de Nazaret, porque su ejemplo pule y embellece muchos elementos de la nuestra.

Volvamos a casa, con el rostro marchito quizás por las culpas y los desengaños, pero ansiosos de recobrar ese corazón inocente que un día gozamos. Todo hijo de Dios tiene derecho a ser feliz desde ahora, por lo menos en cuanto es posible acá en la tierra. Y esa felicidad sólo se encuentra en amar de verdad y ser amados y en cultivar, desde el hogar, ese amor infinito que Dios nos enseñó por Jesucristo.

2. La casa

«Jesus bajó con ellos a Nazaret e iba creciendo en sabiduria en estatura y gracia ante Dios y los hombres». San Lucas, cap. 2.

La casa. Situada en alguna ciudad, en este pueblo, en aquella vereda, al terminar el valle o al pie de la montaña. Con una ventana por donde entra el sol sin rozar la cordillera, con un balcón, una terraza, algún espacio transparente para atisbar el cielo.

La casa. El lugar geográfico a donde todos acudimos por la tarde, en busca de alimento y techo, comprensión e intimidad. La plataforma de lanzamiento para este viaje de la vida, tan complejo, tan variable, tan incierto.

La casa. Papá, mamá, hermanos, el abuelo, tal vez alguna tía llena de experiencia, de detalles, de cariño.

Todo esto es lo visible. Pero el hogar es algo más allá.

Es, ante todo, un conjunto de presencias. Entre ellas la presencia invisible del Señor.

Hubo también en Nazaret una casa sencilla, quizás a la salida del poblado, aferrada a la cuesta.

El esposo era artesano carpintero y probablemente también albañil. Se lo pasaba en el taller, con el serrucho, el cepillo y el escoplo, fabricado puertas y ventanas, remendando yugos, puliendo los rústicos muebles de la época.

La esposa, María, era de la familia de David. Y tenían sólo un hijo. Eran pobres, tal vez no poseían ni una oveja, ni bueyes, ni un asno siquiera para traer agua desde el pozo… Pero allí no faltaba nada, porque Dios habitaba con ellos de manera visible.

No eran inmunes a las penas. Menos aun a los problemas cotidianos: El viaje hasta Belén por lo del censo. La huida a Egipto porque Herodes quiere matar al Niño. La escasez, los vecinos, los roces que produce la vida.

El Señor quiere vivir con nosotros en cada hogar. De ahí que cada familia sea sagrada, cómo la de Nazaret.

Esta presencia especial de Dios en la familia nos la da el Sacramento del Matrimonio: Un ideal que no todo el mundo alcanza del todo. Nos la da el amor.

Esta presencia se vive por el ejemplo, la sencillez, el servicio, la capacidad de compartir, el compromiso con el mundo, el crecimiento en la fe, el civismo, la alegría.

Todo esto brota espontáneamente en el hogar, cuando el Señor está con nosotros. Cuando nosotros estamos con El.

3. Los hijos no obedecen; imitan.

«Jesús bajó con José y María a Nazaret. E iba creciendo en sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y los hombres». San Lucas, cap. 2.

«Los hijos no obedecen: imitan». Es el lema de un curso para padres de familia. Y Jesús vive hacia nosotros este mismo principio. Por esto, se hace hombre, comparte las alegrías y los aprietos de una familia pobre, forma un grupo de amigos, convive con ellos. Los adoctrina más que con sus palabras, con sus actitudes. Los invita a imitarlo en unos gestos que tienen el poder de renovar el mundo: Los Sacramentos. Da su vida por ellos…

La teoría de Cristo vendría después, cuando sus discípulos comentaron en las comunidades las obras del Maestro y consignaron su historia sobre pergaminos.

En la fiesta de la Sagrada Familia, aplicamos a nuestros hogares el principio enunciado anteriormente. Y los que tenemos la hermosa y grave vocación de padres de familia no dejamos de sentir cierta zozobra: Nuestros hijos no obedecen: imitan.

A veces deseamos que el hogar funcione bajo el mismo mecanismo de la escuela, el equipo de fútbol, la junta directiva, el sindicato, la acción comunal, la convención…

Damos nosotros unas normas. Y a los hijos les tocará cumplirlas. La autoridad es nuestro ministerio. Para eso ya tenemos en caja la experiencia, hemos aprendido mucho de la vida sobre derrotas y triunfos. Por eso somos guías y formadores de nuestros hijos. Pero recordemos que ellos no obedecen. Imitan.

La familia se convierte entonces en un desafío continuado, no a nuestras palabras, a nuestras teorías y principios, sino a nuestra conducta, a nuestro ejemplo.

¿Cómo era el hogar de Nazaret? Una familia donde nunca faltaban el amor, la fe, la esperanza. Esta Sagrada Familia nos enseña a ser formadores de personas por el amor, educadores en la fe y promotores de un mundo más justo, en la esperanza cristiana.

En un hermoso templo, mientras la madre oía Misa, el niño se extasiaba mirando los vitrales multicolores. La luz de la tarde revivía los tonos del arco iris, proyectando sobre la nave espaciosa las figuras de los Apóstoles.

Cuando en la clase le preguntaron al niño qué era un santo, no vaciló en responder: Un santo es un hombre que deja a pasar la luz.

Esta es nuestra vocación de padres y de esposos: Dejar que el Señor pase por nuestras vidas hasta el corazón y el entendimiento de los hijos. Con nuestro ejemplo ellos podrán captar a Dios, su paternidad, su fuerza, su ternura, sus planes, su amistad siempre dispuesta al perdón.

¿Pero qué imagen estamos dando a nuestros hijos? ¿Seremos en verdad hombres y mujeres por donde pasa la luz del Señor.

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Santa María, Madre de Dios

1. El asombro de unos pastores

«Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Y al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño». San Lucas, cap. 2.

Ante la escena de unos pastores que llegan corriendo al portal, avisados por un Ángel, nos preguntamos: ¿Allí san Lucas hizo historia, o hizo teología?. La mayoría de los biblistas prefieren afirmar lo segundo.

Si una gruta, de las que hubo en las afueras de Belén para la albergue de rebaños y pastores, se mantiene iluminada en la noche, es lógico que llame la atención a los vecinos. Surge entonces la espontánea solidaridad de los pobres y acuden unos pastores que dicen haber sido advertidos por un Ángel. Ese aviso lo presenta el evangelista mediante «la gloria del Señor que los envuelve con su luz». Y luego completa el cuadro con un cántico entonado por un ejército celestial: «Gloria a Dios en el cielo y en y la tierra paz a los hombres».

Esta letrilla nos recuerda algún himno con el cual los primeros cristianos alababan a Jesús. Y es cercana a la alabanza que menciona Isaías cantada por los serafines, allá en el templo. Se parece también a la aclamación de la turba, cuando el Señor entraba triunfante a Jerusalén, poco días antes de su muerte.

Podemos entonces leer el texto evangélico como un relato con el cual, cincuenta años después de lo ocurrido, los primeros cristianos confesaban la divinidad de Cristo Jesús.

Ese hecho nocturno en una aldea ignorada, tenía ya inimaginables consecuencias en las primeras comunidades. El Mesías esperado durante tantos siglos había nacido de una virgen. Ese profeta galileo, crucificado en Jerusalén sí era el Salvador.

San Lucas señala también que los pastores, al dejar el portal, empezaron a contar cuanto habían visto y oído. Pero ningún texto evangélico, ni siquiera los evangelios apócrifos, vuelven a presentar a esos zagales.

No daban para tanto.

Un pastor judío era entonces un ser despreciable, de pésima reputación. En parte la suciedad a que lo obligaba su hábitat, en parte su vida errante, les habían merecido la desconfianza de todos.

La literatura religiosa acude entonces a señalar que Jesús quiso revelarse en primer lugar a los más humildes. Lo cual puede ser válido, aunque algunos lo han capitalizado con cierta demagogia. Pero no es necesario.

Nos gusta más descubrir una lección simple, no alineada: Jesús se hace hombre en las circunstancias comunes de su gente. Muchos niños judíos habían nacido también al descampado, a causa del sistema de vida de entonces.

Un ilustre antepasado del Señor, el rey David, había sido pastor en esas mismas colinas de Belén. Sólo que después llegó a ser Rey de Israel.

Nosotros, repasando el relato de san Lucas, entendemos que Dios continúa revelándose a cada uno de nosotros, en el marco gris e irrelevante de nuestra propia historia. Pero es necesario que corramos a buscarlo.

Que sepamos asombrarnos de su cercanía, como aquellos pastores. Es necesario que luego les contemos a muchos cómo el amor de Dios ha hecho maravillas para encontrase con nosotros.

No importa que las luces de Navidad ya no brillen en nuestro entorno. Que la estrella del portal vuelva a esconderse en las alturas. No importa que los villancicos hayan apagado sus rumores sobre los días opacos de este enero.

2. Contagio de eternidad

«Los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre». San Lucas, cap. 2.

Nada tan impropio un primero de enero, como hablar de la muerte. «Año nuevo, vida nueva» se repite por estos días. Sin embargo, no sobra hoy recordar que todos vamos hacia otro nivel de existencia, que confiando en Dios, será feliz.

Decía Gabriel Marcel que «decirle a alguien: Te amo, equivale a anunciarle: Tú no morirás». Y esto fue lo que hizo ese Niño, que unos pastores encontraron recostado en un pesebre, junto a José y María. Dios está enamorado de la humanidad, es el mensaje central de la Encarnación. Luego seremos inmortales.

La crónica del nacimiento de Jesús tiene muchas lecturas. Miqueas se adelantó a la historia alabando la grandeza de Belén, «la más pequeña entre las ciudades de Judá, porque de ti ha de salir el que ha de dominar en Israel».

Tierra de pastores y de ovejas, fue aquella región durante muchos años. Su clima benigno, exento de nieves casi siempre, favorecía la industria ovina. Y la vecindad a Jerusalén, mantenía la demanda de ganado para los sacrificios del templo.

Los poetas por su parte, han embellecido la Navidad, enhebrando villancicos de todos los colores y sabores. Con devoción le añadieron a la escena un borrico bien educado y un buey de ojos mansos, que custodian el pesebre.

Los teólogos han puesto rostro de admiración, tratando de averiguar los móviles que tuvo Dios para hacerse hombre.

Los cristianos de a pie nos acercamos simplemente al portal, a ejemplo de los pastores, verificando que nos ha nacido el Salvador. Dios ha transformado el universo, contagiándonos de alegría y de eternidad.

Conviene entonces revisar nuestras relaciones con Él, para evaluar cómo avanzamos, hacia qué vida vamos, mientras día a día, se desgranan los años.

Amparados por Santa María, madre de Dios y de la Iglesia, celebramos hoy la fiesta del amor y de la vida.

Un autor español critica fuertemente, y con razón, a ciertos sectores de la Iglesia, fervientes adictos de «la teología del valle de lágrimas».

En verdad, nuestra catequesis ha insistido demasiado en el sufrimiento y poco en la alegría. A muchos teólogos les ha interesado más la muerte que la vida. Con sus repetidos avisos sobre el morir, creen que purificar el mundo. Tales discursos producirán respeto, temor, pero casi nunca el gozo de la fe. Muy pocas veces esperanza.

Hicieron además tanto énfasis en la grandeza de Dios y en la miseria humana, que su predicación amplía cada vez la brecha entre nosotros y el Creador. Para ellos existe solamente «lo divino contra lo humano». Allí se descubren elementos del estoicismo griego y del actual existencialismo trágico.

En cambio que Dios se ha ya hecho hombre, es la garantía de que el mundo funciona dentro de un prodigioso esquema de «lo divino y lo humano».

Martín Descalzo nos invita a mirar con realismo la cueva de Belén: «Un duro peñasco que sale de la montaña, como la proa de un barco, bajo el cual los vecinos cavaron una cueva, para guarecerse del sol y de la lluvia. No hubo milagros en torno del milagro». Y allí un niño. Solamente un niño. Allí está la maravilla. Aquella noche, todo el universo se vio absorbido por el amor y la vida de Dios.

3. Una fe memoriosa

«Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios, por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho los ángeles». San Lucas, cap. 2.

Entonces los ángeles se volvieron al cielo, mientras su canto se disolvía en la noche. Y los pastores, a sus rebaños. Sólo quedó en la gruta un silencio insondable, que arropaba el misterio de un Dios hecho hombre.

Como ningún judío iba de visita sin llevar un obsequio, aquellos hombres rudos ofrecerían a los desconocidos leche tal vez, queso, o un recipiente con miel. Departirían un rato con José. Era incorrecto dirigirse a las mujeres.

No hablarían de altas teologías, sino del clima, las estrellas que brillaban en la noche, el precio de un cordero y lo del censo ordenado por el emperador. Sobre el cual los pastores entendían casi nada. Al despedirse, habría buenos augurios para el recién nacido, y petición de excusas por haber interrumpido la intimidad de una familia. Así se usaba entonces.

María estaría muy contenta. Silenciosamente feliz. Su Hijo había nacido para que todo el mundo se enterase y ya empezaba a ser conocido, aunque fuera por un pequeño grupo de ignorantes. Su Magníficat, recitado unos días antes en Ainkarim, acentuaba que el Señor «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes». Lo cual era patente ahora.

Los pastores también hablaron de unos ángeles. Algo que la Señora reconocía en su intimidad. Luego todo continuó igual sobre Belén, aquel minúsculo lugar del planeta, donde había ocurrido el prodigio.

San Lucas, como citando en qué fuente se había documentado, añade que María «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón».

Al concluir el tiempo de Navidad, encontramos aquí un constructivo programa: Conservar las cosas de Dios en nuestro interior, para meditarlas día a día.

Que el Señor de los cielos se haya hecho hombre no es un acontecimiento más en la historia cristiana. Es, a la par que la resurrección de Cristo, el hecho central de nuestra fe. Sobre ese Dios, «igual a nosotros en todo, menos en el pecado», se fundamentan nuestra grandeza y nuestra esperanza.

Cada mañana, al iniciar mis trabajos, nos reconforta la amable compañía de un Dios cercano. De un Dios que «acampó entre nosotros», como dice san Juan. De allí nuestra dignidad, el valor de nuestras tareas, la dimensión divina de todas las cosas humanas. De allí lo vulnerable que es el mal y lo frágil que es la muerte.

En los programas de Nueva Evangelización, recomiendan repetir muchas veces los relatos de la Historia de Salvación. Así los escuchas van situando los misterios de Dios en determinado lugar, dándoles colorido y movimiento.

Tendremos delante durante todo el año la escena de una gruta de Belén, donde José y María velan el sueño de un niño. Han venido a conocerlo unos pastores y en lontananza se escucha el canto de los Ángeles: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». De ese grupo seremos nosotros, si no olvidamos nunca las maravillas del Señor.

Así lo hicieron nuestros hermanos del Antiguo Testamento: «Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que de allí te sacó el Señor, con mano poderosa y brazo extendido», leemos en el Deuteronomio.

Recordemos entonces que, para los discípulos de Cristo, todos los días son Navidad.

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Epifanía del Señor

1. Ha nacido una estrella

«Entonces unos magos se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos? Hemos visto su estrella y venimos a adorarlo». San Mateo, cap. 2.

Érase que se era próximo a una colina, un pueblo pequeñito, partido en dos por una fuente y sombreado por muchos árboles. Pero todos sus habitantes eran ciegos y aquel bello paisaje envejecía inútilmente, lejos de tantos ojos marchitos.

Comentaban que aquella fuente venía contaminada, causando la invidencia de los vecinos. Otros decían que los culpables de su ceguera podrían ser los vientos del sur. Mientras los ancianos repetían que esas tinieblas eran un castigo de Dios.

Un día nació un niño que podía ver la luz y la colina que dominaba el pueblo y la fuente y los árboles, florecidos por mayo. Pero todos lo tuvieron por loco, manteniéndolo atado, no fuera a cometer un despropósito.

Sin embargo cuando el niño creció, logró fugarse a la colina. Y allí una tarde comenzó a gritar: «Mirad a cielo. Ha nacido una estrella». Todos aquellos ciegos se llenaron de miedo. A tientas salieron a buscarlo y, con amenazas, le ordenaron silencio.

Desde entonces nada sucedió en aquel pueblo, que continuó muriéndose de olvido, cercado de fantasmas.

En el pasaje de los Magos, que cuenta san Mateo, el verbo ver se repite con insistencia: «Hemos visto su estrella», dicen aquellos misteriosos peregrinos. «La estrella que habían visto comenzó a guiarlos hasta Belén». «Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría». «Entraron a la casa y vieron al Niño».

Tal vez el Señor de cielo y tierra estrenó algún lucero para motivar a los magos a buscarlo. Pero como dice san Agustín: «Vieron una estrella con los ojos y a la vez recibieron una luz en sus mentes».

Algún autor señala que estos peregrinos tuvieron entonces «ojos de Epifanía». Así pudieron contemplar el cielo, seguir la ruta trazada por la estrella, reconocer en Belén al Mesías y mirar todo el mundo de otro modo.

Para nosotros, los discípulos de Cristo, también el Señor se ha encargado de mostrarse: El verbo aparecer, que los evangelistas usan para hablar del Resucitado, tiene en la Biblia una larga secuencia: «Sobre ti amanecerá el Señor, dice Isaías, su gloria aparecerá sobre ti. Caminarán los pueblos a tu luz y los reyes al resplandor de tu aurora».

Y san Pablo escribe a Tito, su discípulo: «Apareció la bondad de Nuestro Salvador y su amor a los hombres».

Desde el principio Dios se manifiesta a sus hijos, aun a aquellos que profesan otros credos. Pero desea que todos lo conozcamos por medio de Cristo.

Necesitamos ojos de Epifanía para leer quién es Jesús de Nazaret y desde esa fe, comprender quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos, qué sentido tiene nuestra estadía en la tierra, qué nos espera más allá de la muerte.

A nuestro paso más de un hermano ha gritado: «Mirad al cielo. Ha nacido una estrella». Pero quizás lo hemos tratado de loco, permaneciendo en nuestra ceguera.

Convendría preguntarnos en qué fuentes saciamos nuestra sed. A qué vientos exponemos el alma. Y recordar que Cristo es «la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo».

2. Un año abierto a la esperanza

«Jesús nació en Belén de Judá. Entonces unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén, preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos? Porque hemos visto su estrella». San Mateo, cap. 2.

Cuando algún cometa se aproxima a nuestro sistema solar, muchos lo consideran precursor de calamidades.

En cambio, aquellos Magos de Oriente, que miran en el cielo una nueva estrella, piensan en positivo: Ha nacido el Rey de los Judíos. Ese que más tarde dirá: Felices los limpios de corazón, que adivinan a Dios en todas partes.

Jesús llamó al pesebre a los pobres y a los extranjeros. A los pobres, que miran con el corazón y por eso descubren al Señor. Y a unos extranjeros sin prejuicios, que llegan a Palestina y están abiertos al misterio.

Un Nuevo Año a muchos puede asustarnos cómo paso a lo desconocido, a una aventura ignota. Pero la fe nos enseña a descubrir un tiempo nuevo, abierto al bien o al mal, a la paz o a la guerra, al progreso o a la tragedia, a la solidaridad o al egoísmo. Depende de nosotros.

Nuestro esfuerzo, apoyado por la gracia del Señor, hará fructificar la esperanza.

Es verdad: Hay acontecimientos que son inevitables. Pero a la vez es cierto que tenemos la posibilidad de orientar la historia.
A través de los días, el Señor nos habla por medio de signos que el cristiano sabe descifrar.

En cada suceso hemos de descubrir los valores ocultos que allí afloran: Sacrificio, solidaridad, compromiso, generosidad, iniciativa.

Mirando la prensa y la televisión podemos hacer este ejercicio.

Más allá de las actitudes ordinarias del hombre, emergen su deseo de paz, su anhelo de justicia, su alegría cuando sabe compartir fraternalmente. Entonces el Señor nos ilumina el panorama.

Con estos valores vamos a realizar un año positivo. Un año en que construyamos, remediemos, capacitemos. Nos sintamos hermanos, tengamos esperanza.

Los cristianos entendemos la historia dentro del marco del amor de Dios. Por esto, sin desconocer las fuerzas oscuras que amenazan, somos capaces de enderezar el rumbo de la historia.

Aquellos sabios de Oriente, guiados por un hermoso presentimiento, llegaron a su destino, entraron en la casa, donde estaba el Niño con su Madre y le adoraron.

Adorar es reconocerlo cómo Dios. Saber que El esta siempre con nosotros, que su poder sigue vigente. Que su fuerza nos empuja y nos guía.
Caminemos entonces a Belén. Para nosotros también alumbra una estrella.

3. Lo más importante

«Entonces los magos entraron en la casa. Vieron al niño con María, su madre y cayendo de rodillas lo adoraron». San Mateo, cap.2.

El sobrio relato de San Mateo, sobre los Magos fue completado a través de los siglos, por la imaginación popular. Se empezó a enseñar que eran tres aquellos hombre de Oriente que visitaron a Jesús en Belén. Se les dio nombre propio: Melchor, Gaspar y Baltasar. Se les hizo representar las razas blanca, cobriza y negra. Y en seguida se les llamó reyes.

Sin embargo, en las más antiguas pinturas cristianas, los hallamos sin corona. Y en el templo de San Vidal en Ravena, aparecen como simples mercaderes. En tanto que la piedad anglosajona los denominó «hombres sabios».

«No sé si eran reyes, no sé si eran tres. Pero lo importante es que fueron a Belén», así canta un villancico español. Más datos para nuestra curiosidad ni existen, ni valen la pena. El Evangelio se limita a lo esencial: «Apenas nacido Jesús en Belén de Judá, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto alumbrar su estrella y venimos a adorarlo». Y aquí la palabra magos no señala a quienes hacen magia. En el antiguo oriente significaba practicantes de cierta religión hombres de cierta religión o también hombre de alguna prestancia económica.

Guiados bajo esa luz, llegaron a la casa de la Sagrada Familia. Allí vieron al niño con María su madre, y cayendo de rodillas, le adoraron.

Lo esencial de estos peregrinos es su encuentro con Jesús. Abandonaron su tierra y sus bienes. Se atrevieron bajo la luz de un astro nuevo, por los caminos que se extendían bajo sus ojos.

Dejaron de un lado sus cabalgaduras y los camellos cargados de provisiones. Entraron a la casa, cayeron de rodillas y adoraron al Salvador.

Adorar significa etimológicamente, llevar algo respetuosamente hasta los labios. Por eso la adoración es de la familia del beso y de la plegaria. Y anuda el temor de Dios con el cariño.

Ojalá llegue un día en que nosotros, desnudos de tantos convencionalismos que nos disfrazan, nos encontremos cara a cara con El para adorarle. Comprenderíamos entonces que nada valen títulos, condecoraciones y ropajes. Nos sentiríamos limpios de tanta mentira institucional y reconciliados con la verdad de Dios. Comprobaríamos que sólo El colma nuestras esperanzas.

Mientras tanto, caminemos esforzadamente hacia el Señor. Que el ansia de poder no nos detenga entre los grandes. Atrevámonos más allá de Jerusalén, hasta Belén. Que el oropel de la casa de Herodes no nos empalague los ojos. Se ve mejor bajo la luz de Dios, y sobre todo, se alcanza a distinguir con claridad la verdadera estatura de las personas y de las cosas, como les sucedió a los Magos.

«Levántate, -le dice el profeta Isaías a Jerusalén y ahora a nosotros-. Porque llega tu luz. La gloria del Señor amanece sobre ti. Entonces lo verás, tu corazón se asombrará y se ensanchará».

— o o o —

Bautismo del Señor

1. Cristianos certificados

«En un bautismo general, Jesús también se bautizó y entonces vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto». San Lucas, cap.3.

Cierto párroco se inventó una curiosa estrategia para despertar a sus feligreses. Cada uno de quienes nunca asomaban al templo recibió una comedida esquela: «Por la presente me permito notificarle que su pertenencia a la Iglesia ha sido cancelada. Le ruego presentarse a este despacho, donde recibirá su documento de bautismo con el correspondiente sello de anulación. Atto. servidor»…

No se hizo esperar la admonición del obispo: «Le recuerdo, querido Padre, que los pastores no hemos de quebrar la caña cascada ni apagar la mecha que aún humea»…

¿Pero qué hubiéramos sentido al recibir la tarjeta de aquel inquieto párroco, con nuestro nombre de pila y propia dirección?

Un día Jesús se acercó al Precursor y le pidió ser bautizado. Ya se conocían en razón de su parentesco. Pero ahora el Señor desea participar en aquel rito, con el cual los discípulos de Juan iniciaban un cambio de vida.

Jesús abandonaba entonces su taller de Nazaret para convertirse en Maestro y encontraba sus primeros discípulos en el grupo convocado por Juan.

La Iglesia primitiva acostumbró repetir este signo del agua, con el cual quienes aceptaban a Jesús iniciaban una nueva vida. También la mayoría de nosotros fuimos un día bautizados en el nombre del Padre, del Hijo de y del Espíritu Santo.

Pero han corrido los días y ese acontecimiento poco o nada nos significa. Juzgamos y actuamos como aquellos que nunca recibieron el bautismo.

Conviene aclarar, sin embargo, que la asistencia al templo no equivale a una vida cristiana plena. Esta se identifica, ante todo, con los valores y criterios que Jesús enseñó. Valores y criterios que se hacen vida cuando nos toca elegir: Doblez o sinceridad. Egoísmo o generosidad. Despilfarro o moderación. Intolerancia o solidaridad. Aislamiento o corresponsabilidad. Desesperación o esperanza…

Según nuestra respuesta a estos dilemas, podremos acercarnos al despacho parroquial para ratificar o cancelar el proyecto de vida que nos ofreció el bautismo.

La familia es el primer hábitat donde se vive la fe. El primer recinto donde aprendemos a conocer a Cristo y a interesarnos por su persona. Viene enseguida la comunidad. Habría que comenzar averiguando a qué parroquia pertenecemos. Para comprometernos luego en sus programas de evangelización y de servicio.

Una parroquia es algo más que una oficina de documentos, o el lugar donde se celebra la Misa. En una comunidad de comunidades. Una familia grande, en la cual nos conocemos, nos queremos y nos ayudamos a vivir al estilo de Cristo.

Nos halaga que en el hogar, en el colegio, en la empresa nos llamen por el nombre. Es el mayor elogio que pueden hacernos. Pero conviene recordar que ese nombre nos lo dieron en una fecha memorable. Aquel día, cuando nuestros padres y padrinos le aseguraron a la Iglesia que nosotros seríamos gente de bien, gente que trataría de vivir según el Evangelio.

Pero examinando a fondo nuestra vida, ¿sí será verdad tanta belleza?

2. Al estilo de los cristianos

«Les dijo el Bautista: Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo. El os bautizará con Espíritu Santo». San Lucas, cap. 3.

La palabra no es el único instrumento de comunicación. También nos comunicamos por los gestos y los signos: La sonrisa, la mirada, el vestido, los colores, las banderas, las imágenes, los símbolos, los emblemas, los alfabetos…

La liturgia es una comunicación, un lenguaje entre Dios y nosotros. Entre la comunidad creyente y su Señor.

Cuando celebramos el Sacramento del Bautismo, hablan las oraciones, la actitud de los padres y padrinos, el agua, el aceite bendito, la luz, la vestidura blanca del niño.

Pero detrás de este diálogo, que no todos realizamos conscientemente, se esconde la acción de Cristo.

En el Bautismo, el Señor nos adopta por hijos suyos. En adelante ya no tendremos solamente estos padres, estos apellidos, esta herencia genética, cultural y económica. Seremos, ante todo, hijos de Dios, con todos los derechos y también los deberes que esto significa.

En la catequesis sobre el Bautismo, se insiste a veces demasiado sobre el pecado original, explicando que este primer Sacramento nos lava y purifica.

Sin embargo, la adopción cómo hijos de Dios es allí lo más importante.

Todo lo demas es resultado y consecuencia.

Vendrá después la vida con sus peripecias, sus tragedias y sus pecados.

La trama insospechada de triunfos y fracasos, de búsqueda y abandono de Dios. Pero siempre y a pesar de todo, seremos sus hijos.

Esto ilumina con mayor claridad aquellas historias de amor que nos relata el Evangelio: La oveja extraviada, la moneda perdida, el hijo pródigo, el buen samaritano y aquel salteador de caminos que se arrepiente en su hora final, junto a la cruz del Maestro.

Sin embargo, la adopción del Señor supone una tarea igualmente importante de la familia y de la comunidad cristiana: La educación en la fe.

El niño, que al finalizar la ceremonia, sale del templo en brazos de sus padres, espera que se le ayude a vivir al estilo de los cristianos.

Un programa que incluye estabilidad en el hogar, amor, diálogo, ejemplo, comunicación de una doctrina y vivencia de unos valores que nos distinguen.

Aquí es donde fallamos con frecuencia. Realizamos la ceremonia con sincera alegría y en ambiente de fiesta. Vale la pena celebrar que el Señor nos adopta. Pero luego no colaboramos con Dios educando a nuestros hijos en la fe.

El quiere trabajar en equipo con nosotros. Pero si la sociedad y la Iglesia no marchan, este trabajo mixto se vuelve imposible.

La mayoría de nosotros hemos sido bautizados con agua, pero por nuestra inercia impedimos la acción del Espíritu. Es hora de apoyarnos en su fuerza generosa.

3. Del barro humilde a la constelación

«En un bautismo general Jesús también se bautizó y el Espíritu bajó sobre él en forma de paloma. Y vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo. El amado». San Lucas, cap. 3.

La «Hermana agua» en el lenguaje de Francisco de Asís, copiado luego por Amado Nervo, es signo universal de limpieza y purificación. Bautizaban con agua muchas religiones antiguas. Lo hizo también el precursor en las riberas del Jordán. Allí se acercó Cristo para ser bautizado por Juan.

La mayoría de nosotros somos bautizados. Actualmente el rito consiste en verter agua sobre la cabeza del niño. Antes se sumergía al catecúmeno en una piscina. Costumbre que empezó en el siglo IV, porque en la Iglesia primitiva se bautizaba en alguna fuente natural.

No hablamos de volver a lo antiguo, pero quizás el rito de inmersión hablaba más a los ojos y a la mente de los fieles. Sumergirse en el agua y salir nuevamente, significa con más claridad el nacer a una vida distinta, que es lo esencial del sacramento.

Al salir del agua, los recién bautizados recibían una túnica blanca que simbolizaba esa nueva vida.

Muchos escritores cristianos comparan el bautismo con la alianza pactada entre Dios y Moisés en el monte Sinaí. Sólo que allá el caudillo se comprometió por su pueblo.

Y aquí, cada uno de nosotros, se compromete personalmente con el Señor.

En resumen: Bautizarse es nacer a una nueva vida.

Pensándolo bien podríamos decir: «Nos lo explicaron de otra manera». O también: «¿Otra obligación más? No nos interesa». O quizás: «Pero la mayoría de los bautizados no viven ese compromiso».

Es verdad. Antes se insistió sobre todo en la mancha del pecado original. Se hizo énfasis en «nuestro defecto de fábrica». La teología actual, sin olvidar esa gran deficiencia con que nacemos, insiste en algo más positivo: La vida que Dios nos participa en el bautismo.

Ya no somos meramente humanos. Nuestro ser se ubica en una esfera superior. Formamos parte de la familia de Dios.

Tratemos además de no entender nuestro bautismo como una obligación más. Pensemos que toda superación exige un comportamiento distinto. Esa nueva vida no es una exigencia negativa. Es la condición para caminar hacia la meta.

Nos lo enseña el himno de un colegio: «Es mi oficio viajar con mi fatiga del barro humilde a la constelación».

¿Muchos cristianos no vivimos nuestro bautismo? Quizás porque no hemos entendido que ser cristiano es hacer de la religión vida y de la vida, religión.

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