TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Tiempo Ordinario - Ciclo A

Cristo pantocrátor

Segundo domingo

1. Yo pecador

«En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». San Juan, cap. 1.

Se trataba de un guerrero muy valiente que había caído en un pantano. Su esfuerzo por librarse consistía en levantar con las dos manos, el penacho de su yelmo para salir a flote. Así describe un autor la situación del hombre, abandonado a su propias fuerzas.

Aun los pensadores no cristianos incluyen en su proyecto humano, ese elemento negativo que los creyentes llamamos pecado. Para Ernst Bloch, ateo y marxista, «el hombre está lleno de buena voluntad, pero al poner su mano sobre algo con intención de ayudar, no deja de causar perjuicios».

Tal pesimismo se refleja en muchas teologías cristianas que exageraron la fuerza del pecado, mirando sólo los desastres de la historia y no el ansia de bondad que todos alentamos.

Jesús se nos presenta como el vencedor del pecado. Y cuando al comienzo de su vida pública se acerca al Precursor, éste lo señala como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Una expresión que despertaba en los judíos variadas resonancias. Recordaba los corderos que se ofrecían en el templo y también los anuncios de Isaías, donde el futuro salvador se describe como un manso cordero. En el texto arameo esta relación era aún más estrecha.

Aparte de las muchas teorías, todo hombre sincero siente esa fuerza extraña que le invade su interior y le oscurece el camino. El Padre Astete nos presenta el pecado dentro de dos variables: Mortal y venial.

Pero lo detectamos bajo muchos ropajes: Como déficit en nuestra conducta y también como inclinación. Lo descubrimos en un acto, en alguna actitud. Del mismo modo, el pecado configura un clima, algo insensible que nos rodea y nos condiciona.

Y otras veces nos sale al camino en forma de crisis: Una situación de enfrentamiento y de penumbra.

Sin embargo, no conviene quedarnos clasificando culpas y anatemas. Nuestra fe es una relación con el Señor en el perdón y la confianza. Aunque nos preguntamos: ¿De qué manera Dios quita el pecado?

La teología enseña que pecar no es solamente quebrantar una ley, ni adquirir una mancha que lavarán los rituales, ni contagiarnos con algún tabú traído de la infancia, ni romper con algo cultural de nuestro grupo. El pecado consiste en un enfrentamiento con Dios que nos ama. Por esta razón ser pecador auténtico es generalmente muy difícil. Pero a la vez es algo más profundo de lo que imaginamos.

Cuando el Señor perdona nos cambia el corazón, resucitando nuestra actitud de hijos. Pero nos exige ser sinceros y dejarnos cambiar desde dentro. Por este camino regresamos todos los hijos pródigos.

Guardini ha escrito algunos párrafos que, a quienes tenemos la experiencia del pecado, nos llenan el alma: «Perdonar (como Dios nos perdona) es más difícil que crear. Sólo perdona ese Dios que está ‘encima de Dios’ «. Frase disparatada que dice algo cabal: Jesucristo vino efectivamente para revelarnos «ese Dios que está por encima de tantos dioses que hoy se ofrecen».

Y otro autor añade: «Para sanar de inmediato a un enfermo, se requiere poder de lo alto. Para perdonar los pecados hace falta además una infinitud de amor».

2. Yo no le conocía

«Dijo Juan Bautista: Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí. Yo no le conocía». San Juan, cap. 1.

Amor no quita conocimiento, decimos en el lenguaje familiar. Pero, por otra parte, se dan conocimientos que no conducen al amor. El hombre averiguó cuantos millones de kilómetros dista el sol de la tierra. Supo que Bucarest es la capital de Rumania. Aprendió las costumbres de los antepasados. Así tenemos unos datos más en el archivo, pero personalmente nada nos ha sucedido.

Conocimos la tabla de los elementos. Einstein nos enseñó la teoría de la relatividad universal. Esto tampoco afectó nuestra vida. Un día aprendimos los tonos menores de la guitarra. Fuimos capaces de conducir una motocicleta. Sentimos entonces que el mundo nos regalaba una alegría distinta.

Un aliciente nos iluminaba el camino.

Pero nada puede compararse con ese momento en que alguien despierta nuestro amor y corresponde a él plenamente.

Enamorarse, decía un joven, es permitir que alguien llegue a lo más profundo de mi vida y desde allí, empiece a plantearme todas las cosas de una manera nueva.

Cuando el amor es sincero, ese otro es capaz de sacar a la superficie todo lo bueno que guardamos dentro. Porque el amor moldea, educa, promueve, proyecta, hace crecer, colma de plenitud los caminos

Al final de este viaje desde el conocimiento hasta el amor, nos espera el encuentro con Dios. El es el Otro. El único capaz de llegar plenamente a lo más hondo del ser y desde allí, replantearnos todas las cosas. El único capaz de sacar a relucir todas las posibilidades que guardamos ocultas.
«Yo no le conocía».

Sólo tenemos del Señor un conocimiento teórico y superficial, pocas veces una experiencia. Cuando ésta se da, el conocimiento sí conduce al amor. Porque sus datos entusiasman el corazón.

Algo muy importante nos ha sucedido entonces. El encuentro con el Señor afecta profundamente nuestra vida. Sentimos que existe una alegría distinta, que un aliciente nos ilumina el camino.

Entonces podemos señalar a Jesús: Este es el que quita el pecado del mundo. Comprobamos que el Señor remedió nuestro mal, diluyó nuestra angustia.

Siempre se ha dicho que el amor es ciego. Pero no, el amor es clarividente, porque el que ama alcanza a descubrir en el otro facetas y posibilidades que los demás no perciben.

El Señor que nos ama se goza en el inventario completo de nuestros valores. Y todas las tardes imagina lo que mañana llegaremos a ser.

3. El Cordero de Dios

«Al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Esto sucedía en Betania, al otro lado del Jordán». San Juan, cap.1.

En arameo una sola palabra, «Talía», se traduce por siervo y por cordero. Juan Bautista presenta al Maestro como el «cordero de Dios». Jesús es «el siervo de Yavéh» que se entrega para salvarnos. Y a la vez, el reemplazo del cordero que se sacrificaba en la celebración de la Pascua. El Precursor señala que el Señor habría de quitar el pecado del mundo.

Los libros de moral están repletos de conceptos sobre el pecado. Lo definen, lo clasifican, lo interpretan, escudriñan sus causas, su gravedad, enumeran sus efectos, nos revelan su historia, sus variaciones. Pero no es fácil aplicar esta doctrina a nuestra vida práctica. El pecado sigue oculto en el misterio, agazapado en los estratos más hondos de nuestro ser, escondido bajo las formas más diversas y cambiantes.

Alguien escribió que para entender perfectamente el pecado, sería menester haber comprendido qué es el amor de Dios. Y sería también necesario comprender los planes del Señor, la conciencia, la libertad, el destino del hombre. En esa ruta, apenas si hemos avanzado algunos pasos.

Otro método para conocer el pecado, sería desnudarnos, poco a poco, de las muchas cortezas que superficialmente nos envuelven, para encontrarnos cara a cara con nuestra propia realidad. Con razón se ha comparado al hombre con una insignificante cebolla. Numerosas capas nos envuelven y al final, ¿qué descubrimos dentro

Si pudiéramos deshacernos de nuestros condicionamientos culturales, de los convencionalismos que modelan toda conducta, de nuestras excentricidades, de los personajes que representamos cada día, de las máscaras que usamos ante los demás, de aquellos sueños que hemos convertido en realidad para apoyarnos… Entonces sentiríamos mucho frío. Pero comprobaríamos que somos demasiado pequeños.

Tal vez no entendamos todavía la esencia del pecado. Mas lo importante no es comprenderlo, disecarlo en una definición, ni siquiera identificarlo, como si se tratara de una bacteria peligrosa. Lo importante es aceptarnos pecadores, débiles, limitados y mirar con esperanza al Señor que puede sanarnos. A Cristo que quita el pecado del mundo.

El pecado existe en nosotros como deficiencia, como inclinación, como acto, como actitud, como clima que insensiblemente nos contamina.

El discípulo del Señor no es un hombre sin pecado. José María Cabodevilla nos lo dice en atrevida frase: «Sería demasiado triste, sería intolerable, no poder pecar: ello supondría que no podemos amar a Dios libremente». Y la liturgia pascual llama feliz nuestra culpa, porque nos mereció un Redentor tan generoso.

El cristiano es un hombre que busca a Jesucristo y de su mano empieza cada día el camino prolongado y difícil, hacia regiones más fértiles, más limpias y resplandecientes.

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Tercer domingo

1. Galilea de los gentiles

«Por aquel tiempo, Jesús se estableció en Cafarnaúm, junto al lago, en el territorio de Zabulón y de Neftalí». San Mateo, cap. 4.

La provincia del norte era una región verdaderamente hermosa. Sus gentes cultivaban la tierra, criaban ganado y el lago de Genesaret les ofrecía pesca abundante. Cumplían la ley, es cierto, pero descuidaban las minuciosas tradiciones de los fariseos. Lo cual y sus relaciones con los pueblos vecinos, le valió a aquella región el mote de «Galilea de los gentiles», que san Mateo consigna en su relato. Los letrados de Jerusalén le dijeron un día a Nicodemo: «Indaga las escrituras y verás que de Galilea no salen profetas».

El nivel cultural de un galileo era inferior al de sus compatriotas, quienes los depreciaban además por su manera ruda de pronunciar el arameo.
En esta región aparece Jesús de Nazaret, un profeta del norte. Y el Evangelio lo presenta como alguien que sube de Nazaret para establecerse en Cafarnaúm, territorio que en la conquista de la tierra prometida, correspondió a los descendientes de Zabulón y Neftalí.

Y según su costumbre, san Mateo trae una cita del Antiguo Testamento para ratificar quién es Jesús: «El pueblo que habitaba en las tinieblas ha visto una luz grande. A los que habitaban en sombras de muerte una luz les brilló». Así había escrito el profeta Isaías.
Jesús comienza su predicación con una frase copiada del Bautista: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos». Una palabra que atrae hacia él los primeros discípulos. El Evangelio enumera aquí a cuatro de ellos: Pedro y Andrés, que se ocupaban de la pesca en el lago. Juan y Santiago, hijos de Zebedeo, también pescadores.

Ellos, dejando sus redes y sus barcas, siguieron al Maestro.

No sería una decisión repentina. Pero sí algo que se fue gestando en su corazón, hasta irse un día con el Señor, escuchando su palabra, ansiosos de otra forma de creer y de vivir

La fe se nos presenta hoy como un seguimiento de Jesús, más allá de los ritos y las devociones. Es un camino largo, amable a veces, otras tantas difícil, con los consiguientes retrocesos. Una tarea como la del artista frente a su modelo. Un trazo aquí, una línea allá. Este detalle, esta sombra que resalta un volumen. Aquella luz que acentúa un contraste. Quizás mañana comenzar de nuevo, sintiendo que el trabajo anterior no tuvo calidad. «Sed imitadores de Dios, como hijos carísimos, y vivid en el amor como Cristo os amó», les escribía san Pablo a los efesios.

El discípulo del Señor entiende que este gesto, aquella palabra, esa actitud, algún criterio frente a las personas y las cosas, necesitan ser cambiados. Lo cual no sucede de repente. Es el fruto de una acercamiento sincero a Cristo, a través del Evangelio, mientras reflexionamos sobre la propia historia. Pero de pronto comprobamos que sí hemos copiado aunque muy débilmente, algún rasgo del Señor.

El primero, el más eminente, es su actitud de hijo ante el Padre de los cielos. Y el segundo, su capacidad de sentirse hermano de todos los hombres de la tierra.

Si procuramos que nuestra vida se parezca, siquiera desde lejos a Jesús, ya no seremos tierra de gentiles.

2. La gente remendada

«Junto al lago de Galilea vio Jesús a dos hermanos, a Simón y a Andrés, que estaban echando las redes. Les dijo: Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y le siguieron». San Mateo, cap. 4.

Ninguno de los cuatro evangelistas se queda sin contarnos el llamamiento de Pedro. Se trata del jefe de Los Doce, de la piedra viva sobre la cual Jesús edificará su Iglesia. Podemos leer el capítulo 4.º de San Mateo, el 1.º de San Marcos y San Juan, y el 5.º de San Lucas.

Allí comienza la historia de Pedro Bar-Jona, natural de Betsaida de Galilea y pescador de oficio. Un día se echa a andar con el Maestro por esos caminos de Palestina, dejando abandonadas las redes y la barca. Luego el Señor le nombra jefe de los apóstoles.

Más adelante podrá caminar sobre las aguas, aunque con peligro de hundirse porque su fe es todavía vacilante. Invitado por Jesús, le acompaña al Tabor. Le mira resplandeciente allá en la cumbre y experimenta el gozo de su compañía. Pero a Pedro también le llega un día la hora del conflicto. Esto para consuelo de todos nosotros. Para defensa contra el desaliento, si fallamos alguna vez, después de haber vivido mucho tiempo junto al Señor.

Aun Marcos, discípulo de Pedro, nos lo refiere en un relato descarnado. El Apóstol no quiso disimular su culpa. Estando Pedro en el patio cerca de donde Jesús era interrogado, una criada le mira atentamente y le dice: También tú estabas con Jesús de Nazaret.

Pero él empieza a maldecir y a jurar: Ni sé, ni entiendo lo que dices: No conozco a ese hombre.

Todos podemos recordar con este pasaje algún capítulo de nuestra propia vida

Espontáneamente afirmamos, ante la negación de Pedro, que allí debería terminar la amistad entre Cristo y su discípulo.

Habría para ello razones suficientes. Pero Dios no actúa con nuestros patrones de comportamiento.

En el capítulo 21 de San Juan hallamos la contraparte de esta historia: A la orilla del lago, bajo un paisaje igual a aquel de la primera llamada, ante la mirada curiosa de los demás apóstoles, que habrían comentado de muchas maneras el suceso.
Cuando Jesús pregunta si le ama, la respuesta de Pedro conjuga una gran humildad y el sentido común del pescador de Tiberíades: «Señor, Tú sabes todo, Tú sabes que te amo».

Entonces Jesús le confirma en su función, le reitera su respaldo. Le hace sentir que lo pasado ya pasó y le abre las puertas de la alegría y la confianza. Definitivamente a Dios le gusta trabajar con gente remendada.

Cuando recordamos nuestros fallos, con frecuencia olvidamos a Zaqueo, a la mujer adúltera, al muchacho que abandonó la casa paterna.
No caemos en la cuenta de quien y cómo es nuestro Padre.

3. Pescadores de hombres

«Paseando Jesús junto lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón y a Andrés. Y más adelante vio a Santiago y a Juan, hermanos también, y los llamó». San Mateo, cap. 4.

Aquienes cultivan ilusiones, con cierto menosprecio, los llamamos ilusos. Olvidando que para ser persona humana y mucho más para triunfar en la vida, son indispensables los sueños. Al fin y al cabo, como señala un escritor, el hombre se compone de cabeza, tronco, extremidades y utopía.

Paseando junto al mar de Galilea, nos dice san Mateo, Jesús vio a dos hermanos: Simón y Andrés, que echaban las redes. Y pasando adelante halló a Juan y Santiago que también eran pescadores. El Señor les dijo: Venid conmigo. Y ellos le siguieron.

Toda invitación corresponde a una ilusión que mantenemos escondida en el alma. De lo contrario, sonaría en los oídos pero no alcanzaría a resonar dentro del corazón.

¿Qué clase de ilusiones alentarían estos hombres del lago? Quizás pesca abundante. Buen mercado para la misma. Una mujer amable, muchos hijos en una casa rodeada de viñas y trigales. De pronto, un viaje a Mesopotamia o a Fenicia. Y una vejez tranquila cuando ya el Mesías hubiera llegado.

Jesús les presenta a estos pescadores un proyecto que coincide con su tarea del lago, pero que incluye una variante, la cual ellos no entienden de inmediato: El objetivo de sus redes sería la humanidad.

Diríamos que el Señor se a ensaya pescador. Y arroja una carnada que disfraza el anzuelo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres».

La pesquería era lo suyo para estos galileos, a la madrugada y a la tarde

Pero habría que atrapar a la gente. En Jeremías se lee que Dios enviaría pescadores a capturas los hijos de su pueblo. Ese oficio de pescar hombres sólo podría ser tarea de Yavéh.

Sin embargo, advirtamos que previamente a ese llamado, uno de cada par de hermanos se había entrevistado con el Maestro. Lo cuenta el cuarto evangelista. Andrés y el mismo Juan habían sido discípulos del Bautista. Y cuando éste señaló al carpintero de Nazaret como el cordero que quitaría los pecados del mundo, ambos se acercan a Jesús le preguntan muchas cosas y pasan con El toda la tarde.

Tan convencidos quedan que Andrés le asegura a su hermano Simón: Hemos encontrado al Mesías y la acerca enseguida al Señor. También Juan convencería a Santiago, su hermano y compañero de faena en el lago.

De la conducta de estos cuatro discípulos, aprenden los que han sido llamados a un estado especial en la Iglesia. Pero también todos los cristianos.

El seguimiento de Cristo es un proceso que comienza de muy variadas formas, según las circunstancias y el temperamento de cada quien. A veces brota tiene origen en un deseo de una vida menos prosaica. O en el deseo de compartir lo que somos y tenemos. O también desde un sentimiento de frustración personal.

Pero enseguida, en la mitad de nuestras inquietudes comienza a dibujarse un rostro. Y llenos de alegría exclamamos: Es el Señor. No basta entonces ser buenos simplemente. La vocación cristiana consiste en avanzar. Para compartir con muchos cuanto sabemos de Jesús. Lo que sentimos en su compañía y la manera tan hermosa como El nos ha cambiado la vida.

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Cuarto domingo

1. Subasta de alegrías

«Al ver Jesús el gentío subió a la montaña, se sentó y se puso a hablar enseñándoles: Dichosos los pobres en el espíritu»… San Mateo, cap. 5.

Se afirma que todos los animales son felices. ¿O encontraremos una jirafa agobiada por los remordimientos, una golondrina que sufra de insomnio, o algún delfín destrozado por la angustia?

Es verdad que a veces sufren miedo, pero es algo momentáneo, no más allá de un salto para defenderse, o un gruñido para ahuyentar al invasor.
En cambio, los humanos nos pasamos la vida recordando nuestros errores, almacenando cosas febrilmente, adulando a los demás para subir en la escala social, y soñando con imposibles.

Sin embargo varían los requisitos para la felicidad que persigue un cantante de rock o un marinero. Un astronauta o un coleccionista de mariposas. Una acuarelista o un monje trapense. Cada época además nos trae un esquema prefabricado para lograr la dicha, al cual muchos se acogen enseguida, para renegar luego de su empeño.

Jesús que como nadie, era «experto en humanidad», quiso enseñarnos los caminos de la felicidad. El Evangelio cuenta que aquel día, el Señor subió a una montaña y sentándose, les dijo a sus oyentes en forma solemne: «Dichosos los pobres en el espíritu. Dichosos los sufridos…, dichosos lo que lloran…».

Este Sermón de la Montaña puede entenderse como una norma de moderación y de equilibrio. Pero también como palabra de un Dios, que nos conoce las entretelas del alma.

San Mateo señala ocho maneras de lograr la felicidad. Son senderos que se entrelazan y complementan, como aquellos que cruzan la montaña, pero siempre conducen a la cumbre.

El Señor señala que seremos felices si liberamos el corazón de ambiciones demasiado terrenas. Si, a pesar de todo, cultivamos la mansedumbre. Si sabemos llorar con los demás y padecemos por la justicia. Si somos capaces de misericordia y preservamos el corazón de malas intenciones. Si nos comprometemos con la paz, sacrificándonos por la justicia.

Jesús hablaba para un puñado de judíos sinceros, purificados por muchos dolores.

Pero el discurso del Maestro no es creíble para quienes nunca han explorado el Evangelio, donde se ofrece una subasta de alegrías. Tampoco para quienes se identifican su vida con el Anti - Sermón de la montaña:

«Un día, el Egoísmo subió a un monte y puesto en pié gritó a los cuatro vientos: Seré feliz cuando acumule muchas cosas a mi servicio. Entonces no necesitaré de los demás. Seré feliz cuando me revista de alegrías, aunque sean aparentes. Ellas ocultarán todos mis males. Seré feliz cuando domine a todos por medio de la fuerza. Así alcanzaré poder y renombre.

Seré feliz cuando busque lo mío, aún atropellando a los demás. Tendré mi recompensa a corto plazo. Seré feliz cuando el dolor ajeno no me hiera. De este modo financiaré mi futuro. Seré feliz cuando mi corazón no se prive de nada. Así nunca necesitaré de Dios.
Seré feliz cuando venza a todos mis enemigos. Entonces seré yo plenamente y nada más. Feliz seré si no me embarco en causas perdidas. Sólo así alcanzaré a corto plazo mi reino.

Dos demonios jóvenes que escuchaban tan peregrino discurso, se sintieron asqueados y aquel día no quisieron aplaudir al Egoísmo».

2. Esta felicidad elemental

«Jesús se puso a hablar enseñándoles: Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos»… San Mateo, cap. 5.

Nuestra realización personal, nuestra felicidad, no son el producto de una tarea mecánica, automática y deshumanizada. Son el fruto de una paciente labor de artesanía.

Porque Dios no fabrica en serie sus criaturas. Es un artesano que pone en su tarea todo su tiempo, su amor y su destreza.
Con lentitud de siglos, fragua las gemas en la entraña de la cordillera. Cruza el polen de las flores, para lograr otro colorido, una más fuerte contextura en los pétalos.

Combina luces y sombras para tejer el crepúsculo y la aurora, de tal manera que la noche y el día no se sucedan bruscamente.

Emplea millares de años para cristalizar una nueva estrella y afiliarla a determinada constelación. Guía las especies animales a regiones más fértiles, las va dotando de otra piel, de otros colores, de mejores recursos defensivos. Se ha demorado siglos en refinar la conciencia moral del hombre. Una labor que requiere tiempo, dedicación, paciencia, observación asidua, capacidad de rectificación. A través de los siglos la condujo desde la ley del Talión hasta el mandamiento del amor.

La felicidad es también un proceso largo. No se obtiene acumulando cosas. Nos llega despacio, cuando nos despojamos gradualmente de las cosas.
Tampoco el mármol puede convertirse en estatua sin renunciar a sus aristas, sin entregarse a la voracidad del escoplo.

A su manera, nos lo explica el Señor en San Mateo: Felices serán los pobres, los sin doblez, los capaces de renunciar, los capaces de compartir, los que tienen hambre y sed de justicia.

Un mundo técnico y hasta donde es posible eficaz, nos anuncia que también puede fabricar felicidad. La hace depender de un producto comercial, de un viaje, de una moda, de un título.

Pero el Señor enseña que para ser felices bastan las simples herramientas del artesano.

Las mismas con que fabricamos el hogar: Actitudes de ternura, de acogida, de diálogo, de gozo en la mirada. Somos felices cuando posamos los ojos y ponemos todo el corazón en los detalles que el mundo industrial pasa por alto y a veces desprecia.

Destilan gotas de felicidad el árbol que vuelve a reverdecer, la segunda palabra de un hijo pequeño, los logros de nuestro esfuerzo, el amor de Dios explicado de manera sencilla, la acogida cariñosa que alguien nos brinda.

Otras maneras de saborear la dicha serían más solemnes, pero podrían asustarnos.

¿No será esta felicidad elemental, la Bienaventuranza de que nos habla el Evangelio?

3. Las palabras enfermas

«Jesús se puso a hablar enseñándoles: Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos». San Mateo, cap.5.

Las estatuas se enferman por la ofensiva de la lluvia y el viento. El mármol se deshace, el bronce se disuelve en herrumbre y lentamente se descompone la piedra. Se gastan las monedas, de tanto pasar de mano en mano, se borran sus imágenes, se desvanecen sus inscripciones y al final no sabemos si ostenta la efigie de algún dios o la de un césar.

También se enferman las palabras y dejan de traducir los sueños, los deseos y los pensamientos de los hombres. Se vuelven arrugadas y mustias y ya no sirven para acercar a las gentes. No invitan a sonreír, ni empujan las manos hacia el saludo y los abrazos.

«Alegría» es una de esas palabras. Porque la hemos manchado y camina por ahí, quebrantada y quejosa, sin deseos de seguir existiendo.

«Amor» es otra palabra disminuida y maltrecha. Tanto la hemos profanado, que parece necesario crear otro vocablo que signifique esas ansias vitales del bien, esa fuerza interior hacia la comunión y el éxtasis.

«Pobreza» es otra palabra enferma. Jesús en el Sermón de la montaña, la señala como una herramienta para labrar la felicidad de los hombres. Pero no hemos aprendido a emplearla.

Cristo nos enseña una pobreza simple y jovial, amiga de las aves y los lirios del campo, confiada alegremente en la Providencia. Una pobreza realista e industriosa, sin mucha elaboración metafísica.

En el discurso de las Bienaventuranzas, era una palabra limpia y sonora, como una campana para despertar a los hombres a orar, a trabajar todos los días, sin remordimientos ni rencores.

Pero nosotros hemos contaminado la pobreza con interminables dialécticas, la hemos mancillado con odio, la hemos privado de su capacidad de comunión, la hemos convertido en un arma para dividir a la humanidad. La hemos falseado confundiéndola con la miseria, el orgullo, la agitación, la rebeldía hacia todo y contra todo.

La pobreza ha perdido su elegancia inicial, su apellido evangélico, su simpatía, su ministerio de edificar el Reino de Dios sobre la tierra.

No vivimos la pobreza. Los que no tenemos perseguimos un ideal falsificado de persona. Nos fatigamos en busca de muchas cosas superfluas, nos acosa la envidia y no encontramos la felicidad prometida por el Señor.

Quienes gozamos de bienes vamos siempre a la defensiva. Porque olvidamos el y nos tranquiliza el entregar lo que nos sobra. Tampoco de este modo alcanzamos la bienaventuranza.

El Señor nos invita a devolver a la pobreza su salud. Para que vuelva a ser atractiva, traduzca los sueños y los deseos de Dios, acerque a la gente, invite a sonreír y empuje las manos hacia el saludo y los abrazos.

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Quinto domingo

1. Las tareas del cristiano

«En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo». San Mateo, cap. 5.

Los pueblos semitas usaban diariamente la sal para condimentar sus alimentos y en el comercio con los pueblos vecinos. Leemos en el Eclesiastés: «Cuatro cosas son necesarias al hombre: El agua, el hierro, el fuego y la sal». Pero ella también significaba alianza. Comer se designaba con un verbo equivalente a «tomar juntamente la sal». Y existe una expresión árabe para significar los deseos de amistad: «Que nunca falte la sal entre nosotros».

En el capítulo 13 de san Mateo Jesús inaugura un estilo peculiar de predicación. Con imágenes, parábolas y comparaciones, tomadas de la vida ordinaria de Israel, comienza a presentar su enseñanza.

«Que no falte la convivencia entre vosotros. Convivid así en paz». Es uno de los sentidos más genuinos de aquella palabra del Maestro: «Vosotros sois la sal de la tierra».

Los paisanos del Señor se proveían de sal en las canteras de Sodoma y en las riberas del mar Muerto. La llamaban «hija del sol y del agua». Diríamos que el Señor eleva a otro nivel esta simple criatura, pero la devuelve enseguida a la tierra, pidiendo a sus discípulos que nos parezcamos a la sal.

Más tarde la literatura cristiana, tomando algunas frases de san Pablo, nos habló del «sabor de Dios» y enumeró la sabiduría entre los dones del Espíritu Santo.

Tarea del cristiano: Hacer que la vida les sepa bien a los demás. Que se preserven de la corrupción. Que nuestra sal se vuelva paz y convivencia.

Porque ocurría que aquella sal, guardada en la alacena, se humedecía algunas veces. Y algunos, con descuido manifiesto, la arrojaban a la calle. Jesús se pregunta a sus oyentes: «Si la sal se corrompe, ¿entonces con qué se la salará?

También dijo el Señor: «Vosotros sois la luz del mundo». En su tiempo no faltaba una lámpara, encendida día y noche, en el interior de la casa. Aun bajo la tienda. Decir de alguien que dormía en completa oscuridad era indicar su absoluta pobreza. Así entendemos por qué Zacarías presenta a Cristo, como iluminador de los que duermen en sombras de muerte. Y el libro de los Proverbios alaba a una mujer, especialmente porque «su lámpara no se apaga en la noche».

Tarea del cristiano: Que su ejemplo ilumine la mente y los caminos de quienes viven con nosotros. El Maestro señala que la luz no se oculta debajo del candelero, una escudilla de barro o de metal. Ni menos se pone bajo el lecho. Se coloca sobre el candelabro.

-¿Qué hiciste de tu vida?, le dijo Dios a alguien que había muerto.

- Lloré mucho tiempo mi pecados. Aprendí de memoria copiosa teología. Recité numerosas oraciones. Caminé siempre con los ojos en alto, evitando a los demás que deseaban tal vez contaminarme. A todos oculté mis buenas obras, para no envanecerme.

No fuiste un buen discípulo, dijo el Señor. Hubieras debido derramar alegría e ilusión sobre los prójimos. Fuiste egoísta, al cuidar tu integridad, sin compartir con los demás mis dones. Valía la pena ser humilde, pero no acomplejado. Haz de escribir cien veces sobre el muro del cielo: Yo no fui sal, ni luz.

2. No todo será búsqueda

«Dijo Jesús: Alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo. San Mateo, cap. 5.

La búsqueda, hija de nuestra insatisfacción, nos lanza cada día a la conquista de nuevos valores y de metas todavía inexploradas. Pero también nos conduce, a menudo, a renegar de todo lo pasado, a olvidar a quienes sembraron la cosecha que ahora recogemos y rompieron los caminos por los cuales avanzamos actualmente.

Buscamos prestigio rechazando lo tradicional, cómo si el mundo hubiera comenzado con nosotros.

Olvidamos que, como dijo Cicerón: «La historia es maestra de la vida».

Pero mirando atrás, comprobamos que hubo también hombres inquietos y soñadores. Hombres que cultivaron ilusiones, construyeron castillos sobre las montañas y también en los aires, mecieron su vida sobre el riesgo, desconfiaron del pasado y creyeron que el mundo estaba aún por descubrir.
Cristo nos dice que nuestra luz debe brillar ante los hombres.

Esta luz es el bien que estamos realizando, es la experiencia que nace del fracaso, es el amor que nos ha ligado a muchos, el hábito de trabajo, la marca de nuestras cicatrices, es la verdad que hemos podido descubrir, por lo menos en parte, en medio de las sombras.

El Señor nos ordena levantar esa luz, colocarla sobre el candelero, para compartir con todos el haber encontrado nuevas formas de construir el Reino

Quizás hubo un momento en que creímos que nada era verdadero ni perdurable. Habían surgido de repente nuevos valores, inusitadas formas de pensar y de actuar.

Todo esto nos entusiasmó, y con razón. Pero un poco después, comprendimos que aquello que parecía novedad era apenas una edición renovada de lo antiguo, un nuevo estadio en el proceso de la historia.

No olvidemos entonces el rosal por la rosa. Ni ante el río, el origen escondido del manantial.

Así en nuestro hogar no todo será búsqueda: Existen valores definitivos e inmutables cómo el amor, la sinceridad, la abnegación, el cumplimiento del deber.

No todo será búsqueda en nuestras instituciones.

Presentemos toda la rica herencia de ayer con amable alegría, con honesta simplicidad, con cariño fraterno, pero nunca escondamos la luz.
No todo será búsqueda en la Iglesia. Vivamos nuevamente la Iglesia sencilla de los primeros tiempos, esa comunidad de bienes, de amor y de oración.
Sobre ella brillará la luz, para que el mundo vea nuestra obra buena y se alegre en el amor del Padre de los Cielos.

3. El riesgo de ser distintos.

«Dijo Jesús a sus discípulos: Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo». San Mateo, cap. 5.

Cuando ya amanecía, los pescadores del Genesaret regresaban al puerto. Habían amontonado sus redes en la proa, y los pescados en la mitad de la barca. Enseguida, hacían su desayuno con pescado a las brasas y pan, mientras iban salando la mercancía ya asediada por los mercaderes del vecindario.

Jesús, que conocía esta labor, comparó con la sal la actividad de sus discípulos, ampliándola más allá de la geografía palestina: «Vosotros sois la sal de la tierra».

El Señor recordaba igualmente las costumbres del hogar judío: Al llegar la noche, alguien colmaba de aceite una lámpara y, encendida, la situaba en un lugar alto, de donde pudiera iluminar toda la casa.

También el Maestro nos dijo que el buen cristiano se parece a la luz: «Vosotros sois la luz del mundo».

Se trata, en primer lugar de preservar al mundo de la corrupción y además darle sabor a la vida. Se trata de conocer el camino seguro, e iluminar a los demás hacia la meta.

Somos sal y luz por el ejemplo. Al rededor de quien vive el Evangelio, muchos se congregan para encontrarle sentido a su existencia.

Para poder avanzar sin tropiezos. ¿El secreto? Son gente que ha encarnado el Evangelio y lo expresa en actitudes. Isaías nos enseña: «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo y no te cierres en tu egoísmo. Entonces brillará tu luz en las tinieblas y tu oscuridad se volverá mediodía».

Somos sal y luz por la palabra. Nuestra enseñanza la reciben los oídos y la mente del prójimo y desde allí comienzan a transformarlo.

Conocemos hogares, comunidades creyente donde no brilla mucha ciencia académica, pero todo marcha como quiere el Señor.

San Pablo, escribiendo a los corintios, distinguía entre un saber humano y ese conocimiento de Dios que cambia al hombre: «Cuando vine a vosotros a anunciaros el testimonio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo y éste crucificado. Para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios».

Sin embargo, descubrimos que nos fácil llevar a cabo este proyecto de ser sal y luz. Muchas dificultades nos estorban. Ser distinto, en una sociedad donde no ha calado el Evangelio es un riego. Aparecemos como seres extraños. Gente que todas horas camina en contravía.

Pero tal ha de ser nuestro empeño. Con serenidad y confianza. Con prudencia y amabilidad.

Llegó una vez un profeta a una ciudad y empezó a gritar que era necesario cambiar de vida. Al comienzo algunos le escucharon, pero nadie quiso enmendar sus costumbres. Sin embargo, aquel hombre continuó predicando, a veces sin auditorio alguno.

Un día, un curioso le preguntó. ¿Por qué sigues gritando, si nadie quiere oírte, nadie desea cambiar su vida?. Si no gritara, respondió el profeta, la gente del entorno ya me habría cambiado a mí.

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Sexto domingo

1. La escalera del reino

«En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas, sino a darles plenitud». San Mateo, cap. 5.

San Juan Clímaco fue un ermitaño del siglo VII, de quien se afirma vivió en las inmediaciones del monte Sinaí, en Palestina. Dejó un curioso libro, «La escala del Paraíso», muy apreciado por los antiguos monjes, donde señala treinta maneras de alcanzar la perfección.

El Señor, al comienzo de su predicación, también nos señala un esquema - éste de seis gradas - por las cuales podremos ascender para vivir el Evangelio. Una enseñanza que San Mateo coloca enseguida de las Bienaventuranzas.

Jesús no es filósofo que expone a sus discípulos elevadas teorías. Ni un político que entusiasma de paso a su auditorio. Es un judío piadoso, con el sentido común de los galileos, que posee además la sencillez del campesino.

Le dice a sus escuchas: «No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas, sino a darles plenitud». Para los judíos de entonces la ley eran los primeros libros de la Escritura. Y los profetas, aquellos escritos de sus líderes religiosos.

El Maestro nos ofrece seis escalones hacia un nivel más alto de encuentro con Dios y con el prójimo. Y lo presenta de este modo» Se dijo a los antiguos; pero yo os digo».

En las relaciones con los demás: Antes bastaba no matar. Ahora Jesús indica que no hemos de herir al prójimo, ni siquiera en palabras. Aún más, que todo acto de culto exige de antemano, estar en armonía con el prójimo

Si se trata de un pleito, el Señor dice que es muy poco atenernos a la ley. Hay otra norma, la del amor que nos sugerirá un arreglo fraterno.

El respeto a la esposa del prójimo equivalía a evitar los hechos. El Maestro va más adelante: «El que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio su corazón».

Sobre el tema de los malos ejemplos, Jesús exige más: «Si tu ojo te escandaliza, sácalo… Si tu mano te hacer caer, córtala…».

Era corriente entre los judíos repudiar a la esposa por algunas causales. El Señor va más allá, preparando el terreno para la alianza matrimonial del Nuevo Testamento: «Pues yo os digo: El que se divorcia de su mujer, la induce al adulterio»…

Algunos fariseos habían rebuscado fórmulas para jurar, sin deshonrar a Dios, pero sin comprometerse con lo dicho: Por ejemplo: «Juro por el templo, por la ley de Moisés, por la consolación de Israel». Cristo nos habla del sumo respeto a Dios en las palabras: «No jures ni por el cielo, ni por la tierra, ni tampoco por tu cabeza, pues no puedes volver blanco ni negro uno solo de tus cabellos».

Todo ello es una invitación reiterada a subir. Más allá de la letra está el espíritu. Más arriba de la norma, el Evangelio. Más allá de la obediencia, el amor.
«Muchos de nosotros - escribe un autor - todavía no hemos descubierto el genuino espíritu cristiano. Estamos apenas en el Antiguo Testamento. Un judío de verdad es digno de todo respeto. Pero un discípulo de Jesús que no se compromete con el Reino de los cielos, nos merece lástima».

2. Heraldo y mensajero

«Yo en cambio os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian». San Mateo, cap. 5.

También los cuerpos inanimados parecen escuchar. Si hacemos sonar una cuerda junto a otra templada al mismo tono, ésta vibrara enseguida,
Obedecer es vibrar al mismo tono con el amor de Dios.

«Escucha, Israel al Señor tu Dios», acostumbraba decir Yavéh a su pueblo. «Yo en cambio os digo», les repite Jesús a sus discípulos. Pero esta insistencia se concreta sobre todo en relación con el amor. En el Antiguo Testamento se distinguía entre próximo (prójimo) y extranjero, entre amigo y enemigo, entre bienhechor y malhechor.

Cristo en cambio nos presenta un ideal de amor que engloba a todos los hombres. La caridad empieza por casa, pero no se queda de puertas para adentro. Amar sinceramente a todos los familiares, con desinterés y sacrificio, ya es heroico.

Pero nuestro amor tiene que salir de viaje y pensar también, primero en los pobres y necesitados, sin marginar a quienes tienen poder o medios económicos. El amor no aplica las matemáticas, pero no puede ser abstracto ni irreal. Procura ser amable y simpático, pero asume actitudes reales y eficaces.

Sabe distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, pero se goza inmensamente en el perdón. Tiene capacidad de entrega y sacrificio, pero a la vez, sabe recibir y se alegra en la recompensa. Es discreto y recatado, pero también da ejemplo y testimonio

Muestra las señales particulares de nuestra originalidad. Pero al mismo tiempo trata de copiar a Dios, de donde procede todo don perfecto. Alumbra las veinticuatro horas del día, pero sin que se note su esfuerzo por mantener encendida la lámpara.

Este amor lo celebramos en determinadas fechas, con ciertos ritos de comunión y amistad, pero aun sin celebrarlo, permanece dulce y fuerte. Es un anticipo de la comunidad del cielo, que tiene en cuenta las circunstancias y necesidades de la tierra.

No es ciego. Al contrario, es observador y clarividente, para leer la historia y adivinar los deseos y las angustias ajenas. Trata de ser perfecto cómo el Padre celestial, pero se revisa diariamente porque se reconoce humano y limitado.

Es un amor que nos hace crecer juntos a los creyentes, a los esposos, a los amigos, a quienes avivamos en compañía una misma esperanza. No es un seguro contra los infortunios, pero sí una defensa contra la desconfianza. Sabe que apenas es un ensayo de ese amor que estrenaremos en el cielo. Pero sabiéndolo, no deja de ejercitarse con seguridad y constancia.

Es un heraldo que anuncia el amor de Dios sobre la tierra y un mensajero que se enamora de todos aquellos a quienes entrega la noticia.

3. Sí o no

«Dijo Jesús: A vosotros os basta decir sí o no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno». San Mateo, cap. 5.

En un principio, el hombre construyó su lenguaje con señales de humo y redoble de tambores. Más tarde, dibujó sobre las rocas, ideó jeroglíficos, inventó el alfabeto y los números para alcanzar después a las maravillas de la moderna electrónica.

Una necesidad vital. Comunicarse es realizar un arriesgado viaje, por medio de los cinco sentidos hasta el alma de nuestro hermano. Pero no solamente hablan los labios o resuena la risa. También gritan los colores, los aromas y esencias modulan ideas y sentimientos. Crean mensajes las sensaciones del tacto, los sabores preguntan y responden. Y además, los ojos dialogan en silencio.

Pero en cada jornada de esta travesía, al encuentro del otro, nos acechan diversos obstáculos. Por esto nuestra relación no es siempre fraternal y evangélica.

Cristo nos dice que nuestro lenguaje ha de ser sincero y transparente. Que digamos sí o no. Que lo demás viene del Maligno.

Pero en nuestro diálogo, nos motiva con frecuencia el interés. No llegamos a una plena comunicación de verdad y de bien. Solamente entregamos una mercancía, para después recobrarla con sus dividendos

Otras veces nos mueve la adulación. Disfrazamos la verdad para halagar los oídos ajenos y conseguir favores. Si nuestro único ideal es el dinero, somos capaces de adulterar el mensaje. Así sucede con frecuencia en los medios de comunicación.

O nos dejamos llevar del mal humor. Entonces la verdad se torna áspera y amarga y no convence ni promueve.Nos presentamos ante los demás revestidos de superioridad, creyéndonos dueños de una verdad, que compartimos misericordiosamente.

Cuenta la leyenda que la verdad era un espejo grandioso y reluciente, que iluminaba a todos los hombres. Pero un día, por la envidia del diablo, se precipitó sobre la tierra rompiéndose en mil pedazos. Cada uno de los hombres sinceros logró rescatar un pequeño fragmento. Desde entonces es necesario ser humildes y reconocer que la verdad plena no es patrimonio de ninguna persona, de ninguna institución, partido, raza, o grupo religioso.

El Concilio Vaticano II nos enseña en su Decreto sobre ecumenismo: «Muchísimos y muy importantes elementos y bienes de los que constituyen y vivifican a la Iglesia pueden encontrarse fuera de su recinto visible» (3, 2).

Por lo tanto, si con ánimo afable nos acercamos al hermano, conseguiremos una verdad más amplia y luminosa.

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Séptimo domingo

1. Como yo os he amado

Dijo Jesús: habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo en cambio os digo: Amad a vuestros enemigos». San Mateo. cap. 5.

María Eugenia tiene veinticinco años. Bonita. Dos carreras universitarias y un niño de tres años. Está en la cárcel por guerrilla urbana. María Eugenia, ¿y si te hubieran matado? - No importa. Dentro de diez años habría un grupo que no tuviera hambre, al cual se le respeten sus derechos. - - ¿Y tu niño? - - No importa. El tiene que ser solidario con la causa.

Mientras volvía a casa, me pregunté: ¿María Eugenia no amará al prójimo más que yo? Mi respuesta fue afirmativa, pero además a ella le falta un elemento indispensable: «Como yo os he amado». Lo cual quiere decir, por medios justos, respetando los derechos de todos.

La palabra de Jesús sobre el amor al prójimo, resuena en un contexto histórico, distorsionado por la enseñanza de ciertos rabinos. Si en el Levítico, Dios había mandado: «No odies en tu corazón a tu hermano. Amarás a tu prójimo como ti mismo. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo.», algunas escuelas religiosas habían recortado este precepto: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo».

Sin embargo, en los días del destierro, los judíos ensayaron a amar al extranjero. Pero al regresar de Babilonia, volvieron a cantar aquellos salmos de odio y de venganza: Por ejemplo: «Que los días de mi enemigo sean pocos; que otro ocupe su cargo. Queden sus hijos huérfanos y viuda su mujer.»


Jesús nos presenta un mandato que se apoya en las siguientes razones: Amaremos sin distinción de raza, de credo, de color y de lengua, porque todos los hombres son hijos de Dios. En segundo lugar, porque nuestro amor ha de imitar el de Jesús: Excesivamente generoso y no una compraventa de favores.

Y en tercer lugar, porque al amar a quienes nos hacen el mal, realizamos una obra redentora

Enseguida el Señor proyecta este mandato a un terreno más práctico: «Haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian».

Y luego añade que si queremos ser y sentirnos hijos Dios, es necesario perdonar y amar: «Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos». No es posible amar primero a Dios y luego al hombre.

Muchos hemos experimentado que los rencores encadenan el corazón y nos impiden avanzar. En cambio el perdón regala libertad, autoridad, experiencia.

Podríamos iniciar entonces un proceso de amor más allá de las fronteras, invirtiendo la frase de Jesús. Comenzaríamos por rezar por quienes nos persiguen y calumnian. Al mes siguiente, ya seríamos capaces de hacer el bien a quienes nos aborrecen. Y al final del año, habríamos aprendido a amar a los enemigos. Un método para poder amar «como yo os he amado».

Después de la segunda guerra mundial, en la cual seis millones de judíos fueron exterminados por el nacionalsocialismo, algunos de los sobrevivientes han tenido el valor de perdonar a quienes masacraron sus familias. Algo que avergüenza a quienes, conociendo a Jesucristo, vivimos anclados en nuestros mezquinos rencores. En nuestras ridículas venganzas.

2. Un poco más allá

«Dijo Jesús: Habéis oído que se dijo a los antiguos… pero yo os digo»… San Mateo, cap. 5.

Generalmente nuestra conducta pasa por tres etapas. En la infancia nos sometemos a la norma. Al niño se le ordena: Tienes que dar las gracias. Luego, condicionados por la ley, por la repetición de actos, pasamos a la costumbre. El habito crea reflejos condicionados. El «gracias» brota espontáneo, sin pensarlo siquiera.

Pero alcanzada la madurez, se pasa de la costumbre al valor, del reflejo condicionado a la gratitud honda y sincera. Lo mismo sucede en nuestra conducta cristiana: ¿Por qué vamos a misa? ¿Por qué evitamos el pecado? ¿Por que practicamos la caridad? Muchos, movidos por la ley. Otros llevados por la costumbre. ¿Pero cuántos bajo la fuerza del amor?

Con frecuencia nos contentamos con el mínimo en cristianismo. Apenas lo suficiente para apaciguar la conciencia, conservar el buen nombre, o evitar el castigo de Dios. La mediocridad, que nos fastidia en el comportamiento social, nos parece más que suficiente en el área de lo religioso.
Sin embargo, Cristo vino para llevarnos a la plenitud. Nos invita a ir más allá: «Pues yo os digo: Al que te obligue a andar una milla, vete con él dos. A quien te pida, dale con generosidad.»

Los antiguos eran apenas principiantes en materia de caridad. En cambio, nosotros estamos llamados a un amor capaz de abrazar al enemigo.

Los antiguos eran legalistas y calculadores. A nosotros el Evangelio nos pide ser espontáneos y generosos. Los antiguos vivían de la letra de la ley. A nosotros se nos ha revelado su espíritu.

Anteriormente bastaba con ceñirse a lo indispensable. Ahora la medida de Cristo es un amor sin medida. Para algunos podremos parecer exagerados. Pero las exageraciones son la norma ordinaria del amor. Donde éste impera no se exigen estudios de factibilidad. No se esperan resultados inmediatos, no se calculan las cosas ni las actitudes en un esquema de eficacia.

Cuando amamos, hacemos siempre más de lo que nos toca: En el trato con el prójimo, en la amistad, en la vida de familia, en el compartir nuestros bienes, en el culto religioso.

Si para mucha gente esto no fuera así, tal vez no existiría la Iglesia, ni la beneficencia, ni la consagración religiosa, ni la obra misionera, ni la vocación contemplativa. Ni el altruismo de muchos cristianos, tal vez no matriculados, pero que comprendieron el mensaje de Cristo: «Pero yo os digo»…
Ir un poco más allá. En resumen, esto es lo que nos pide Jesús.

3. La ley del Talión

«Sabéis que está mandado: Ojo por ojo, diente por diente. Pero yo os digo: no hagáis mal al que os agravia». San Mateo, cap.5.

Cuenta la historia que la ley del Talión ya se aplicaba en los tiempos de Hammurabi, quinientos años antes de Moisés. El capítulo XXI del Éxodo nos la describe así: «Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, herida por herida». Yavéh pretendía enseñarle moderación a un pueblo que no conocía límites en su venganza.

Cristo viene a invitarnos a una categoría superior de humanidad, de perdón y de convivencia: Si alguno te golpea la mejilla derecha, preséntale la otra. Si alguien te arrebata la túnica, dale también la capa: Ama a tus enemigos, has el bien a los que te persiguen y calumnian.

Este ideal nos parece inaccesible. Cristo sería un iluso, dueño de una utopía de sociedad humana, imposible de realizar en la tierra.

A quienes vivimos todavía en el Antiguo Testamento nos cuesta limitarnos a la ley del talión, es decir, ponerle término a la venganza. Esta constituye con frecuencia la forma normal de nuestras relaciones humanas. Se aniquila al enemigo, se le reduce a la impotencia, se busca arrojarlo de nuestros dominios. Así en la familia, en la empresa, en la universidad, en la política, en los negocios, en las relaciones internacionales.

¿Cómo rezar entonces la quinta petición del Padrenuestro? ¿Qué tal si Dios nos perdonara en la medida miserable de nuestro perdón?

Probablemente no hemos llegado a venganzas escandalosas. Pero hay venganzas y venganzas. Basta a veces pronunciar una palabra, hacer un gesto, arrugar el ceño para deshacer el prestigio del ofensor, para herirlo definitivamente. También se da la venganza elegante, sin ira, acompañada de una serena compasión por el prójimo. Así se duplica mi superioridad y el otro queda dos veces afrentado.

Había un rey dueño de un brillante de mucho valor. Decidió adjudicarlo a aquel de sus tres hijos que un día determinado realizara una acción más heroica. Después de algunos meses, los tres hermanos regresaron a casa. El mayor había dado muerte a un dragón que amenazaba a los súbditos del reino.

El segundo contó que, desarmado, había vencido a diez hombres fuertes. El pequeño habló en tercer lugar y dijo: Salí esta mañana y encontré a mi mayor enemigo dormido e indefenso. Apuré el paso para seguir de largo. El rey se levantó del trono, abrazó a su hijo menor y le entregó el brillante.

Existe otro sabor, otra alegría que no buscamos porque no la hemos conocido. Brota del perdón y del olvido de las ofensas. Animémonos a buscarla.

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Octavo domingo

1. No andéis agobiados

«Les dijo Jesús: Mirad los pájaros. Ni siembran, ni siegan ni almacenan. Y sin embargo vuestro Padre celestial los alimenta. Fijaos cómo crecen los lirios del campo. Ni trabajan ni hilan». San Mateo, cap. 6.

«Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas por las hermanas aves, a quienes tú alimentas con admirable providencia. Ellas son humildes y amigas del cielo. Y a todos nos dan ejemplo de confianza. Loado seas también, mi Señor, especialmente por las hermanas flores que son simples y hermosas. Que alegran el paisaje y nos regalan diariamente sus perfumes».

Dos versos que, después de leer a san Mateo, pudiéramos añadir al «Cántico de las Criaturas» de san Francisco.

Durante el Sermón de la Montaña, pronunciado por Jesús en las colinas que rodean el Tiberíades, llegó el momento de despertar en los discípulos actitudes concretas hacia ese Padre de los cielos que el Maestro les ha presentado. Entonces les dijo: «No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?»

Una invitación de Jesús a la confianza, pues somos hijos: «Mirad los pájaros: Ni siembran, ni siegan, ni almacenan». «Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no trabajan ni hilan». Por bondad de ese Padre de los Cielos, las aves encuentran a diario el alimento y las flores se visten con más lujo que el mismo Salomón.

Pero no es correcto interpretar esta confianza como descuido de las tareas temporales. Dios se preocupa por todas sus criaturas, pero respeta su particular condición. Aguarda que los pájaros abandonen los nidos muy temprano.

Que los lirios del campo abran sus pétalos a la lluvia y al sol. Y al dotar a los hombres de inteligencia, desea que la usemos en todo lo nuestro.

Lo que el Señor reprocha es una entrega a las faenas temporales, que imposibilite el servicio de Dios. «Nadie, dice Jesús, puede estar al servicio de dos amos. No podéis servir a Dios y al dinero».

Y esta fe en la divina providencia nos explica cómo todas nuestras metas sólo pueden lograrse con el concurso del Señor. El amor de los padres nunca podrán crear el milagro de un hijo. El pan que llega a nuestra mesa es mucho más que la suma de los cansancios del labriego, la harina del molino y el calor del fuego. Un diploma universitario es algo superior a una serie de estudios y desvelos. Los grandes inventos, a través de la historia, revelan siempre un valor agregado más allá del hombre. Todo tiene un misterio. Es la fuerza creadora de un Dios que no descansa. Un Dios desvelado por sus hijos.

En algunos pasajes de la Biblia, se nos dice que Dios tiene para nosotros actitudes de madre: «Revolotea sobre sus polluelos, leemos en Deuteronomio, como un águila incita a su nidada. Así él despliega sus alas y le lleva sobre sus plumas».

Es clásico además el texto de Isaías: «Sión (el pueblo escogido) dice: Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. ¿Pero podrá una madre olvidarse de su criatura y no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide yo no te olvidaré».

2. Los dos señores

«Dijo Jesús: Nadie puede servir a dos señores, porque despreciará al uno y querrá al otro. No podéis servir a Dios y al dinero». San Mateo, cap. 6.

Cabría una explicación superficial de este Evangelio: El dinero es el mayor enemigo del cristiano. Señalaríamos a los ricos cómo los más alejados de Cristo y la gran mayoría de nosotros, al no poseer casi nada, nos sentiríamos tranquilos y contentos. Pero en el mensaje de Cristo la proposición principal es: «Nadie puede servir a dos señores». La siguiente: «No podéis servir a Dios y al dinero», es sólo una proposición subordinada, aplicación derivada.

Sabe Jesús que nosotros mantenemos dividido el corazón. Conoce que en la relación hombre-Cristo se interponen una multitud de ídolos. Idolos a los cuales dedicamos nuestros más frecuentes pensamientos.

Son ellos el blanco de nuestros más vitales deseos y la meta de nuestros vigorosos esfuerzos.

Para algunos su ídolo principal es el dinero acumulado. Para otros, el dinero por conseguir.

Para aquellos, el poder que se disfraza de mil maneras: protección, altruismo, dignidad, abnegación, religión, humildad, sabiduría, servicio.

También convertimos en ídolos la ciencia, el arte, el deporte, la belleza, la juventud, las diversiones. Rendimos un culto idólatra a la fama.

Y también fabricamos otros ídolos: Cuando ante el amigo, el padre, el novio o el hermano, pronunciamos un conjuro que lo endiosa en forma egoísta: Tú lo eres todo para mí.

Cristo nos dice que es imposible servir a dos señores. ¿ A cuáles se refiere? ¿Quiénes para El son señores?

En tiempos de Abraham, dominaban las tribus que poseían más tierras y ganados. En la Edad Media, el señor era el dueño del castillo, amo de la honra, vida y hacienda de sus vasallos.

En nuestra actual cultura, cuando decimos: Es todo un señor, señalamos a alguien dueño de aquella dignidad que confieren los valores.
Pero Jesús nos habla de aquellos amos que nos esclavizan desde dentro. De estos señores es imposible servir a dos o más al mismo tiempo. El corazón del hombre, por más inquilinos que lo habiten, no acepta sino un sólo dueño.

Más cuando Cristo habla de servir no indica servidumbre. Habla de darse a Dios, de vivir en su amorosa compañía, de caminar en una libre dependencia.

Pablo, apóstol de los gentiles, llega una vez hasta el Areópago. Contempla allí la multitud de altares que los griegos habían levantado a sus dioses y, entre ellos, uno bajo esta inscripción: «Al Dios desconocido».

Pues bien, les dice a los atenienses, al que adoráis sin conocerlo, a ése os vengo a anunciar.

Pasemos revista a nuestros ídolos y altares personales. ¿No guardaremos también algún lugar vacío, en espera de un Dios más poderoso?

3. Pájaros y lirios

«Mirad a los pájaros: No siembran, ni siegan y vuestro Padre Celestial los alimenta. Fijaos cómo crecen los lirios del campo: No trabajan ni hilan». San Mateo, cap.6.

Alguien afirmaba que si fuera necesario escoger algún trozo de todo el Evangelio, se quedaría con el capítulo sexto de San Mateo. En él Cristo coloca a los pájaros y a los lirios como maestros de nuestro comportamiento para con Dios.

Nos enseñan a no andar agitados e inquietos por el alimento y el vestido. A trabajar con esfuerzo y honradez, pero confiados en Dios. El toma a cuestas una parte esencial de nuestra vida. Dejémosle lugar a su tarea.

Jesús nos dice que seamos sencillos como las flores. Salomón con toda su riqueza nunca alcanzó a vestirse como ellas, cuya hermosura prescinde de todo lo superfluo. Además, si Dios cuida las aves, con mayor razón se afanará por nosotros.

Sintamos entonces el cariño y la compañía del Señor, afirmándonos en ese derecho de ser amados, que El nos regaló al hacerse hombre.

La fe nos motiva a compartir con El confiadamente nuestros proyectos y problemas. La verdadera oración es un lenguaje simple, sin formas rebuscadas y solemnes.

Es el idioma llano y sin pretensiones de un hijo ante su padre.

Si hemos recibido el mensaje evangélico, expresémoslo entonces en actitudes concretas. En esto consiste esa búsqueda del Reino de Dios y su justicia: Ser austeros y solidarios. Entonces el Señor le dará por añadidura un sentido y una plenitud a nuestra vida.

Esta página de san Mateo nos alienta a vivir con serenidad el presente, porque el mañana permanece en manos del Señor. «Bástale a cada día su afán». Nuestra agresividad y nuestra angustia nacen frecuentemente de una desmedida preocupación por el futuro.

Pero sucede que nuestra confianza es débil. Nos hemos quedado con un concepto de la paternidad de Dios, sin tener la experiencia de su cariño.

Las Hermanitas de los Pobres acostumbran mantener a la puerta, un alimento para todos cuantos lleguen. Nunca se les pregunta quiénes son ni de dónde vienen. Tal generosidad es un modo admirable de atar el corazón de Dios para que responda por nosotros.

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Noveno domingo

1. Del dicho al hecho

«Dijo Jesús: No todo el que me dice: «Señor, Señor», entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo». San Mateo, cap. 7.

La cita es de André Sève: «He aquí la raza que se complace en leer y en consultar: Hábleme de Dios. Dígame cuál es el mejor libro para hacer oración. Saben todo lo que hay qué saber, pero qué pena cuando miramos cómo viven esos inquietos, esos amargados, esos egoístas, esos cactus que habrán rezado mil veces el Padrenuestro, sin haber concedido un solo perdón».

Durante el Sermón del Montaña, Jesús nos invita a recorrer el camino entre las palabras y la conducta diaria. A recorrer el trecho que separa la fe de la vida: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos». Y añade el Maestro que en el último día muchos dirán: «Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre echado demonios y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros? Yo entonces les declararé: Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados».

Mientras avanzamos en la universidad llenamos la mente de teorías, principios, conocimientos, métodos, en fin, de utopías. Luego nos dan un título. Pero solamente seremos profesionales cuando, enfrentados a la lucha diaria, llevamos a la práctica nuestra sabiduría. Entonces habrá que enmendar muchas cosas, completar, acomodar, concretar todo lo de ayer para fabricar un hoy eficaz y dinámico.

Lo propio sucede con la vida cristiana. Muchos libros, numerosos retiros, sabias conferencias. Pero se es cristiano de veras solamente en los deberes diarios. Cuando nos enfrentamos a esta familia, este trabajo, esta dolorosa circunstancia. Si allí traducimos el Evangelio, estaremos cumpliendo la voluntad del Padre de los Cielos.

Enseguida Jesús presenta un ejemplo de la vida cotidiana. Al llegar el tiempo de las lluvias no era extraño que algunas edificaciones, levantadas a la ligera, sucumbieran ante ímpetu de las aguas. «Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, que se hundió totalmente». Y el Señor advierte que algunos edifican su casa sobre roca. Otros, por el contrario, sobre arena.

En la vida cristiana se dan situaciones particulares, frente a las cuales nuestras convicciones se derrumban. Verbigracia el perdón fraterno, la rutina de una vida en familia, la honradez cuando lo contrario trae ventajas, la enfermedad, la traición de los amigos. Entonces ya no basta gritar: ¡Señor, Señor! Es necesario aceptar con humildad la propia historia y continuar creyendo, a pesar de las sombras.

«Los católicos me ponen nervioso, dice un autor, porque con frecuencia juegan sucio. Los protestantes me irritan con su manoseo de conciencias. Me aburren los ateos porque siempre hablan de Dios».

También los fanáticos y los ingenuos molestan en la sociedad. Pero los discípulos de Cristo somos personas comunes y corrientes.

Sólo que tratamos de calcar en nuestra vida los criterios y actitudes de Jesús de Nazaret. Sólo que procuramos mantener un corazón vivo y limpio. No un cactus dentro del pecho, que es sólo sequedad y espinas. Sólo que, a pesar de las propias limitaciones y pecados, procuramos vivir lo que creemos.

2. La casa sobre roca

«El que escucha mis palabras y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que edificó su casa sobre roca». San Mateo, cap. 7.

San Mateo escribe ante todo para judíos. El territorio palestino, reseco durante todo el año, se surca de arroyos al comenzar la estación de las lluvias.
El judío prudente nunca construye su vivienda sobre un cauce, aunque esté seco de ordinario. Vendrían las aguas y arruinarían su casa.

En el sentido bíblico, levantar una casa no es solamente edificar sus muros. Es fundar un hogar, engendrar una descendencia, amasar una fortuna, vivir en paz, encarar tranquilamente la vejez, asegurarse contra los infortunios, transmitir a los hijos una herencia de rectitud y de justicia.

Todo esto, nos lo dice el salmo 126, no se puede lograr sin la constante cooperación de Dios: «Si el Señor no edifica la casa, en vano se cansan los albañiles».El evangelista señala que quienes traducen en actitudes la palabra del Señor, se parecen al hombre prudente, que levanta su casa sobre roca. No temerán la arremetida de las aguas y los vientos.

En cambio, quienes no ponen en práctica los deseos de Dios, son hombres imprudentes: Edifican su morada sobre arena.

En otra parte San Mateo nos advierte: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará al reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre. Muchos dirán en aquel día: ¿No profetizamos en tu nombre? ¿Y en tu nombre expulsamos demonios e hicimos muchos milagros?»

Pero el Señor les dirá abiertamente: «Jamás os conocí. Apartaos de mí los que obráis la iniquidad.»

Una canción de Fausto nos habla de una casa «pintada de recuerdos, pintada de caricias, de lluvia y viento». Es el lenguaje del amor que contagia las cosas del amado.

La nuestra no conserva tal vez ninguna memoria del Señor.

Ni existen allí signos que nos hablen de él. Dentro de sus paredes no se escuchan palabras de salvación. ¿Quién afirmará entonces que las lluvias y los vientos sólo pueden acariciarla?

Golpearán las tormentas y la pondrán al borde de la ruina. Acecharán incontables enemigos. Probablemente nuestra casa no está plantada sobre roca.

Podremos fundamentarla cuando enseñamos a orar a nuestros hijos, cuando proyectamos imagen de padres y de madres de verdad, cuando enseñamos valores cristianos. Cuando en ella no se negocia con los principios. Cuando es casa de puertas abiertas. Pero a la vez hogar y no lugar de paso. Esta casa, plantada sobre roca, no es inmune a las tormentas. Pero las soporta con alegría, pagando así su cuota de redención.

3. Prevención de desastres

«Dijo Jesús: ¿El que escucha mis palabras y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que edificó su casa sobre roca». San Mateo, cap. 7.

Después de algún fracaso, todos resultamos peritos en diagnósticos: Hubo sobrepeso en las losas. No era el momento de lanzar ese producto. Se enganchó a empleados irresponsables. Ese colegio era un desastre. Los papás nunca estuvieron con ella. ¿Cómo se te ocurrió esa corporación?

El Señor nos presenta una fórmula para que no se desplome nuestra casa. Para que nuestros proyectos fructifiquen. Para que cada hogar sea próspero y estable: Escuchar su palabra y ponerla en práctica. Algo muy teórico, que es necesario profundizar y llevarlo a la práctica.

Pero si preguntamos a muchos bautizados sobre la enseñanza de Jesús, no serían muy alentadoras las respuestas. Cuando participan en la misa escuchan de paso la Palabra de Dios, pero sin digerir su contenido. Y otros cristianos nunca han puesto los ojos sobre una Biblia, ni cultivan su fe con alguna lectura religiosa.

En épocas pasadas se nos descubrió el Evangelio como conjunto de mandatos. Pero es más real y pedagógico entenderlo como la presentación de unos valores.

El Señor pocas veces ordena. Casi siempre invita, ofrece, propone. Y entre todos los valores que Jesús nos enseña, el primero de todos es su actitud de hijo. Jesús siempre se comporta como Hijo de Dios. Ora y confía en el Padre de los cielos. Acepta las pruebas en actitud de hijo. Y nos enseña a vivir de esta manera.

Entre las parábolas del Maestro, existe una, la del Padre Misericordioso, que proclama solemnemente esta enseñanza. Ella nos muestra que ningún fracaso será definitivo.

Que siempre habrá caminos de regreso hasta el hogar donde Dios nos aguarda.

De este primer valor se deriva, por generación espontánea, un segundo: La fraternidad. Jesús vino a enseñarnos quiénes somos. Qué sentido tiene la sociedad humana, qué métodos son los más acertados para avanzar de forma comunitaria. Porque todos somos hijos del mismo Padre, «que hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos».

Ahondando en la palabra del Señor, descubrimos que la fraternidad sería vana, si no la convertimos en solidaridad. Quienes han hecho el bien en forma generosa, encontrarán muchas manos tendidas, si los visita la desgracia. En términos de economía el compartir nunca es un gasto. Es una inversión, que renta sobre todo en los tiempos difíciles.

Y Jesús además, en su palabra, nos motiva a la trascendencia. Un término que podríamos comprender como esperanza. Extraña que ciertas personas, aun de Iglesia, se preocupen demasiado por mantener la fe y fortalecer la caridad. Pero a veces ni viven, ni difunden en derredor la esperanza.

Esta adhesión a Dios, el dueño del historia, nos ayuda a sentir y entender que, aunque arrecien las lluvia y se salgan los ríos de su cauce. Aunque soplen los vientos, los sembrados se aneguen, se hunda nuestra casa y nosotros mismos naufraguemos en el mal, el Señor puede cambiar nuestra suerte.

«Aunque camine por cañadas oscuras, nos dice el libro de los salmos, ningún mal temeré porque tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan».

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Décimo domingo

1. Mateo se confiesa

«Dijo Jesús: Andad y aprended lo que significa: «Misericordia quiero y no sacrificios». Que no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores». San Mateo, cap. 9.

Es el mismo Mateo, convertido ya en evangelista, quien nos cuenta su historia: «Ya ven ustedes, yo era cobrador de impuestos, un oficio que merecía el desprecio de las gentes honradas, porque el tributo exigido en las aduanas, en mi caso en Cafarnaum, financiaba la presencia de los romanos invasores. Es explicable entonces que a los publicanos se nos tuviera por pecadores, de la misma calaña que las prostitutas.

Luego de varios años, ya me había acomodado en mi oficio y en mi condición de réprobo. Y como las finanzas no iban mal, aunque a veces no todo era correcto, nunca falté con mis ofrendas al templo. De pronto, también socorrí a alguna viuda. Pero una vez en mi alcabala, junto al camino que viene del norte, se presentó el Maestro y mirándome al rostro, me dijo: Sígueme.

Yo, dejando al momento mi tarea, me fui con él a casa. Porque Jesús tenía algo extraño en su mirada y en su voz y se entendía bien con los excomulgados. Pero la gente criticaba a este profeta que compartía la mesa con gente de mala fama.

Esa noche di un gran banquete, y acudieron mis compañeros de trabajo y muchos amigos. Fue entonces cuando Jesús dijo cosas muy graves que me golpearon el alma: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores». Sus palabras me hicieron sentir perplejo, pero a la vez alentaron mi confianza.

Después puse toda mi experiencia de alcabalero al servicio del Maestro. Yo lo presenté a muchos amigos y él se sintió contento de encontrar las ovejas perdidas de las casa de Israel.

También le señalé que no debía confiarse de quienes detentaban el poder religioso.

Y cada vez me convencían más sus actitudes. Porque a él no le interesaba tanto quién había sido yo, sino quién podría ser cada uno en el futuro.

Varios años después de la Ascensión del Señor, me dediqué con otros discípulos, a recoger las tradiciones sobre el Maestro en las diversas comunidades. Aunque lo reconozco: Tal vez me excedí en mis ataques contra los fariseos, que a mí siempre me sacaban de quicio. Prefiero yo ser un pecador público, que no un lobo vestido de oveja, o un sepulcro blanqueado.

Me preguntan si mi seguimiento del Señor fue un amor a primera vista. No lo creo. Muchas veces, cuando él venía a Cafarnaúm, yo me las ingeniaba para oírlo. Y su palabra fue calando en mi vida. Hasta el día en que se presentó en mi oficina de impuestos. A favor suyo estuvieron entonces mi corazón y mis remordimientos. Pero lo positivo no es haberlo seguido aquella tarde, sino permanecer en mi propósito, a pesar de las crisis.

Cuando mataron a Jesús, sentí que todo a mi alrededor se derrumbaba. Sólo que al tercer día una mujeres comenzaron a decir que lo habían visto. Que el Señor estaba vivo. Reunidos nosotros en el cenáculo, vimos que aparecía ante nuestros ojos. Entonces, desde lo profundo de mi ser, yo pude decir como Tomás. «Señor mío y Dios mío».

2. Leví

«Vio Jesús a un hombre, llamado Mateo en el despacho de impuestos y le dijo: Sígueme. El se levantó y le siguió». San Mateo, cap. 9.

En el Antiguo Testamento, Leví es un personaje importante. Se cuenta entre los hijos de Jacob y da origen a una tribu de Israel, al igual que sus once hermanos. Durante la peregrinación por el desierto, Dios separa a los hijos de Leví para llevar el arca de la alianza.

Y el Deuteronomio nos cuenta que Leví y sus hijos no tendrán heredad, porque Yavéh será su porción para siempre. Otro Leví que nos presenta el Evangelio es alguien muy distinto. Cristo lo encuentra en Cafarnaúm, sentado en la oficina de los impuestos.

Si aquel Leví no tiene otra heredad sino el Señor, este es un hombre instalado y a sueldo, Su situación es la siguiente: Palestina sufre entonces dos invasiones: La una militar y política, de parte de Roma. La otra cultural de parte de Grecia.

No extraña pues que este Leví también sea llamado Mateo, nombre de procedencia griega, y que esté empleado al servicio de los romanos. Su aceptación del invasor le había granjeado ventajas y un puesto de cobrador de tributos. Por cooperar con los enemigos de Israel su oficio significaba traición y apostasía.

San Mateo cuenta el llamamiento de Leví, es decir su propia vocación, con una sencillez impresionante:

«Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos y le dijo: Sígueme».

Pero enseguida - añade el mismo apóstol - Leví dio un banquete. Todas las conversiones del Evangelio culminan en una fiesta.

Vinieron, dice el texto, muchos publicanos y otra gente pecadora que se sentaron a la mesa con Jesús y sus discípulos.
Y los fariseos al ver esto preguntaban: « ¿Cómo es que el Maestro come con publicanos y pecadores?». Mas Jesús respondió: «No necesitan médico los sanos sino los enfermos».

De ahí que nuestro pecado significa, en cierto modo, un derecho a que el Señor venga a nosotros.
La tradición enseña que este Mateo, sanado de sus culpas por Jesús, es el autor del primer Evangelio.

Alguno afirma que su relato pudiera entenderse cómo un drama en siete actos, sobre la venida del Reino de Dios. Un Reino que, para Leví, comenzó en una situación de ventajas de parte de los romanos y culminó en una profunda sinceridad delante del Señor.

3. Su majestad, la persona humana

«Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de impuestos, y le dijo: Sígueme. El se levantó y lo siguió». San Mateo, cap. 9.

Un hombre devoto, a causa tal vez de sus experiencias personales, dividía a los bautizados en dos grandes grupos: La Iglesia del poder y la Iglesia de la misericordia.

En tiempos de Jesús, fariseos y saduceos, letrados y legistas, aquellos que el Evangelio llama «los judíos», habían convertido la fe de Abraham en un instrumento de dominio. Promovían el culto, pero descuidaban al pueblo que padecía hambre. Se trenzaban en acaloradas discusiones sobre temas inútiles. Legislaban sobre minucias de la observancia religiosa. Y mantenían buenas relaciones con poder romano, aún en contra de su conciencia.

Pero había llegado un profeta del norte, que con de palabra y obra, minaba su prestigio y hacía tambalear el sistema.

En torno a él se apretujaban los enfermos y los desechables, junto a las mujeres de mala vida. Se dejaba invitar por los ricos que jamás acudían al templo y entraba en casa de los publicanos.

Estos eran odiados de manera especial por las altas autoridades, pues su oficio era cobrar los derechos de aduana, que financiaban la invasión romana en Palestina.

Jesús encontró un día —el evangelista no precisa el lugar- a un recaudador de esos tributos, sentado en su oficina. En hebreo se llamaba Leví. Pero, como muchos judíos de entonces, también se le conocía con el nombre griego de Mateo. Jesús le dijo: Sígueme. Y él, de inmediato se levantó, para seguirle.

Quizás el primer evangelista sintió rubor al contar su propia historia y por esto, lo hizo así de paso.

O pensaría que era más impactante este sobrio relato, donde muestra su espontánea adhesión al Señor.

Enseguida, este hombre de los tributos invitó al Maestro a su casa. Y esa misma tarde, escribe el mismo Mateo, «muchos publicanos y pecadores se sentaron con Jesús a la mesa».

Naturalmente los grandes de Jerusalén se extrañaron una vez más, de la actitud del Señor, y preguntaron molestos a los discípulos: ¿Cómo es que vuestro maestro se porta de este modo?. Jesús, que oyó el reproche, se adelantó a responder: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».

Las grandes personalidades y también ciertos profesionales, cuando nos conceden una cita, la marcan para dentro de semanas o de meses. De acuerdo, no tanto con la urgencia del problema, sino en razón de nuestro anonimato y falta de influencias.

Pero el Evangelio nos entrega una noticia desconcertante: Si somos pecadores. Si en nuestra hoja de vida presentamos épocas oscuras y buen número de culpas, tenemos derecho a un encuentro inmediato con Dios. Si somos enfermos y pecadores, El ha venido para nuestro remedio.

Este pasaje de san Mateo nos motiva a ingresar en la Iglesia de la misericordia. Allí no se niega la importancia de las leyes y de las estructuras. Pero se valora, hasta las últimas consecuencias que el objetivo e la comunidad cristiana es el hombre: Su majestad la persona humana. Con sus miserias y sus glorias. Con su presente oscuro y su luminoso porvenir.

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Undécimo domingo

1. La abeja reina

«Al ver Jesús las gentes que estaban como ovejas sin pastor, llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar los espíritus y curar enfermedades». San Mateo, cap. 9.

Hace ya tiempo que la academia legitimó la palabra «líder», tan llevada y traída en nuestro medio. Viene de un verbo inglés que significa conducir. Señala entonces a quien surge del grupo para orientarlo hacia la meta. El Señor Jesús, de la numerosa turba que le seguía, escogió doce hombres y les encomendó la tarea de anunciar que el Reino de los Cielos estaba cerca. Es decir, se escogió unos líderes que guiaran a sus discípulos hacia la transformación del mundo. Para ello les dio poderes especiales, que en aquel tiempo, se traducían en curar enfermos y devolverle a muchos la paz interior.

El liderazgo se compone de ciertas dotes naturales, que en un momento dado, encuentran ocasión para mostrarse. En lenguaje cristiano hablamos de carismas y los acontecimientos que los motivan a actuar, se denominan signos de los tiempos. El Evangelio nos enseña que los apóstoles pertenecían a una clase dirigente.

No en el sentido actual de la expresión, pero sí de acuerdo con la cultura de entonces. Pedro, los hijos de Zebedeo y otros más, eran pescadores del lago. Dueños de microempresas que proveían de alimento a la región. Mateo había sido recaudador de impuestos. Felipe y Tomás demostraban carácter fuerte y una personalidad definida.

A estas disposiciones naturales el Señor añadió su llamado. Según san Juan, les presentó el señuelo de convertirlos en pescadores de hombres. Y san Mateo indica que el Maestro los eligió, al ver que «muchos estaban como ovejas sin pastor».

Los manuales de retórica señalan que poeta es aquel que puede ver lo que otros no ven. Así el líder. Intuye y se siente capaz en circunstancias adversas.

Muchos grupos religiosos han surgido en la Iglesia ante una sociedad abrumada por el dolor o la injusticia.Jesús da a sus discípulos una capacidad de inventar caminos, ocultos a los demás.

Y entusiasmo para resolver situaciones difíciles de salud, libertad, educación, acogida a los desvalidos. Pero el líder verdadero no es ostentoso ni dominante. Su mejor herramienta es el ejemplo. Ejerce la autoridad por una respetuosa compañía. Nunca va a delante. Atrás, tampoco. Camina al lado de los hermanos, comunicando aliento y esperanza.

Nuestro mundo de hoy necesita líderes, apóstoles, decimos en un contexto evangélico. Para el servicio de los necesitados. Para el anuncio del Evangelio a todos los grupos humanos. El ejercicio del liderazgo atrae con frecuencia los ataques y las envidias. San Pablo lo comprobó en su propia historia. Pero afirmó al vez: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».

Cuenta una fábula que los animales quisieron nombrar rey. La candidatura del león fue rechazada, por su arrogancia y su crueldad. Muchos dieron su voto por el búho, pero este demostró ser incapaz de comunicación.

Otros propusieron al caballo, el cual no logró la mayoría reglamentaria. Entonces señalaron a la abeja: Es trabajadora, responsable. Fecunda el polen de las flores, fabrica la cera y la miel.

La abeja respondió: Todo eso es cierto. Pero si me dedico a los oficios de palacio, dejaré de ser servidora de todos.

2. Estos son los Doce

«Jesús llamó a doce discípulos y les dio poder sobre demonios y enfermedades. Estos son los nombres de los Doce»… San Mateo, cap. 9.

Mucha gente seguía a Jesús por aldeas y ciudades. El Evangelio señala con frecuencia que eran multitud. Los dos relatos de la multiplicación de los panes y los peces explican que, una vez, eran tres mil y otra, cinco mil quienes comieron de aquel alimento milagroso. Pero de esa multitud, un día Jesús elige setenta y dos y los envía a los lugares y aldeas donde El pensaba ir.

También, Cristo separa a doce, a quienes llama apóstoles, nombre que quiere decir enviado. Los biblistas explican que con este grupo reemplaza Cristo a los hijos de Jacob. Los apóstoles son también doce cómo las tribu de Israel. Significan todo el pueblo de Dios, que ahora comienza una nueva alianza.
Los sinópticos, es decir, los tres primeros evangelios, señalan con especial cuidado esta elección.

Jesús, nos cuentan, pasó la noche en oración y a la mañana siguiente los llamó por sus nombres, incluso con sus apodos: Simón-Piedra, Santiago y Juan, a quienes les decían Hijos del Trueno, Simón el Cananeo, Judas Iscariote…

De acuerdo con el texto evangélico, entendemos que Jesús tuvo intención expresa de instituir un grupo, que estuviera a la cabeza de su Iglesia.

Así lo entiende la primera comunidad cristiana y, ante la defección de Judas, se apresura a reemplazarlo. Se sortea la elección entre José, llamado el Justo y Matías.

Los Doce es una expresión que hace carrera en las comunidades cristianas. Su relación con alguno de ellos significa fidelidad a Jesús. Así entendemos que Jesús escogió, llamó, preparó y envió doce discípulos especiales a quienes llamó apóstoles. San Marcos anota que su misión es estar cerca de Cristo y predicar en su nombre.

De aquí nace el sacerdocio del Nuevo Testamento. El Concilio Vaticano II explica: «El Señor constituyó a unos cristianos ministros para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados en nombre de Cristo.» (P.O. 2).

No son los obispos, los sacerdotes y los diáconos una superiglesia. Son los servidores oficiales de todos sus hermanos. Los anunciadores del Evangelio a toda la tierra, en equipo de comunión y de trabajo con todos los bautizados, quienes también recibieron de Cristo una misión.

De esta manera la Iglesia es apostólica, fundada sobre los Doce y enviada, cómo ellos, a anunciar la Buena Nueva a todo el mundo.

3. Él también me llamó

«Entonces Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus y curar toda enfermedad. Estos son los nombres de los doce apóstoles: Simón y su hermano Andrés»… San Mateo, cap. 9.

Al comienzo de la Iglesia, los libros del Nuevo Testamento circulaban en las comunidades cristianas, en rollos de pergamino o de papiro. Habían sido copiados pacientemente por algún escriba, quien, de pronto, añadía esta frase o aquella explicación, en favor de los futuros lectores.

Nosotros hoy, podríamos también agregar algunos comentarios nacidos del corazón, sobre la Biblia que manejamos diariamente. Para consignar la resonancia que la palabra de Jesús proyecta en nuestra vida. Como aquel joven, que luego de los nombres de los Doce que traen los evangelistas, colocó el suyo con este apóstrofe: El también me llamó.

En ciertos ámbitos se habla del destino. Sería éste una fuerza impersonal que mueve de forma inapelable, la conducta de los hombres. Pero los cristianos preferimos referir todo lo nuestro a un plan amoroso de Dios, dentro del cual se sitúa la vocación de cada persona. Un llamado de lo alto, en el cual intervienen innumerables actores —causas segundas, las llamó la filosofía tradicional- e infinitas circunstancias.

Sin embargo, sobre estos elementos, se destacan los dos protagonistas principales de toda vocación: El Señor y nuestra libertad.

Aunque reconocemos que ciertas páginas de nuestra historia personal son tan complejas y oscuras, que es difícil allí descubrir tales personajes. Solamente la fe viene ayudarnos para seguir creyendo en un Dios bueno y providente, y en un hombre libre, cuando todo en derredor nos grita lo contrario.

Pero cuando decimos vocación, no reservamos el término para ciertos servicios especiales que algunos llevan a cabo en la Iglesia, como el sacerdocio y la vida religiosa. Hablamos de esa vocación amplia, que Dios señala a todos sus hijos, para que avancen y se realicen dentro de su camino particular.

Señala san Mateo que Jesús, luego de llamar a los Doce, sobre los cuales iba a edificar una nueva historia, les dio autoridad contra los malos espíritus y las enfermedades. Hoy estas fuerza negativas y esas dolencias se presentan bajo otros signos. Diversas ciencias, como la medicina y la sicología, inspiradas también por el Señor, llevan a cabo una tarea no imaginada en tiempos de Jesús.

Pero siempre nos queda a los cristianos el encargo de aportar fuerza y luz contra los poderes extraños que, de muchas maneras, atormentan al hombre. En consecuencia, ninguna vocación se concibe si no es un servicio, amable y generoso, para el bien de los demás. Esto nos hace recordar a don Rubén, un hombre mayor, maletero en algún aeropuerto. Siempre de buen humor. Siempre con un chiste a flor de labios.

Alguien le preguntó, una vez: Rubén, ¿nunca te cansas? Cansarme, respondió, diez o quince veces cada día. Pero me voy de viaje en las maletas de todos los viajeros. Y enseguida regreso, con la ilusión de seguir ayudando.

Quien me contó esta historia añadía: Vamos a pedir la canonización de don Rubén. Es un santo que le caería muy bien a nuestro mundo calculador y egoísta.

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Duodécimo domingo

1. El hechizo de la serpiente

«Dijo Jesús: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed al que puede destruir alma y cuerpo». San Mateo, cap.10.

Lo cuenta el padre Carlos G. Vallés: «Mientras paseaba por el campo, sentí un extraño silencio. De repente, advertí el peligro: Una cobra medio erguida en el aire y su lengua escribiendo amenazas en el viento. A corta distancia, sobre una rama, un pajarillo aterido de miedo. Tenía alas, pero no podía volar. Tenía voz, pero no podía cantar. La serpiente había pronunciado su hechizo.

Levanté los brazos y grité. La enemiga me miró con furia y se bajó con lenta protesta, escurriéndose entre la hierba. Un gesto de respiro liberó el paisaje. El pajarillo despertó de su sueño de muerte. Volvió a encontrar sus alas y voló».

En el corto discurso sobre el miedo, que Jesús dirige a sus discípulos, nos compara con las aves: «¿No se venden dos gorriones por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae a tierra, sin que lo disponga vuestro Padre».

San Pablo, escribiendo a los corintios, les comparte la experiencia de sus tribulaciones: Azotes, cárceles. Peligros en los ríos, con salteadores, con los de su raza, con los gentiles. Amenazas en la ciudad, en el campo, en el mar. También habla el apóstol de sus enfermedades y tentaciones. Pero es curioso: Nunca confiesa haber tenido miedo. Y en otra ocasión declara: «Todo lo puedo en aquel que me conforta».

Sin embargo, parece que los humanos somos por naturaleza asustadizos.Nos atemoriza el presente, pero mucho más el porvenir. Imaginamos que mañana enfermaremos, que nos faltará el pan cotidiano.

Que los amigos podrían traicionarnos

. Tememos, como dice un autor, la justicia de Dios pero no menos las exigencias de su amor. Nos da miedo estar solos, pero desconfiamos también de quienes nos rodean.

Con razón, todos los mensajeros del cielo llegan hasta nosotros con este saludo: No tengáis miedo. Así cuando Gabriel visita a nuestra Señora, o José es avisado sobre el embarazo de su esposa. Y aquella noche de la primera Navidad, cuando los ángeles despiertan a los pastores.

También Jesús, luego de la resurrección, les dice repetidas veces a sus discípulos: «No temáis». De acuerdo con lo que antes les había explicado: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma». Como quien dice: Confiad en mí que he vencido el dolor y la muerte.
Por lo tanto, una fe madura se convierte en seguridad. Ante el futuro, ante la muerte. «¿Quién nos separará del amor de Cristo» escribe en otra parte san Pablo y hace una larga lista de situaciones. Pero ninguna de ellas podrá falsear nuestra confianza.

Los metales, en química, se prueban mediante el agua fuerte. Así la fe se releva en las adversidades. Si perdemos entonces la paz interior, si el corazón se nos derrumba, nuestra fe en Jesucristo aún es inmadura.

Sin embargo, ciertas escuelas ascéticas acostumbraron integrar al seguimiento de Jesús, una angustia sistemática. Exageraron el poder del mal, presentando al demonio como eterno compañero de viaje.

Por ese camino seguiríamos bajo el hechizo de la serpiente: Teniendo alas, y sin poder volar. Teniendo voz, y sin poder cantar.

2. ¿Quién dijo miedo?

«Dijo Jesús: Lo que os digo a oscuras, repetidlo a la luz del día y lo que os digo al oído, gritadlo desde las azoteas». San Mateo, cap. 10.

El predicador judío que explicaba la ley en la sinagoga, hablaba casi siempre en voz baja. Pero a su lado, un ayudante repetía al público el mensaje en voz alta. Este era además el encargado de subir a la torre o a la azotea, para desde allí tocar la trompeta.

Era la señal que llamaba a casa a los labradores, el viernes por la tarde, advirtiéndoles que empezaba el descanso del sábado.

En este pasaje, el Señor se reserva el papel de comentador de la sinagoga y señala a los discípulos la tarea de gritar su mensaje desde los balcones y atalayas.

Sería este el método para proclamar el Reino de Dios: Predicarlo por todas partes sin miedo, cómo lo hicieron los apóstoles.Desde Pentecostés, el Evangelio comenzó a ser Buena Noticia, a la cual tendrán derecho todos los hombres.

Sin embargo, el Señor no quiere ilusionarnos. Este anuncio de su mensaje incluye casi siempre dificultades y peligros y no pocas veces exige la vida.

Nos envía cómo ovejas en medio de lobos. Nos pide ser prudentes cómo serpientes y sencillos cómo palomas. Nos advierte que algunos serán llevados a los tribunales y hasta nuestros allegados nos darán la espalda y nos harán la guerra, porque pretendemos vivir el Evangelio.

Pero enseguida Jesús añade otras palabras de aliento y de consuelo.

El Padre de los cielos, que vela por nosotros, tiene contados los cabellos de nuestra cabeza.Es decir, nos conoce a fondo. Sabe de nuestras luchas y preocupaciones. Vela por nosotros.

Y agrega Jesús una comparación de la vida diaria: ¿No se venden en el mercado dos pájaros por una moneda? Y ninguno de ellos cae en la trampa que arma un muchacho, sin el permiso del Padre de los Cielos. ¿Y no valéis vosotros mucho más que uno de estos pajarillos?

En resumen: No tengamos miedo y arriesguemos la vida por el Evangelio.Vivir la fe es entonces anunciar a Jesús, no sólo con palabras sino también con la vida.

Es necesario hacer resonar su mensaje por todos los rincones del mundo.Hoy vemos que, aunque tímidamente, el Evangelio se anuncia por los modernos medios de comunicación. Pero aún nos falta mucho.

Es necesario que el mensaje del Señor abarque todos los meridianos de la tierra y se inserte en todas las culturas.

3. De parte de Dios

«Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo». San Mateo, cap.10.

Yo no entiendo, explicaba un joven. A uno le nacen deseos, iniciativas, pero la gente no ayuda. Ahora todo se reduce a dinero y diversiones. Si yo les cuento a mis amigos que trabajo los sábados en un barrio pobre, me van a decir que soy un tonto. Alguna vez he pensado ser sacerdote para ayudar a los más necesitados. Pero ni en mi casa me van a entender.

Los primeros cristianos debieron confesar a Cristo ante los tribunales del imperio romano. Hoy nos toca a nosotros ponernos de parte de Jesús en circunstancias diversas, pero siempre difíciles.

Monseñor Dominique Tang, administrador apostólico de Cantón, pasa veintidós años como prisionero en una cárcel china.

Monseñor Helder Cámara se coloca de parte de los pobres, de los oprimidos, aunque tenga que sufrir amenazas y persecuciones.

El doctor Avery se sumerge en un campo de refugiados de Somalia. Allí todo escasea menos la muerte. El consumo diario de agua se limita a tres cucharaditas por persona. Otros médicos llegan, pero regresan a los pocos días, desconsolados ante tanta miseria. El doctor Avery permanece. Se ha colocado definitivamente de parte de Cristo.

En la junta directiva de una empresa, alguien defiende a los más débiles, aunque los intereses de los dueños corran riesgo.

Una maestra rural rehusa su traslado a la ciudad, porque sabe que nadie vendrá a reemplazarla.

Un estudiante de bachillerato rechaza un dinero que tiene por objeto comprar su conciencia.

Un sacerdote emprende una obra social sin recursos, contando únicamente con la providencia. No puede esperar que los niños sigan padeciendo.

Un abogado gana menos, pero se siente mejor defendiendo la causa de los pobres.

Nos ponemos de parte de Dios, cuando en nuestra conciencia tomamos partido por la paz, la honradez, la justicia, el progreso. Cuando luchamos por un sólido cambio social, comunitario y cristiano.

Cuando unimos nuestras inquietudes a las de nuestros amigos para defender la dignidad de nuestro pueblo. Cuando mentalizamos de Evangelio nuestro hogar, nuestra clase, nuestro grupo, nuestro círculo de amistades.

Recordemos que nos aguarda una admirable recompensa: «Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del Cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo».

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Decimotercer domingo

1. La piedra filosofal

«Dijo Jesús: El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí». San Mateo, cap. 10.

Se dice que la crucifixión la inventaron los fenicios. Generalmente el condenado llevaba el palo transversal hasta donde el mástil, plantado en tierra, lo esperaba. Allí le clavaban por las muñecas para izarlo, de tal manera que el travesaño encajara sobre una muesca del palo vertical. Había cruces de distintas formas. Unas pequeñas, que mantenían al crucificado a poca distancia de la tierra. Otras más altas, para que el cuerpo del reo esquivara la voracidad de los perros.

El Maestro, que había anunciado su crucifixión, tuvo la originalidad de hablarnos de otras cruces: Las del alma. Y nos invitó a llevarlas detrás de él. Con valor, con nobleza. Hasta con elegancia: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí». Es infinita la colección de cruces que agobia a los mortales. Las hay de todas los aspectos y tamaños. Unas, conocidas y compadecidas por nuestros prójimos. Otras ignoradas y por tanto, más pesadas y dolorosas.

Las llevan los pobres las veinticuatro horas al día. Las cargan quienes tienen dinero, pues él no es panacea contra todos los males. Quienes buscan la ciencia, aguzaron sus sentidos interiores, volviéndose más vulnerables al dolor. Los ignorantes padecen sin saber el porqué del sufrimiento. Cruces. Cruces. Unos las llaman traumas, frustraciones, complejos, fracasos. Otros, desesperanza. Si tratamos de arrojar nuestra cruz, para sentirnos libres, de inmediato nos llegará a los hombros otra mayor. Y si aceptamos nuestra humana condición, de tal modo que la cruz no nos torture demasiado, entonces los demás nos recuestan las suyas, sin que podamos remediarlo.

Hombre: Animal enfermo, escribió alguno. Crucificado, añadiríamos nosotros.

En su enseñanza, Jesús advierte que la cruz también aflora en las relaciones de familia. Se dan conflictos entre quienes integran el hogar, de cara al ideal que el Señor nos propone. Allí se enfrentan amores con amores. Y el Maestro, con su acostumbrada pedagogía resume todo ello en una sentencia: «El que encuentre su vida la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará».

Sin embargo, a pesar de nuestros dolores, hemos de socorrer a los demás. Y el Señor nos promete una recompensa: «El que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo. El que da de beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro».

Le preguntaron a Nikos Kazantzakis por qué amaba tanto a san Francisco de Asís. «Porque él, respondió el novelista, pudo encontrar la piedra filosofal. El secreto que los alquimistas de la Edad Media buscaron en vano, para trasformar el metal más vil en oro puro».

Los discípulos de Cristo podemos realizar un milagro de alquimia singular: Transformar nuestras cruces, aún las más pesadas y degradantes, en motivo de gloria y salvación. Si las tomamos con valor y caminamos detrás del Maestro, si nos mantenemos en actitud de servicio al prójimo, entonces cada dolor cambiará de peso y de signo.

Jesús murió en la mayor ignominia. Pero algunos años más tarde su cruz comenzó a adornar las coronas de los reyes.

2. La opción por el Señor

«Dijo Jesús: El que quiera a su padre o a su madre, o a su hijo más que a mí, no es digno de mí». San Mateo, cap. 10.

Esta frase de Cristo ha sido motivo de extrañeza y aun de escándalo para muchos. ¿Será porque no la hemos entendido? El Señor nunca quiso devaluar el amor de la familia. Aún más, a través de él nos enseña todo lo que Dios es para nosotros: Acogida, perdón, misericordia, convivencia. Recordemos la historia del hijo pródigo, la presencia de Cristo en las bodas de Caná y la prisa con que acude a sanar a la suegra de Pedro.

El texto nos extraña porque simplemente hemos pasado por alto el «más que a mí». Si alguien a quien yo amo se opone a los proyectos del Señor y me convence, estoy amando a esa persona más que a Dios. Todos hemos sentido la tentación de claudicar.

Mucho más cuando nos lo sugiere alguien que amamos: El pariente, el amigo, el compañero de trabajo, el socio de la empresa.

Ellos repiten frases cómo éstas: Si ahora todo el mundo lo hace. Si esto ya no se ve mal. Si nadie lo va a saber. Si es tan fácil y no causa problemas. De otra parte tienen más prensa los que claudican que quienes defienden los valores. No claudicar ha llegado a ser algo insólito. Nadie parece creerlo.

Un taxista devuelve un maletín olvidado en su vehículo. Un basuriego restituye al almacén una herramienta hallada en los deshechos. Un empleado resiste al soborno. Un médico se niega a promover un aborto. Un abogado no quiere negociar con fraudulentos.

Estos hechos, que debieran ser lo normal, se presentan cómo excepcionales, con un puesto en la prensa por chocantes o modélicos.

En algún sentido, todos hemos fallado, porque antepusimos otras personas al Señor. Porque valoramos algunas cosas más que a El. Y cómo el joven del Evangelio, abandonamos a Jesús.

Otras veces sin embargo y, a pesar de todo, lo hemos amado más a El. El cristianismo consiste en ir trasladando progresivamente, a todas las áreas de conducta, esa opción fundamental por el Señor, que trasciende todas las lealtades y todos los intereses del hombre.

Un poeta religioso suplica a Dios de esta manera: «No dejes que claudique, ¡oh mi Señor!» Que esta sea también nuestra plegaria.

3. La paga del profeta

«El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá paga de justo». San Mateo, cap.10.

En el ambiente simple de un pueblo, las relaciones son todavía humanas. Cada uno se siente persona. No existen sino la telegrafista, el boticario, el cura, la maestra, el alcalde, la enfermera… Conocemos a Ester que atiende con cariño a quienes se acercan a la telegrafía; a don Carlos, el de la farmacia, serio pero muy servicial. El padre Alfonso, amigo de todos. Doña Resfa que enseñó a leer a generaciones de campesinos. Don Roberto, el alcalde, padre de un niño enfermo que se llama Juan. Y a Estefanía, la mejor costurera del vecindario.

En cambio la ciudad nos aísla. Allí no interesan las personas. Tan sólo nos preocupan lo que hacen, lo que tienen y lo que puedan darnos.Al encargado del taller no le importa si en el accidente hubo muertos o heridos: El arreglo del carro cuesta tanto. Preferimos que el vendedor de periódicos no nos salude, que el cartero cumpla con su oficio como un robot silencioso. El profesional mira de soslayo su reloj: Ya tiene los datos indispensables y no puede perder tiempo con nosotros.

Olvidamos quién es el otro, qué siente, cuáles son sus ambiciones, sus dolores, sus triunfos y sus derrotas. El prójimo no tiene nombre: En la clínica se le conocerá por el número de la habitación. En la fábrica, por la tarjeta del computador.

Ante las ideologías políticas contará como un voto. Uno solamente.

Perdimos nuestra capacidad de acogida. Nos convertimos en usuarios, vecinos, votantes, copropietarios, televidentes, feligreses, contribuyentes, dueños de una póliza, posibles compradores, destinatarios de una revista que se edita cada mes sobre la protección del medio ambiente. Carecemos de una historia propia.

Pero existen unas relaciones humanas según el Evangelio: «El que reciba a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta».

¿Y qué anuncia ese profeta? Que todos somos hijos de Dios y por lo tanto, hermanos. Anuncia que hemos de llevarnos las cargas unos con otros. Que no es bueno que el hombre esté solo. Que nadie es totalmente persona si no está en compañía.

Y ésta es la paga por haber acogido al profeta: Toda la bondad escondida en el otro se me participa. Mi capacidad de acogida se amplía. Mi alegría se duplica y crece a diario mi generosidad.

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Decimocuarto domingo

1. En busca de lo simple

«En aquel tiempo Jesús exclamó: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla». San Mateo, cap. 11.

La Iglesia resume los contenidos de su fe en los Credos, o Símbolos. Uno de ellos llamado de los apóstoles. Otro más amplio, redactado durante los concilios de Nicea y de Constantinopla. Otro más extenso todavía que se atribuye a san Atanasio, un obispo del siglo IV. Pero sucede que el pueblo sencillo, ignorante de muchas teologías, también se ha fabricado su propio credo, donde Nuestra Señora es el personaje central. Allí confiesa muchas verdades cristianas, matizadas o puestas de relieve según el caso. Y alrededor, múltiples devociones, no exentas de elementos impropios.

Los discípulos han regresado de su primera excursión apostólica. Comentan con alegría sus experiencias. Le dicen al Señor: «Hasta los demonios se nos sometían en tu nombre». Los evangelistas señalan que Jesús se conmovió ante esos relatos y elevó una plegaria, de la cual san Mateo y san Lucas nos conservan un trozo: «Te doy gracias, Padre, porque has revelado estas cosas a la gente sencilla».

El judío piadoso acostumbraba orar con motivo de cualquier acontecimiento: El nacimiento de un niño, un amanecer luminoso, el trabajo de la siega. Al emprender un viaje, o al encontrar un amigo.

Jesús da gracias al Padre del cielo porque ha revelado cosas admirables a estos discípulos, que ya comienzan a comprender el programa del Reino. No eran ellos letrados, ni gente del establecimiento religioso de entonces. Eran hombre de buena voluntad. Luego san Pablo escribirá a los corintios: «Mirad, hermanos quiénes habéis sido llamados a la fe en Jesucristo. No hay entre vosotros muchos sabios, ni muchos nobles».

No conviene, sin embargo, interpretar las palabras de Jesús de forma simplista. Siempre han sido necesarios, y hoy mucho más, los sabios, los técnicos, los investigadores, los teólogos. La sencillez de que habla el Señor consiste ante todo en una actitud del corazón. Alguien puede poseer mucha ciencia o ejercer un cargo importante y, a pesar de todo, mantenerse ante Dios como un niño y ante los demás como un hermano.

Pero más allá de los esquemas científicos y académicos, muchos somos dados a complicar demasiado las cosas. Ocurre, por ejemplo, en los ámbitos administrativos de la Iglesia. En ciertas relaciones sociales que más que recrear, nos atormentan.

En el fondo todos deseamos la simplicidad, lo informal, el estilo directo, la autenticidad, la transparencia. Pero ocurre que hemos fabricado unos estereotipos de enorme complicación y allí nos mantenemos cautivos.

Mientras tanto, el Señor se revela a quienes procuran ser sencillos y limpios de corazón. Les enseña lo esencial de la vida. Les orienta en la solución de sus problemas. Les ayuda a portarse como personas auténticas y libres. Alguien compuso esta oración que a todos puede servirnos: «Señor, ayúdame a ser simple de pensamiento, palabra y obra. Enséñame a cumplir, mis deberes sin angustia.

A gozar serenamente del hogar y los amigos. A ser yo mismo, con mis errores y mis aciertos. Que yo aprenda a no complicar las cosas simples y permanezca siempre a tu lado con un corazón de niño. Amén».

2. Jesús de Nazaret

«Exclamó Jesús: Te doy gracias Padre, Señor del cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla». San Mateo, cap. 11.

La película «Jesús de Nazaret», de Zeffirelli nos cuestiona. Se ha convertido en admirable instrumento pastoral. A través de su mensaje, nos consta muchos volvieron a la fe y muchos otros descubrieron la verdadera figura del Señor. Al terminar de verla hace unos pocos meses, en compañía de un grupo, se nos vino a la mente el texto de San Mateo y le dimos gracias al Señor, que sigue revelándose a la gente sencilla.

Examinemos el mensaje de la película, su metodología, los receptores y su respuesta. William Barclay dice en la introducción al libro basado en la película.:

«Quizás haya quien piense que hacer una película sobre la vida de Jesús es una irreverencia. Sin embargo, cada vez hay menos gente que lee y mucha más gente que aprende a través de las imágenes».

El mensaje, el del Jesús de siempre, hombre del pueblo, maestro que parte de lo cotidiano para enseñar a vivir. Amigo, hermano. Pacífico entre los violentos, pero del todo diferente por su divinidad.

Ese mismo Jesús que nosotros hemos metido en estructuras filosóficas, hemos complicado hasta volverlo inalcanzable. La metodología: Presenta a un Jesús que actúa entre sus paisanos, gente con problemas, gente que duda.

Donde a veces unos responden y otros no responden. Gente cómo nosotros que acompaña y que traiciona.

Los destinatarios: Ni sabios ni entendidos en su mayoría. Televidentes ocasionales, amas de casa, gerentes de empresa, expertos en muchas cosas, pero legos en cristianismo. Estudiantes en vacaciones, empleadas del servicio, obreros, personas de todas las clases sociales.

La respuesta: Muchos encontraron un Jesús distinto del que hasta ahora habían conocido. Un Dios cercano a nuestra vida. Un Jesús del cual decía algún joven: Ya no le tengo miedo. Sería interesante preguntarnos si en la catequesis, en el hogar, en el colegio, en la parroquia, en la comunicación con los demás, le estamos ayudando al Señor y de qué manera, a revelarse a la gente sencilla.

Tal vez Khalil Gibrán tenía razón cuando imagina aquella anécdota: Cada cien años Jesús de Nazaret se encuentra con su homónimo, el Jesús de los cristianos.

Después de conversar largamente, se levanta Jesús de Nazaret, ya por la tarde y se despide del otro Jesús con esta frase: Hermano, siento que hoy tampoco nos ponemos de acuerdo.

3. La gente sencilla

«Dijo Jesús: Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla». San Mateo, cap.11.

Podría haber un lugar, tal vez situado en la ciudad del sol que imaginó Tomás de Campanella, donde reinara plenamente la sencillez del Evangelio. Allí estarían prohibidas las coronas, aún las de laurel, los abrigos de visón, los anillos de diamantes, los títulos honorarios, las condecoraciones, los superlativos, los panegíricos, las charreteras, las procesiones que no sirvan para expresar la fe comunitaria, los doctorados «honoris causa», el anti-arte, los pitos estridentes, las boutiques y los pavos reales.

No se prohiben las pizarras, las flores campesinas, las cometas, el algodón de azúcar, la risa de los niños, ni tampoco los trompos de colores.Los habitantes de aquel pueblo serían simples, nobles, igualitarios, fraternales, capaces de reconocer sus errores, llenos de entusiasmo ante la vida y ante el progreso. Auténticos y agradecidos hijos de Dios. Allí el Señor revelaría a diario «estas cosas» a cada uno de los hombres, con esa intensidad serena del sol, de la lluvia, del viento que barre las nubes.

Pero esto no es una novela futurista. Estamos únicamente suponiendo que el Evangelio se vuelve realidad.

El Señor acostumbra esconder sus secretos a los sabios y entendidos y revelarlos a la gente sencilla. No está Dios en contra de la ciencia, de la cultura, de la civilización, del progreso. Pero sí está en contra de la gente complicada, doble y suficiente, que tiene el corazón lleno de intenciones torcidas. De disimuladas ambiciones.

En los párrafos anteriores de este mismo capítulo de San Mateo, Jesús se ha quejado de una gente afectada que no quiere recibir su enseñanza: los que no habían escuchado a Juan Bautista, los habitantes de Corozaín y de Betsaida, herméticos ante el mensaje, a pesar de los milagros.Dice un autor que Dios no se revela a quienes son como una casa sin ventanas.

Necesita más aire. A aquellos de corazón abierto les regala su ciencia escondida , a veces intraducible en palabras humanas. Con ella podemos posible interpretar la vida, darle sentido a los diversos acontecimientos, dirigir el hogar, comprender al prójimo, superar los problemas y aún hacer de los propios pecados una escalera para subir al cielo.

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Decimoquinto domingo

1. Solamente semillas

«En aquel tiempo dijo Jesús: Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco de grano cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro cayó en terreno pedregoso»… San Mateo, cap. 13.

En cierta ciudad remota, se miraba una tienda bajo el siguiente rótulo: «Vendemos felicidad». Los clientes descubrían con asombro que quien atendía el negocio era un ángel. -Busco, le dijo un visitante, dinero, amor, serenidad, salud, alegría, prosperidad.

- Perdone, amigo, respondió el ángel. Aquí no expendemos productos procesados. Solamente semillas. Cuando el Señor contaba sus parábolas, los temas del campo afloraban de manera espontánea. Los pájaros, los lirios, el sol, la lluvia, la montaña, el camino, las viñas y el trigal servían de referencia a su enseñanza. Un día se comparó El mismo con un sembrador que de mañana salió al campo a regar la semilla. Parte cayó sobre el camino y fue alimento de las aves. Otro puñado, en tierra pedregosa. Otros granos cayeron entre zarzas. Pero a pesar de todo, muchas semillas lograron buena tierra. Y produjeron el ciento, el sesenta, el treinta por uno.

Jesús describe con acierto la tarea de siembra en Palestina: Junto a la era revolotean los pájaros que, según san Mateo, «no siembran, ni cosechan, guardan en graneros», pero «el Padre celestial los alimenta». En muchos lugares apenas una capa de humus disimula el piso calcáreo. Los cardos y los abrojos, que menciona la Biblia muchas veces, tampoco escasean. El arado podía decapitarnos, pero la lluvia los haría brotar con más fuerza. Otros solares fértiles ofrecen óptima cosecha.

Sin embargo, una utilidad del ciento por uno, como dice Jesús, no deja de ser exagerada. En Belén, antes de las actuales técnicas, el trigo alcanzaría a producir el cuatro por uno. En Galilea, algunos labradores cosechaban el diez. El trece por uno, en el mejor de los casos.

Pero las parábolas de Jesús no son fotografía de la realidad. Son formas pedagógicas de presentarnos el mensaje. De ahí que al final, el Señor advierte: «El que tenga oídos que oiga». En otras palabras: El que quiera entender que aplique a su vida esta enseñanza. Y además: Cada uno pregúntese qué clase de tierra es para Dios.

Cuando los discípulos piden al Señor que les aclare la parábola, El la explica de modo simple y llano. Ya en otras ocasiones había dicho: «Mi Padre es el labrador». Y los varios terrenos corresponden a las actitudes con que nosotros acogemos a Dios. Quienes lo aceptan, a pesar de las dificultades, se alegrarán en la cosecha.

Aprendemos así que nuestra persona, la familia, nuestro grupo son la era donde el Señor ha regado buena semilla. A cada uno le toca apartar las piedras y las zarzas, mejorar la calidad del surco, hasta que mundo se llene de valores. Es tarea de muchos días y de muchos cansancios. ¿Hemos identificado esos valores que nos hacen plenamente humanos y maduramente cristianos? Al final vendrá a alegrarnos la cosecha.


No imitemos al visitante de aquella tienda extraña, para pedir de inmediato: Justicia, capacidad de convivencia, progreso, estabilidad económica, paz interior, esperanza. Todo esto lo deseamos empacado al vacío y a prueba de caducidad.

Pero el Señor dirá: Lo siento, amigo. Yo solamente entrego las semillas.

2. Su cuota de esperanza

«Salió el sembrador a sembrar. Un poco cayó al borde del camino. Otro poco cayó en terreno pedregoso». San Mateo, cap. 13.

Roger Garaudy, un marxista francés, es el autor de un libro modestamente titulado «Palabra de Hombre». Sólo esa palabra podemos comunicar los cristianos… ¿O podríamos titular nuestro libro personal «Palabra de Dios»? El Evangelio compara la palabra de Dios con la semilla. Y nos habla de un sembrador, negligente a primera vista, que arroja la semilla sin observar el terreno donde cae.

Parte cayó junto al camino, otra en terreno pedregoso, otra en medio de zarzas y solamente el resto encontró tierra fértil. El Señor les aclara luego a sus discípulos: La semilla es la Palabra de Dios. De ahí la aparente negligencia del sembrador. Porque el Señor no margina, no excluye, no selecciona. No desespera de nadie. A cada terreno le asigna su cuota de esperanza.

Con esta palabra de Dios trabajamos los cristianos. Nuestra tarea es repartirla.¿Pero qué entendemos por Palabra de Dios?.

¿Será para nosotros sinónimo de Biblia, sermón, homilía, catequesis, plática, conferencia religiosa? Es cierto que por esos caminos nos llega esa Palabra, más no sólo por ellos.

Cómo el Señor es comunicación, su mensaje no está circunscrito a un sólo medio. Palabra de Dios son el saludo, el abrazo, la felicitación, la condolencia, el estímulo, el perdón, el consejo, la risa, el canto, las artes, la alfabetización, las buenas noticias, cuando detrás de todo esto hay un cristiano que ama y ora. Por nuestro esfuerzo la Palabra de Dios se comunica.

Somos repartidores del mensaje de Cristo, pero nuestras actitudes pueden volverlo selectivo. Aquel sembrador nos enseña a entregar la Palabra de Dios sin discriminaciones, a no excluir a nadie, a confiar en que todo terreno puede dar buenos frutos. A insistir, sin pensar en la semilla que se pierde.
A entregar a cada hermano su cuota de esperanza.

3. Las parábolas del lago

«Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. La gente se quedó de pie en la orilla. Y les habló mucho rato en parábolas». San Mateo, cap.13.

San Mateo nos entrega en este capítulo siete parábolas de Cristo. La parábola es una comparación, tomada de la vida ordinaria, con la cual se da un mensaje generalmente religioso.

El Señor explicaba así su plan de salvación: Salió el sembrador a sembrar… El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo… se parece a un grano de mostaza… es semejante a la levadura que tomó una mujer… o a un tesoro escondido… a un mercader que anda buscando perlas finas. Es como una red que recoge toda clase de peces…

Jesús habla probablemente en una de las pequeñas bahías del Lago de Genesaret, cerca a Cafarnaúm. La serenidad del agua, la limpieza del cielo, la paz que refleja el paisaje, todo se presta para predicar al aire libre. El Maestro está sentado en la barca, a pocos metros de la playa donde se agolpa el auditorio.

Este era el sitio donde Jesús se reunía frecuentemente con sus discípulos, para dialogar con ellos en paz, libre del amontonamiento de las ciudades, lejos de la gritería de los mercaderes. Del ladrar de los perros y de la vigilancia de los fariseos.

La parábola evangélica se diferencia de la fábula porque conserva siempre una admirable sencillez y nunca pone animales en escena. Sin embargo, este género parabólico no es original del Maestro.

Era ya muy usado por judíos y griegos. Sin citar a Salomón, muchos autores del Antiguo Testamento supieron emplearlo con maestría. Aún en tiempo de Cristo muchas parábolas brotaban en la escuela rabínica.

Su lenguaje figurado gusta a la imaginación, mueve los sentimientos y ayuda a la memoria a grabar el mensaje.

Sin embargo, nosotros olvidándonos del método del Maestro, nos refugiamos para transmitir su mensaje en una teología árida y abstracta, cuando no caemos en un realismo sin alma.

Lo cual podría reflejarse en nuestra vida: No pasamos de una teoría estéril o nos quedamos en la vulgaridad. Queda una vía intermedia: Hacer de nuestra vida una parábola, sencilla, transparente, motivadora.

Alguno pudiera escribirla de este modo: Había una vez un hombre, capaz de sorprenderse ante las cosas más sencillas, ansioso por vivir en comunidad, desvelado por conocerse a sí mismo. Ambicionaba el fuego de los dioses, pero más que todo soñaba con vivir eternamente. Podría crear utensilios, promesas, proyectos y argumentaciones. Su grandeza radicaba en que sabía amar y conocía su propio pensamiento. Mas sobre todo esto, aunque sonara extraño, era un hijo de Dios…

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Decimosexto domingo

1. Aquel revés del alma

«Les dijo Jesús esta parábola: El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras dormía, un enemigo sembró cizaña en medio del trigo». San Mateo, cap. 13.

Era un hombre paciente, austero y pulcro. Y sobre todo compasivo. Por compasión apoya a un traficante de armas. Por compasión aparenta fidelidad a su esposa, mientras comparte el lecho de una mujer sin atractivos, a quien desea salvar de un criminal. Y al fin, también por compasión, se suicida, no para librarse de problemas, sino para aliviar a los demás de su incómoda presencia. Aunque disfraza su suicido de una crisis cardíaca, que así si alguno le ama, se resignará ante su muerte.

«El revés de la trama», una novela de Graham Greene, nos presenta este personaje, cuya conducta merecería ser explicada por moralistas y sicólogos.
Aunque con tintas menos fuertes, todos los humanos representamos una comedia semejante, donde el bien y el mal se disputan nuestro territorio interior. A veces nos creemos gente honrada. Pero en el revés del alma, se agazapan muchas actitudes perniciosas. Jesús lo señaló en una parábola: «Un hombre sembró buena semilla en su campo. Pero luego un enemigo sembró también cizaña».

La asamblea cristiana ha recitado el Padrenuestro y el eco de la última petición empieza a diluirse en el recinto: «Más líbranos del mal». «La oración enseñada por Jesús, dice un autor, se abrió con la palabra más dulce, y termina ahora con la palabra más inquietante. De la invocación al Padre, a la mención del mal. De la confianza, al temor. Confianza que hace que el temor no sea paralizante. Temor que impide que la confianza nos extravíe. Está bien que la oración acabe en humildad». Jesús sabía que nuestra era alimenta con idénticos zumos, el trigo y la cizaña. El amor hacia El y el miedo a nuestros males.

Curiosamente el texto de san Lucas se corta en lo que llamaríamos sexta petición: «No nos dejes caer en la tentación». En cambio san Mateo, el único que presenta la parábola de la cizaña, recoge esa frase que engloba todos nuestros peligros: «Y líbranos del mal». ¿Comprendía mejor el primer evangelista nuestra humana condición? Sabemos que él escuchó esta palabra del mismo Señor. Y de otra parte, fue pecador oficial en sus tiempos de publicano. Circunstancias que probablemente no vivió san Lucas.

La conducta del dueño del campo hacia la hierba que brotó junto al trigo, es desconcertante. No permite que los criados la arranquen: «Podríais también dañar el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega».

Lo cual nos enseña a nosotros a convivir con el mal. Convivencia que no equivale a aprobación. Pero sí a un esfuerzo por vivir el Evangelio, en medio de situaciones arduas. No lo dejemos para cuando todo marche bien. Lo cual nunca sucederá, a no ser en el reino de Utopía.

También el Maestro nos invita a tolerar nuestro pecado. Tolerancia que significa aceptarnos como pecadores. Lo cual no equivale a confundir la cizaña con el trigo. Pero sí reconocer el poder amoroso de Dios. El mismo que creó las especies vegetales, es capaz de trasmutar las plantas de nuestra era para la cosecha final.

2. Del trigo y la cizaña

«El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero mientras la gente dormía, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo». San Mateo, cap. 13.

Generalmente interpretamos así esta parábola: ¿Cizaña? -Los injustos, los liberados sexualmente, los que no frecuentan la Iglesia… ¿Trigo? -Nosotros. Soportamos de mala gana que el Señor pida una tregua antes de separar el trigo y la cizaña. Ansiamos ese día en que los malos serán exterminados y nosotros recompensados eternamente.

Pero el sentido de la parábola no es tan elemental. Es, en su sencillez, mucho más completo. El mundo es un campo en el cual trigo y cizaña se confunden: ¿Quién me define si este hombre es un cristiano humilde o una persona pusilánime? ¿Quién garantiza que esta actitud sea ostentación y no misericordia?

¿Persevera este matrimonio por amor o por rutina? ¿Al héroe lo inspira el ideal o más bien la vanagloria? además, siendo sinceros, podemos confesar que todos somos a veces trigo bueno y a veces cizaña. Un día sacamos a relucir lo mejor de nosotros mismos. Al siguiente, somos mezquinos, egoístas, malintencionados, crueles, indiferentes.

Tal verificación pudiera llevarnos al pesimismo. Nos creímos ya libres de todo mal y peligro. Imaginamos ser maduros, generosos, equilibrados, cristianos, gente de bien. Pero de nuevo comprobamos que somos inmaduros, individualistas, inestables. En una palabra, gente del montón. Mirábamos el mundo desde lejos, pensando que nunca podría contaminarnos. Que nuestro yo jamás podría albergar ciertas bajezas. Pero la experiencia nos mostró en vivo y en directo, nuestra capacidad de mal. Recogió datos y adujo pruebas evidentes de nuestra fragilidad.

Nos presentó un hábitat interior y un hogar cristiano, asentados sobre una tierra árida y mediocre. Nos hizo probar el sabor de nuestra pequeñez, de nuestra ignorancia, de nuestros errores. Por fortuna esa tregua que el Señor pide, antes del final, es tiempo hábil para apelar a su bondad y para sentir su misericordia. Tiempo de oración y de confianza. El, que conoce el origen de todas las especies, con un gesto de amor, puede cambiar nuestra cizaña en buen trigo para los graneros celestiales.

3. Ser cizaña o parecerlo

«Jesús propuso esta parábola a la gente: El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró una buena semilla en su campo, pero un enemigo sembró cizaña en medio del trigo». San Mateo, cap.13.

La sabiduría es gris afirma algún autor. De lo contrario no podría conocer todo el mal, ni reflejar a su vez toda la bondad que encontramos en el mundo. Esta sabiduría humilde y objetiva nos impide anatematizar al hombre, desconfiando sistemáticamente de sus capacidades. Nos prohibe también canonizarlo, porque sabemos de su fragilidad y su inconsciencia.

La parábola de la cizaña es una invitación al realismo y una exhortación a la penitencia. Parece que mientras dormía el dueño de la era, el enemigo sembró mala hierba en su campo. Pero antes de la siega es arriesgado dictaminar cuál es el trigo y cuál es la cizaña y es peligroso arrancarla sin dañar la cosecha.Con frecuencia llamamos cizaña a quienes no tuvieron en su hogar, la misma formación cristiana que nosotros.

A quienes no están al mismo nivel de nuestra espiritualidad elegante y aséptica. A quienes buscan, con sinceridad no exenta de errores y pecados. Al que no habla nuestro mismo idioma, porque apenas balbucea una forma elemental de cristianismo.

A quien critica nuestros defectos y señala sin prevenciones las fallas de nuestra Iglesia. A aquel en cuya familia existen problemas que nosotros aparentemente no sufrimos. A quien no luce nuestro estilo de fe, ignora nuestro color preferido y desdeña nuestra moda ideológica.Hemos catalogado injustamente como cizaña a muchos hermanos nuestros, para declararnos a la ligera, trigo inmaculado. Al obrar así, nos hemos vuelto sordos al anuncio de salvación que ellos podrían hacernos.

«No hay ningún inconveniente, dice J. Cabodevilla, en que aún fuera de la Iglesia, más allá de sus fronteras, también en la región de los infieles, en la calle, en los laboratorios y en la efusiva y airada literatura del pueblo, pueden darse fragmentos de divina revelación, la profecía exterior a la cual los pastores debemos prestar oídos».Quién sabe cómo serían de extraños un campo sin cizaña, un mundo sin posibilidad de mal, un hombre sin experiencias de pecado, una Iglesia en la cual estuviéramos irremediablemente obligados a salvarnos.

Entre las muchas variedades de trigo, existe una adaptable a todos los climas de la tierra, con capacidad de convivir y fructificar junto a la cizaña.

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Decimoséptimo domingo

1. Se trata de un tesoro

«Dijo Jesús: El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo .El que lo encuentra lo vuelve a esconder, va a vender todo lo que tiene y compra el campo». San Mateo, cap. 13.

De tesoros nos habla muchas veces la Biblia. El libro de los Números pondera el valor del agua sobre la geografía de Palestina. El Eclesiástico llama tesoros invaluables al amigo y a la sabiduría. Y en Tobías leemos que la limosna y oración valen más que todas las riquezas. San Mateo cuenta de aquellos hombres ricos que visitaron a Jesús en Belén y le ofrendaron oro, incienso y mirra, los elementos más preciados entonces.

Más tarde, Jesús nos invita a no atesorar acá en la tierra, donde hay polilla, herrumbre y ladrones que socavan y roban. En otra parte, el Maestro compara el reino los cielos con un tesoro escondido en el campo. En tiempo de guerra y deportaciones, los judíos enterraban sus joyas y objetos valiosos. Y si la muerte los sorprendía lejos de su comarca, nadie sabía de aquellos bienes, sobre los cuales pasaban los viajeros o crecían las zarzas.
Al protagonista de la parábola le ocurrió que, mientras araba el campo o abría las cepas para plantar las vides, descubrió de improviso un tesoro. Su dueño seguramente ya habría muerto, y según las leyes judías, pertenecía al amo del predio.

Aquí aparece aquella astucia que Jesús recomienda a quienes quieran conquistar su Reino. Este obrero asombrado también esconde la alegría en su pecho y comienza a vender todos sus bienes. Aquella casa en Jericó, ese predio en Belén. Dos bueyes y tres asnos. Unas cargas de trigo que ha guardado para el invierno. Cinco botijas de aceite recibidas de un deudor moroso. También los aparejos de labranza que ya no habría menester.

Seguramente al dueño de la hacienda le sorprendió que su aparcero quisiera comprarle el campo. Pero si daba un precio justo, la tierra sería suya. El Evangelio nos dice sobriamente que el negocio se hizo. Y nosotros imaginamos cómo estalló el gozo en el corazón del avisado comprador. Ya era rico y no tendría que madrugar a alquilar sus brazos.

Cuando Jesús dice que el Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido, señala ese nivel de vida que vale más que muchos bienes. Esa dimensión a la cual nos invita: La armonía del hogar sobre los réditos bancarios. La paz interior sobre muchas posesiones. La generosidad, más allá del egoísmo. La seguridad de una vida plenamente feliz, más allá de las justas satisfacciones diarias.

Ese nivel lo conquistamos cuando hemos conocido a Jesús. Cuando le amamos y le seguimos, «aunque entre sombras».
Sin embargo, todo ello nos exige haber entregado otros valores que de momento satisfacen, pero no dejan de ser relativos. Igual que nuestros días, ellos «duran lo que la hierba, florecen como la flor del campo, que el viento la roza y ya no existe».

Todo lo cual nos motiva a revisar nuestra habilidad financiera: ¿En qué invertimos cada día y para qué? En la bolsa de valores de Dios, sólo el amor a El y los más necesitados nunca bajan de precio.

2. ¿Quién me compra dos yuntas?

«El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo». San Mateo, cap. 13.

Isacar estaba una tarde plantando nuevas cepas, en la viña del rabí Eliecer, sobre las colinas de Hebrón. De pronto sintió que su herramienta golpeaba en hueco y rozaba un objeto metálico. Se arrodilló de inmediato y comenzó a excavar con las manos… Eran monedas de oro y plata, dentro de un ánfora que acababa de romperse.

Isacar contuvo la respiración. Irguiéndose cautelosamente miró en derredor. Gracias al cielo, nadie lo estaba espiando. Aquel tesoro sería suyo, únicamente suyo. Con gran cuidado lo sepultó de nuevo, colocó encima una gran piedra gris, allí a siete pasos de la cerca.

Terminó su tarea antes de la caída del sol. Ya por la tarde se dirigió a la taberna del lugar, pidió vino, un buen vino de Engadi. Allí estaban sus amigos: Leví el carretero, Efraín el pescador, Benjamín el dueño de muchas ovejas, Jonás el levita. A ver, gritó Isacar: ¿Quién compra mi yunta de bueyes? ¿Quién necesita un arca de cedro y dos sillas? Tengo también para la venta una casa, en las afueras de Jerusalén y tres asnos y hasta un perro fiel y…¿Te has vuelto loco de repente? le interrumpió Leví. ¿Te marchas a tierras de Egipto?, inquirió Benjamín.

¿A qué se deben estas raras propuestas?, le dijo el pescador. ¿Acaso ha llegado ya el fin de los tiempos?, observó Jonás con ironía. - Ninguna de esas cosas, respondió Isacar, diluyendo en sus ojos una sonrisa maliciosa.

A la mañana siguiente el dueño de la viña dialogaba con su jornalero: Si así lo deseas, te vendo el campo. Isacar alargó la bolsa llena de monedas. Eliecer la apretó contra su pecho y le dijo: Hermano, que Yavéh te bendiga y haga próspero el trabajo de tus manos.

Isacar ya era rico. Desde aquel día, ya no tuvo que madrugar a labrar en campo ajeno. Historias cómo esta circulaban entre el pueblo judío. Los rabinos las enseñaban en la escuela y muchas de ellas llegaron hasta los oídos del Maestro.

Un día Jesús les dijo a sus discípulos: «El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo». El hombre de hoy, o no sospecha que exista un tesoro, o lo está buscando donde no se encuentra. O, si por casualidad lo descubre, es incapaz de vender sus posesiones para comprarlo.De ahí nuestra pobreza y la tardanza de ese Reino de los Cielos que todavía no llega.

3. En busca del tesoro

«Dijo Jesús: El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo». San Mateo, cap.13.

Carlos Castro Saavedra dice de la poesía: «Todos los hombres la llevamos, en alguna medida, entre los poros y la sangre, entre los huesos y las glándulas, entre los rotos trajes y los remiendos de los mismos».

Podríamos afirmar lo mismo de la ambición. También brota en los poros y en la sangre. Aflora en la mirada del niño que se apropia el juguete ajeno, en el gesto del mendigo y en el ceño del rico que vigila sus ganancias. Pero Cristo halaga nuestra ambición, comparando el Reino de los Cielos a un tesoro escondido.Los nómadas del desierto no tenían otro tesoro que sus cabezas de ganado. Con ellas realizaban las transacciones de un comercio elemental. Con la aparición de los metales, el oro y la plata se suman, por su escasez y precio, a la riqueza viva. Luego, en la sociedad agrícola, completan el tesoro las reservas de grano que exceden al consumo normal.

Años más tarde, la Biblia llamará tesoro al botín de guerra, el cual abarca todo género de mercancías. Pero frecuentemente el término designa lo que está almacenado para tiempos futuros. Así nos dice el libro de Job que Dios guarda en sus tesoros las aguas y las nieves. En el Nuevo Testamento se designan con esta palabra los metales preciosos y también los perfumes. Se nos dice en el pasaje de los Magos que «abrieron sus cofres y ofrecieron dones de oro, incienso y mirra».

Y San Pablo escribía a los fieles de Corinto: «Llevamos la vida de Dios como un tesoro guardado en vasija de barro». Este Reino de Dios es ante todo una forma de ser, una manera de vivir. Se parece a un tesoro escondido, porque tiene un valor inapreciable que muchos con frecuencia desconocen.

Pero algunos de repente lo descubren. De allí todo el esfuerzo por tomarlo para sí. El deseo de comprar aquel campo donde se halla guardado. A veces nos extrañan ciertas actitudes: ¿Por qué este amigo nuestro desdeña ganancias ocasionales? ¿Por qué una joven con un futuro promisorio, se encierra en un convento? ¿Por qué hay enfermos que parecen ganar alegría en su dolor?

¿Por qué hay personas que pudiendo, no intrigan para escalar posiciones? ¿Por qué algunos arriesgan su tranquilidad en defensa de unos principios? ¿Por qué encontramos gente de «otra parte», que no se contamina? Son hermanos que ya descubrieron el tesoro. Todo su afán se encamina ahora a vender lo que tienen, llenos de ilusión, para hacerse dueños de aquel campo.

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Decimoctavo domingo

1. Dadles vosotros de comer

«Vio Jesús el gentío y sintió lástima. Era ya muy tarde. Entonces dijo a sus discípulos: Dadles vosotros de comer». San Mateo, cap. 14.

Juan Casiano, un monje que vivió al sur de Francia durante el siglo IV, asegura que en la oración que Jesús nos enseñó, «no existe ninguna alusión a la vida terrena. El que ha hecho la eternidad no quiere que se le pida nada perecedero». Una interpretación bastante celestial y además desconcertante. Otros, en aquel pan del Padrenuestro, descubren cinco clases de alimento: El pan eucarístico, el de la plegaria (para pedir unos panes como aquel amigo importuno). El pan de la doctrina, el pan que comeremos en el cielo. Y finalmente el pan material: Un adjetivo necesario, cuando hemos espiritualizado en exceso la palabra del Señor.

Pero la interpretación verdadera es otra. Jesús nos enseñó a pedir el pan de cada día. Ese que alimenta nuestro cuerpo y repara sus fuerzas. Sabía muy bien que lo necesitábamos. Precisamente unos días antes de anunciar que nos daría en alimento su Cuerpo y su Sangre, sació el hambre de aquella turba que le seguía, con cinco panes y dos pescados.

Aunque con algunas variables, todos los evangelistas cuentan el episodio. Miles de hombres, sin contar las mujeres ni los niños, están ala escucha del Señor y ya se ha hecho tarde. San Mateo anota que entonces los discípulos le sugieren al Maestro despida a la gente, para busquen provisiones en las aldeas vecinas. Jesús les responde: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer».

Un mandato que también nos obliga a nosotros: Esta familia comerá durante una semana si recortamos nuestros lujos. Aquellos niños podrán ir a la escuela si creamos un puesto de trabajo. Aquel anciano recibirá tratamiento médico, si me privo de algo que me creí indispensable.

Alguien podrá abrigarse mejor si revisamos con mirada cristiana nuestro armario. Al darnos el poder de fabricar el pan y de compartirlo, el Señor acostumbra guardarse sus milagros.

Antiguamente se creía que los pobres eran depositarios de maravillosos poderes. Y se les invitaba a situarse a la puerta de las grandes catedrales. Allí, quienes acudían al culto cristiano podrían purificarse de sus pecados, ejerciendo con ellos la misericordia. Y Bossuet afirma que los necesitados son los verdaderos ciudadanos del Reino. Los ricos podrán adquirir tal ciudadanía en cuanto quieran socorrerlos.

Aquella oración del abate Pierre: «Da, Señor pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan» fue profanada por algún autor timorato, al dulcificar la segunda petición: «Y hambre de Dios a los que tienen pan».

De ninguna manera: Para existir y para ser cristianos todos necesitamos pan. Pero otros muchos necesitan hambre. Si alguna vez se arriesgaran a sentirlo, comprenderían el dolor de los pobres y además la urgencia de volver a Dios. Aquel muchacho de la parábola, que abandonó el hogar para derrochar su herencia en tierra extraña, sólo cuando padeció hambre pensó volver a casa de su padre.

Nos queda otra bendición de la mesa igualmente hermosa: «Gracias te damos, Señor, por el pan que nos mantiene. Otorga por más favor el darlo al que no lo tiene. Amén».

2. El amor se multiplica

«Jesús replicó a sus discípulos: No hace falta que vayan y se compren pan. Dadles vosotros de comer». San Mateo, cap. 14.

La multiplicación de los panes ocurre dos veces, según el texto de algunos evangelistas. Otros la mencionan sólo una vez. En realidad el dato no tiene importancia. El Señor multiplica todos los días el pan. Lo multiplica en las cosechas, en el trabajo de la gente, en la palabra que une a los hombres y le da sentido a la vida.

Aquel mandato de Cristo a sus discípulos: Dadles vosotros de comer, continúa siendo válido para cada cristiano. Las estadísticas nos hablan de la geografía del hambre. Se nos precisa cuantos niños mueren diariamente de inanición. En cuanto a subalimentados, son tan abrumadoras las cifras, que preferimos no creerlas. Más parecen datos de novela.

Pero a nadie se le ha ocurrido calcular la hambruna afectiva que tantos padecemos. Nadie sabe cuantos son los aislados, los incomprendidos, los desubicados, los solos. En una palabra, los marginados. Marginados del amor y de la comunicación.

La vocación del cristiano incluye entonces multiplicar el pan, pero a la vez, multiplicar el amor. Hoy ya no son unos cuantos palestinos los que carecen de pan. Se trata de la mayoría de los hombres.

Cada uno de nosotros tiene entonces un serio compromiso en la multiplicación de ese pan.

Desde el obrero que madruga para sostener a sus hijos, hasta el gerente que genera más empleo en su empresa. Se nos encomienda multiplicar el amor.

La multitud que menciona el Evangelio no tenía en su haber más que cinco panes y dos pescados. Pero supo compartirlos. Entonces el Señor hizo el milagro. El hambre de afecto, corresponde a nuestra avaricia de amor. Nos lo reservaremos, lo distribuimos selectivamente, lo falsificamos, lo negamos. No respondemos al desafío de multiplicarlo. Nos da miedo gastarlo.

No hemos descubierto que, cómo los cinco panes y los dos peces, el amor también crece al compartirse. No multiplicamos el amor por falta de tiempo, por falta de interés. Porque vivimos en un mundo más de cosas que de personas. Cuando tomemos conciencia del otro y sepamos escuchar su corazón, habremos puesto en marcha el mecanismo multiplicador del amor. A una madre de muchos hijos, alguien le pregunta: ¿Cómo logras dividir tu amor entre todos ellos? El amor - responde ella - no se divide, se multiplica.

3. Hambre

«Jesús les replicó a los discípulos: No hace falta que la multitud se vaya. Dadles vosotros de comer». San Mateo, cap. 14.

Las gotas de lluvia se deslizan por las raíces de los árboles hasta formar el manantial. Las hojas arrancadas por la brisa se juntan, para morir en compañía y producir el humus anónimo y fecundo. Los granos de arena del desierto se confían al simún y levantan, allá lejos, las dunas, sobre las cuales se apaga el sol y se alzan los espejismos.

Así también las noticias que giran por el mundo en todas direcciones, se detienen de pronto sobre la mente de algún sabio, junto a la pluma de un escritor, para transformarse en historia.

Actualmente la mayoría de esas palabras noticiosas no difunden alegría. Hablan de sangre, de violencia, de injusticia, de odio, de miseria. O si queremos titular con una sola palabra nuestra historia actual: Hambre. Hambre de pan, hambre del corazón y de la mente.

Cristo explicaba su mensaje y el diálogo se prolongó más de la cuenta. Entonces los discípulos se acercaron a decirle: Estamos en despoblado y es muy tarde. Despide a la gente para que vayan a la aldea y compren alimentos.

Jesús les replicó: No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Aunque luego el Señor multiplicaría los panes y los pescados, les plantea el problema a sus discípulos.

De parte nuestra, acostumbramos hacer amable transferencia de los deberes sociales: Al gobierno, a los ricos, a los políticos, al sistema, a la Iglesia…

En las afueras de la ciudad, un alud deja sin casa a seis familias. No podemos hacer nada, porque la semana entrante nos vamos para Europa. Un día nos roban los limpiabrisas del carro. Nos llenamos de ira, sin ahondar en las causas del problema.

Nos llaman de una entidad caritativa. Nuestro aporte será un poco de dinero. Comprometernos en algo personal nos produce dolor de cabeza. Escuchamos la palabra solidaridad: ¡Fantástico! Y de inmediato pensamos en nuestros vecinos y en los empresarios de la competencia.

En fin, somos maestros en el arte de escurrir el bulto, de ignorar nuestra realidad social, de evitar con astucia todo compromiso.

El milagro de la multiplicación de los panes y los pescados no lo realizó Cristo solo, ni tampoco querrá repetirlo sin nuestra colaboración generosa. Dios se cruza de brazos con frecuencia, porque espera que muchos de nosotros, ante la sombría realidad que nos envuelve, tomemos valientemente la incitativa.

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Decimonoveno domingo

1. Hombre de cuerpo entero

«De madrugada, Jesús se les acercó andando sobre las aguas. Los discípulos se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma». San Mateo, cap. 14.

Aquellos monjes medioevales madrugaban antes que el sol. Después de los Maitines y de una breve colación, iniciaban su trabajo en la biblioteca del convento. Allí, entre pergaminos y papiros, unos se daban a la tarea de copiar las vidas de los santos. Pero no pocas veces añadían a la historia fantásticos relatos. Como aquello de san Goar, quien colgó su manto de un rayo de sol mientras hablaba con el rey. En consecuencia estos hombres y mujeres desfigurados más que motivar su imitación, nos causan desconcierto.

En cambio, los evangelistas presentan a los apóstoles como personas reales, con sus valores y sus deficiencias. No nos cuesta identificarnos con ellos. Luego de la multiplicación de los panes y los pescados, los discípulos quieren ganar la orilla opuesta del lago. Jesús, como un anfitrión bien educado, se ha quedado despidiendo a la gente. Y luego se esconde a orar en algún lugar cercano.

Ya es de noche y los vientos sacuden con fuerza la barca donde viajan los amigos del Señor. Los pescadores del Tiberíades se veían hostigados con frecuencia por inesperados vendavales. Pero el Maestro ha visto la tormenta desde lejos. Y se acerca a los asustados viajeros, caminando sobre las olas.

Los evangelistas que cuentan el suceso coinciden en sus datos. San Juan señala que la barca se había alejado de la costa cerca de treinta estadios, que según las medidas romanas, eran como 185 metros. Añade que ya era la «cuarta vigilia», es decir el tiempo que corre desde las tres de la madrugada hasta el amanecer. Si los apóstoles se habían embarcado al atardecer, comprendemos qué difícil navegación habían tenido.

El cansancio del día, la oscuridad, la fuerza del viento, la angustia de aquellos hombres, ayudan para transformar la imagen de Jesús en un fantasma. Entonces gritan llenos de miedo. Pero el Señor responde: Soy yo, no temáis.

Todos aguzaron la mirada para descubrir entre las sombras al Maestro. Pedro de inmediato le propone: «Si eres tú, mándame ir a ti sobre las olas». Pudo ser una palabra de confianza. Tal vez un reto. O el deseo del apóstol de no parecerse a los demás. Jesús hace caso a su pedido: «Ven», le dice. Y entonces Pedro aparece de cuerpo entero: El eterno niño grande, como dice un autor.

Cree, pero enseguida teme y comienza a hundirse. Ama a Jesús, pero desea sacarle ventajas a su amor. Así somos nosotros. Nadie nos prohíbe ser distintos, pero Dios nos invita diariamente a no soltarnos de su mano.

Avanzamos en una travesía donde la oscuridad nos acecha. Porque la fe es una presencia del Señor, de pronto luminosa, muy opaca en tiempos de tempestad y de naufragio. Hasta cuando la mano amiga de Jesús se enlaza con la nuestra temblorosa. Así le ocurrió a Pedro aquella madrugada en el lago.

Para quienes buscamos a Dios, con gran sinceridad, a pesar de los pesares, esas manos unidas, teniendo como telón de fondo la tempestad y unas aguas profundas, pudiera ser nuestro mejor emblema.

2. Señor, oye mi voz

«Pedro bajó de la barca, pero al sentir la violencia del viento, le entró miedo y cómo comenzara a hundirse gritó: Señor, sálvame». San Mateo, cap. 14.

Cuando éramos niños, nuestra felicidad era ausencia de conflictos. Ya adultos, ser felices equivale a convivir con nuestros problemas. Porque nadie consigue inmunizarse contra las dificultades: Tensiones de familia, dolor, enfermedad, pobreza, pecado, desengaños, miedos, incertidumbres.

Aun en los momentos de plenitud, presentimos la tormenta. Simón Pedro, que pescaba al amanecer en el lago, percibe a Jesús que se acerca. Naturalmente se llena de alegría. Sin ánimo de comprobación, más bien con un deseo sincero de llegar al Maestro, le ruega desde la barca: Señor, si eres Tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua. Ven, le ordena Jesús. Pero a los pocos pasos, el apóstol vacila, siente miedo y empieza a hundirse.

Este Simón Pedro, grande y pequeño a la vez, cómo todos nosotros, puede afirmar con el antiguo poeta latino: «Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno». Nuestra experiencia comprueba esta verdad.

Cómo humanos, vivimos tiempos de paz y tiempos de guerra. Tiempos de intimidad con el Señor, tiempos de indiferencia y soledad. Tiempos en que ser buenos es algo natural y espontáneo. Tiempos en que serlo es luchar contra la corriente. Tiempos en que somos fraternales y compartimos generosamente.

Tiempos en que nos aislamos y buscamos refugio en nuestro egoísmo. Tiempos en los cuales los Sacramentos son un lenguaje claro y vigoroso.

Tiempos en que para nosotros pierden todo sentido. Tiempos de armonía y reconciliación con nosotros mismos. Tiempos de división y anarquía interior. Tiempos en que oramos de una manera simple y entusiasta. Tiempos en que la oración se convierte en un cruel inventario de nuestra miseria. Sin embargo, cuando Simón Pedro empieza a hundirse, llama confiadamente al Señor.

¿Será esto lo que nos ha faltado?

Un día creímos que la vida era un ascenso progresivo. Y al llegar la calamidad, quisimos soportar la borrasca con un estoicismo que pocas veces es cristiano.

No supimos exclamar entonces con el salmo 130: «Desde el abismo clamo a Ti, Señor. ¡Señor, oye mi voz!».

3. Como un fantasma

«La barca iba muy lejos de tierra, sacudida por las olas. De madrugada, se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole se asustaron y gritaron de miedo pensando que era un fantasma». San Mateo, cap.14.

Los pescadores que madrugaban al lago Genesaret descubrieron, tal vez una mañana, que éste tenía la forma de una cítara. De ahí su nombre: Kinneret, derivado de «Kinnor» que, en hebreo, significa cítara. Aunque también el Evangelio lo llama Tiberíades, o Mar de Galilea. Cristo se ha retirado, desde la víspera, a orar en un monte cercano. Los apóstoles, a la cuarta vigilia, es decir cerca de las tres de la mañana, luchan desesperadamente con un viento contrario. Entonces el Señor viene en su ayuda, caminando sobre el mar.

Pero ellos, al verlo, gritan asustados, creyéndolo un fantasma. La soledad, las extrañas figuras de las olas, el estruendo del vendaval, llenan el panorama de la gente del mar de seres misteriosos. Pero esa madrugada, era Cristo en persona quien caminaba hacia la barca.

Para seguir al Señor, no basta escuchar su palabra, recibir su perdón, presenciar sus milagros, participar de su pan multiplicado. A veces es necesario luchar en las tinieblas, lejos de su visible compañía. Cuando el amor que nutre la amistad, que alimenta el hogar, que edifica la fe, entra en crisis, todo nuestro horizonte se puebla de fantasmas.

Si alguien que se dice ser cristiano nos hiere, miramos a la Iglesia como una sombra que persigue nuestra felicidad y viola nuestros más íntimos derechos.

En la familia, se borran los contornos amables del otro. Su presencia se convierte en cansancio y el diálogo se cambia en una forma de explicar el hastío.

Frecuentemente las catástrofes y las penas nos empañan los ojos. Entonces consideramos la fe como un refugio para gente cobarde y la esperanza cristiana, como un pretexto para alentar a los tímidos.

También el sacerdote y la religiosa padecen crisis. De pronto los perfiles de su propia identidad se diluyen y su vida aparece deshumanizada e inútil. Pero detrás de cada crisis está oculto el Señor. Y desde la oscuridad podemos avanzar hacia una fe mejor cimentada, a un amor más valiente, a una entrega más decidida. La experiencia del eclipse nos hace humanos, realistas, ecuánimes y más capaces de tender la mano a los demás.

Jesús les dijo enseguida a los discípulos: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo». Y en cuanto subió con Pedro a la barca, amainó el viento. Y aquellos hombres asustados se postraron ante El diciendo: Realmente eres Hijo de Dios.

Recordemos que, como dice monseñor Sheen, la crisis tiene un sentido de revelación: Nos muestra lo que somos. Pero también lo que podremos ser.

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Vigésimo domingo

1. Un demonio muy malo

«En aquel tiempo, Jesús se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, se puso a gritarle: Ten compasión de mí. Mi hija tiene un demonio muy malo». San Mateo, cap. 15.

Tiro, una ciudad al norte de Palestina cuyo nombre significaba roca, fue fundada por los fenicios en una isla que hoy se haya unida al continente. En la Biblia aparece asociada con Sidón, la capital entonces de Fenicia.

Jesús se encuentra ahora en la llamada «Galilea superior» que para muchos biblistas ya es territorio extranjero. Tal vez buscó la casa de un amigo, con intención de esconderse de las turbas. Pero esa mujer - que unos evangelistas llaman sirofenicia, en razón de su tierra y otros cananea por su origen étnico - le sale al encuentro. Ella pudo saber de Jesús por los mercaderes judíos, sobre todo galileos que frecuentaban su país. Le habrían contado de un profeta que sanaba muchos enfermos. Y la fe de la cananea se irguió, para pedirle a ese extranjero le sanara su niña moribunda. Dice la mujer que su hija tiene un demonio muy malo. Una forma de señalar que la enfermedad es bastante grave.

Jesús continúa su camino en silencio. Ni una palabra de consuelo para aquella mujer atribulada.Pero ella insiste en sus gritos. Lo cual molesta a los discípulos: «Señor, despáchala, - le dicen - porque nos importuna». Jesús responde en forma poco alentadora: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel».

El Maestro se expresa aquí como la mayoría de los judíos, para quienes el favor de Dios era de su exclusiva propiedad. Pero la mujer insiste, arrojándose por tierra. Entonces el Maestro le reprocha: «No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros».

Quien no era judío de raza, lengua, religión y tierra debía ser tenido como un irracional. De otro lado, los perros entre los paisanos de Jesús, casi siempre vagaban sin dueño, en estado semisalvaje. Como los que lamían las llagas de Lázaro, el leproso de la parábola.

Pero aquella cananea era mujer y madre además. Entonces le devuelve retuerce al Señor el argumento. Replica con humilde confianza: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores». Este diminutivo que usa la afligida mujer, indica que sí había ciertos perros domésticos, mimados por sus amos.

Jesús se da entonces por vencido: «Mujer, grande es tu fe. Que te suceda como deseas».

A través del Evangelio adivinamos que a Dios le gusta que lo importunemos con nuestras súplicas. Y algún autor ha descrito el itinerario de la oración. Es como un combate «a ocho asaltos»: 1. El hombre pide a Dios lo que quiere, cómo lo quiere y para cuándo. 2. Dios se calla sistemáticamente. 3. El hombre se incomoda y refuerza entonces sus peticiones. 4. Dios continúa en silencio, dejando que nuestra situación toque fondo. 5. En este momento, muchos reaccionan contra Dios. Otros aguardan con paciencia, pero insistiendo en su pedido. 6. Dios empieza a perder la partida. 7. El hombre redobla sus peticiones. 8. Finalmente Dios se da por vencido y nos dice, como a la mujer sirofenicia: «Grande es tu fe. Que te suceda como deseas».

2. La oración cómo replica

«Una mujer cananea le gritaba a Jesús: Ten piedad de mí. Señor, hijo de David. Mi hija está malamente endemoniada». San Mateo, cap. 15.

Existen innumerables tratados sobre la oración. Cada autor ha reflejado en ellos su psicología y su imagen personal de Dios. Todos ellos son escritos valiosos. Nos enseñan las actitudes necesarias para presentarnos al Señor. Las posiciones corporales que ayudan a una buena oración. Hasta los verbos y adjetivos para el diálogo con el Altísimo.

Orientaciones dignas de respeto. Sin embargo, para nosotros los cristianos de a pie, la oración es algo mucho más simple. Dios es nuestro Padre y de este convencimiento, brota el lenguaje llano y espontáneo de los hijos, ante un Dios bueno y todopoderoso. Dentro de este tipo de oración se inscribe el diálogo de aquella mujer cananea con Jesús. Pudiéramos llamarlo oración de réplica.

En el Antiguo Testamento encontramos algo parecido, aunque más dramático y solemne: El libro de Job. Aquel profeta de Idumea, abrumado por el dolor, discute con Dios y le pide cuentas del mal que domina el universo. El relato de Mateo nos presenta a una mujer adolorida. Aunque es pagana y extranjera, le ruega a Jesús por su hija enferma. La respuesta de Cristo es cortante y dura. Tal vez no haya en el Evangelio otra semejante: «No está bien dar el pan de los hijos a los perros». Para el judío, los paganos eran gente despreciable. Comparables apenas con los perros sin dueño que merodeaban por las casas de los pobres. Aquí Jesús se mimetiza con su pueblo, para responder a la mujer. Pero a la vez despierta en la cananea una oración colmada de humildad y de confianza.

La cananea, desde su psicología femenina y maternal, devuelve inmediatamente el argumento. Argumento embellecido con el recuerdo de una escena común entre los pobres: «Pero los cachorros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos».

La fe y la humildad de esta extrajera la engrandecen y logran enseguida el milagro. Imaginemos los sentimientos de Jesús: Admiración, sorpresa, ternura, comprensión. Le responde de inmediato: «Mujer, grande es tu fe. Que te suceda cómo lo deseas». Nosotros, formados en escuelas tradicionales de oración, aún conservamos fórmulas solemnes, altisonantes de superlativos. Creemos que sólo es posible encontrar al Señor en espacios extraterrestres, para dialogar con El sobre temas asépticos y trascendentales.

No hemos comprendido que todas las facetas de nuestra existencia le interesan. Tal vez nunca nos hemos atrevido a una oración de réplica. Cuando así oramos, el Señor suele responder pronto, explicándonos que, aunque nosotros no entendemos, El entiende y nos ama. Una esposa joven, derrumbada por una dolorosa enfermedad, resumía así su plegaria: Señor, con mucha pena, respeto todos tus planes sobre mí, pero de ninguna manera los comparto.

3. Una mujer cananea

«Entonces la mujer cananea se postró ante El y le pidió: Señor, socórreme. Jesús contestó: No está bien echar a los perrillos el pan de los hijos. Ella repuso: pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa». San Mateo, cap.15.

Esta mujer cananea no se descorazona, aunque su petición es rechazada. La vemos luego acercarse a Jesús y repetir con confianza su pedido. El Señor le replica en forma desconcertante: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos».

Cristo habla el lenguaje usado comúnmente por los judíos. Sin embargo, el Señor dulcifica la expresión con el diminutivo, excluyendo los perros despreciables que vagan por la calle, para referirse a aquellos que participan del cariño de un hogar. Así le insinúa a la mujer el argumento que ella esgrime: «Pero también los perrillos comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Entonces Jesús responde admirado: «Oh, mujer, grande es tu fe; que se cumpla lo que deseas».

Tradicionalmente se nos ha hablado de las tres virtudes teologales. Serían tres actitudes para relacionarse con Dios. La primera es la fe. Pero en el fondo no existe sino una actitud por la cual buscamos al Señor, a veces parecida al amor, o semejante a la aceptación de su palabra. Equivalente también a la confianza. De ahí que no es posible aislar la fe de sus otras hermanas.

La Biblia, desde el Antiguo Testamento, describe esta alianza del hombre con su Creador en términos copiados del amor de los amigos, del cariño de los novios, de la perseverancia de los esposos. Por eso no es factible vivirla, sino en un contexto de amistad.

Cuando llega Jesús, añade un elemento nuevo a nuestra relación con el Creador: Una actitud de hijos.

Pero para lograrla, cada uno deberá retocar la imagen de su propio padre, guardada en la memoria. Olvidará sus yerros, mejorará su rostro, aumentará a una escala mayor sus cualidades. Añadirá también ternura maternal, como explica Isaías en el capítulo 66. Después de esto tendrá una idea, una experiencia aproximada de la bondad de Dios.

Todo comenzó aquella vez cuando el Señor decidió amarnos primero. Así entendemos la humilde terquedad de aquella mujer de Canaán, su oración repetida, su constancia y el gozo ante su hija, curada de repente. La fe no reposa en una región etérea y nebulosa. Vive y se agita en nuestra vida diaria, aporreada por los obstáculos, oscurecida de pronto por nuestros pecados, amenazada de mil modos, pero tendiendo siempre hacia El.

Sin embargo a muchos nos estorba esa vida de fe el creernos muy grandes o muy inteligentes. O se nos van los días en definir a Dios más que en amarlo. Recordemos aquellos versos de Unamuno: «Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar. La hiciste para los niños. Yo he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad».

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Vigésimo primer domingo

1. ¿Mala nota en parciales?

«En Cesarea de Filipo Jesús preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?. Ellos respondieron: Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías». San Mateo, cap. 16.

El tema de un examen final al término de la presente vida, lo hallamos en muchas religiones. Sólo que los judíos le dieron a este acontecimiento elementos propios que más tarde Jesús concretó en su enseñanza. Pero mientras llega ese día, el Maestro nos llama en muchas ocasiones a exámenes parciales sobre su persona. Sobre la aplicación de su enseñanza a nuestra conducta.

Así les sucedió a los discípulos cuando en Cesarea de Filipo, Jesús les preguntó: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?

Era lógico que quienes seguían al Señor no supieran explicar todavía quién era él. Comían de buena gana el alimento multiplicado. Se sorprendían ante sus milagros. Pero ¿quién era en verdad este profeta?. Muchos lo miraban solamente como el carpintero de Nazaret, el hijo de María, cuyos parientes vivían allí cerca.

Los apóstoles respondieron a Jesús, recogiendo los comentarios que circulaban entre la turba: «Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, que Jeremías o alguno de los antiguos profetas».

También hoy tropezamos con muchos bautizados que no saben explicar quién es Jesucristo. Aún más: A quienes su persona no les ha contagiado la vida. Quizás lo confunden con Juan el Bautista, el rudo profeta del desierto. Por lo cual su fe consta únicamente de penitencia, austeridad y renuncia. Profesan un piadoso escepticismo hacia el mundo, con temor a cada paso de contaminarse.

Otros identifican a Jesús con Elías, el profeta de fuego que marcó la historia de Israel. No extraña pues que vivan un cristianismo apologético y desafiante, cuyo Dios castigador desplaza diariamente al Padre del hijo pródigo.

Otros también entienden a Jesús como un Jeremías de los tiempos actuales. Todo el tiempo se les va en lamentarse de los males que corren y en llorar sobre los pecados ajenos. La buena noticia de Jesús nunca aflora en sus labios. Tal vez nunca han pecado contra las verdades del credo, pero en su territorio no brota la más pequeña brizna de esperanza.

De inmediato el Señor dirigió su pregunta a los Doce: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» Pedro tomó entonces la palabra en nombre del grupo: « Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Una frase que encierra dos afirmaciones: El galileo que lo llamó a la orilla del lago es para el apóstol el Mesías de Israel, anunciado por los profetas. Pero además es el Hijo de Dios. Cuando san Mateo compone su relato, cerca al año 70 de nuestra era, aún la teología no había explicado el alcance de tal afirmación. Pero ya Pedro había dado la vida por su Maestro.

Cada vez que motivamos la paz y sembramos esperanza. Cuando sepultamos la violencia e imaginamos un futuro mejor, contabilizamos puntos para el día final. Entonces, como afirma san Juan de la Cruz, seremos examinados sobre el amor. Una traducción actualizada de «Venid, benditos de mi Padre a poseer la herencia, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber» que escribió san Mateo.

2. ¿Jesús? ¿Quién es Jesús?

«Jesús preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Ellos contestaron: Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías, o uno de los profetas». San Mateo, cap. 16.

¿Cuál sería la respuesta de los hombres de hoy a esta pregunta? Muchos consideran a Jesús cómo uno de tantos profetas. Otros tienen de El una visión romántica: Un hombre que habló con sencillez de pájaros, de lirios, de tesoros ocultos, de una felicidad inalcanzable. Lo admiran, pero no lo relacionan con los problemas que agobian al mundo.

Para otros, Cristo fue un revolucionario, inspirador de muchas rebeldías contemporáneas. Su Evangelio debe interpretarse cómo un manual de subversión. Para muchos, es un místico, en la línea de los lamas del Tibet.

Su doctrina sólo es para iniciados, para aquellos que huyen de las realidades humanas. Muchos lo consideran cómo el fundador de una institución llamada Iglesia, la cual se le ha salido de las manos para convertirse en una entidad de alienación y de poder. Hay quienes le reconocen su carácter de Mesías, el que había de venir. Pero, para vivir tranquilos, le dan la espalda a su doctrina y terminan ignorándolo decentemente.

Para otros, Jesucristo es Dios. Vino a la tierra. Reunió un grupo de seguidores. Les confío su doctrina. Pero a pesar de su resurrección, el hombre no le ha respondido y sus proyectos han fracasado definitivamente. La actitud lógica de un hombre pensante sería entonces un pesimismo resignado. Desde el cual se aferrará al progreso y a la técnica.

Para otros, Jesús vale la pena, pero se relacionan con El en forma esporádica e impersonal. Otros, por el contrario, cultivan una amistad permanente con El. Están convencidos de su divinidad. Y se constituyen en distribuidores de su mensaje.

¿Así después de veinte siglos, en este mundo de las comunicaciones, muchos podrían preguntar a los cristianos, aunque parezca extraño: Jesús. ¿Quién es Jesús?

Unos renglones más abajo, en el mismo párrafo de San Mateo, encontramos la confesión decidida de Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
De pequeños, quienes nos transmitieron la fe nos dieron esta misma respuesta. Y la aceptamos. Pero una fe adulta rebasa la frase de Pedro y la convierte en vida.

Descubrir quien es Jesús lleva a cambiar totalmente las actitudes. Porque conocer al Señor es convertirse. Porque estar convencido de Jesús, cómo dice Raisha Maritain, es cambiar de visión. De ahí en adelante el mundo y los acontecimientos son distintos. Cuando Jesús escucha la respuesta de Pedro, lo felicita llamándolo dichoso.

Nuestra adhesión a Cristo nos llevará por el camino de la dicha.

3. La teoría de Hegel

«Jesús les preguntó: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? Simón Pedro tomó la palabra y dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». San Mateo, cap.16.

Aquel sabio filósofo alemán nos enseñó que la vida y la historia, se desenvuelven en tres estadios consecutivos: Tesis, antítesis y síntesis. Primero planteamos lo que parece una verdad irrefutable. Surge entonces otra verdad contradictoria. Pero luego, estas dos se reconcilian, para dar origen a una tercera verdad, más sólida y serena. Menos belicosa y estridente.

Se levanta un reino, que más tarde es vencido por una dinastía enemiga. Nace de allí un imperio, que aprende de toda la anterior experiencia a comprender mejor al hombre y a encauzarlo. En el principio fue la oscuridad del caos. Luego el Señor creó la luz. Y en un tercer estadio, hubo día y hubo noche, siguiendo su turno riguroso.

Cuando Jesús lanza a sus amigos esta pregunta directa: Quién decís vosotros que soy yo, Pedro tomando la vocería del grupo, responde con valientes palabras: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». El entusiasmo del apóstol se parece al que mostró en el huerto de Getsemaní, cuando hirió a Malco, el criado del pontífice.

Sin embargo, unas páginas más adelante leeremos la antítesis de este pasaje: En el atrio del sanedrín, una criada señala a Pedro: «Ciertamente tú también eres de ellos, pues tu mismo dialecto te descubre». Cuenta San Marcos que el apóstol comenzó a jurar y a echar imprecaciones: «Yo no conozco a ese hombre».

Esta parece una página arrancada del libro de nuestra propia vida. A pesar de ciertos entusiasmos sinceros, hemos negado nuestra condición de cristianos.

Pero la historia humana, al contacto con Cristo se ha vuelto historia de salvación. Pero el Señor, que mezcla la luz con las tinieblas para regalarnos la penumbra, nunca deja nunca deja las cosas a mitad de camino. En todas las áreas del universo teje gloriosas síntesis con elementos humanos. Nos invita a encontrarlo, cuando despejamos las incógnitas de cada episodio equivocado.

Por eso en el capítulo 21 de San Juan hallaremos la rehabilitación de Pedro, para quien la generosa imaginación de sus colegas ya habría elegido un sucesor.

Estando a la orilla del lago, Jesús le dice al apóstol: «Simón, hijo de Juan ¿Me amas más que éstos?» El dilema planteado es torturante. Si responde que sí, sus compañeros le tacharán de mentiroso. Si responde que no, le llamará embustero su propio corazón. Entonces el pescador rudo y veraz, sincero y simple, encuentra la frase precisa para desenredar la situación: «Señor, Tú sabes todo. Tú sabes que te amo».

Cristo lo confirma enseguida como jefe del grupo: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». Se realiza la síntesis de Dios.

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Vigésimo segundo domingo

1. Aquel seductor

«Dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». San Mateo, cap.16.

Tenían razón los fariseos y los escribas que, luego de la muerte de Jesús, dijeron a Pilato: «Aquel seductor» dijo que resucitaría de entre los muertos. Manda custodiar su sepulcro, no sea que sus amigos roben el cadáver y engañen a la gente.

Sí. El Maestro se ha portado siempre como un ejercitado seductor. No había motivos claros para que los apóstoles abandonaran sus redes y sus barcas. No se entiende por qué las multitudes le seguían, a pesar del hambre y del cansancio. Pero les seducía su autoridad, que superaba la de los escribas. Que hacía decir a los discípulos: Este viene de Dios y no hay engaño en su boca.

A través de la historia vemos que muchos se han dejado seducir por el Evangelio hasta realizar empresas heroicas. De tal manera que todo cristiano convencido pudiera afirmar con Jeremías: «Me sedujiste Señor y me dejé seducir, eras más fuerte que yo y me venciste».

Sin embargo el proyecto que Cristo nos presenta no es de entrada demasiado halagüeño. Todo él tiene la cruz en su mitad. Luego de la confesión de Pedro en Cesarea, Jesús declara abiertamente que subirá a Jerusalén para morir crucificado. Pedro sintió que naufragaba su esperanza, y tomando aparte a Jesús, empezó a convencerlo de esquivar esa muerte. Lo cual le valió un fuerte reproche. «Apártate de mí, Satanás». Y enseguida el Maestro señala que, para seguirlo, es necesario cargar su cruz cada día.

Muchos de nosotros queremos seguir al Señor, pero la cruz nos desconcierta. Y, de otra parte, no han faltado poetas y escritores que, canonizando el dolor, oscurecen los demás elementos del Evangelio.

¿De modo que creer equivale solamente a sufrir? ¿Y el cristianismo nos obliga a vivir crucificados?

No conviene situarnos en extremos que falsean la palabra del Maestro. Cuando en Pentecostés san Pedro se dirige al pueblo presenta a Jesús ante todo como el Crucificado. Pero enseguida lo señala como el vencedor de la muerte. Entonces comprendemos cómo se descifra el misterio del dolor en un discípulo de Cristo. La pasión del Señor no significa otra cosa que amor. Si ponderamos sus tormentos físicos y morales, es porque apreciamos el amor de un inocente que se entrega por nosotros. Y además todo el dolor de Cristo es únicamente un camino hacia la plena felicidad.

Desde estos ángulos se comprende entonces el dolor de cada uno de nosotros. Todo él es glorioso cuando traduce y proyecta amor. Todo él es gozoso, como vehículo seguro hacia la vida perdurable.

Este era un muchacho, imberbe todavía, a quien una granada le destrozó el cráneo. Este era un soldado que, empuñado un pesado fusil, sucumbió en la trinchera. Esta, una niña asesinada por una bala perdida. Este, un desplazado que se murió de hambre en las afueras de la ciudad.

Si creemos en Jesús, hemos de cambiar el tiempo de los verbos: No eran. Son hermanos que, por su cruz, resucitaron en nosotros un amor desvelado por la justicia. Que por su muerte y la fuerza cósmica de Cristo, conquistaron una existencia que nunca se marchita.

2. Perder y ganar

«Entonces Jesús dijo a los discípulos: ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si malogra su vida?». San Mateo, cap. 16.

En tiempo de los griegos tuvieron lugar las primeras olimpíadas, cuya continuidad se prolonga hasta nosotros. Hoy miramos que toda la historia es una olimpíada continuada, que nos divide a diario en ganadores y perdedores. Pero, ¿quiénes serán de verdad los primeros y quiénes los segundos? Se cree ganador quien posee dinero, goza de fama, o es poderoso. Mientras el perdedor carece de todo esto.

De acuerdo con tal criterio, los perdedores somos la inmensa mayoría silenciosa. Más por fortuna, el Señor nos mide de otra forma. Traigamos la cita textual del Evangelio: «Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos».

«Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos». «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura». «Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos». «Bienaventurados los pobres. Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra». «Os aseguro que esta viuda pobre ha echado más que todos en el arca del tesoro». «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha».

¿Qué se entiende entonces por ganar el mundo y por perder la vida?

En el lenguaje corriente ganar el mundo equivale a poseer, dominar, sobresalir. Pierden la vida los que nunca pueden conjugar estos verbos. Sin embargo, para Jesús, ni los primeros son los triunfadores, ni los derrotados los segundos. Bastaría escudriñar con realismo detrás del ruido, del oropel y la apariencia de tantas vidas. Descubriríamos las llagas de la soledad, del hastío, del miedo, de la insatisfacción, de la desesperanza.

Entre tanto, nos sorprende que la alegría camine por la acera de los perdedores. Aunque sus éxitos no tienen publicidad, se realizan en el amor, en la compañía, en la solidaridad. Nunca pierden la capacidad de gozar de las cosas sencillas.

Cómo se sienten débiles, necesitan del otro, saben compartir y con ello mantienen abierto un camino hacia el Señor. Gozan del poder de maravillarse. Agradecen los dones que les llegan de sorpresa. No manipulan, no dominan. Orientan y a la vez, admiten ser orientados y apoyados.

En su mente y en su corazón se lleva a cabo una traducción simultánea, que le da nuevos significados a estas palabras que maltratamos a diario: Perder y ganar.

3. Ganar o perder

«Dijo Jesús: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». San Mateo, cap.16.

Hay maneras y maneras de ganar. Surgen a diario distintas formas de acumular dinero, de acaparar tierras, de dominar al otro, de sobornar conciencias, de hacerse a una cuota de poder. Cada uno con fama, con dinero, con prestancia, con subterfugios, con palabrería, se fabrica un pedestal.

Pero al final de todo esto, más de una vez, hemos perdido el alma: Ya no tenemos paz, ni alegría, ni capacidad de admiración. Ya no sabemos gozar con las cosas pequeñas y ordinarias. Se nos volvió duro el corazón.

De repente, la amistad degeneró en compraventa. Nos rodea la soledad. Los que antes se nos acercaban confiadamente, ahora nos miran desde lejos. Observan nuestras casas de ventanas cerradas y puertas de seguridad. Ya no tenemos tiempo para compartir, ni siquiera en familia.

Somos extranjeros en nuestro propio territorio. Giramos velozmente, cautivos en un extraño carrusel. Sólo escuchamos voces imperiosas que, aún durante el sueño, nos interrogan: ¿Cuánto? ¿A qué termino?. ¿Con qué tasa de interés?

Creímos haberlo ganado casi todo, cuando casi todo lo hemos perdido. Porque supusimos ingenuamente que existían negocios en los cuales se ganaba o se perdía. Cuando en realidad en toda transacción se gana y se pierde a la vez.

Si vendo la casa paterna a cambio de una suma convencional, entrego mis recuerdos, la historia de mi infancia, una porción de sueños e inocencia. Cancelo la posibilidad de volver a sentirme niño.

Cuando pierdo un examen, gano la experiencia de mis limitaciones, la conciencia de mi falta de esfuerzo y la oportunidad de superarme.

En esencia eso es vivir: El secreto consiste en saber elegir entre lo que gano y lo que pierdo. Sólo el balance final me dirá si gané o perdí la vida. En este momento ya no habrá manera de rehacer lo hecho, de volverme atrás, de anular el compromiso.

Ganar consiste en sacrificar los valores presentes ante unos valores superiores.

En un leprosorio de Oceanía, una religiosa curaba las llagas de un enfermo. La visitante que la contemplaba, exclamó impresionada: —¡Yo no haría esto por un millón de dólares!

—Yo tampoco, contestó serenamente la Hermana.

Porque hay maneras y maneras de ganar…

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Vigésimo tercer domingo

1. Terapia del corazón

«Dijo Jesús: Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano». San Mateo, cap. 18.

Un afamado periodista resolvió abandonar la profesión y retirarse a su casa campestre. Allí se pasaba los días podando el huerto. - ¿No extrañas el cambio de trabajo?, le preguntó un amigo.

De ningún modo, respondió el nuevo jardinero. Sigo haciendo lo mismo. Ayer entre las ideas y los párrafos. Hoy entre los rosales.

El Maestro invita a sus seguidores a realizar, en otra dimensión, una tarea semejante. Se trata de la corrección fraterna. Un servicio que hace crecer y florecer las comunidades cristianas.

Esta práctica enseñada por Jesús viene desde el Levítico: Leemos en el capítulo 19: «Corrige a tu hermano para que no cargues con pecados por su causa». Lo cual explicaba así el rabino Mehil: «Si tienes compañeros que te alaban y otros que te reprenden, odia al que te alaba. Todo el que te reprende te conduce a la vida». Pero el Señor, en su programa, añade un detalle de respeto hacia aquel que ha fallado: «Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano».

Vendrán luego otros pasos que Jesús presenta, de acuerdo a las costumbres de su tiempo: «Si no te hace caso, llama a otro u otros dos, para que el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos». El Deuteronomio exigía que todo testimonio necesitaba el apoyo de varios para ser aceptado en un juicio. Vendría luego una tercera instancia: «Díselo a la comunidad». Pero si no hace caso, habría que tener a este prójimo por gentil y publicano. Es decir, ya con él sería imposible convivir, cuando las cosas son de fondo.

Quizás como cristianos desconocemos la corrección fraterna. No hemos ejercitamos esa terapia del corazón, por cobardía, o también por egoísmo. Es menos oneroso avisar todas las fallas de prójimo a una autoridad superior, mientras nosotros nos lavamos las manos. Lo cual proviene de aquel sentido verticalista de la Iglesia preconciliar. Pero el Vaticano II nos enseñó que somos pueblo de Dios que peregrina. Y en este diario caminar es necesario que unos a otros nos ayudemos a encontrar la ruta.

Sin embargo, toda corrección al hermano ha de nacer del amor. No únicamente del respeto a la ley, del malestar que ha ocasionado la falta. Ni tampoco de cierto gusto estético por el orden establecido.

Solamente cuando nos desvestimos de estos esquemas, nuestra palabra y nuestra actitud pueden sanar el corazón del prójimo. «A nadie debáis más que amor, porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley», escribía san Pablo a los romanos.

«Amor es»… y el dibujante nos daba innumerables definiciones. En nuestro caso, amor es acercarnos a quien ha fallado, para decirle la palabra oportuna, en el momento oportuno, con el tono de voz oportuno. Sólo así nuestra corrección podrá ser medicina y nunca parecerá represalia. Jacques Maritain escribió: «Es rara la persona que puede pesar los defectos ajenos sin poner el dedo en la balanza».

En la corrección fraterna el buen amigo me guardará la espalda, pero sabrá sanarme el corazón.

2. Si nuestro hermano peca

«Si tu hermano peca, repréndelo a solas: Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro, para que el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos»… San Mateo, cap. 18.

Entre los cristianos, hablar de amor, de caridad, de comprensión, es el pan nuestro de cada día. Estos son además los temas de todas nuestras canciones religiosas.

Afirmamos también que vivir abiertos al hermano es la quintaesencia de nuestra religión. Pero si nos descuidamos, toda esta hermosa doctrina se queda solamente en ilusión. Mucha teoría, muchos deseos de amar a todo el mundo, pero en la práctica, ¿se dan hechos concretos?

Convenzámonos: Es muy fácil amar en abstracto y no conduce a nada. Pero al resolvernos a amar a gente concreta, surgen de inmediato los problemas: No nos entienden, nos desconcierta su comportamiento, rechazan nuestras sinceras intenciones. Una perfecta armonía social es imposible. Y con una condición: Para quienes nos aman también nosotros somos un obstáculo. También nuestra conducta los confunde.

En conclusión: Amar: Una empresa difícil. Y el amor de Cristo pretende unir personas muy distintas. Es un trabajo cómo el de quien intenta reconstruir un ánfora rota, cuyos fragmentos no coinciden.

Por eso el Evangelio nos aporta un método sobre el amor fraternal que empieza así: «Si tu hermano peca…».

Partimos de un presupuesto muy real: El fallo del hermano. Porque todos seguimos siendo pecadores. En la mejor comunidad cristiana se encuentran ovejas negras. ¿Lo seremos nosotros?

Pero el Señor también indica la forma de tratar a quienes fallamos. En primer lugar, el encuentro personal con el hermano: La entrevista, el diálogo en privado: «Repréndelo a solas».
Esto no es siempre fácil. A todos nos cuesta abordar directamente al otro. Preferimos escribir una circular, regañar en público a justos y pecadores, amenazar, valernos de indirectas que hieren, pero no corrigen. O encerrarnos en un silencio que parece prudencia, pero en el fondo es cobardía.
En la Iglesia, en la familia, en la sociedad, hemos avanzado considerablemente en el respeto a la persona, en el deseo de comprender las ajenas circunstancias, en la búsqueda comunitaria de la verdad.

Pero aún queda mucho camino por delante. A quienes fallamos y a quienes tenemos el oficio de corregir, nos falta aprender a poner la cara y encontrarnos de tú a tú con el otro. Nos falta aprender a decirnos la verdad con cariño y abiertos a la esperanza. Nos falta practicar este nivel de la corrección fraterna. Por algo el Señor nos presenta el amor cómo el primer mandamiento.

3. Amigos y hermanos

«Dijo Jesús: Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». San Mateo, cap.18.

Mientras avanzan maravillosamente las técnicas de comunicación masiva, cada uno de nosotros, aunque parezca extraño, padece una angustiosa soledad. En medio de nuestras ciudades, abrumadas de mensajes visuales y auditivos, somos desesperadamente solitarios.

Nacimos de una comunidad de amor: Dios es comunidad. También lo es la familia que nos trajo a la vida. Y en nada podemos prosperar, sin la ayuda de la comunidad. El estudio, el arte, los negocios, los viajes, el deporte, la religión, el descanso, tienen un sentido grupal y suponen compañía. Solos, permanecemos incompletos. El hombre es un ser en relación.

El Evangelio es un llamado a vivir comunitariamente. Ya no por un instinto tribal, ni menos aún por egoísta conveniencia. Es una invitación a ser personas, dentro de un grupo concreto, reunidos por los vínculos de un amor purificado. Seguros de la presencia de Jesús.

Cuando José vacila ante el nacimiento de Jesús, Mateo nos recuerda una frase de Isaías: «Este niño será llamado Emmanuel, que significa Dios con nosotros». Más tarde Jesús explica que, donde dos o tres estemos reunidos en su nombre, El nos hará compañía. Y antes de enviar a sus apóstoles a predicar por todo el mundo, repite su promesa: «Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos».

Raras veces nos reunimos en nombre del Señor. Por eso sentimos su compañía.

Nos encontramos como socios, compañeros, colegas, vecinos o cómplices, pero pocas veces como amigos y hermanos.

Los sociólogos nos hablan de relaciones primarias y secundarias. Aquellas se basan en lo que somos. Estas, en lo que hacemos o tenemos. El hogar, el grupo de amigos, el colegio, la empresa, no alcanzan a ser comunidad, cuando apenas nos unen relaciones secundarias. Nos interesa lo que el otro hace, lo que pudiera darnos. Nuestra convivencia, semejante a la de un hotel, no ayuda al crecimiento, a la alegría, a la plenitud.

Vivimos como las piedras de un muro, yuxtapuestas pero incomunicadas. No nos conocemos a fondo, ni nos queremos. Bajo la luna del desierto, un viejo pastor árabe pregunta a sus hijos: —¿Cómo es posible adivinar en la noche, que ya se acerca la mañana?

—Si advierto que entre las sombras se mueve un perro y no un chacal, dice uno.

—Cuando descubro que cerca a las palmeras corre una oveja pequeña y no un cabrito, responde el otro.

—Estáis errados, replica el anciano. Si al que viene hacia mí por el sendero lo distingo como un amigo y un hermano, es porque empieza a amanecer.

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Vigésimo cuarto domingo

1. Sólo para virtuosos

«Acercándose Pedro a Jesús, le preguntó: Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo qué perdonar? ¿Hasta siete veces?». San Mateo, cap. 18.

Ciertos profesores de música acostumbran entregar a sus alumnos algunas partituras, con esta nota marginal: «Sólo para virtuosos». La belleza y complejidad de tales composiciones exigen calificados intérpretes.

También el Evangelio presenta algunas páginas que merecen una apostilla semejante. Para llevarlas a la práctica no basta ser un bautizado corriente. Es necesario pertenecer a una élite cristiana. Así sucede con el perdón fraterno, en el cual muchos de nosotros apenas somos principiantes.

Un día Pedro abordó a Jesús con esta pregunta: «Si mi hermano me ofende, ¿hasta cuántas veces le tengo qué perdonar?. ¿Hasta siete veces?». El apóstol se sentía demasiado generoso, pues el rabino Bar Juda enseñaba en la sinagoga, que Dios sólo acostumbra perdonar tres veces. Si alguien lo ofende por una cuarta vez, no encontrará clemencia.

Jesús sienta un principio original de su proyecto: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Es decir, siempre. Entonces nos sentimos lanzados a una dimensión desconocida que nos produce miedo. ¿No habrá un atajo para seguir a Cristo sin tener qué perdonar? Apenas ha respondido a Pedro, el Maestro añade una parábola de fuerte contenido: Un hombre debía al rey diez mil talentos.

Como no tenía con qué pagar, pidió indulgencia, para que no lo vendieran a él, con su esposa, sus hijos y sus bienes. Y el soberano le perdonó toda la deuda.
Pero este hombre, al salir del palacio, encontró a un compañero que le debía cien denarios y agarrándole por el cuello, le ahogaba, diciéndole: «Págame lo que me debes».

La diferencia entre esas dos cantidades de dinero era exorbitante: Si un denario equivalía al jornal de un obrero, diez mil talentos representaban sesenta millones de salarios.

Nos preguntamos si esta parábola tendría fundamento en la vida real de los judíos. Para endeudarse tanto con el rey debió tratarse de un alto funcionario. ¿Y si era alguien calificado, cómo trató de manera tan ruin a un compañero?

El Señor exagera las cifras para que comprendamos la calidad del perdón de Dios, de quien san Mateo apunta que se «conmovió en sus entrañas». Para que captemos lo miserables que somos los humanos, ante las ofensas de nuestros prójimos.

Jesús termina la parábola con una advertencia preocupante: Y el rey entregó a aquel hombre perverso a la justicia: «¡Siervo malo! ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero como yo tuve compasión de ti?»…

Diríamos que esta parábola es una homilía que hizo el Maestro a aquella quinta petición del Padre Nuestro. Lo cual coincide con la enseñanza del Eclesiástico: «Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonará las culpas cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir perdón de sus pecados?»

Si embargo el perdón cristiano, en muchos ambientes, no es de buen recibo. Se le confunde con la tontería o la falta de personalidad. O el que perdona lo hace de manera selectiva, sin la amplitud que señala el Evangelio.
Jesús nos invita a aprovechar en esta asignatura. ¿O deseamos quedarnos de por vida en primaria?

2. Como nosotros perdonamos

«Acercándose Pedro a Jesús le preguntó; ¿Si mi hermano me ofende, cuántas veces lo tengo que perdonar ? ¿Hasta siete veces?». San Mateo, cap. 18.

Rezar el Padrenuestro es todo un riesgo. O lo repetimos miles de veces sin convicción ni entusiasmo, sin comunicarnos con Dios. O lo rezamos con decisión y compromiso y se nos complica la vida.

Porque sus frases son obligantes, especialmente aquella: «Perdona nuestras ofensas, cómo también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Fijémonos en la exigencia que le hacemos al Señor: Que nos perdone en la medida en que nosotros perdonamos.

Afortunadamente El, cómo Padre que es, no toma al pie de la letra nuestra súplica. Si lo hiciera, su perdón sería limitado y ocasional cómo el nuestro.
Es inquietante además que en esta plegaria nos refiramos a quienes nos ofenden, en presente. Es más fácil perdonar a quienes ayer nos ofendieron. Al fin y al cabo el tiempo es óptimo enfermero que cicatriza todas las heridas.

Pero cuando la ofensa es de hoy, cuando el otro madruga todos los días a hostigarnos, es difícil, casi heroico perdonar. Comprobamos que vivir el Evangelio no es tarea común y corriente.¿Quién no se siente destruido por la ofensa, por la palabra dura, por la circunstancia cruel que otros provocan? ¿Por esos olvidos voluntarios, por esas actitudes hostiles que enfrentamos a diario ?

La invitación de Cristo a perdonar nos desconcierta. Pedro, que quizás ya había oído el Padrenuestro, le pregunta a Jesús si es suficiente perdonar siete veces. Cristo responde: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. O sea: siempre.

El perdón cristiano no es solamente una obligación evangélica. Es además una medicina y una liberación. El que perdona higieniza su interior. Apacigua el corazón, lo cual es virtud y es salud corporal. Acumula experiencia y, poco a poco, se vuelve invulnerable. Se hace humilde, cuidadoso, delicado, capaz de buenas relaciones y descubre de inmediato las cualidades de los demás.

Se hace superior a las circunstancias. Se confía al Señor, el único que es capaz de distinguir el bien del mal, la verdad del error. Comunica misericordia y contagia optimismo. Remite al Señor ese incómodo oficio de juzgar.

Se contempla a sí mismo en su justa dimensión, capaz también de equivocarse y de herir al hermano.
Se hace acreedor a los favores de Dios, según aquella frase de San Mateo: «Vuestro Padre Celestial hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos y pecadores».

3. Cerremos el museo

«Pedro le preguntó a Jesús: ¿Si mi hermano me ofende cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». San Mateo, cap.18.

El capítulo 4 del Génesis recoge un canto bárbaro en honor de Lamek, un héroe del desierto: «Caín será vengado siete veces, pero Lamek lo será setenta y siete». Más tarde, los rabinos judíos enseñaban que el justo podía perdonar solamente tres veces. De ahí que Pedro se crea excesivamente misericordioso, cuando propone perdonar siete veces. Pero el Señor le enseña que sus discípulos han de hacerlo setenta veces siete: Una locución bíblica que significa indefinidamente.

Reconozcamos que no es fácil alcanzar este ideal. Nos hemos acostumbrado a coleccionar las ofensas recibidas para guardarlas en un museo interior. Y en ocasiones especiales, las mostramos ante los mejores amigos, con cierta agridulce complacencia.

Cada ofensa se guarda allí con su fecha precisa y su historia particular, contada a nuestro modo, de tal suerte que siempre salgamos bien librados. Nos estimula sentirnos compadecidos y a veces admirados como mártires.

Al final de aquella galería hay una última sala: La de los perdones. Nuestros visitantes quedarán asombrados al conocer, al descubrir que, a pesar de la maldad del prójimo, nosotros nos hemos dignado perdonarle. Al menos de labios para afuera.

Pero esta conducta es poco humilde y por lo tanto no muy cristiana. El perdón enseñado por Jesús exige reconocer que somos ignorantes y capaces de ofender. Por tanto, acreedores de los golpes ajenos.

El nos invita a perdonar simplemente. Reconociendo que tales ofensa fueron reales y por lo tanto dolorosas. Sin fingir, por la condición del otro no nos hieren. Nos sugiere perdonar admitiendo las cualidades del hermano, no obstante sus errores.

Nos dice que perdonar es un camino para ser libres. Una manera eficaz de avanzar y de reconciliarnos con la vida. Nos dice además, que existe una medida según la cual El perdonará nuestras culpas: La misma con la cual nosotros perdonemos.

Toda ofensa lastima, se marcan en la memoria con tinta indeleble, resuena en nuestra área sentimental, inhibe el cariño, paraliza las manos, congela en la boca las palabras, arroja semillas de resentimiento. Pero es necesario ir adelante, para ser felices.

Arranquemos, con la ayuda de Dios, la cizaña, declaremos el perdón, démonos la mano, reavivemos el cariño. En resumen: Cerremos el museo.

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Vigésimo quinto domingo

1. Amor sin contabilidades

«Dijo Jesús: El Reino de los cielos se parece a un propietario que, al amanecer, salió a contratar jornaleros para su viña». San Mateo, cap. 20.

«Los operarios de la viña». Así tituló Giovanni Papini uno de sus libros, donde presenta una serie de personajes que han construido el mundo, cada uno desde ángulos diversos. Una versión actualizada de la parábola de los jornaleros. Y el escritor concluye que el llamado de Dios a trabajar en su era, es el mejor denario que podamos codiciar.

En esta parábola de los trabajadores y la viña parecería que Jesús justifica las injusticias que los desempleados padecían entonces. Pero es otra la intención del Maestro. Resaltar la riqueza y la bondad de Dios para sus hijos.

El amo de un viñedo salió muy de mañana a contratar obreros, y se ajustó ellos por un denario. En el siglo III a. C. un talento equivalió a 4,55 gramos de plata y en tiempos de Jesús, era el jornal diario que proveía escasamente a una familia campesina de pan y de legumbres.

Pero aquel hombre era dueño de una extensa labranza. Por esto a mitad de mañana y al mediodía, regresó hasta la plaza en busca de otros operarios. Había menester de muchos brazos para limpiar el campo y sembrar las cepas. Para abonar el predio y podar las ramas secundarias. O si era el tiempo de cosecha, urgía mano de obra para recoger la uva.

A media tarde y aún después, volvió el amo del viñedo a contratar otros obreros. Y cuando cayó el sol, aquellos hombres cansados y sudorosos aguardaban su paga. El capataz llamó entonces a quienes trabajaron solamente una hora y a cada uno le entregó el denario.

Los contratados por la mañana imaginaron que su jornal sería más abundante. Pero, por sorpresa, no fue así. De allí el reclamo de uno de ellos y la respuesta del patrón. «Amigo: no te hago injusticia. ¿No nos ajustamos por un denario? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy generoso?»

Por la costumbre de entender a Dios desde nuestros esquemas, lo imaginamos como un buen economista, preocupado por la tasa de cambio, los índices de inflación y la reserva fiscal. Pero Jesús nos lo presenta, ante todo, ante todo como un Padre bueno y espléndido, cuya conducta se rige por medidas de amor gratuito, lejos de toda mezquindad.

Esta parábola debió rechinar en los oídos de muchos que se creían los santos oficiales de aquel tiempo. De quienes reprochaban a Jesús porque acogía a los pecadores y comía con ellos.

Pero a nosotros nos alienta: La salvación no brota del número de actos piadosos, o de buenas obras. Se alcanza cuando dejamos de sentirnos asalariados, para comprender que somos hijos y empezar a vivir en consecuencia. Parábola del hijo pródigo, trigesimanovena lectura.
Anthony de Mello nos dejó este relato: A una prestante dama todas las religiones le parecían demasiado condescendientes con sus adeptos. Entonces decidió fundar una propia: Severa en las costumbres, estricta en sus preceptos, rica en ejercicios piadosos, cuyos únicos fieles eran ella y su criada. Cuando un periodista le preguntó sobre su certeza de ir al cielo, la dama replicó: Bueno, yo respondo por mí, pero de la pobre María no estoy segura.

2. Quienes llegaron por la tarde

«El dueño de la viña dijo al capataz: Llama a los jornaleros y págales el jornal. Cuando llegaron los que habían trabajado desde el amanecer, recibieron un denario, cómo los últimos». San Mateo, cap. 20.

Qué tal, si al llegar al cielo, encontramos caras ajenas a nuestro pequeño mundo religioso?¿Que sentiríamos si allí estuvieran Freud, Marx, Gide, Ingrid Bergman o Richard Burton, gozando de la visión de Dios, en compañía de nuestros santos predilectos? Podríamos desilusionarnos.

Recurriríamos a nuestro código penal de bolsillo, a nuestra manera personal de comprender el Evangelio, para pedirle cuentas a Dios de su largueza.
La parábola de San Mateo rompe los moldes tradicionales y nos presenta los planes desconcertantes del Señor:
Un propietario salió muy temprano a contratar jornaleros para su viña.

Convino con ellos en un denario y los envió a trabajar. Salió otra vez, a las nueve y a las doce, e hizo lo mismo. Finalmente salió también a las tres de la tarde y encontró a otros parados. A estos también los contrató para su viña. Cuando el capataz fue a pagar a los obreros, llamó primero a los de la última hora, dándoles el jornal completo. Los que habían trabajado desde temprano esperaban recibir mejor paga. Pero todos recibieron el denario convenido.

Ante la reclamación de quienes madrugaron a la viña, el propietario respondió: ¿Acaso no soy libre para hacer lo que quiera en mis asuntos?

La parábola nos presenta un problema de méritos y de retribución. Pero quiere además explicarnos muchas cosas: En primer lugar, la libertad de Dios. Esa libertad que le da a nuestros pequeños esfuerzos un peso de vida eterna.

Los hombres evaluamos nuestras buenas obras con medidas prefabricadas. Las medidas de Dios son muy distintas: «Mis caminos no son vuestros caminos, ni mis pensamientos son vuestros pensamientos», nos dice el profeta Isaías. En segundo lugar, el Evangelio nos muestra que la Salvación, el progreso en la vida cristiana, no son el resultado de una compraventa. La ética y la moral orientan nuestra conducta. Pero, en último caso, el único que entiende el corazón del hombre es el Señor.

Finalmente aprendemos que la vida cristiana no es un trabajo de jornaleros asalariados.Es ante todo una amistad, en la cual no cuentan tanto los dones, cómo cuenta el dador. Nos sitúa en el plano de la gratuidad.

Muchos de nosotros trabajamos angustiosamente por conseguir el cielo. ¿No será más cristiano esforzarnos por amar y confiarnos al Amor? Nuestras obras poco merecen… Todo es don gratuito de Dios que nos ama.

También hoy sigue el Señor llamando sin horario. Que quienes llegan de mañana se alegren con los que llegaron por la tarde.

3. Aunque ya por la tarde

«Un propietario salió al amanecer, a contratar jornaleros para su viña. Salió otra vez a media mañana, al mediodía y a la tarde. Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: Llama a los jornaleros y págales, empezando por los últimos». San Mateo, cap.20.

Al terminar el concilio Vaticano II, Paulo VI se dirige al mundo en su estilo pulcro y sereno: «La Iglesia se preocupa del hombre tal cual hoy se presenta: Del hombre vivo, del hombre cubierto de innumerables apariencias, del hombre trágico en sus propios dramas, del hombre frágil, falso, egoísta, versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, del hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su dolor»…Quizás nosotros que nos decimos Iglesia no hemos tenido una constructiva preocupación por este hombre concreto.

Casi siempre pensamos en un hombre idealizado a nuestro modo, filtrado a través de nuestra lente, disecado en nuestro laboratorio particular. Con un irrefrenable instinto maniqueo, hemos dividido a la humanidad: Elevamos al cielo a nuestros amigos y dejamos de lado, con insolente descuido, a los demás.

La parábola de los jornaleros se alza contra toda segregación. Al terminar el día, el dueño de la viña hace pagar a todos con la misma moneda. Cuando se trata de valorar al hombre, los criterios de Dios son diferentes a los nuestros. Se usa contabilizar nuestro tiempo de afiliación a la Iglesia visible, repetir el sonoro nombre de la cofradía que nos congrega, sus obras visibles.

Todo ello lo declamamos con un peculiar tono de voz y ese aire de ortodoxia que difunde todo nuestro ser.

En cambio, para Dios cuenta la sinceridad, el reconocimiento de nuestras fallas, el cumplimiento de nuestra anónima tarea, el trabajo por El, sin pensar a cada paso en el salario, el compartir con entusiasmo con quienes llegan a la viña un poco más tarde que nosotros.

Presenta la Iglesia una cara visible cuyas estructuras detectamos fácilmente, cuyos signos alcanzan a nuestros sentidos, cuya presencia advertimos a primera vista. Pero además cuenta con un área invisible: Allí el Señor realiza prodigios cada día sin pedirnos permiso, allí peregrinan numerosos hijos de Dios, hermanos nuestros, cristianos sin matrícula conocida, para quienes también madruga la preocupación de la Providencia.

De ellos nos habla el papa Paulo VI. Esconden junto a su dureza una innegable ternura, cerca a su tragedia una infinita inocencia, bajo sus deslucidas apariencias, el misterio de una desconcertante bondad. Todos ellos llegaron también a la viña. Aunque ya por la tarde…

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Vigésimo sexto domingo

1. Un profeta de malas compañías

«Dijo Jesús: Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera para entrar en el Reino de los cielos». San Mateo, cap. 21.

«Un hombre comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores». Así evaluaban al Señor muchos de sus contemporáneos. Y, en cierto modo, Jesús con su conducta daba la razón: «Os aseguro - les dice a los sacerdotes y ancianos - que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el reino de los cielos».

No dice el Maestro: «Os llevarán la delantera», concediendo a éstos una futura ventaja. Era un hecho comprobable en el auditorio de Jesús, donde ellas y ellos acogían con sinceridad su palabra.

Los romanos, al invadir a Palestina hacia el año 63 a. C., exigían del pueblo diversos tributos. Entre ellos, el llamado «públicum», que motivó a llamar publicanos a quienes lo cobraban. Oficio que los marcaba como traidores, situándolos además en la misma categoría de las prostitutas.
La historia señala que la prostitución se practicaba en todos los pueblos vecinos a Israel. Algunas mujeres la ejercían como un oficio particular, aunque existía también la prostitución ritual, asociada al culto de ciertas divinidades. Prácticas siempre rechazadas por la religión judía.

De ahí el desconcierto de muchos, cuando el Maestro coloca en primer lugar a los publicanos y a las prostitutas, como primeros ciudadanos del Reino. ¿La razón? Ellos, de buena gana, escuchaban al Maestro y cambiaban de vida.

El Señor agrega entonces una corta parábola: Un hombre tenía dos hijos. Un día dijo al primero: Ve a trabajar en la viña. El muchacho respondió: No quiero. Pero después recapacitó y fue. El padre le ordenó lo mismo al segundo.

Este aceptó ir enseguida, pero no fue. Jesús preguntó a su auditorio: ¿Cuál de los dos cumplió la voluntad de su padre?. - El primero, respondieron todos.

Muchos de los presentes comprendieron que el pueblo elegido por Dios ya no realizaba sus planes. En cambio, aquellos que parecían estar lejos empezaban a ser los predilectos del Señor.

Cuenta una leyenda que un hombre llegó al cielo y se fue adentrando, sin temor, por los patios de la Gloria. Hasta que descubrió una oficina, que era, nada menos, el despacho de Dios. Allí, sobre un gran escritorio, estaban los anteojos con que el Señor mira a la tierra. Con ellos es posible observar las intenciones más hondas de los hombres.

Mirando a través de aquellos lentes, distinguió a su socio anterior socio en la empresa que, en ese momento, trataba de estafar a un cliente. Y más allá a un abogado quien, de muy buenos modos, estaba a punto de dejar sin hacienda a una viuda.

Nuestro amigo, lleno de ira, lanzó de inmediato un pisapapeles de metal contra su socio y un cenicero que descalabró al jurista. Pero en ese momento llegó Dios. Y el pobre bienaventurado trató de explicar, balbuceando, por qué se había tomado tal confianza. El Señor solamente le preguntó: ¿Qué has visto? Y nuestro amigo explicó que estaba aterrado por la maldad de la gente. Pero Dios, sonriendo con cierta picardía, le explicó: Hijo, hay que tener cuidado al ponerte mis anteojos, si no tienes también mi corazón. «Sólo puede juzgar con equidad el que tiene poder para salvar».

2. Aquel selecto auditorio

«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Ve hoy a trabajar en tu viña. El le contestó: No quiero. Pero después se arrepintió y fue». San Mateo, cap. 2l .

Esta parábola tiene una contraparte: El padre de familia se acercó al segundo hijo y le dijo lo mismo. Este respondió: Voy señor, pero no fue. Jesús hablaba con los ancianos y sumos sacerdotes en el atrio del templo. Y les pregunta: ¿Cuál de los hijos hizo la voluntad de su padre? Contestaron: El primero.

Muchos de nosotros le hemos dicho sí al Señor, en cierto momento de la vida… En la primera Comunión, el día de la Confirmación. Cuando celebramos el matrimonio, en los votos religiosos, en la ordenación sacerdotal, en la intimidad de la conciencia.

Pero viéndolo bien: ¿Quién no ha quebrantado promesas? ¿Quién no ha roto compromisos? ¿Quién no se ha quedado en casa muchas veces, cuando el Señor lo invitaba a trabajar en su viña?

Sin embargo, siempre nos queda un camino abierto para rectificar. Todos los días es posible recobrar la inocencia. Pero, frente al hijo que en un principio se niega y luego va al trabajo, el Señor añade algo chocante: «Os aseguro que los publicanos y las pecadoras os llevan la delantera en el Reino de Dios».

Imaginemos la sorpresa de aquel selecto auditorio. También nosotros hoy nos sorprendemos. Creemos estar muy lejos de quienes se marchan públicamente con el dinero ajeno, de quienes profanan el amor, de quienes se matriculan en estructuras reprobadas por nuestros cánones.

Y ante la afirmación de Jesús nos vemos amenazados…tiembla nuestra seguridad, nos sentimos indefensos. Un cristiano neófito acude a un sacerdote. Le preocupa hondamente que un grupo juvenil haya adulterado el Evangelio. Porque citan y comentan unos versículos que, según él, nunca han podido tener cabida en la Biblia: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas, os llevan la delantera en el camino del Cielo».

-San Mateo, capítulo 21, versículo 31… concluye y responde serenamente el sacerdote.

El Evangelio del Señor es cómo una espada. Resulta muy cómodo manejarla por la empuñadura para defendernos de los demás. ¿Pero qué ocurre cuando su filo nos lastima?

3. El dilema de Hamlet

«Un hombre tenía dos hijos: Dijo al primero: Ve a trabajar a la viña. El contestó: No quiero, pero después se arrepintió y fue. Al segundo le dijo lo mismo y este respondió: Voy, señor, pero no fue». San Mateo, cap.21.

«Ser o no ser». Hamlet lo declaró con intenso dramatismo. Es nuestro problema y también el de todos los hombres. Somos a medias. Hoy nos acercamos al ideal, mañana lo perdemos de vista. Hoy confesamos nuestra fe en Cristo, mañana renegamos de ella. Hoy somos fieles a nuestros deberes, mañana quebrantamos los más serios compromisos.

Jesús conversa con los sumos sacerdotes y los ancianos, en las afueras del templo de Jerusalén. Allí les cuenta la parábola de los dos hijos. Y luego les pregunta: ¿Quién de los dos hizo la voluntad del padre? - El primero, respondieron.

¿A cuál de los dos nos parecemos nosotros? Casi siempre al segundo. Hacemos bautizar nuestros hijos, pero no los educamos en la fe. Luchamos por matricularlos en un buen colegio, pero somos avaros de nuestro tiempo para formarlos. Deseamos que se casen por la Iglesia, pero no les damos imagen de matrimonio-sacramento. No proyectamos un amor maduro y responsable.

Nos preocupa la situación social que atravesamos, pero no evitamos todo compromiso. Se supone que pertenecemos a la Iglesia, pero nuestra relación con ella de nombre.

Otros rechazan de entrada la invitación de Jesús. ¿No serán más sinceros que nosotros? Quizás les desconcierta nuestra imagen: De un lado las palabras, del otro una vida sin marca de cristianos.

No sabemos si infortunadamente, o por fortuna, todo camina en este mundo, dentro del «ser o no ser» que expresó Hamlet. Todos somos a medias, o mejor dicho, intentamos ser cada día.

Pero Dios sabe de que pasta somos hechos. La bondad de alguien es el resultado de una diaria reconciliación, entre lo que deseamos y lo que hacemos, entre nuestros ideales y nuestros pequeños logros. O mejor aún: Entre la inmensa bondad de Dios que nos apoya y el esfuerzo de nuestros pasos vacilantes.

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Vigésimo séptimo domingo

1. Había una vez…

«Dijo Jesús: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje». San Mateo, cap. 21.

Veintiocho parábolas identificamos en los Evangelios. Un primer grupo de ocho, sobre el Reino de Dios, nos lo entrega san Mateo. Otro manojo de unas catorce, cuyo tema es misericordia, descubren un estilo literario más elaborado, en lo cual sobresale san Lucas.

El tercer grupo, al final de la vida de Cristo, presenta seis parábolas proclamadas quizás en el marco más urbano de Judea. Allí nos habla Jesús sobre los talentos, los dos hijos enviados a la viña, las bodas de un hijo del rey, las diez doncellas, las minas y los viñadores homicidas.

Cuando Jesús quería explicar algo importante, decía ante su auditorio: «Había una vez»… y contaba una historia. San Mateo sitúa la parábola de los «Viñadores homicidas» unos días antes de la muerte de Jesús: «Había un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y construyó la casa del guarda». Todo ello indica la manera como aquel hombre valoraba su plantío. Pero luego la arrendó a unos labradores y se fue de viaje.

Pero aquellos arrendatarios se sintieron entonces amos de la viña. Y cuando el señor mandó a sus criados para compartir la cosecha, a uno lo golpearon, a otro lo mataron, a otro lo apedrearon. El amo, desconcertado por tanta injusticia, resolvió enviar a su propio hijo. Pero aquellos malhechores le dieron muerte para quedarse con la hacienda.

Aquí encontramos una alusión clara de Jesús a su muerte, ante algunos oyentes que ya trataban de entregarlo a los romanos. El propietario de la viña no tuvo más remedio que acabar con aquellos homicidas y arrendar su labranza a otros obreros. Los discípulos miraban con sorpresa al Maestro, quizás comparando ese Dios castigador con aquel misericordioso que Jesús había presentado anteriormente. Dice un autor que las últimas parábolas de Cristo son narraciones más dramáticas. Sus personajes se juegan allí la vida o el destino. Son textos que huelen a muerte.

Sobre esa página de san Mateo aflora tal vez nuestra propia parábola: Había una vez un hombre a quien el Señor regaló amor, inteligencia, cualidades, poder de decisión y también dinero. Pero él se sintió dueño y no arrendatario de estos dones. Entonces comenzó a administrarlos a su talante, sin tener en cuenta para nada al generoso bienhechor y manchó su conducta de egoísmo, mentira, crueldad y despilfarro. Un día también logró matar la imagen del Señor guardada en su conciencia. ¿Qué hará entonces Dios con este administrador perverso?

Un escritor transcribe en negativo la primera página del Génesis: «En el principio la tierra era fértil y hermosa. Y dijo el hombre: Que yo posea todo el poder en el cielo y en el suelo. Que haya división entre los pueblos. Que las fortunas de los ricos estén unidas en un solo lugar. Que haya censura para preferir mi verdad a la ajena. Que existan armas capaces de destruir a distancia al enemigo. Y añadió: Hagamos a Dios a nuestra imagen y semejanza. Así acabó el hombre con el cielo y la tierra y toda la creación regresó al caos».

2. Un don para compartir

«Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje». San Mateo, cap. 21.

Cuando el propietario se marchó, aquellos labradores, gente de mal corazón, quisieron apoderarse de la viña. Al tiempo de la cosecha, cuando vinieron los criados del amo a recibir su parte, los colmaron de golpes y los mataron.

Al hijo del dueño lo arrastraron fuera de la viña y le dieron muerte. En el Antiguo Testamento, los profetas nos hablan con frecuencia de la viña escogida de Yavéh, su pueblo elegido. Pero este pueblo, por múltiples causas políticas, sociales y religiosas se había llenado de orgullo.

Por su complejo de superioridad se había convertido en dueño de la verdad, dueño del culto, dueño de la ley, del hombre y en cierta manera, dueño de Dios. De ahí su rechazo a los profetas y años más tarde, la crucifixión de Jesús en las afueras de Jerusalén. La parábola es suficientemente clara para los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo. Se indignaron en consecuencia.

En el Nuevo Testamento, esa viña elegida del Señor es su Iglesia.

Pero también los cristianos de hoy podemos repetir la conducta del pueblo judío. También puede afectarnos su complejo de superioridad.

Si leemos detenidamente la parábola nos encontramos con el verbo «arrendar». ¿Cuántos de nosotros nos hemos creído dueños de la Iglesia? Apenas somos sus servidores.

Una manera de apoderarnos de ella es programarla a nuestra imagen y semejanza: Cómoda, conformista, a veces elástica, a veces monolítica. Otra manera es imponer a los demás nuestra propia verdad. La verdad del Señor es una, pero son múltiples los modos de captarla. O exigir a los prójimos que se matriculen en nuestro estilo de piedad, unas veces austero, otras sentimental, desinhibido o demasiado estructurado. Olvidamos que lo esencial del Evangelio es una entrega personal al Señor, en la sinceridad y en la confianza. Otras veces también nos presentamos cómo dueños de la Iglesia porque juzgamos condenando. Imponemos nuestra propia interpretación de la ley, con toda su letra menuda.

Nos apoderamos del hombre. Los cristianos no estamos lejos de la manipulación ascética, si predicamos un Dios exclusivo y a nuestro servicio, si limitamos la entrada a su santuario.
Con prácticas aparentemente correctas, quizás hemos herido a muchos y aun podríamos haber matado a alguien. Y el Señor dijo: «Lo que hicisteis con alguno de estos, mis hermanos pequeños, conmigo lo hicisteis».

Para evitar todo esto, comprendamos que la Iglesia, aquella viña , no es un regalo para disfrutarlo. Es ante todo un don para compartirlo.

3. La canción de la viña

«Dijo Jesús: Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda, la arrendó a unos labradores y se marchó de viaje». San Mateo, cap. 21.

En oriente, las viñas se rodeaban de cactus o con cercas de piedra. El lagar, generalmente excavado en la roca, estaba al final del sembrado. Y la torre, edificada en piedra y poco elevada, servía de atalaya para defender la viña de ladrones y animales dañinos.

Jesús repite, casi al pie de la letra, la canción de la viña que nos trae Isaías en su capítulo V. Es un poema compuesto por el profeta al principio de su ministerio, teniendo en cuenta quizás alguna canción de la vendimia.

Para el profeta, el pueblo israelita es la viña amada y escogida por Dios. El texto hebreo expresa además que se trata de una cepa especial, distinta por el color de sus racimos.

Esta parábola recapitula en pocas frases todo el esmero y la solicitud del Señor para su pueblo.

Alguien ha escrito que el amor de Dios no se define con simples adjetivos. Se describe con verbos: El Señor crea. Acompaña al hombre en su camino. Se muestra a Abraham y lo saca de Caldea. Hace alianza con los patriarcas. Se acuerda de la esclavitud de su pueblo. Lo rescata de Egipto. Lo conduce a través del desierto.

Le regala una tierra prometida que mana leche y miel. Suscita profetas. Organiza un reino.

Se hace hombre en las entraña de María. Busca un grupo de amigos. Comparte con ellos su poder de salvación. Les confía su mensaje. Crea una comunidad de escogidos. Les enseña unos signos. Muere y al tercer día resucita.

En la historia particular de cada uno se repite, en miniatura, esa misma historia general de salvación. El Señor, en frase de Isaías, conserva nuestros nombres escritos en sus manos. Un día nos llama a la vida. De entrada nos regala la libertad. Se arriesga amorosamente a perdernos, buscando que lo escojamos libremente. Nos adopta por hijos en el bautismo. Nos invita a una comunidad de fe, de amor y de esperanza. Señala nuestro camino con los signos de su presencia que son los sacramentos.

Se disfraza, para hacernos compañía, con el rostro de quienes nos aman. Nos envía profetas que hablan nuestro mismo lenguaje, sienten lo mismo que nosotros, son de nuestra tribu.

Sufre y muere con nuestros dolores y nuestros fracasos. Resucita en el árbol que retoña, en el día que regresa, en el hijo que madura, para avisarnos a cada paso que El es la Vida.

¿Por qué, entonces, esta viña amada y escogida que somos nosotros, produce tantas veces frutos amargos?

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Vigésimo octavo domingo

1. Aquel traje de boda

«Dijo Jesús: Un rey que celebraba la boda de su hijo, mandó a sus criados para que avisaran a los convidados, pero éstos no quisieron ir». San Mateo, cap. 22.

Un banquete y en las bodas de un hijo del rey, tendría lugar entre sahumerios y antorchas, con escogidas viandas y exóticos vinos. Habría criados y bailarinas. Músicos y bufones. Algo jamás soñado por un judío corriente, cuyo menú ordinario no iba más allá del pescado, el pan y las legumbres.

Jesús quiere en esta historia resaltar la generosidad de Dios y la mezquindad de aquellos convidados que no acudieron a la cita: «Uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás echaron mano a los criados y los mataron». El rey montó en cólera, añade el evangelista, envió sus tropas que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a su ciudad.

Si el tema central de la parábola es el rechazo del pueblo escogido al Mesías, san Mateo identifica la actitud de Dios en la destrucción de Jerusalén, el año 70 de nuestra era. Las tropas romanas tomaron la ciudad, e incendiaron el templo. San Lucas no habla de castigo, sino de un segundo proyecto del rey para compartir el banquete y la fiesta.

Cuando aquel hombre rico se ve defraudado por los amigos, envía sus criados por aldeas y caminos para que inviten a todos. Se llenó entonces la sala del festín.

Muchos de nosotros somos los comensales de la segunda ronda. Antes no éramos amigos de Dios. De pronto él nos halló en algún cruce de caminos para llamarnos a su mesa. Entre tanto, otros muchos que parecían cercanos al Señor, se alejaron de El: No tenían tiempo. San Lucas señala: «Uno dijo: «He comprado un campo y tengo que ir a verlo.

Otro se excusó: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Y otro más: Me he casado y por eso no puedo ir».

En un contexto cristiano, ninguna actividad puede separarnos de Dios, a no ser que sea ilícita, o alguno la convierta en su objetivo absoluto.
Sin embargo, cuando el rey entró en la sala para saludar a los nuevos convidados, que otro evangelista presenta como «pobres y lisiados, ciegos y cojos», halló alguno que no llevaba el vestido de fiesta, el cual parece se ofrecía a las puertas del palacio.

El rey se llenó de ira, lo mandó atar y arrojarlo a las tinieblas. Una expresión hebrea que señalaba un lugar de castigo. El secreto, entonces, para cubrir nuestra pobreza sería vestirnos de una sinceridad a toda prueba ante el Señor y de honradez con los demás.

Durante mucho tiempo esta parábola ayudó a recalcar sobre los castigos de Dios. Pero desde una teología actual, comprendemos que el mayor castigo es la privación de su amor. Castigo que nosotros mismos nos decretamos.

En «La Caída», una novela de Alberto Camus, aquel juez ateo declara que la única utilidad que ofrece Dios es garantizarnos la inocencia». Excelente ventaja para la mayoría de nosotros. Para los primeros convidados: Quizá alguno de ellos, arrepentido, se disfrazó de pobre para rehacer su amistad con el rey. Y para los segundos, que necesitamos cubrir nuestra indignidad con aquel traje de boda.

2. El Señor siempre gana la partida

«El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero estos no quisieron ir». San Mateo, cap. 22.

San Mateo sitúa varias parábolas de Jesús después de su entrada triunfal en Jerusalén. En ellas predomina una enseñanza: Ante el desprecio de los judíos por la salvación que les trae el Señor, los gentiles han sido llamados a participar en la herencia de Dios.

En la parábola de los invitados al banquete, el rey manda a sus criados para que llenen la sala con todos los desarrapados que encuentren por los caminos. La versión de San Lucas nos dice que el rey invita a pobres, ciegos, cojos y tullidos para que participen de la fiesta. Esta invitación no es otra cosa que la llamada a la amistad de Dios. Nosotros, los invitados por el Bautismo, hemos desatendido quizás el amor del Señor.

Entonces podría ocurrir algo inesperado: Cuando los enviados del Rey salgan por todos los caminos, nos hallarán de nuevo. Porque nos hemos vuelto pobres, ciegos, cojos y tullidos. Y el amor del Señor, decidido a no perder su oferta, nos invitará de nuevo. Esta es la historia de muchos: Un tiempo de práctica cristiana, de vida recta, de paz, de compromiso con el Señor, de esfuerzo por vivir el Evangelio. Luego una etapa de rechazo o de olvido.

El texto de San Lucas explica en forma pintoresca por qué los primeros invitados no quisieron venir: «He comprado un campo y tengo que salir a verlo». He comprado unos bueyes y tengo que ir a probarlos». «Me he casado, por lo tanto, no puedo ir». Para muchos, por la bondad de Dios, se da al final una tercera ronda: El Señor vuelve a invitar y logra congregarnos a su lado. El momento es distinto para cada hombre: A veces un acontecimiento positivo. Otras, un golpe que nos da la vida. Algunos sólo se rinden a Dios a la hora de la muerte.

Pero, a no ser que lo rechacemos conscientemente, el Señor gana siempre la partida. La parábola termina con el percance de alguno que entró a la sala del rey, sin el vestido nupcial. Era quizás un pobre orgulloso, que no aceptó la vestidura que ofrecían a la entrada del banquete.

El vestido de boda es el amor, el reconocimiento de nuestra pequeñez, la sinceridad de sabernos pobres y pecadores, la confianza ingenua e ilimitada, cómo la de un niño, hacia nuestro Padre del Cielo.

3. ¿Alguien se ha enamorado?

«El Reino de los Cielos se parece a un Rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero estos no quisieron venir». San Mateo, cap. 22.

Un caricaturista español nos entrega el siguiente diálogo: «Pedro le comenta a Jesús: Desengáñate. Hoy la gente ya no habla de ti, ni de religión. Ahora se ocupan únicamente de política, de droga o de la televisión en colores. Jesús le pregunta: ¿Pero, óyeme, cuando se enamoran, tampoco se acuerdan de Dios?»

Este era un rey que celebraba las bodas de su hijo e invitó a muchos.

Así, cada vez que alguien se enamora, es invitado a participar en la fiesta del rey. Porque una vez, el Hijo de Dios se enamoró de la humanidad y se casó con ella. En el seno de una madre virgen se llevó a cabo el desposorio. Desde entonces, adquirimos una nobleza y una importancia inigualables. Somos de la familia de Dios.

Pero sucedió que aquellos invitados no quisieron venir. Hoy sucede lo mismo: Muchos no queremos vivir el amor. A veces sólo conjugamos un egoísmo a dúo, que limita nuestros horizontes. Otras, olvidamos que todo amor exige como término final un tercero.

En él se complementan todas las iniciativas y todas las batallas se recompensan. El amor de los padres tiene su plena realización en el hijo.

Además, para cuantos caminamos en la fe ese Tercero también es el Señor.

O vivimos el amor por departamentos. Hemos olvidado muchas regiones del otro, donde se esconden inapreciables riquezas. O a donde es necesario huir en tiempo de guerra. Otras veces, amarnos equivale a colonizarnos mutuamente. Luchamos por imponer nuestras propias ideas, nuestros esquemas personales, nuestra limitada visión de la vida.

O simplemente dejamos morir el amor. No entendemos que es necesario regarlo, abonarlo, cuidarlo, podarlo para que crezca y se renueve. Hace tiempos que el Señor nos invita a su fiesta. Allí nos dará sabiduría para entender al otro, para tenderle la mano y llevarlo adelante, a pesar de sus limitaciones. Aprenderemos que el amor humano no brota al acaso. Procede de una especial iniciativa de Dios. Es la réplica de su vida infinita, es la copia de su modo de ser, la publicidad de su presencia entre nosotros.

Hemos errado por tantos caminos. Con razón sentimos sed, cansancio, hastío, escepticismo. Pero no desistimos nunca de buscar el amor. Recordemos entonces que esta invitación a la fiesta de Dios, no tiene fecha de vencimiento.

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Vigésimo noveno domingo

1. El Señor y los señores

«Los fariseos le enviaron a Jesús unos discípulos para preguntarle: Dinos pues qué opinas: ¿Es lícito pagar impuesto al César o no?. San Mateo, cap. 22.

!Elihú!, gritó un hombre descortés en la puerta. El dueño de casa se asomó por un postigo entreabierto y el importuno visitante continuó, sin aceptar siquiera un saludo: Vengo a cobrar el diezmo exigido por el procurador. Has de pagar ocho denarios por ti, tu esposa y tus dos hijos. Detrás del importuno visitante, venían dos soldados.

Una escena que se repetía a diario por toda Palestina. Pero además estos recaudadores, llamados publicanos, aprovechaban para cobrar más de la cuenta y chantajear a la gente del pueblo. De ahí el odio que todo judío alimentaba contra ellos y contra los romanos invasores.

San Mateo nos cuenta que, luego de muchas trampas de los enemigos contra Jesús, ahora los fariseos le tienden una más. Envían a preguntarle con cierta zalamería engañosa: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios, conforme a al verdad. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto a César, o no?». Entre los enviados había algunos partidarios de Herodes, que inmediatamente llevarían al procurador Pilatos las opiniones del Maestro.

El Señor finge desconocer la pieza con que se pagaba el tributo: «Enseñadme la moneda». Y simula ignorar qué imagen venía allí grabada y la inscripción correspondiente: «¿De quién son esta cara y esta leyenda?». Del César, le responden. El denario que circulaba entonces en Palestina era de plata. En una de sus caras traía la efigie del emperador y en torno a ella, en forma de aureola, se leía: Augustus Tib. Caesar.

Jesús responde muy despacio, como deletreando las palabras: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». En vez de expresar una opinión personal, el Maestro les echa en cara a fariseos y herodianos su aceptación de los invasores, al usar tal moneda.

¿Era legítimo el dominio del César sobre las provincias palestinas? Un tema para historiadores y juristas. Pero en situaciones difíciles, como las que soportan generalmente los pueblos, el Evangelio enseña a buscar el bien común, respetando hasta donde sea posible, la dignidad del hombre. El Señor no acostumbró mezclarse en cuestiones civiles. Además recordaba que veinte años atrás, Judas, llamado el Galileo, se levantó contra el poder romano. Y aquella rebelión fue ahogada en sangre.

Con su respuesta, Jesús no sitúa en el mismo plano a Dios y a los señores temporales. Tiberio Augusto, allá en su palacio de Roma, debía saber que toda la maquinaria del imperio, forjadora de sueños y distribuidora de miedos, también pertenecía al Señor.

Porque todo lo humano tiene un valor esencial y una relativa autonomía. Pero nada puede entenderse sino en relación con el autor del universo. Así como la semilla más pequeña únicamente vive para sustentar la cosecha. Y el reino de Dios brota y se extiende más allá de las monedas, los códigos, las banderas y las aduanas. Brota en ese ámbito misterioso donde un hombre de buena voluntad ame al Señor y se sienta diariamente amado por El. Hemos de darlo todo a Dios y algunas cosas a los señores de esta tierra.

2. Dios y el César

«Algunos le preguntaron a Jesús: Maestro: ¿Es lícito o no pagar el impuesto al César? Jesús respondió: Mostradme la moneda del tributo». San Mateo, cap. 22.

Bajo el dominio de Roma los judíos estaban obligados a pagar tres clases de tributos: El del templo, destinado a sostener el culto. Se entregaba en siclos, la moneda judía, considerada limpia frente a las monedas griegas y romanas, que también circulaban en Palestina. De ahí la presencia de los cambistas, con su negocio a la entrada del templo de Jerusalén.

El impuesto de aduana, que recibían los publicanos, cómo Leví en su oficina de Cafarnaúm. Y el tributo personal que todo israelita pagaba al poder romano, en señal de sometimiento. Los fariseos están incómodos con Jesús y buscan algún pretexto para acusarlo. Sin embargo, no dan la cara. Le envían algunos de sus discípulos, acompañados de los herodianos. Eran estos un grupo de simpatizantes de Herodes, judíos que apoyaban a los romanos. En este caso, aunque los fariseos son nacionalistas a ultranza, se alían con los herodianos para atacar a Jesús.

Los mensajeros le presentan al Señor un problema: ¿Es lícito a un judío pagar tributo al César? Más la pregunta va precedida de un preámbulo adulador: «Maestro: Sabemos que eres sincero y enseñas el camino de Dios, sin mirar el exterior de los hombres».

Se trata de un problema doctrinal. No le preguntan a Jesús sobre el pagar o no pagar el impuesto; no hay otro remedio que hacerlo para continuar viviendo en Palestina. La cuestión se refiere a la licitud del tributo.

además el dilema está bien fabricado. Con razón San Marcos y San Mateo, al declarar la intención de los fariseos, explican que le tendían una trampa a Jesús. Si el Señor afirma la licitud del tributo, perderá prestigio ante sus oyentes, aceptando de hecho la opresión extranjera sobre su pueblo. Si la niega, podrá ser acusado ante los romanos.

El Maestro resuelve la situación de un modo práctico: Mostradme la moneda del tributo. La pieza era de plata y pesaba cinco o seis gramos. Tenía en el anverso la imagen del emperador. El aceptar esta moneda, de uso corriente en los negocios del país, equivalía a aceptar también la dominación de Roma. Entonces Jesús responde: Dad al César lo que es del César.

Y luego añade: Y a Dios lo que es de Dios. Lo cual quiere decir: El hombre honesto acepta las circunstancias, cuando no hieren substancialmente la conciencia. Pero allá en ese sagrado recinto de lo interior sólo puede reinar Dios

3. El problema del fisco

«Los fariseos le preguntaron a Jesús: ¿Es lícito pagar impuesto al Cesar o no?. Jesús les dijo: Enseñadme una moneda y luego añadió: Dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios». San Mateo, cap. 22.

Nunca ha sido agradable pagar impuestos. Un precepto que siempre obedecemos de mala gana, o por lo menos con una queja implícita: Si al menos emplearan nuestro dinero honradamente.

En tiempos de Jesús, los judíos debían cumplir con el tributo religioso para el funcionamiento del culto. Pagaban al estado como los ciudadanos de cualquier nación. Y también aportaban otra tasa para el sostenimiento de la invasión romana en su territorio. Lo cual en varias ocasiones originó revueltas entre el pueblo.

De otro lado la moneda judía circulaba a la par con la griega y la romana. Pocas veces Jesús habló en su enseñanza del dinero: Aquella vez cuando una mujer viuda aportó dos pequeñas piezas a la alcancía del templo. Y otro día, cuando les preguntaron a los discípulos si su Maestro pagaba el tributo del templo. Jesús envió a Pedro al lago y allí encontró un pez que llevaba en la boca un «estáter», con el cual cubrió su obligación y la del Maestro.

Alguna vez los fariseos quienes comprometer al señor y lo asedian con esta pregunta: ¿Es lícito a nosotros pagar el tributo del Cesar?. El Señor se molesta y antes de responder, les dice: Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la moneda del impuesto. Le llevan un denario romano, una pieza de plata de cuatro o cinco gramos. En el anverso presentaba la figura del Cesar de entonces, Tiberio. Por el reverso, una expresión alusiva al mismo.

Jesús pregunta nuevamente: ¿De quién son esta efigie e inscripción?». «Del Cesar», le responden.

Si el Maestro declaraba ilícito el tributo pagado a los romanos, se habría expuesto a la muerte y aún no había llegado su hora. Pero ante esa moneda, el Señor les echaba en cara a sus enemigos, que la invasión romana era un hecho aceptado por la mayoría. Más aún, algunos judíos sacaban se lucraban de ella, oprimiendo al pueblo.

A los cristianos de hoy Jesús nos enseña que el Reino de Dios va más allá de las estructuras económicas y políticas. Bajo cualquier régimen civil podemos y hemos de dar a Dios lo que es suyo: Nuestra fe, nuestra obediencia.

Más adelante los apóstoles declararían ante los tribunales judíos: Hemos de hacerle caso a Dios, antes que a los hombres.

Amamos pues a Dios, viviendo en comunión con el trabajo, el dinero, las autoridades civiles, el mundo real que nos rodea. Todo ello edifica la ciudad terrena, que es base y fundamento de la Jerusalén celestial. Y aquella capital del tiempo de Jesús, con su maravilloso templo, no pudo existir sin los mercados de Cafarnaúm, la esforzada pesca del Tiberíades, los rebaños de Belén y las cosechas de Galilea.

San Pablo, escribiendo a los fieles de Tesalónica, les dice: «Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza, en Jesucristo nuestro Señor». Por la fe en el Maestro vivimos y avanzamos a pesar de todas las circunstancias.

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Trigésimo domingo

1. Amarás al Señor tu Dios

«Uno de los fariseos le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios». San Mateo, cap. 22.

En tiempos de Jesús, la sinagoga había coleccionado 613 preceptos, de los cuales 611 procedían de Moisés y otros dos eran estrictamente divinos: «Yo soy el Señor tu Dios». «No adorarás dioses delante de mí». Ciertos maestros se pasaban la vida clasificando esa apretada maraña de normas, entre las cuales había algunas cuya trasgresión se castigaba con la muerte. Otras, en cambio, sólo eran defendidas con castigos menores. Se enseñaba además que 365 mandatos equivalían a los días del año y los 248 restantes recordaban los huesos del cuerpo humano.

Comprendemos entonces la pregunta de aquel fariseo. Aunque pretendía poner a prueba al Maestro, quizás era un hombre sincero que deseaba cumplir toda la ley.

La respuesta de Jesús es simple y de ningún modo original. Se limita a citar un versículo del Deuteronomio: «Escucha Israel, sólo hay un Dios y ningún otro fuera de él : Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Este era el Shemá, llamado así por la palabra hebrea que lo inicia. Los judíos devotos lo recitaban varias veces al día, como una profesión de fe. Además, escrito en pequeños rollos de cuero, acostumbraban llevarlo en la frente, sobre el brazo izquierdo y en los flecos del manto.

Jesús añadió luego: «El segundo mandato es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas»: Las leyes que venían de Moisés y los textos sagrados de los profetas

El Señor declara que todo ese entramado de normas viene a resumirse en dos preceptos, que a la vez forman uno solo. Porque en la nueva ley, el amor al Señor y a los hermanos se funden en un impulso único del hombre, atraído por Dios.

Jesús le da aquí al judaísmo un giro de ciento ochenta grados. El israelita piadoso se preocupaba día y noche por cumplir los preceptos mayores y también los pequeños. Pero su relación personal con Yavéh se iba extinguiendo, desplazada por una maquinaria de ritos y observancias. Era un religión de cumplimiento que mantenía quieto el corazón.

En cambio el Señor nos invita a otro estilo de fe, donde lo fundamental es el amor: Hacia Dios, a quien El presenta como un Padre y hacia los hermanos. Con una aclaración: Cuando amamos al prójimo por ser hijo de Dios, honramos a la vez a nuestro Padre.

Es preocupante, sin embargo, que muchos discípulos de Cristo nos hayamos quedado dentro de un esquema judío. A los preceptos de Dios y de la Iglesia, quisiéramos añadirles otros más, para poner en cintura a los fieles, con cierta añoranza de sinagoga. Pero más grave aún: Conservamos todavía un corazón servil. ¿Si buscamos el Sacramento de la Reconciliación y la participación eucarística lo hacemos por la fuerza del amor?
Cuando no amamos, es necesario que venga la ley en busca nuestra para presentarnos ante el Señor. Como aquel caballero que sólo revestido de su férrea armadura, podía enamorar a su dama.

2. Amarás con todas tus fuerzas

«Un fariseo le preguntó a Jesús: Maestro, ¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley? El le dijo: Amarás a Dios con todas tus fuerzas y a tu prójimo cómo a ti mismo». San Mateo, cap. 22.

En su respuesta Cristo asocia, en forma indisoluble, dos preceptos: El amor a Dios y el amor al prójimo. Desde entonces, cómo escribe un teólogo moderno, no podemos jugar la carta de Dios en contra del hombre, ni la del hombre en contra de Dios. Pero en idioma cristiano, ¿qué significa amor?

Desde luego no será refugiarnos místicamente en Dios, olvidando al hombre concreto.

Tampoco volvernos hacia nuestros hermanos, olvidando a Dios, dejando a un lado sus métodos de salvación, sus políticas, sus planes.
Es fácil por lo demás quedarnos en un amor teórico.

Dios vive cansado de escuchar nuestros propósitos que a nada conducen. Le honramos con los labios pero nuestro corazón permanece muy lejos de El. Muchos intentos de amar al prójimo se quedan en discursos y en buenas intenciones.

El samaritano de la parábola no empieza lamentando la inseguridad y los malos tiempos que corren. Mira que hay alguien herido en el camino. Entonces actúa: Se acerca, le venda las heridas, le monta en su cabalgadura, le acompaña a la posada y cuida de él.

En el último día, dice el Señor, serán «benditos de mi Padre» quienes actúen eficazmente, socorriendo al hambriento, al sediento, al desnudo, al enfermo, al encarcelado…

De otra parte, es más fácil desear la paz de alguna región del planeta, que pacificar la propia familia. Es más fácil amar teóricamente a los necesitados del África, que practicar el amor cristiano con quienes viven cerca de nosotros. Alguno se pregunta: Si un extraterrestre viniera hasta nosotros a comprobar el amor de los cristianos, ¿cuál sería su diagnóstico?

¿Qué pensaría de la indiferencia con que contemplamos la muerte por hambre de millones de hombres? ¿Qué pensaría sobre la violencia, la guerra, la injusticia, la miseria que hemos desencadenado?

Un profesor universitario americano abrió una cátedra de amor. Sin costo ni créditos. Lo tacharon de loco. Protestó el consejo de la universidad. Fueron quince los primeros discípulos.

Hoy es preciso limitar el número de sus alumnos. Una cátedra urgente para todos los habitantes de la tierra.

3. Dios sigue conversando

«Jesús le respondió al escriba: El mandamiento principal de la ley es: Amarás al Señor con todo el corazón. El segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». San Mateo, cap. 22.

La frase parecería de algún moderno novelista. Pero es tomada del Concilio Vaticano II cuando nos explica la revelación: «Dios que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo».

Son muchos los temas de este diálogo, como sucede entre quienes se aman. Dios le habla hoy a la Iglesia en idiomas nuevos y sobre asuntos hasta ayer ignorados. Le cuenta las proyecciones de la cibernética, el ámbito donde se mueve la electrónica, los desconcertantes programas de la petroquímica. Le ilumina, por medio de los avance sicológicos, el misterio del hombre. Así hemos descubierto que es urgente amarnos a nosotros mismos. Algo que antes se creía pecaminoso. Sin embargo lo enseña el Evangelio.

«Amarás al Señor con todo el corazón», responde Cristo al saduceo que le pregunta sobre el mandamiento principal. Y le añade: «El segundo mandamiento se parece al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». A la luz de la sicología, descubrimos que si muchas veces no amamos al prójimo, es porque no hemos aprendido a amarnos a nosotros mismos.

Como por la ley de ósmosis, el hijo absorbe en el hogar, el amor o la falta de afecto de sus padres. Luego enmarcará su historia en una de estas dos secuencias, positiva y cristiana la una, trágica e inhumana la otra: -¿Se aman mis padres? - Me aman. - ¿Me amo?- -Amo a los demás… -¿No se aman mis padres? - No me aman?. - Entonces me rechaza a mí mismo. Y como resultado lógico, soy incapaz de amar a los demás.

Este amor a mí mismo es consecuencia de un inventario real de lo que soy, de lo que puedo, de lo que tengo. Y, desde un análisis sereno, de un amor humilde, capaz incluso de hacernos reír de nuestras fallas. De expresar, con cierta alegre ironía, nuestros desaciertos.

Un amor que valora las propias capacidades para cultivarlas y orientarlas. Que nos hace sentir distintos a los demás, pero no superiores. Auténticos, pero no extravagantes. Aptos para convivir, pero sin nunca perder nuestra originalidad.

Escondemos a veces nuestra incapacidad de amar detrás de una ascética errada, o cierta filantropía de baja ley. O tratamos de proteger al otro, colmándolo de dádivas y cariñosamente, para buscar seguridad y colocarlo a nuestro servicio. Pero esto no es amar. Amar es conocernos a nosotros y al prójimo, en la medida de lo posible. Juntar con las suyas nuestras cualidades, para que en compañía, se acrecienten. Es vivir en una constante actitud de respeto y crecer juntos, que equivale a caminar unidos, alegrándonos del bien que Dios nos hace. Manteniendo en común una reserva de esperanza.
Aquel día Jesús le explicó a su auditorio que es lo fundamental de su mensaje: Retoma un pasaje del Deuteronomio y lo presenta de una forma nueva, frente a la maraña de preceptos que agobiaban a los judíos de entonces. Y una cosa queda en claro: Lo fundamental no es comprender a Dios. Es amarlo. Y a la vez: En el amor al prójimo, comprometido y práctico, se hace patente el amor al Padre de los Cielos.

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Trigésimo primer domingo

1. Pésima levadura

«Dijo Jesús: En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y fariseos: Haced y cumplid lo que ellos os digan. Pero no hagáis lo que ellos hacen». San Mateo, cap. 23.

Cara o sello. Anverso y reverso. Adentro y afuera. El área de lo que pensamos y queremos, y aquella otra de cuanto sentimos y realizamos. Es una lástima, pero casi todos los seres humanos somos así. En otras palabras: El fariseísmo es pésima levadura que corrompe todo lo nuestro.

Cuando Jesús comienza a predicar, hace ya tiempo que los fariseos, cuyo nombre significa «separados», han formado la «Sociedad de la alianza». Mientras los saduceos controlan el culto, ellos dominaban al pueblo y su fama de santidad atrae a mucha gente, sobre todo a las mujeres. Sin embargo, de aquel grupo surgieron maestros honrados como Hillel y Gamaliel. Y discípulos del Señor: Nicodemo y José de Arimatea.

Pero muchos de ellos personalizaban la hipocresía. Por esto Jesús les dirige sus más duras palabras. Un día los desautoriza de plano delante de su auditorio: «Haced cuanto los fariseos os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». Y el Señor fundamenta su afirmación: «Atan pesados fardos y se los cargan a los demás. Pero no están dispuestos ni a mover un dedo para ayudar». Y además: «Todo lo que hacen es para que los vea la gente. Les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencia por la calle y que la gente los llame «maestro».

No encontramos en el Evangelio otro lenguaje tan fuerte. El Maestro no habla así a los adúlteros, a los ladrones, ni a los impíos. Solamente la hipocresía lo saca de casillas: «Sepulcros blanqueados, les dice. Serpientes. Raza de víboras».

Y en otra ocasión, el Señor les advierte a sus discípulos: «Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía». Con toda razón. Porque la doblez contamina todo lo nuestro. Llena los deseos de intenciones malévolas. Devalúa nuestras buenas obras, bajo un afán de ganar prestigio.

Divide nuestro ser en dos mitades, una de las cuales es huera y falsa. Destruye la amistad: Muy pronto los demás descubren que no somos sinceros. Aún más, nos aparta de Dios, quien sólo acepta a los de corazón sencillo. San Juan de Ávila escribió: «El hipócrita mantiene el cuerpo de rodillas, pero su alma se ha quedado tiesa».

Tarea difícil la de ser transparentes hasta en aquellos niveles más profundos. Siempre aletearán en nuestro panorama interior las mentiras, como pájaros de mal agüero, el afán de aparecer, un mecanismo que encubre otras limitaciones, el prurito de hundir a los demás, lo cual realzará nuestra estatura. Y con el tiempo, nuestra falsedad se volverá escándalo: «Nada hay, nos dice san Lucas, oculto que no quede manifiesto y nada secreto que no venga a ser descubierto».

En el siglo XVII, Molière en su comedia «Tartufo», presentó un personaje extravagante, que encarnaba la hipocresía de su tiempo. El fuerte impacto de la obra obligó al rey a proscribirla durante cinco años, ante la reacción de la sociedad y de la Iglesia.
Guardémonos de esa funesta levadura. Podríamos reencarnar al Tartufo en nuestra historia.

2. Yo también soy fariseo

«Dijo Jesús: Haced y cumplid lo que os digan los letrados y fariseos. Pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». San Mateo, cap. 23.

San Mateo recoge aquí estos duros reproches de Cristo, dirigidos contra los fariseos. En otros pasajes también Jesús les echa en cara que pagan el diezmo del comino y del eneldo, pero descuidan los mandatos más importantes de la ley. Cuelan el mosquito y se tragan el camello. Cumplen minuciosamente las purificaciones externas, mientras su interior está lleno de pecado.

Son cómo los sepulcros blanqueados, limpios por fuera, llenos de podredumbre por dentro. Alardean de celo misionero, pero corrompen a quienes se dejan ganar para su causa. Dan limosna y observan escrupulosamente los ritos de oración, pero únicamente para ser alabados por los hombres. Cargan a los demás fardos insoportables, que ellos no quieren tocar siquiera con un dedo.

Levantan monumentos a los antiguos profetas, pero persiguen a quienes les anuncian el Reino de Dios. Son los depositarios del saber religioso, pero no viven de acuerdo con lo que enseñan.

En resumen, los fariseos -cuyo nombre significa separados- tienen muy mala prensa a través del Evangelio. Siempre hemos considerado reprochable, falso, de doble moral a este grupo judío.¿Pero qué tal si confrontamos nuestra vida con esa conducta farisaica?

¿Acaso nosotros vivimos plenamente de acuerdo con lo que enseñamos? ¿No dejamos a otros las cargas que debieran ser nuestras? Y así en otros aspectos de nuestra vida.

Este dualismo no sólo se dio en la época de Cristo. Es de hoy. Pero el Señor tiene para los fariseos de ayer y de hoy actitudes de acogida.»Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo…» Un día Jesús lo recibe en su casa y le explica despacio todo lo relativo al Reino de Dios. La tarde del Viernes Santo, Nicodemo se presenta con José de Arimatea, llevando una mezcla de 100 libras de mirra y áloe, para embalsamar el cuerpo del amigo.

Un fariseo llamado Simón, le rogó que comiera con él. Jesús, entrando en su casa, se puso a la mesa… Para abrirle los ojos entabla un diálogo: «Simón, tengo algo que decirte…»«Entonces un fariseo llamado Gamaliel se levantó en el Sanedrín y dijo: Israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. No sea que os encontréis luchando contra Dios».

Pablo grita en Jerusalén: «Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos». Nadie, ni los fariseos de ayer ni los de hoy están excluidos del amor de Cristo.

3. Una ciudad llamada hipocresía

«Dijo Jesús: Haced y cumplid lo que los fariseos os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen». San Mateo, cap. 23.

Así presentaba un escritor el mundo en que vivimos: «Existe allí la calle de la Falsedad, la plaza de la Apariencia, la avenida de la Simulación, la discoteca «Los Fariseos», el bar «La Falsa Moneda», el camino de la Mentira la vereda de el Engaño»… y muchos sitios más donde quizás nos sentiremos cómodos. Como en la propia casa».

Mas el Evangelio nos invita a la sinceridad. Nos prohíbe parecernos a los fariseos del tiempo de Jesús: Muchas palabras y poco testimonio. Frecuentemente, como padres de familia, novios, empleados públicos, obreros o patronos, no podemos exhibir una vida con sello de autenticidad. Aunque en las reuniones sociales hablemos mucho de manos limpias, de honestidad, de equidad, en nuestro interior las cosas no caminan tan bien como parece.

Pero hay otra hipocresía peor, porque nos separa de la ayuda de Dios. Es aquella que se encarga de bautizar los propios pecados con nombres decentes. Al no reconocer nuestra fallas, las envolvemos en papel de fantasía. Esto sí es blanquear los sepulcros, que continúan por dentro llenos de podredumbre. Al orgullo lo nombramos dignidad, al engaño le decimos viveza, a la injusticia la llamamos prudencia. Por otra parte, nadie aceptará haber cometido un adulterio.

Solamente ha tenido una aventura.

Como si tratáramos evitar que Dios se entere. Sin embargo, la primera condición para que El nos perdone, es reconocer con llaneza que somos pecadores.

También nos dice el Evangelio que no hemos de buscar, como los fariseos, los primeros lugares del templo, en el mercado, en la universidad, en las diversiones, en el trabajo. No es esto abdicar a nuestro esfuerzo de superación. Pero sí es no opacar a los demás, presentándonos siempre como los importantes. Como aquellos que tienen la palabra sobre todo tema.

Se puede mezclar tanto fariseísmo en nuestra conducta que urge revisar la propia vida a cada paso, mirándola a la luz del Evangelio. Esto requiere valentía. Pero el Señor está pronto a ayudarnos.

Por la sinceridad, sería nuestra vida más limpia y más feliz. Cuando nos convirtamos a la sinceridad, caminaremos por nuestras ciudades y nuestros campos —quizá con una escalera muy larga a cuestas— cambiando la nomenclatura de esta tierra que un día aprendió a mentir. Tendríamos entonces la calle de la Verdad, la avenida de la Autenticidad, el camino de la Amistad, la plaza de la Veracidad, el «Bar del Sí y el No»… y esta ciudad se llamaría… como tú quisieras.

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Trigésimo segundo domingo

1. El aceite del alma

«Dijo Jesús: El Reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que, tomando sus lámparas, salieron a esperar al esposo». San Mateo, cap. 25.

«Recibe la luz de Cristo… Que este niño, perseverando en la fe, pueda salir con todos los santos al encuentro del Señor». Con esta plegaria, el celebrante entrega una candela al recién bautizado. Porque la vida cristiana es un caminar hacia Dios, sin dejar apagar nuestra lámpara.

Jesús les contó a sus discípulos la parábola de diez jóvenes, que habían sido invitadas a unas bodas. Y como el novio tardaba en llegar, vencidas por el sueño, se durmieron.

La Biblia nos presenta a Dios como el esposo de la humanidad. Un amante que siempre ha sido fiel, a pesar de las culpas de la amada. Pero en nuestro mundo el Señor también se hace esperar. ¿Quizás se ha ido muy lejos y no regresa todavía?. Entonces no es extraño que el sueño nos doblegue. O como en aquella otra parábola de Cristo, empezamos a divertirnos desordenadamente y a pelearnos unos con otros.

Hacia la medianoche, apunta el evangelista, se oyó una voz: «¡Llega el esposo, salid a recibirlo!». Las amigas del novio acudían a la fiesta llevando en sus manos lámparas de aceite, que iluminaban el recinto y realzaban sus atavíos. Aquellas jóvenes se despertaron y comenzaron a aderezar sus lámparas, pero algunas se habían quedado sin aceite. Y las demás no quisieron ayudarlas, compartiendo sus reservas. ¿Sería egoísmo?. Pero un autor advierte que el aceite del alma nunca puede prestarse. Es algo tan personal como la experiencia de Dios, de la cual brota la esperanza. Sólo podemos invitar a los demás para que también sientan al Señor en sus vidas. Las cinco doncellas previsivas dijeron a sus compañeras: «Mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis».

Mantener la lámpara encendida significa perseverar esperando. Pero conviene distinguir entre espera y esperanza. La primera es una de las virtudes teologales. Una actitud de cada hombre hacia el Señor. Hermana de la fe y de la caridad y su compañera de viaje. La esperanza es activa. Se esfuerza por mantenerse alegre, porque es una certeza, aunque de las cosas que no vemos, como enseña san Pablo.

Por el contrario, la espera es apenas una resignación hacia el futuro, muchas veces llena de impaciencia. No se deja iluminar por la fe, ni guiar por el amor. Es pasiva y se deja invadir por la tristeza.

La esperanza cristiana se apoya, más que en el rumbo de los hechos, en la bondad de Dios. El es quien puede darnos cuanto necesitamos. Pero además él nos regala la capacidad de imaginar tiempos mejores, más allá de este oscuro presente.

Cuando el papa Juan Pablo visitó Oceanía, Morris West redactó un hermoso texto donde lo llamaba «El guardián de los sueños». Valioso título para Juan Pablo II, pero también para cuantos tratamos de seguir a Jesucristo.

Muchos seguimos custodiando este sueño que ya dura veinte siglos. Continuamos cumpliendo los deberes. Orando sin cansancio. Amando, a pesar de tantos dolores y rencores. Manteniendo viva la esperanza, porque nunca dejamos que se agote el aceite del alma. Y cuando llegue el Señor, aguardamos ser admitidos al banquete.

2. Así también

«Dijo Jesús: El Reino de los Cielos se parece a diez doncellas que tomaron su lámpara y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas». San Mateo, cap. 25.

Las parábolas del Evangelio son comparaciones en forma de historia. Más que enseñar, pretenden hacer reflexionar a los oyentes sobre su comportamiento.Cuando se trata de juzgarnos a nosotros, somos pésimos jueces, pero la parábola hace que nos juzguemos en cabeza ajena, casi sin darnos cuenta.

Cristo nos habla muchas veces de esta manera: Por medio de historias verosímiles, enriquecidas con datos y costumbres de su época. Una de estas parábolas nos cuenta que, el día de una boda, las amigas del novio salieron a esperarlo, vestidas de fiesta, con lámparas encendidas para vencer la noche. La parábola cumple su cometido: Lo mismo que aquellas amigas del novio, así también los cristianos nos dividimos en responsables e irresponsables. No es problema de lámpara, de aceite o de luz. Es problema de respuesta, de método, de calidad de vida. Ante la invitación a seguir a Cristo, a participar plenamente en su fiesta, muchos fracasamos.

No previmos el sueño, la oscuridad de la noche. Ni las reservas de aceite. Así nos sucede en muchos proyectos cristianos. Sólo triunfan aquellos que de antemano se financiaron para la crisis, parte esencial de cualquier proyecto humano. Sabían que estar vivo equivale a tener problemas. Cuando estos se presentan, los encuentran prevenidos. Al examinar cualquier existencia significativa, descubrimos detrás un historial de altibajos, de luces y de sombras, de crisis y de fallos, pero también un deseo inmenso y perseverante de encontrar al Señor. Necesitamos prudencia y previsión, no improvisación.

Es preciso un método apropiado y esfuerzo personal para adecuarnos al Evangelio. Se hace imprescindible aumentar la calidad de vida de todos. Entonces, sólo entonces, tenemos dispuesta nuestra lámpara para la acogida y nuestra luz, con Cristo, rompe la noche.

3. Una virginidad condicionada

«Dijo Jesús: El reino de los Cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco sensatas». San Mateo, cap. 25.

La mitad de los héroes, como la mitad de las vírgenes, suelen ser necios, asegura un autor. Y Cristo en su parábola nos advierte: No basta solamente ser virgen. Hace falta prudencia, previsión, oportunidad, aceite suficiente en las lámparas, constancia para esperar la llegada del esposo.

De estas diez doncellas, cinco son calificadas de necias. En otro lugar nos habla el Evangelio de eunucos, que lo son por un defecto natural, o por la malicia de los hombres. Pocos de ellos por el Reino de los Cielos.

También existe una virginidad que no es por el Reino: Por incapacidad, por cobardía, por autosuficiencia o por orgullo, por falta de oportunidades, por asepsia…

Cristo alaba la virginidad que respalda su plan de Salvación, es decir la que ilumina a los demás, vela en compañía, espera confiada hasta muy entrada la noche.

Esto de aguardar al esposo podría traducirse: Vivir a cada instante la virginidad como una boda. Una boda con el Señor y con los más necesitados. Entendiéndola como un signo de otros valores más hondos, intraducibles muchas veces al lenguaje verbal. Presentarla a los demás como la piel de una alegría inefable: La de sentirse amado por muchos y al amarlos entrañablemente, hacer amables todos los recodos del camino.

La historia cristiana nos presenta en su pórtico a una Madre Virgen, Nuestra Señora.

La maternidad es un valor que casi todo el mundo comprende. Mientras pocos alcanzan a valorar la virginidad, por ignorar que ésta no agota en sí misma su existencia.

Vale en razón de un más allá. Será entonces inagotable capacidad de ternura, inocencia que no hiere sino que acoge. Alianza ininterrumpida con Cristo y humana cercanía a todas «las alegría y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres».

Las otras formas de virginidad pueden resultar necias: Endurecen el alma, clausuran el corazón, desfiguran el rostro, no revelan a Dios y causan compasión o rechazo.

Por el contrario, las vírgenes prudentes congregan a muchos en derredor. Son recursivas, no se pierden en elucubraciones teológicas inútiles, ni se dejan vencer por el cansancio. Se alegran a cada momento de ser vírgenes, en orden a unos valores más excelentes.

Todo lo anterior puede aplicarse a la fidelidad mal entendida, a ciertas formas de piedad, a algunas maneras de inocencia, a la perseverancia en determinados estados religiosos, ideologías o criterios.

En fin, la virginidad y el heroísmo valen la pena, si logramos vivirlos entre el cincuenta por ciento de los sensatos.

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Trigésimo tercer domingo

1. El demonio de la lógica

«Dijo Jesús: Un hombre que se iba al extranjero llamó a su empleados: A uno le dejó cinco talentos de plata; a otro dos; a otro uno; a cada cual según su capacidad». San Mateo, cap. 25.

De monedas habla muy poco el Nuevo Testamento. El Apocalipsis sólo aporta un versículo. San Marcos y san Juan lo hacen únicamente en dos textos, paralelos además. San Mateo, el antiguo recaudador de impuestos, y san Lucas, tan preocupado por la pobreza material, son más generosos.

El denario, que equivalía al jornal de un obrero, es la pieza que más se menciona. Pero además de monedas contantes y sonantes, los judíos calculaban el dinero con otras unidades abstractas, como el millón en nuestro caso: La mina que valía 100 denarios y el talento, equivalente a 60 minas.

Aquel hombre, que se marchó de viaje, dejó a sus empleados unas considerables sumas que debían administrar en su ausencia. Al primero, 30.000 denarios. Al segundo, 12.000. Al tercero únicamente 6.000, que era también buena fortuna. San Mateo apunta que cuando el amo regresó a tomar cuentas, a quienes duplicaron el dinero les prometió un cargo importante.

San Lucas, en una parábola semejante, nos habla de minas. Y aquel amo, «un hombre noble», recompensa a sus dependientes, dándoles gobierno sobre algunas ciudades. Los romanos, al invadir Palestina, el año 63 antes de Cristo, impusieron su autoridad, pero respetando a los reyes menores, que dominaban en algunas comarcas.

San Mateo nos eleva sobre premios políticos, prometiendo a quienes hacen producir sus talentos «el gozo de tu Señor». Una recompensa de la cual Jesús nos habló largamente en su despedida.

Podemos comparar esta página del Evangelio con el capítulo primero del Génesis: «Bendijo el Dios a Adán y Eva y les dijo: Multiplicaos y llenad la tierra y sometedla». Se trata entonces de administrar los dones de Dios, de acuerdo a sus planes.

El Maestro destaca la conducta del tercer empleado, quien recibió una suma menor, pero a la vez escondió su dinero en la tierra. Fue mezquina su relación con el patrón. Sin amor, ni confianza y por tanto lo tanto, sin riesgo ninguno. Este hombre se dejó llevar por el demonio de un lógica estéril, ante quien le había confiado el dinero: «Sabía que eres exigente, que siegas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo».

El amo le devuelve el argumento: «¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que al volver yo pudiera recoger lo mío con intereses».
Hoy llamaríamos talentos nuestra capacidad personal, la preparación adquirida, las oportunidades que nos ofrece la vida. ¿Pero hemos sabido aprovecharlas? ¿Las hemos puesto al servicio de los otros? Todo ello lo hemos guardado con avaricia, por temor a perderlo. ¿Quién arriesga su seguridad a favor de algún prójimo?¿ Quién renuncia a sus prebendas por la construcción de un país justo? ¿Quién cree ciegamente en el futuro, en medio de tantas tinieblas?

«La canción que vine a cantar… aún no la he cantado». Un verso de Rabindranath Tagore que podía resumir nuestra historia.

2. Tu hermano espera

«Un hombre se iba al extranjero. Llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes. A uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno. A cada cual según su capacidad». San Mateo, cap. 25.

Es ésta una de las parábolas de Cristo que más nos llega a todos: Practicantes y no practicantes. Cristianos y no cristianos. Nos llega, porque al escucharla, todos nos sentimos aludidos. La palabra talento, que en tiempo de Jesús designaba una moneda, paso a significar habilidad, capacidad, aptitudes.

Y en este asunto de talentos, los hay que se descubren y se multiplican. Los de Beethoven, los de Teresa de Ávila, los de Einstein. Los de muchos que, de comunes y corrientes, pasaron a ser personas inimaginables. Otras habilidades se descubren y nunca se cultivan. Las de muchos sumergidos en una vida fácil, la cual nunca les presentó un desafío. Se dan también, los talentos que se reciben y se entierran. Los de los pusilánimes, los cobardes, los inseguros.

«Ay, pensé, cuántas veces el genio así duerme en el fondo del alma, y una voz, cómo Lázaro, espera que le diga: Levántate y anda». Así nos enseña Bécquer. La parábola de San Mateo es un reto a cultivar nuestras posibilidades. Y a despertar en el otro su potencial dormido. Después de explorar nuestro propio territorio, comenzaremos a mirar a la gente, no cómo es, sino cómo pudiera ser. El Señor nos motiva para no resignarnos en nuestras circunstancias.

Ser cristiano es tender la mano al otro para que crezca. Ser cristiano es ir al encuentro de la gente y decirle: ¡Levántate y anda!

Existen pedagogías cuyo objetivo es sacar individuos en serie. Pero Leo Buscaglia advierte que para desarrollar el potencial de cada uno, es necesario mantener nuestra originalidad y así respetaremos la del otro. En la vida real, cada uno lleva a cuestas cinco o seis frustraciones. De adultos añoramos volver a empezar, pero con la experiencia de ahora, para aprovechar talentos que nadie nos ayudó a cultivar.

No hablamos únicamente de las dotes del genio. También de aquellas pequeñas y grandes habilidades humanas que enriquecen una personalidad: El gusto estético, el orden, la destreza manual, la expresión corporal, el talento mecánico, la empatía con la tierra, la intuición, la capacidad de identificarse con el otro. Aquel que recibió cinco talentos fue enseguida a negociar con ellos. El que recibió dos hizo lo mismo… En cambio, muchos de nosotros hacemos un hoyo en la tierra y escondemos el dinero de nuestro Señor.

Mientras tanto el hermano espera, cada mañana y cada tarde, para que le multipliquemos sus talentos.

3. Cuando el Señor se marcha

«Un hombre que se iba al extranjero, llamó a sus empleados y les dejó encargados sus bienes: A uno le dejó cinco talentos, a otro dos; a otro uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó». San Mateo, cap. 25.

Normalmente la juventud supone una crisis de fe. Es el tiempo de autodefinirnos, de afirmarnos como sujetos distintos e irrepetibles. Tiempo de análisis y de síntesis. Explicando su crisis interior, un joven la resumía en estas frases repetidas una y otra vez: «Mis padres dicen… Pero yo pienso»… Si, hay un tiempo en el cual los padres enseñan la fe con su ejemplo y su palabra. Hay otro tiempo para aprender a pensar según el Evangelio. Hay un tiempo de estudio teórico y un tiempo de práctica, dura y comprometida.

Hay un tiempo de amor entusiasta y un tiempo de esa rutina amorosa que se llama fidelidad. Hay un tiempo para la búsqueda arriesgada y otro tiempo para plasmar sólidamente lo encontrado. Hay un tiempo para recibir y otro para hacer fructificar lo recibido. Nos lo dice la parábola: Este hombre que se iba al extranjero, repartió a sus empleados los talentos y luego se marchó. Cuando el Señor se marcha, afloran nuestras crisis.

Antes, éramos niños y todo se nos entregaba prefabricado. Ahora somos jóvenes y debemos usar la libertad. Somos dueños de nuestro destino. Antes, sólo nos preocupaba acumular conocimientos. Ahora se trata de poner lo aprendido al servicio de los demás.

Cuando el Señor se marcha, nos sentimos desconcertados. Antes el amor era un ideal. Ahora es una realidad prosaica, opaca, desabrida. Antes éramos incondicionales de toda causa noble. Ahora no encontramos razón para luchar, para perseverar. A veces ni siquiera para vivir.

Antes, mirábamos el porvenir con ilimitada esperanza. Ahora cuando ya hemos logrado la meta, nos sentimos insatisfechos y nos asedia el egoísmo. Todo esto sucede cuando el Señor se marcha. Quisiéramos que El no se ausentara, que no hubiera repartido responsabilidades. Que permaneciera a nuestro lado, solucionando nuestros más mínimos problemas.

Pero es más hermoso y más fecundo el tiempo de su ausencia. Entonces crecemos, ejercitamos la libertad, probamos nuestra madurez, acrecentamos nuestra fidelidad, realizamos sus planes. A El no le gusta trabajar con niños mimados y sobreprotegidos. Realiza sus programas con gente curtida en la brega, capaz de soportar crisis, de superarse, de esperar pacientemente, de sentirse alegre en ese tiempo oscuro, que corre desde la ausencia del Señor hasta su retorno.

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Trigésimo cuarto domingo

1. Desnudos completamente

«Dijo Jesús: Cuando venga en su gloria el Hijo del Hombre y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones». San Mateo, cap. 25.

Los cristianos medioevales vivieron obsesionados por el temor al juicio final. Lo comprueba el arte religioso de aquel tiempo. La catedral de Autun, por ejemplo, guarda un retablo donde aparece Cristo en actitud amenazante, ante un ángel y un diablo que, en una balanza, pesan las conductas de los hombres. Abajo, quienes aguardan la sentencia, horrorizados y desnudos.

Porque entonces no llevaremos ante Dios nada accesorio. En la tierra se habrán quedado títulos, cargos, condecoraciones. También los apellidos y aquella gloria vana que algunos de buena voluntad nos obsequian. A esa hora, todos nuestros bienes materiales ya tendrán otro dueño.

San Mateo describe ese juicio de Dios, con el estilo apocalíptico que se usaba en su tiempo: «Vendrán con el Señor todos los ángeles y serán reunidas ante él todas las naciones». Antes nos había dicho: «Verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo, con gran poder y gloria. El enviará a sus ángeles con sonora trompeta y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo de los cielos hasta el otro».

Sin embargo el evangelista, asiduo oyente de Jesús, aporta un elemento que dulcifica el cuadro: «El Señor separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras». Es un eco de la profecía de Ezequiel: «Como un pastor sigue el rastro de sus ovejas, así seguiré a las mías. Yo mismo las apacentaré, yo mismo las haré sestear». Porque muchas tantas ovejas sólo se dejarán encontrar del Buen Pastor en esa última hora.

Además san Mateo nos indica el pasaporte que garantiza la participación en «el reino preparado para nosotros desde la creación del mundo». Que nos da derecho a ser llamados «Benditos de mi Padre». No es otra cosa sino lo que hayamos hecho por «uno de estos mis hermanos más pequeños».

¿Cuentan mucho para al cielo las prácticas piadosas, el número de sacramentos recibidos, las tentaciones vencidas, los actos de amor a Dios. Probablemente. Pero la condición esencial es ésta: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme». Lo que más capitaliza para el cielo es cuanto hayamos hecho en favor de los necesitados.

Cuando decimos Cristo Rey, hemos de entenderlo por tanto, no como Dios que juzga, sino como un Rey que salva. «No he venido a ser servido sino a servir, nos dijo en otra ocasión el Maestro». Un rey que nos enseña a ser servidores de todos.

El evangelista enfatiza la sorpresa que se llevarán al final, tanto los justos como los pecadores: «¿Cuándo, Señor, te vimos necesitado y te socorrimos? Y el rey les dirá: Cada vez que lo hicisteis con uno de mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis».

Aquí está el secreto: Convertir a los pobres en nuestra cuenta de capitalización. Sólo cuanto hayamos invertido en ellos vestirá nuestra vergonzosa desnudez, en el último día.

2. Un Rey entre la gente

«Y el Rey les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis». San Mateo, cap. 25.

En nuestro lenguaje, rey significa casi siempre lejanía, dominación, verticalidad, incomunicación. Sin embargo, Cristo es el único Rey con derecho a este título. Pero mientras a los demás los nombran, el Señor es un rey entre la gente, que vino a servir y no a ser servido. Que acampó entre nosotros y cambió los decretos reales por un lenguaje simple de máximas y parábolas.

Los reyes conocen por terceras personas los problemas de sus súbditos y bien sabemos cómo se altera de esta manera la comunicación. En cambio, Jesús conoce a cada uno por su nombre.

Los reyes contemplan el mundo desde su trono o su carroza: Cristo vive en comunión con nosotros desde el taller de Nazaret, desde la playa del Tiberíades, en las bodas de Caná, en la barca de Pedro, en la casa de Lázaro, en el banquete de Simón, sobre el pollino por las calles de Jerusalén.
Los reyes exigen obediencia. El Señor obedece a su Padre y nos pide una obediencia en libertad: «Si alguno quiere venir en pos de mí». «Si quieres ser perfecto». «Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedo en tu casa».

Asesinar a un rey constituye un magnicidio en cualquier parte del mundo. Y cualquier ofensa contra él es un delito de lesa majestad. Para Cristo, cuanto se hace a uno de los suyos, le llega a El directamente. Al final de la vida vamos a ser juzgados, dice San Juan de la Cruz, por el amor que tuvimos al prójimo: «Porque tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed y me disteis de beber. Era forastero y me acogisteis. Estaba desnudo y me vestisteis. Enfermo y me visitasteis. En la cárcel y vinisteis a verme».

Los reyes suelen tener favoritos. Mientras que Cristo nos ama a todos por igual. Si alguna predilección se le trasluce, es siempre para las ovejas extraviadas, para los forasteros a su reino, los desvalidos, los pequeños y los pecadores. Con frecuencia, las relaciones entre los reyes y súbditos se fundamentan en el temor. Mientras que el Señor nos hace sus amigos. Ley de amistad que es más fuerte y obligante que todos los códigos del mundo.

Finalmente: Se pide que los súbditos expongan su vida por el rey. En cambio, Cristo entrega su vida por nosotros.

3. Una tienda hecha del día

«Entonces los justos le contestarán: Señor, cuando te vimos con hambre, o con sed, o forastero, o desnudo, o enfermo, o en la cárcel y te socorrimos? Y el rey les dirá: Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos». San Mateo, cap.25.

El 3 de agosto de 1492, Cristóbal Colón se hacía a la mar desde el puerto de Palos de Moguer. Muchos afirman que su propósito era hallar una ruta más corta, hacia los legendarios territorios de Oriente, donde crecían el clavo, la canela y la pimienta.

Pero unos meses más tarde, las tres carabelas tocan tierra en Guahananí, la cual es bautizada Isla de San Salvador. Colón había descubierto un nuevo continente. En las cosas de Dios también se dan sorpresas, que exceden las más ambiciosas esperanzas. Nos vemos entonces obligados a convocar amigos y vecinos para decirles: «El Señor ha hecho en mí maravillas».

No solamente se cumple la promesa del Evangelio: Todo el que busca encuentra, o quienes llegan por la tarde reciben igual paga que los jornaleros madrugadores. Cada día, la mujer desconsolada vuelve a encontrar su dracma y el pastor diligente recupera la oveja extraviada.

Damos un vaso de agua fresca a un profeta y participamos de su recompensa. Aún más: Quienes realizan de bien como por instinto natural, se sorprenden: Dios se identifica como el recibe su ayuda.

Entonces preguntan: «¿Cuándo, Señor, te vimos con hambre o desnudo o enfermo o en la cárcel y te socorrimos?» Y el Señor les responde: «Cuando lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos».

La cercanía de Dios, su amor por cada uno de nosotros, ha potenciado admirablemente nuestra humanidad, comunicándole poderes sorprendentes. Nuestras manos de barro abren, de par en par, la puerta de los cielos. Nuestras palabras frágiles hacen vibrar el corazón de Dios. Nuestra mirada taladra la inmensidad de sus misterios. Nuestros pasos destruyen la distancia que existe entre la tierra del pecado y el país de la vida.

Dios es un rey magnífico, generoso, increíble en el modo de retribuir a sus amigos. Mucho más espléndido que aquel « que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha del día y un rebaño de elefantes». Sospechamos que el poeta había leído el Libro de los Salmos: «Dios mío, qué grande eres. Tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda, haces de las nubes tu carro, te deslizas sobre las alas de los vientos».

También nosotros construimos una tienda luminosa y eterna con los opacos elementos de esta tierra. Por el poder de Dios.

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