TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Tiempo Ordinario - Ciclo C

Mujer con Jesús

Segundo domingo

1. El Reino en borrador

«Había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados». San Juan, cap. 2.

Ante un cuadro de Picasso a muchos nos invade el desconcierto. Sólo vemos allí abundantes colores y repetidas formas. Pero si observamos con atención, descubriremos luces que se contraponen a sombras. Volúmenes que concuerdan con otros volúmenes.

Espacios que se desvanecen en otros más amplios. Sentimos entonces que el artista nos habla. Y escuchamos palabras silenciosas con las cuales la belleza despierta nuestro espíritu.

Algo semejante ocurre ante aquel relato de las bodas de Caná, que nos trae san Juan: Nos impresionan sus personajes, el desarrollo de la acción, los detalles que aporta el evangelista. De entrada nos sentimos perplejos, pero enseguida descubrimos la intención del cronista y las variadas lecciones de esta página. Advertimos cómo las palabras signo y gloria se destacan. Se contrapone el agua de las tinajas para las abluciones judías y el buen vino que los criados llevan al chef del banquete. Y grabamos en la memoria que aquel día Jesús inició su vida pública. Que ante aquel signo los discípulos afianzaron su fe en el Maestro.

En Palestina las bodas se celebraban casi siempre al aire libre, pues las estrechas casas no alcanzaban a albergar los convidados.

Generalmente se iniciaba la fiesta desde el miércoles, prolongándose hasta el sábado siguiente. Invitados, vecinos y curiosos se acercaban a los novios para implorar sobre ellos las bendiciones de Yahvé y compartir las bebidas y las viandas.

El menú de la ocasión incluía cordero hervido en leche, legumbres y frutas secas. Todo ello acompañado con vino, el cual se temperaba con agua y se mejoraba con especias.

Aquella boda transcurría normalmente. Pero un problema vino a opacar la fiesta. Los novios no previeron la cantidad de visitantes y de pronto se les agotó el vino.

«La madre de Jesús estaba allí», anota san Juan, porque quizás alguno de los novios era su pariente. Y ella, al fin y al cabo madre y mujer, se propone remediar la situación. Lo hace con cariño y discreción: «No tienen vino», le insinúa a su Hijo. El Señor parece hacer repulsa: «Mujer, no ha llegado mi hora». Pero enseguida decide estrenar su tarea en aquella fiesta. Y ordena a los criados que lleven agua de las tinajas al director del banquete. De repente, aquellos seiscientos litros de agua se convierten en vino de óptima calidad. «Tú has guardado el mejor vino hasta ahora», le dirá el maestresala al novio.

El Señor inaugura su misión en una fiesta de bodas y no en el templo de Jerusalén o en el monte Tabor. Así dibuja en borrador ese Reino de Dios, al cual dedicará tantas parábolas. Un reino que integra todo lo nuestro: Amor, fiesta, compañía, banquete… elevándolo a un nivel superior. Un Reino donde lo común y ordinario logra otra dimensión, por la presencia viva de Cristo y de Nuestra Señora.

Si no se hubiera producido el milagro, muchos señalarían a la pareja de Caná como «aquellos a quienes se les agotó el vino».

¿Será que a los cristianos de hoy ya se nos agotó la fe en Dios y también la esperanza?

2. Los agentes ocultos

«Jesús les dijo: Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les mandó: Sacad ahora y llevádselo al mayordomo. Ellos se lo llevaron». San Juan, cap. 2.

A pesar tantos egoísmos personales y grupales, a pesar de las guerras, de la incomunicación que a todos nos aísla, hemos avanzado en vida comunitaria. Vaya cómo ejemplo: Antes se atribuyó el descubrimiento de América a un sólo hombre, aunque en torno a él colaboró un amplio colectivo.

Hoy, en cambio, explicamos decididamente la conquista del espacio cómo mérito de muchos astronautas y numerosos científicos que acompañaron su proeza.

Actualmente nada puede llevarse a cabo sin los consejeros económicos, los asesores, el grupo de investigación, los técnicos de seguimiento y los controladores. Ya no es posible ni vivir ni subsistir, si no es en comunidad.

Cuenta San Juan que en Caná de Galilea, con ocasión de una fiesta de bodas, Jesús dio comienzo a sus signos cambiando el agua en vino. Salió en ayuda de aquellos esposos desprevenidos que no contaban con tantos comensales.

El primer milagro del Señor se realiza en equipo. María llama la atención de su Hijo, El aporta su poder, los sirvientes, siguiendo la orden de Jesús, llenan las tinajas hasta el borde. Luego le presentan el agua al mayordomo de la fiesta. Este prueba el agua transformada y llama al novio para decirle: Has guardado para el final el mejor vino…

Todo un trabajo comunitario, en el cual cada uno aporta lo mejor de sí. Lo que sabe, lo que puede.

Al leer esta historia, descubrimos una valiosa lección: Con excesiva ligereza y autosuficiencia, le damos o le quitamos importancia a la gente, por el oficio que desempeña. No apreciamos a los humildes que realizan tareas ignoradas, las cuales sin embargo, ocupan los primeros renglones en la agenda de Dios.

Estos agentes ocultos están siempre detrás de cada acontecimiento, de cada actividad o programa, de cada triunfo. Así sucede en los gobiernos, en la Iglesia. Algunos nombres aparecen en la fachada. Detrás, cubiertos por el resplandor de unos pocos, muchos innominados.

Hasta cincuenta o más personas son necesarias para que llegue a nuestra mesa un pedazo de pan… El ajetreo diario no nos permite tenerlas en cuenta y celebrar con cada una de ellas la fiesta de la vida.

Cuando admiramos una edificación preguntamos: ¿Quién fue el arquitecto? Pero nunca:

¿Quién fue el maestro de obras, el delineante ? Quiénes los albañiles, los pintores, los electricistas, los fontaneros?

Y cuando se nos invita a cenar, agradecemos a la anfitriona. Casi nunca a la empleada que aportó su tiempo y sus habilidades.

En el Antiguo Testamento se habló de un Dios que salva. Hoy, después de la Encarnación, sentimos a un Dios que salva con nosotros.

3. Las llenaron hasta arriba

«Jesús les dijo: Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba». San Juan, cap.2.

Alguien decía que, con cierta frecuencia, a Cristo se le trata en las bodas como a los fotógrafos. Al terminar la ceremonia: «Muchas gracias. Ya te llamaremos más tarde. Que tengas buena noche».

Cristo inicia su vida pública, conviviendo con unos amigos en una boda de Caná, en Galilea. Allí «comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en El».

Comenzó sus signos ante una necesidad muy simple: no tenían vino.

Si no solamente escuchamos las palabras del Evangelio, sino que también tratamos de convivir con el Señor, llegaremos a descubrir el sentido y las condiciones de sus signos.

¿Cuáles son esas condiciones? Cuando lo invitamos a nuestra vida, Cristo realiza sus signos. Cuando lo invitamos con su Madre y cuando nos comprometemos a poner agua allí donde lo que falta es vino. Cristo trabaja con hombres de fe.

Cristo es nuestro invitado: El Señor vino a «acampar entre nosotros». Pero anhela estar presente en cada uno y en todo lo que una vida significa: Búsqueda, luchas, errores, caídas, fracasos, aciertos, dudas, éxitos, tragedias. Jesús inicia su vida pública en las bodas de unos amigos. Quiere estar presente en nuestro amor.

Quiere compartir con nosotros esta aventura

Invitado con María: Ella es la presencia femenina Dios en el mundo. Ella es la que sabe adivinar que «no nos queda vino». Con su intuición y su ternura detecta todas nuestras carencias.

Y allí en Caná descubrimos unos hombres de fe. Dispuestos a llenar las tinajas y a llenarlas hasta arriba. El mundo cambiará si cada uno de nosotros sigue aportando agua, que es la materia prima para ese vino del Señor. El mundo cambiará si no escuchamos a los sensatos, a los realistas. A los supuestos sabios que nos dicen: «¿Para qué, si esto ya no tiene remedio?». «¿Y tú sigues creyendo en la Iglesia? Pero si hoy nadie tiene fe…!». Si continuamos llenando las tinajas, entonces Cristo hará sus signos y se realizará el misterio.

¿Pero qué es el misterio? Es el poder del Señor, que va más allá de nuestras posibilidades. Poder de Dios que convierte el agua en vino. Tantas veces cuando se escaseaba nuestro vino, hemos prescindido del misterio.

Le hemos quitado el misterio a lo religioso. Pretendemos explicarlo todo. Reducirlo a nuestra condición limitada y humana y darle una dimensión científica. Le hemos robado al sexo su misterio, porque hemos pretendido convertirlo en una ciencia y enseñarlo como una técnica. Lo hemos disociado del amor y de la vida.

Recémosle entonces a María para que, por su intercesión y con la gracia de Cristo, el agua de nuestros esfuerzos se convierta en el vino generoso de una vida plena y feliz.

— o o o —

Tercer domingo

1. Nazaret, donde se había criado

«Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro de Isaías». San Lucas, cap. 4.

«La vida de Brian», una película de Terry Jones, presenta medio en serio, medio en broma la vida de Cristo. En la escena del Sermón de la Montaña, la gente que no logró acercarse al Señor lo interrumpe y grita:

¡Más fuerte! ¡No se oye! Pero cuando el Maestro lee, en la sinagoga de Nazaret y afirma: «El espíritu del Señor está sobre mí», los presentes se miran desconcertados, sin pronunciar palabra.

Jesús ha regresado a su aldea, «donde se había criado», según dice san Lucas. Como judío observante, acude el sábado a la sinagoga y allí le piden que haga la lectura. Desenrollando el libro de Isaías, proclama aquel pasaje del capítulo 61, donde se habla del futuro Mesías.

Durante muchos siglos, el pueblo escogido soñó con un líder, que tuviera la fuerza, el espíritu de Yahvé. Lo llamaron Mesías, que significa ungido. Porque la unción con aceite de olivas, que recibían los reyes y los profetas de entonces, significaba la presencia de Señor en sus personas. Algunos esperaban un rey, otros un guerrero que expulsara de su territorio a los invasores.

Aparece Jesús y muchos judíos no comprenden su calidad de Mesías. Lo entienden como el hijo del carpintero. Un maestro novato que cuenta apenas con treinta años. O quizás un charlatán.

Pero aquel día, en la sinagoga de su pueblo, el Maestro afirma solemnemente su condición de Mesías: «El espíritu del Señor está sobre mí». Y señala cual será su tarea concreta: Dar a la buena noticia a los pobres. Anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista. Libertar a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor.

«Hoy se cumple aquí esta profecía,» dice Jesús, al devolver el libro al secretario de la sinagoga.

En la declaración de Cristo se destaca aquello de la Buena Noticia, que empezaban a oír tantos desconsolados por la tardanza de Dios en socorrerlos. Anuncio que hoy llega hasta nosotros, aunque hayamos perdido la esperanza.

Palabra que llega hasta los pobres. Y pobre, en sentido bíblico, es todo aquel que abre su corazón al Señor

La forma de gritar la Buena Nueva se concreta en libertar a los cautivos y dar vista a los ciegos. Proclamar un tiempo de salvación, año de gracia del Señor.

Bien sabemos que hay esclavitudes del cuerpo y otras del alma. Hay cegueras ante la luz del día y muchas tinieblas interiores. Valdría la pena, ante el Señor Jesús, hacer la lista de nuestras cadenas y de nuestras sombras.

El ha venido a vencer todo esto, para que un día vivamos en libertad y en luz.

Uno piensa que hicieron bien quienes gritaban en el monte Tabor: ¡Más fuerte, no se oye! Demostraron su interés por la enseñanza de Jesús. Si hoy hiciéramos lo mismo, la Iglesia tendría oportunidad de anunciarnos con la mente y el corazón, la Buena noticia de Dios, el Evangelio.

En cambio, aquellos de la sinagoga de Nazaret apenas se miraron extrañados, sin pronunciar palabra. Igual que muchos de nosotros.

2. Pequeños proyectos

«Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan». San Lucas, cap. 4.

Jesús regresa a Nazaret, la tierra de su infancia. Según la costumbre judía, asiste el sábado a la sinagoga, entre el grupo de sus paisanos. Allí le entregan el libro de Isaías. Puesto de pie, desenrollando el libro, lee aquel pasaje del capítulo 61: «El Espíritu del Señor está sobre mí: Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para dar la libertad a los oprimidos».

Y luego explica a la asamblea: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír».

Sin embargo, al contemplar el mundo que nos rodea, advertimos que ni esta Buena Noticia ha llegado a los pobres, ni esta liberación prometida se ha realizado.

¿ Ha fallado entonces el poder de Jesús? ¿Como la de tantos profetas, fue vana su palabra?

Somos nosotros los portadores de esta noticia, los responsables de esta liberación, quienes hemos fallado. Del Señor es la doctrina, la fuerza interior que mueve la Iglesia, la iluminación del Espíritu, el entusiasmo de todos los días.

Porque olvidamos que Dios nos pide a sus amigos estar íntimamente comprometidos con sus planes: Llevar a los pobres este anuncio, poner por obra esta liberación. La transformación del mundo es labor nuestra.

Sin embargo, convencidos de esta vocación, nos sentimos impotentes ante el inmenso grupo de pobres y oprimidos

Pero recordemos que las obras de Dios se inician siempre con pequeños proyectos, con humildes iniciativas.

Es evidente que una familia cristiana no puede suprimir los cinturones de miseria que rodean muchas ciudades. Pero sí puede donar una vivienda u obsequiar los materiales para construirla.

Ninguna empresa puede absorber a todos los desempleados del país, pero sí puede generar más empleo. Ningún profesional alcanza a atender todos los casos de caridad. Pero un médico, un odontólogo, una enfermera, pueden regalar unas horas de su trabajo.

Ningún grupo financiero, social, deportivo o artístico alcanza a saciar el hambre de tantos desnutridos. Pero ayudar a los marginados puede estar entre sus objetivos.

Un universitario apenas sueña con servir a las clases pobres, pero un grupo de estudiantes puede remediar muchas tragedias.

Al conocer la amarga realidad de hoy algún joven sentirá dolor, ira o desesperanza. Pero enseguida comprenderá que el Señor lo llama a evangelizar a los pobres, cómo seglar o cómo sacerdote.

Actualmente urge llevar el mensaje del Señor. Urgen las liberaciones políticas, culturales, económicas. Pero todo ello seguirá siendo una utopía sin el compromiso personal con los necesitados.

3. ¡Arriba las buenas noticias!

«El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres». San Juan, cap.4.

Un joven se acerca al sacerdote: Es una historia larga de pecados, derrotas y sufrimientos. El Padre lo interrumpe de improviso: ¿Por qué no me dices primero todas las cosas buenas que has realizado en estos años?

El muchacho lo mira a la cara asombrado y rompe a llorar. Por primera vez, alguien le mostraba que en su vida también la bondad había fructificado.

El Evangelio nos muestra a Jesús en la sinagoga de Nazareth. Volvía a sus gentes, a su paisaje natural de vides y rebaños. Estando en la sinagoga y luego de leer un trozo de Isaías, explica a los presentes que su misión está plenamente unida a aquella de los antiguos profetas: «El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los hombres».

El mundo actual se ha llenado de noticias desoladoras. No sólo por las cosas que ocurren, sino porque cada uno de nosotros se volvió un portador de malas noticias. Lo cual nos ha llevado a desconfiar, por sistema, de los demás. A imaginarnos siempre lo peor. A saborear morbosamente los errores y las tragedias ajenas.

Cristo vino a traernos las Buenas Noticias de un Dios que ama a sus hijos.

A nosotros nos toca difundirlas en todos los ambientes y situaciones. Al esposo o a la esposa que ya no saben luchar más, al limitado físico, al anciano que empieza a sentirse inútil para todos, al obrero que no es calificado, al sacerdote que flaquea, al hijo que se equivoca procurando estrenar la libertad, hemos de llevar la buena noticia de Jesús, con frases de amor y de esperanza.

En determinados momentos, cada uno de nosotros comprueba que es pobre, que está cautivo, que sufre en la opresión, que lo aqueja una ceguera interior.

¿Quién no ha sufrido en soledad y ha deseado una palabra, una voz, un rostro que lo anime, que le diga que no todo anda mal, que no es tan pecador como se cree, que todavía hay remedio? ¿Qué hay Alguien que lucha a nuestro lado? ¿Alguien que ve lo pesado de nuestra cruz y lo doloroso de nuestro cansancio?

Jesús habló del «Año de gracia del Señor». Un año se vive en cada minuto. En cada instante en que los hombres de buena voluntad anunciamos las buenas noticias de Jesucristo. Buenas noticias que madrugan a visitar a todos los pobres y oprimidos, por el ministerio de las manos amigas, de las palabras optimistas y de las caras amables de quienes tratamos de vivir el Bautismo apoyados en la fuerza del Señor.

— o o o —

Cuarto domingo

1. ¿De qué sirve creer?

«Dijo Jesús: Sin duda me diréis: Haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm». San Lucas, cap. 4.

Las cosas importantes de la vida no sirven: La importancia del arte no es primariamente económica. La amistad nunca se mide en pesos o en intrigas. No vale la pena ser honrados en función de ventajas y ganancias.

Bajo esta misma óptica conviene analizar la fe. Ella nos conduce a un nivel superior de la existencia. Pero no podemos catalogarla como herramienta para alcanzar provechos inmediatos y visibles.

Jesús, de regreso a Nazaret, ha visto el interés de sus paisanos ante los milagros que él realiza. Desean que los haga también aquí en su pueblo. Pero el Señor explica que su misión va más allá de estos signos que favorecen a unos pocos, pero anuncian la salvación para todos.

Los habitantes de Nazaret se enfurecen ante el desaire del Maestro, e intentan despeñarlo por un barranco cercano a la aldea. Esperaban disponer de este profeta para su uso particular. Entendían el proyecto de Jesús en un sentido utilitarista. El mismo que tantos bautizados le hemos dado a la fe.

Muchos ensayamos la oración y los sacramentos, como medios de poner a Dios a nuestras órdenes. De momento rozamos lo sagrado, pero en busca de ventajas materiales. Entonces, ¿de qué sirve creer?

Todo pudiera comenzar ese día, en el cual comprobamos que no somos dueños del mundo y ni menos de la historia. Que existen leyes físicas que no logramos manejar. Que deseando ser honestos, pocas veces logramos alcanzarlo. Comprendimos entonces que apenas somos seres pequeñitos frente a un mundo infinito - visible e invisible- y frente a Quien lo puso a funcionar.

Pero aparece enseguida otro problema: ¿Qué clase de persona será ese ser poderoso

Los pueblos primitivos miraron que Dios se les mostraba en la altura humeante de una montaña. También en el sol, en el rayo, en la nube.

Otros grupos humanos descubrieron aquel Dios inmaterial que muchas religiones nos presentan.

Pero a los cristianos Dios se nos manifestó en el Hijo de María. Aquel Dios invisible se hizo visible en Jesucristo, para enseñarnos que quien creó los cielos, quien puso leyes a los hombres y a los astros, es ante todo un padre. Y nos invita a ser amigos suyos, más allá de las posibles ventajas que nos traiga su conocimiento.

Toda amistad, si es positiva y fuerte, transforma a quienes aman. Así es la fe. Nos dice León Bloy que cada hombre posee rincones en su corazón que no existen, mientras no llegue allí el dolor. Igual cosa afirmamos de la fe. Ella dilata nuestra geografía personal para hacernos plenamente humanos. Pero a la vez contagiados de Dios. Por eso hijos. El discurso tradicional de la Iglesia habla de «filiación adoptiva».

Además la fe explica, aunque en lenguaje cifrado, aquellos dolorosos enigmas del mal, el futuro y la muerte.

Entre el hombre que cree y el increyente existe una distancia de años luz. Pero a todos nos ama Dios y desea mantener con nosotros una amistad creativa y estable. Sin embargo, quien no cree camina por la tierra de espaldas a tantas maravillas.

2. Ciudadanos del mundo

«Le dijeron a Jesús en la sinagoga: Haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm». San Lucas, cap. 4.

Una señora piadosa se quejaba ante unos jóvenes: Me hice cargo de la educación de un sacerdote y ahora lo destinan al África. Lástima señora, le respondió uno de ellos, que su corazón no resista un viaje espacial.

¿Por qué?, preguntó la señora.

Porque entonces aprendería que, vista la tierra desde arriba, desaparecen todas las fronteras. Cuando Jesús regresa a Nazaret, sus paisanos le reprochan que no realice entre ellos sus milagros.

¿Querían satisfacer su curiosidad? ¿Remediar sus necesidades? ¿Hacerse notorios entre los pueblos vecinos? Jesús les responde que no se puede encerrar la redención en un pequeño rincón de la tierra. Y les recuerda ciertos hechos de la historia de Israel.

Elías fue enviado por Dios a socorrer a la viuda de Sarepta, en territorio extranjero. Y aunque entre los judíos había muchos leprosos, Eliseo cura solamente a Naamán, un extranjero que viene desde Siria.

Frente a nuestros personalismos, el Señor coloca su mensaje de fraternidad universal. Ante nuestros regionalismos, su doctrina de igualdad entre todos los hombres. Delante de nuestros nacionalismos, su exigencia de colaboración internacional.

Alguien opina que los cristianos somos con frecuencia aves de corto vuelo. Olvidamos que, desde el principio, tenemos una vocación universal,

Los apóstoles no se quedaron encerrados en el Cenáculo. Se repartieron por el mundo de entonces, para repartir el mensaje del Señor. Luego, otros cristianos llevaron la Buena Nueva a los pueblos distantes. Muchas comunidades cristianas no crecen difusivamente cómo la luz, cómo el viento, sino circularmente cómo ciertas plantas: Cualquier movimiento revierte sobre ellas mismas.

Vencemos este personalismo si motivamos a los hijos frente a las apremiantes realidades sociales. Superamos este regionalismo, cuando el sistema educativo mentaliza a nuestra juventud y le enseña que no estamos en el mundo para tener ni para dominar, sino para ser y compartir…

Rompemos este nacionalismo, cuando nos sentimos ciudadanos del mundo, comunicados con mucha gente que nos necesita: Campesinos, indígenas, emigrantes, marginados… Vivimos nuestra vocación universal cuando social, económica y culturalmente, superamos todas las fronteras.

Crecemos difusivamente cómo la luz, cuando borramos las fronteras de todo el planeta y nos sentimos ciudadanos del mundo.

3. Almacén de milagros

«Al oír esto, todos en la sinagoga, se pusieron furiosos y lo empujaron fuera del pueblo». San Lucas, cap.4.

En Navidad, un pequeño le escribía al Niño Dios: «Te agradezco mucho tu venida. Pero a veces sólo pienso en los regalos y no en Ti». Los cristianos también somos con frecuencia infantiles. Como este niño de la carta. Y como los paisanos de Jesús, que admiraban al hijo de José y aprobaban su doctrina, pero pedían de prisa los milagros.

Cuando Cristo explica que estos no son lo esencial en su programa, se ponen furiosos y lo empujan fuera del pueblo.

Quiere el Señor que aceptemos su mensaje, confiando siempre en El y tomando a cuestas nuestros deberes ordinarios. Pero no quiere que le tengamos como un almacén de milagros. Vamos de viaje y apenas estamos ensayando la vida en este teatro del mundo, como enseña San Pablo. Ser cristiano no es estar como Alicia en el País de las Maravillas.

Dios es fuente y origen del milagro, pero a la vez nos regala cada día dones maravillosos y nos anima a realizar nuestros propios milagros: El milagro de la vida. Procuremos rodearlo de mucho amor, de responsabilidad y de respeto

El milagro de la alegría. Vivir alegres, no obstante los dolores, las enfermedades, los problemas, es un don del Señor.

Nuestra alegría forja la infraestructura para las tres virtudes teologales.

Dios admira el milagro de nuestra monotonía. Esa que tiene el hermoso nombre de fidelidad, porque es hermana pequeña de la fe. Al Señor le subyuga nuestro esfuerzo por seguir amando, a pesar de las fallas ajenas, de las propias, del peso de la vida y los fracasos.

Dios se complace en el milagro de nuestro entendimiento, cuando nos abrimos en comunión a la luz, a la ciencia, al espacio infinito, a la incógnita del futuro y a la magia de las palabras.

Dios se pone feliz ante el milagro de la paz. Cuando resolvemos convertir los fusiles en instrumentos de labranza, borramos del corazón los recuerdos amargos y nos sentimos otra vez hermanos.

Somos nosotros los protagonistas de numerosos milagros. El Señor sabe que ese poder y mucho más, nos viene de su mano, pero se hace el desentendido. No nos damos cuenta de tantas maravillas y a ratos creemos que nuestra vida no vale nada. Seguimos siendo niños.

— o o o —

Quinto domingo

1. Tantas redes vacías

«Cuando Jesús acabó de hablar, dijo a Simón: Rema mar adentro y echad las redes para pescar». San Lucas, cap. 5.

El río que parece mar, llamó Francisco de Orellana al Amazonas, cuando topó con sus inmensas aguas. También los hebreos llamaron mar al lago que forma el río Jordán, de camino hacia el sur.

Allí, bajo una superficie de 144 kilómetros cuadrados, se criaban hasta catorce especies de peces comestibles. Una cifra que mermaba ante la ley que consideraba impuros los carecían de aletas y de escamas.

Se pescaba entonces con anzuelos fabricados de hueso, de hierro o cobre. También con redes: Una pequeña y circular, que se arrojaba desde la playa y otra mayor, para la pesca lago adentro.

La vida pública de Cristo discurre mucho tiempo a la orilla del lago. Por las aldeas de su entorno. Y entre los doce escogidos por Jesús, el Evangelio señala tres parejas de pescadores: Pedro y Andrés, cuyo padre se llamaba Jonás, naturales de Betsaida, un nombre que significa pesquería. Santiago y su hermano Juan, hijos de Zebedeo y Salomé. Santiago el Menor y Judas Tadeo, también hermanos, a quienes el Nuevo Testamento reconoce como «parientes del Señor». Todos ellos se ganaban la vida en el lago, dueños de alguna microempresa, o como obreros alquilados.

Jesús los llamó un día, invitándolos a ser pescadores de hombres y ellos, dejando las redes y las barcas, le siguieron. Les proponía un distinto objetivo, pero la misma técnica de esfuerzo y de constancia.

Cuenta san Lucas que un día el Maestro invita a Pedro a adentrarse en el lago, y arrojar las redes. El apóstol explica su fracaso anterior: «Hemos pasado bregando toda la noche y no hemos cogido nada».

Pero añade enseguida desde el corazón: «Sin embargo, porque tú lo dices echaré las redes».

El resultado fue asombroso: Cogieron tanta pesca que la red se rompía. Llamaron entonces a sus compañeros y llenaron de pescado las dos barcas, casi hasta hundirlas.

Un carpintero de Nazaret da lecciones de pesca a unos peritos del mar de Galilea. Pero conviene recordar que Jesús es el Hijo de Dios.

Quien asegure que nunca ha fracasado nos estará mintiendo. Porque esta vida temporal se entrevera de ciertas alegrías, algunos éxitos, muchas ilusiones frustradas y numerosos desengaños. Tantos esfuerzos vanos. Tantos proyectos inútiles. Tantas redes vacías. Tantos que arrastran su existencia, ignorando la razón de su viaje y su destino.

Simón Pedro experimentó en carne propia un antes, mientras luchaba solo y un después, en compañía del Señor. Una noche colmada de zozobra y un día luminoso, donde la pesca es abundante. La fe no es garantía de que todo nos saldrá bien, pero sí es certeza de no estar nunca solos. Confianza en Otro que lo puede todo y que nos ama.

La reacción de Pedro ante aquella pesca inesperada, fue arrojarse a los pies de Jesús, diciéndole: «Apártate de mí, que soy un pecador». Se nos antoja corregirle la plana al apóstol. Ante el poder de Dios no hemos de decir: Apártate de mí, sino al contrario: Señor acércate más, precisamente porque somos pecadores. Así podremos iniciar nuevamente la aventura de las redes vacías, que el Señor sabe colmar en un momento.

2. De pecador a pescador

«Al ver tanta pesca Simón Pedro exclamó: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador. Jesús le dijo: No temas, desde ahora serás pescador de hombres». San Lucas, cap. 5.

Cuando Juan Pablo II visitó por vez primera España, los pescadores de Galicia lo recibieron con una pancarta que decía: «Pedro, vuelve a los tuyos». Tiene la Iglesia una herencia de mar. Viene de gente pescadora y marinera.

Por esta razón, el cristiano está acostumbrado a huracanes y a sobresaltos. Conoce el trabajo infructuoso y la alegría de las redes colmadas. Cultiva todos los días una ilusión renovada y son suyos los horizontes dilatados y profundos.

Además, sabe adivinar la presencia del Señor a través de las sombras. Cómo los apóstoles en el lago. Pero también a veces el cristiano es pusilánime. Cómo Pedro aquella vez en el mar de Tiberíades.

Los fallos personales modifican de diversa manera nuestra interior fisonomía. A algunos les producen un estoico y estéril conocimiento de sí mismos. A otros les ayudan para afianzarse en la humildad. A otros les proporcionan una fácil excusa para evitar todo esfuerzo. A otros los sumergen en un pesimismo sistemático.

Pero en ocasiones, verificar la propia pequeñez es la piedra de toque para iniciar grandes empresas. Así ocurrió con Simón Pedro. Cuando quiere apartarse de Jesús, declarándose pecador, recibe el llamamiento de Cristo que lo convierte en pescador de hombres

Esto sucede una tarde en el lago. Los apóstoles, al mandato de Jesús, echan las redes y recogen tanta pesca que las barcas amenazan hundirse.

Cuando nos reconocemos limitados, el Señor empieza a revelarnos algo escondido, un «más allá» que guarda para nosotros: Después del pecado, una sed inexplicable de inocencia. Después del fracaso, un deseo de luchar más y un reconocimiento de nuestros errores.

Después del conflicto, el apoyo que nos brinda el hermano. Después de la traición del amigo, la convicción de su retorno.

El tiempo, mensajero cómo Gabriel, nos entrega esos «más allá», si vivimos serenamente la esperanza.

Simón se convierte en Pedro, piedra fundamental de la Iglesia. El pecador se vuelve pescador de hombres. El cobarde muere por Cristo en la capital del Imperio romano.

Germán Pardo García desvela hermosamente ese futuro cuando nos dice: «Más allá del silencio, la armonía. Más allá de las formas, la presencia. Más allá de la vida, la existencia. Más allá de los gozos, la alegría».

3. Al final de la noche

«Al ver tanta pesca, dijo Pedro a Jesús: Apártate de mí porque soy un gran pecador. Jesús le contestó: No temas; desde ahora serás pescador de hombres». San Lucas, cap.5.

Decía un campesino al cura del lugar: Esta finquita es mía, padre, y de Nuestro Señor Jesucristo. Pero si le viera el abandono cuando El solo la administraba.

Es maravilloso el trabajo del hombre, respaldado por el poder constante e invisible de Dios.

De esto nos habla el Evangelio. Nos describe dos momentos: El de los discípulos que trabajan solos toda la noche, sin poder coger nada. Y aquel en que el Señor los invita a echar las redes. Y la pesca es tan abundante que la barca se hundía. Pedro, entonces, se llena de miedo y suplica a Jesús: Apártate de mí, porque soy un pecador.

También nosotros como Pedro, le pedimos a Dios que se aleje, cuando alcanzamos éxito en alguna tarea. Pedro lo hizo por humildad. Nosotros lo hacemos por suficiencia. Le decimos: Ya no me queda tiempo para ti. Tengo unos planes donde tú no cabes. De hoy en adelante, me las arreglo solo y tu presencia me complica la vida.

¿Qué imagen tenemos de Dios? Sabemos quizás reconocerlo cuando los dolores nos golpean, en las dificultades, en las penas. Cuando las cosas no andan bien decimos que el Señor nos envía una prueba. Pero El tiene además unos planes, que acostumbra revelar en los éxitos. Cuando Pedro, aunque temeroso, se alegra con la barca llena de pesca, el Señor le anuncia que de ahí en adelante será un pescador de hombres.

Si nuestro hogar es feliz, Cristo nos invita a acompañar a otros para que vivan ellos también plenamente la vocación de la familia. Cuando los demás nos aceptan y nos valoran, es porque podemos compartir con ellos nuestra fe, lo que somos y lo que tenemos.

Si logramos culminar una carrera, el Señor nos envía a servir a los más necesitados. Cuando nuestras finanzas marchan bien, El nos insinúa compartir con los que no tienen, realizar iniciativas concretas en favor de los más desamparados.

No cerremos los ojos ni el alma, porque los planes del Señor nos salen al camino todos los días, disfrazados en los acontecimientos. En los triunfos y en las alegrías, llegan esos deseos de Dios, vestidos de gala.

Son invitaciones indeclinables a vivir nuestra vocación de hombres y de cristianos.

El mundo espera el entusiasmo, el gozo, la convicción amable, la fuerza de las manos y el corazón que se fatigaron muchas horas, pero que pueden, por la palabra de Jesús, colmar la barca de pescados, al final de la noche.

— o o o —

Sexto domingo

1. ¿Dónde estará ese monte?

«Bajó Jesús del monte, se detuvo en un llano frente a muchos discípulos, y les decía: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»… San Lucas, cap.6.

Píndaro, un poeta del clasicismo griego, llamó «macarios» que significa bienaventurado, al hombre a quien los dioses le han participado su dicha. Más tarde, el término significó la despreocupación de los ricos frente a las angustias cotidianas.

Luego aparecen ciertas formas literarias, con las cuales se alaba a quienes triunfan en algún proyecto. Son los llamados macarismos, muy frecuentes en los Libros Sapienciales.

También Jesús nos habla de felicidad. Su enseñanza la resumen los evangelistas en el Sermón de la Montaña, pronunciado por el Maestro en la falda de un monte. San Mateo presenta ocho caminos para alcanzar la dicha. San Lucas trae sólo cuatro, pero añade otras tantas maldiciones: «Ay de vosotros»…Son cuestiones de estilo.

¿Quiénes escuchaban a Jesús aquel día? Gente igual a nosotros, que sufría un ansia irresistible de felicidad. Allí se agolpaban pastores y labriegos, pescadores del lago, arrieros, negociantes de asnos y camellos. Pudo haber entre ellos algún letrado, que no escondería su desprecio por ese «pueblo de la tierra», preocupado tan sólo de trabajar para comer.

Al común de los cristianos nos desconcierta el Sermón de la Montaña. Lo comparamos con las tarjetas de Navidad, en las cuales los amigos nos desean una felicidad ilusoria. Por esto las Bienaventuranzas han transcurrido sin pena ni gloria en nuestra vida.

Un escritor afirma que, aunque despojáramos esta palabra de Jesús de su contenido religioso, continuaría siendo un camino de iluminación y de equilibrio.

Comúnmente creemos que los problemas, las enfermedades, los dolores impiden la felicidad. Por ellos precisamente, dice Cristo, podemos ser felices. Porque «la felicidad no es un lugar a donde se llega, es una manera de caminar». Su palabra se dirige a los más atormentados de entonces: Los pobres, los hambrientos, los que lloran y quienes padecen persecuciones.

Allí el Maestro habla no de una pobreza solamente económica, sino de un desapego que nos permite atar el corazón a Dios. Hambre aquí significa un deseo tenaz de llevar a la práctica los planes del Señor. Llorar no es solamente un hecho físico. Es mantener el alma en vilo, mientras el reino de Dios no brille sobre la tierra. Y las persecuciones, que a veces son visibles y muchas veces ignoradas, son tantas peripecias que maltratan nuestro quehacer cristiano.

En tiempos de Cristo la felicidad venía siempre de afuera. Un judío corriente la alcanzaba por sus muchos hijos, numerosos ganados, salud cumplida y prolongados años. El Señor explica que la dicha verdadera brota del propio corazón, inundado por el Evangelio.

Nos preguntamos si hoy, sobre la geografía del mundo, existe el monte de las bienaventuranzas. Existe. Y cuantos tratan de imitar a Jesús lo han escalado con éxito. Sin embargo, pocas veces revelan su secreto, pues los más altos sentimientos del alma se esconden con pudor. Y es conveniente que la felicidad cristiana vaya de incógnita para evitar profanaciones. Aunque podremos reconocerla bajo diversos nombres: Paz interior, serenidad, equilibrio, paciencia a toda prueba. Y también en la alegría imperturbable de quienes ya la disfrutan.

2. Los caminos de la dicha

«Jesús les dijo: Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de los Cielos. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados». San Lucas, cap. 6.

Se cuenta de un bajá que exigía cada año a los súbditos un tributo, equivalente a su peso: En trigo, aceite, en oro o en piedras preciosas. Cada uno debía de entregar el tributo en la especie o producto, más o menos valioso, según correspondía por su status económico y su posición social.

Todos se esforzaban en el trabajo, para mejor cumplir tal requisito, que les reportaba salud, tranquilidad y la alegría de contar con la amistad y el favor del bajá.

También nosotros, para alcanzar la dicha, seríamos capaces de entregar lo que somos y tenemos. Porque todos, de una u otra manera, buscamos ser felices: El viajero, el asceta, el artista, el estudioso, el mendigo, el suicida, el drogadicto.

Cristo, que cómo dice un Salmo, conoce de qué pasta es el hombre. Obviamente sabía nuestro instinto de felicidad. Pero la novedad de Las Bienaventuranzas consiste en mostrar que los caminos de la dicha no son los que comúnmente transitamos.

Creemos que la felicidad la dan el dinero, las cosas, los viajes, las diversiones, los vicios. O que el amor la trae, cómo por encanto, a nuestra vida.

Pero el amor humano es frágil y está contagiado de egoísmo.

¿Nos harán felices la ciencia, el progreso, el dominio sobre los demás? Muchos que han gozado estas ventajas confiesan que no lograron ser dichosos. El Sermón de la Montaña nos revela una jerarquía de valores, que comienza a construir la felicidad desde ahora y desde otros presupuestos.

Una felicidad relativa, pero cierta. Jesús nos enseña una manera de mirar la vida: Entonces las personas, las cosas y los acontecimientos, adquieren una nueva dimensión. Los bienes materiales nos permiten compartir. La lucha por la verdad y la justicia nos gratifica. Y el hambre de justicia, de bondad y de amor se convierte en plenitud.

Al mirar a nuestro alrededor, descubrimos con sorpresa que muchos realizan en su vida Las Bienaventuranzas: Padres de familia, estudiantes, obreros. Aquellos que se exponen a ser excluidos del grupo, del sindicato, de la junta directiva, por no aceptar lo incorrecto.

Todos ellos hacen comunidad caminando juntos, con la seguridad que aporta la palabra del Señor: ¡Felices vosotros!

3. La piedra filosofal

«Jesús, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios». San Lucas, cap. 6.

Los alquimistas medioevales soñaron con la piedra filosofal, a cuyo contacto se cambiarían en oro todos los metales. Entonces la humanidad sería feliz.

Nosotros descartamos este sueño, pero seguimos persiguiendo la felicidad. Aunque, un poco más realistas, ya no la ambicionamos tan completa. La relegamos a algunas áreas de nuestra existencia. Es una dicha más modesta , pero al fin y al cabo, más asequible: Diversiones, vestuario, mesa, amistades, viajes… Se la consigue por módicas cuotas mensuales, o capitalizando poco a poco.

Si en el índice de una Biblia buscamos la palabra felicidad, se nos remite a muchos lugares: Entre ellos el capítulo VI de San Lucas. Jesús proclama, sobre una colina, cuáles son sus métodos para que el hombre llegue a ser feliz.

Sin embargo, este texto leído a la ligera, más parece una página de un poeta oriental, llena de contraposiciones. Y nos desconcierta que, según el Evangelio, la dicha se alcance por la pobreza, el hambre, el llanto, y el odio padecido a causa del bien.

Sin embargo, si leemos despacio, descubrimos que son pobres aquellos que carecen o se despojan de unos bienes aparentes y fugaces. Pero alcanzan otros bienes enmarcados en el Reino de Dios. Les sabe bien el pan, disfrutan con las cosas sencillas, son libres en sus relaciones no condicionadas por el dinero, el poder o la fama.

Duermen tranquilos y cada amanecer les trae la sorpresa de sus pequeños logros.

Comprendemos que tienen hambre los que no están satisfechos ni de sus virtudes, ni de lo que saben, ni de sus posesiones. Aquellos que nunca se graduaron, que siempre están en camino, que trascienden. Y el Señor se encargará de saciarlos.

Lloran quienes sienten que el mundo no está terminado todavía. Los que no archivan el dolor de sus hermanos, los que no sepultan en las estadísticas el desempleo, la desnutrición, el analfabetismo, la contaminación. Su recompensa está escrita en el salmo: «La boca se les llena de risa» cuando el Señor, con ellos, pone remedio a tantos males.

Son odiados y marginados los que no se venden, los que no claudican, los que cumplen su palabra, los que son minoría.

Los que dicen la verdad, los que llaman a las cosas por su nombre, lo que hablan por los pobres. Los que denuncian y anuncian. El Señor les garantiza un premio de profetas.

Qué bueno que muchos de nosotros ensayáramos, corriéramos el riesgo. Existe la bienaventuranza. Nos lo asegura la palabra del Señor. Esta pobreza que Jesús nos enseña, esa hambre, el llanto la persecución, son de veras la piedra filosofal.

— o o o —

Séptimo domingo

1. ¿Estamos haciendo lo imposible?

«Dijo Jesús: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian». San Lucas, cap. 6.

Señálame, oh maestro, un ideal, pidió el joven discípulo. -Toma el futuro entre tus manos y constrúyelo con toda tu ilusión. Con todas tus fuerzas, respondió el viejo.

- Pero yo quisiera ir más lejos, replicó el muchacho.

Entonces el sufí juntó sus manos, miró al cielo y dijo con voz grave: - Sí es así, arriésgate a emprender lo imposible.

El ideal cristiano de amar aún al enemigo nos parece a muchos imposible. Sin embargo, el Señor lo propone como parte esencial del Evangelio.
La historia bíblica nos cuenta que mientras el pueblo hebreo conquistaba la Tierra Prometida, fue del todo normal el ajuste de cuentas entre familias o individuos. Nacía apenas una organización jurídica para defender al inocente. Comprendemos así tantos brotes de odio y de venganza que jalonan el Antiguo Testamento.

Los tiempos de opresión ablandaron la mente y el corazón de los judíos. Pero de sus plegarias no desapareció un continuo deseo de venganza: «Llueva Dios sobre ellos carbones encendidos. Sean precipitados en el abismo».

Más tarde, los libros sapienciales, iluminados por la sabiduría griega sugirieron al pueblo la mansedumbre y el perdón. Leemos en los Proverbios: «No digas: Yo devolveré el mal; espera en el Señor y El te salvará». «Si tu enemigo tiene hambre dale de comer. Si tiene sed, dale de beber».

Cuando Dios se hace hombre nos presenta en su predicación un ideal de convivencia más humano. «Pero yo os digo…» es la frase con la cual explica un nuevo estilo de vida.

Leemos en san Mateo: «Se dijo a los antiguos: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos»

Y en san Lucas. «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os maldicen, rogad por los que os injurian». «Si hacéis el bien sólo a quienes os hacen bien ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo».

Este amor, que supera todos los condicionamientos del prójimo, se nos pide a los cristianos bajo dos preocupantes condiciones: Al buscarlo seremos en verdad hijos de Dios. Al cumplirlo, superaremos la conducta de los pecadores. Esta palabra, pecador, tenía entre los judíos una connotación muy fuerte. Se aplicaba a quienes habían renegado de la alianza con Yahvé y quienes practicaban los cultos paganos.

Convendría examinar si estamos haciendo siquiera lo posible, en cuanto amor cristiano. Porque a diario se nos presentan situaciones para este ejercicio. Y decimos ejercicio, pues Dios sabe que de un momento a otro no alcanzaremos lo ideal. Pero podemos arriesgarnos a dar un primer paso.

Continuarán sangrando las heridas. Nos sentiremos impotentes ante el dolor y ante nuestra pequeñez. La memoria nos seguirá martirizando. Pero así, lentamente, avanzaremos. Perdonar, ha dicho alguno es recordar las cosas de otro modo.

Con un corazón ajeno al odio y confiado en el Salvador.

2. ¿Sí será algo posible?

«Dijo Jesús: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian». San Lucas, cap. 6.

Tomás de Kempis se lamenta de que muchos acompañan a Cristo en el Tabor, pero muy pocos en el Calvario. Y este calvario no es sólo el dolor físico, o los sufrimientos morales. Es también el esfuerzo diario que nos exige el seguimiento del Señor.

Porque al amigo de Cristo poco a poco se le complica la vida. Aunque también se le va acrecentando la confianza. Los ideales del Evangelio son arduos, son difíciles:

«Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os odian. Bendecid a los que os maldicen. Orad por quienes os injurian. Al que te pegue en la mejilla, preséntale la otra. Al que te quite la capa, déjale también la túnica».

Todo esto pudiera traducirse en un comportamiento ingenuo, muy cercano a la tontería. Pero no. Lo que quiere el Señor es que limpiemos el corazón de todo rencor. Que remitamos a El la complicada tarea de hacer justicia. El Padre celestial, que mira en lo oculto y conoce las intenciones de los hombres, es el único que juzga rectamente

Entonces, ¿de qué manera podremos defender nuestra vida, honra y bienes’? La defensa personal del cristiano es más fuerte y segura que todos los códigos del mundo. Porque ha entregado al Señor sus afanes y no confía en la velocidad de los carros ni en la agilidad de los caballos, cómo dice el libro de los Salmos.

El discípulo de Cristo no busca las heridas ni las afrentas. Sería esto absurdo. Cuando le persiguen, huye a otro lugar. Pero cultiva metódicamente una serena mansedumbre y trata a los demás cómo quisiera que ellos le trataran.

No juzgar quiere decir no marcar irremediablemente a la gente. No condenar significa abrirle, a quien ha fallado, caminos de esperanza. El ideal cristiano trasciende nuestros mecanismos psicológicos y nos conduce a esa «eximia humanidad» que enseña el Maestro, según la expresión de Pablo VI.

Jesús había dicho, en otra ocasión, que solamente los esforzados alcanzarán el Reino.

3. Ir contra la corriente

«Dijo Jesús: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian». San Lucas, cap. 6.

El Sermón de la montaña se prolonga más allá del texto de las Bienaventuranzas. O quizás los evangelistas acercaron a esta enseñanza clave de Jesús, otros discursos, pronunciados en distintas ocasiones.

Entre ellos aquel del mandamiento del amor que, según san Juan, el Maestro ampliaría durante la cena de despedida.

El relato de san Lucas nos ayuda a distinguir cuatro niveles de amor, lo cual hace más comprensible el mensaje.

En el primero se trata del amor a los enemigos. La ley judía era muy clara sobre el tema, pero en otro sentido. «Habéis oído: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo, les recuerda el Señor a sus discípulos. «Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos. Haced el bien a los que os odian». Amad: Lo cual va más allá de renunciar a la venganza. Amad: Una actitud que supera la sola convivencia. Amar es algo más: Ofrecer al otro el corazón para hacerle bien, en la medida de nuestras posibilidades.

En el segundo nivel, el Señor nos invita a aplicar este amor a situaciones concretas: «Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica».

Y Jesús asemeja a los judíos legalistas, que mucho hablaban pero no tenían amor, con los pecadores: «Porque si amáis sólo los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman». San Mateo los compara con los mismos publicanos.

Luego el Señor nos motiva a no juzgar y a no condenar, actitudes que en el contexto hebreo se identifican. No hemos de rechazar a nadie definitivamente.

El cristiano ofrecerá siempre al prójimo una nueva oportunidad.

Y, finalmente, el Señor nos motiva a orientar nuestra conducta hacia una continua generosidad. No es extraño que los creyentes apliquemos a nuestras relaciones humanas, criterios de mercadeo: ¿Este hermano qué ganancias me reporta? ¿Cuánto puedo perder con este amigo.

Jesús explica que, si somos generosos, el Señor nos dará también «una medida generosa, colmada, remecida y abundante». Hablaba aquí el Maestro del celemín, o de otros recipientes, con los cuales se medían entonces el trigo y la cebada. Y termina diciéndonos. «La medida que uséis la usarán con vosotros».

Para el auditorio de Cristo, toda esta palabra era nueva. Cada judíos había aprendido de memoria los frecuentes versículos de venganza que traían los salmos. Ahora escuchaban una doctrina nunca oída.

Porque el Señor quería llevar a sus oyentes, a una dimensión donde fuera posible afirmar: «En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros».

El cristiano se identifica entonces, no por una cultura, un idioma, un conjunto de gestos. Ni siquiera por un código. Es el amor quien lo distingue. Y un amor, al estilo de Jesús: «Como yo os he amado».

Un caricaturista religioso se pregunta: «¿Y si nos expulsaran de la Iglesia a todos los que no amamos suficientemente?

— o o o —

Octavo domingo

1. Relaciones fraternas

«Dijo Jesús: ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?». San Lucas, cap. 6.

El Sermón de la Montaña se contiene los capítulos 5º,6º, y 7º de san Mateo. Se nombra así por oposición al llamado Sermón de la Llanura, donde san Lucas junta las enseñanzas que Jesús presentó en las riberas del lago.

Según el primer evangelista, el Señor recorre las colinas que rodean el Genesaret y durante varios días adoctrina a la gente. Esta predicación se inicia con las Bienaventuranzas y termina señalando quiénes son los verdaderos discípulos de Cristo. No aquellos que repiten muchas veces: «Señor, Señor». Sino quienes ajustan su vida a la palabra del Maestro.

Es posible leer en pocos minutos este Sermón de la Montaña, pero se requieren muchos años para ponerlo en práctica. En relato de San Mateo no encierra las frases y sentencias del Señor en orden cronológico, sino agrupadas por temas. Allí leemos aquella enseñanza sobre el amor fraterno, ampliada por Jesús en otros lugares.

Jesús invita a juzgar nuestros propios defectos con la estricta medida con que evaluamos los ajenos. Nos dice: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo, y no reparas en la viga que llevas en el tuyo». Mota significaría aquí esa pavesa que levanta la brisa cuando se criba el trigo. Y viga la que se usaba para afirmar los techos, o situar el dintel de una puerta. Es el lenguaje plástico de Jesús que graba sus lecciones en el alma.

A través del Evangelio, descubrimos todo un manual de relaciones fraternas. Cuando Jesús nos habla del amor al prójimo no se queda en teorías. Quiere que lleguemos a lo práctico. Hemos de ser entonces cuidadosos en el trato ordinario con los hermanos. Y mucho más al calificar su conducta.

Con razón dijo alguno: «Cuando pesamos los defectos ajenos, casi siempre ponemos el puño en la balanza».

Es muy diciente aquel párrafo de la carta a los colosenses. Así se portarán los cristianos: «Como escogidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia , de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección y que la paz de Cristo habite en vuestros corazones».

Dice una leyenda árabe que dos amigos, de viaje por el desierto, discutieron acaloradamente y uno de ellos derribó a su compañero de un puñetazo.

El herido se incorporó en silencio y luego escribió sobre la arena: Hoy mi mejor amigo que ha golpeado el rostro. Malhumorados continuaron la ruta hasta un oasis, donde resolvieron bañarse.

El que había sido lastimado fue arrollado por la corriente, pero su amigo lo rescató de inmediato. Al recuperarse tomó un estilete y escribió en una piedra: Hoy, mi mejor amigo me salvó la vida. Intrigado, el compañero preguntó:¿ Por qué antes escribiste en la arena y ahora escribes sobre una piedra? Sonriendo, el otro amigo respondió: «Las ofensas hemos de escribirlas en la arena, donde el viento las deshace.

Pero el perdón deberemos grabarlo sobre el corazón, para que nada ni nadie pueda borrarlo».

2. La viga y la pelusa

Dijo Jesús: ¿Cómo puedes decir a tu hermano: Deja que te saque la pelusa de tu ojo y no ves la viga del tuyo? San Lucas, cap. 6.

Alguien publicó hace poco un pequeño libro, titulado «Manual de Relaciones Humanas»: Treinta y seis páginas en blanco muy bien encuadernadas. Sólo que al final de cada una se lee en letra pequeña: «A nadie le gusta que le molesten».

El Evangelio podría estudiarse cómo un manual de relaciones humanas. Un tratado, en el cual Jesús nos enseña cómo amar a los demás, cómo procurar su bien. De qué modo crecer comunitariamente.

En muchos pasajes, el Maestro nos entrega esta enseñanza positiva: Trata a los demás cómo tú deseas ser tratado, o sea, ama al otro cómo a tí mismo.
En el capitulo 6 de San Lucas leemos: «¿Por qué te fijas en la pelusa que tiene tu hermano en el ojo y no ves la viga que tienes en el tuyo?»

Sin embargo, frente a esta palabra del Señor, nos preguntamos: ¿ Cómo entonces corregir al hermano? Si tengo el ministerio de la autoridad, ¿cómo ejercerlo sin que la caridad fraterna se resienta?

El mismo texto de San Lucas nos responde: Cuando me vea obligado a corregir, tendré presente que se trata de un hermano. Esta palabra se repite allí cuatro veces en sólo ocho líneas.

Se trata de alguien, a quien es preciso llegar por el amor, más que por el análisis de su conducta. De ahí que la corrección, las palabras escogidas, el tono de la voz, el momento oportuno deben significar respeto y aprecio por el otro.

Deben nacer del cariño, de la confianza en que el otro nos va a escuchar y va a enmendarse.

No puede ser entonces la corrección un mero desahogo de nuestra impaciencia o el cumplimiento áspero y estéril de un deber. Recordemos: Se trata de un hermano.

De otro lado, quienes ocupan puestos de autoridad apliquen la palabra del Señor: Saca primero la viga de tu propio ojo y entonces verás con claridad y podrás sacar la pelusa del ojo del hermano.

Si deseamos que los demás se corrijan y crezcan, entonces vigilemos minuciosamente nuestro proceder. Madruguemos a cumplir los propios deberes.

Corrijamos nuestros defectos para que la conducta del hermano no sea consecuencia de nuestro mal obrar.

Mantengamos un subconsciente sano. Muchas veces la prevención inconsciente contra alguno, nos condiciona frente al prójimo y además, contamina lamentablemente nuestra imaginación. Nos hace suponer en el otro intenciones y actitudes que no son suyas. Tan sólo afloraban en nuestro interior.

En fin, para crear una comunidad según el Evangelio, conviene usar a diario una gran dosis de humildad. Porque todos somos pequeños, pecadores, imperfectos.

3. Al estilo sapiencial

«Dijo Jesús: ¿Acaso un ciego puede guiar a otro ciego? No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano». San Lucas, cap. 6.

Los libros sapienciales aparecieron en Palestina cuando la sabiduría griega juntó su reflexión con la herencia judía de muchos siglos. Y esta sabiduría se plasmó en proverbios, frases cortas y parábolas que lso padres enseñaban a sus hijos y también se repetían en las asambleas religiosas.

Todo esto lo comprobamos en La Sabiduría, El Eclesiástico, El Eclesiastés y otros libros del Antiguo Testamento. Dentro de esta metodología la cual Jesús enmarca la mayor parte de su enseñanza.

Un día le preguntó a la gente: «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán juntos en el hoyo?». El Señor se refería probablemente a los jefes religiosos de entonces. Se tenían a sí mismos por sabios y puros, y no aceptaban ayuda de nadie. Pero llevaban al pueblo hacia el abismo. Habían convertido la religión en un negocio, o en una telaraña de observancias inútiles. Esta palabra del Señor se dirige también a nosotros. Como padres del familia, líderes o dirigentes, quizás nos creemos ser buenos, pretendiendo tener siempre la razón, mientras conducimos a otros al fracaso.

De ahí la necesidad de iluminar cada día nuestra conducta con la persona de Jesús y su Evangelio. En otra ocasión, el Maestro enseñaba: «¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?». La mota que otros traducen por pelusa, era algo frecuente en los ambientes campesinos.

Luego de haber segado el trigo y durante el trabajo de la criba, el viento se alzaba con el polvo y los deshechos. Jesús contrapone ese pequeño estorbo que molesta los ojos, a la viga que sostiene un tejado.

Y añade que muchos soportamos nuestra viga, pero nos ofrecemos de modo hipócrita, a purificar los ojos del hermano.

Otro día el Maestro dijo a su auditorio: «No hay árbol bueno que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano».

En san Mateo encontramos un texto semejante. Pero allí se comparan estos frutos malos con la enseñanza de los falsos profetas, que contamina el ambiente: «¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?».

No es posible una transmutación de la especies vegetales, como tampoco que un hombre malo produzca frutos según el Evangelio. Y Jesús concluye: «De lo que abunda el corazón habla la boca».

El Señor reclama la importancia de situar una religión verdadera en lo interior del hombre. Al contrario de los que habían hecho tantos hombres de su tiempo, vistiéndose de apariencias, pero manteniendo el corazón lejos de Dios.

Toda esta página de san Lucas es una invitación a realizar una síntesis personal, alrededor de los valores de Cristo. Es un llamado a evitar toda hipocresía, esa distancia cruel entre lo que pensamos y lo que hacemos.

Todo lo cual se logra cuando nos acercamos al Señor. Un místico inglés solía repetir: «Dios no ve lo que eres, ni lo que has sido, sino lo que hoy quisieras ser».

— o o o —

Noveno domingo

1. Desde la otra orilla

«Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado suyo. Al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado». San Lucas, cap. 7.

En las actuales ruinas de Cafarnaúm se mira un espacio, con algunos muros y columnas. Allí probablemente existió una sinagoga, reconstruida en el siglo II sobre aquella que, según san Lucas, un centurión romano había mandado levantar.

El Señor, luego de varios días en las montañas que rodean el lago, vuelve a Cafarnaúm, epicentro de su predicación y sus milagros.
Los historiadores advierten que en esta ciudad no acampaba ningún destacamento romano. Por lo tanto, aquel centurión y sus hombres debían pertenecer al ejército de Herodes Antipas, quien vivía generalmente en Séforis, a pocos kilómetros de Nazaret.
El Evangelio habla aquí de un capitán. También de un centurión, quien estaba al frente de cien hombres, quizás demasiados para Cafarnaúm.
De este romano ignoramos el nombre. Sólo sabemos que no era judío, aunque amigo y bienhechor del pueblo. Además, pesar del oficio de las armas, se muestra amable y compasivo con su siervo y busca a Jesús para pedirle lo sane.

San Mateo sugiere que el funcionario en persona llega hasta el Señor. San Lucas nos describe un protocolo más complejo: Primero, un grupo de ancianos aborda al Maestro, quien emprende camino hacia la casa del enfermo.

En seguida aparece una segunda embajada, compuesta por amigos, que explican con más detalles, la súplica del centurión. El no es digno de que el Maestro vaya hasta su casa, pero presenta un medio acorde con su oficio: «Yo digo a uno de mis soldados: Ve. Y va. Y a mi criado: Haz esto. Y lo hace». Entonces que el Señor diga una sola palabra y su criado quedará sano.

Al oír este mensaje, Jesús se admiró de la fe que demostraba el centurión, desde la otra orilla de su gentilidad y lo presenta como ejemplo a sus oyentes: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe». Era una fe, como dice un escritor que «mereció ir misa». La liturgia eucarística hace eco a la palabra del centurión cuando repite: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma será sana».

San Lucas añade que aquellos enviados regresaron a casa y hallaron al enfermo curado.

El Señor contrapone con frecuencia la fe de algunos gentiles con la hostilidad que le demostraban los judíos. Así ocurrió con aquella cananea que le pedía a Maestro sanara a su niña. Luego de un reproche inicial, Jesús le dice a la mujer: « Grande es tu fe; que te suceda como deseas».

El texto paralelo de San Mateo agrega: «Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas exteriores».

Un mensaje para muchos cristianos de hoy que vivimos ciertas formas de fe, sin llegar a una verdadera amistad con Jesucristo. San Pablo podría decirnos hoy, como les reprochaba a los gálatas, que nos hemos pasado a «otro Evangelio».

En cambio, muchos que viven y creen desde la otra orilla, mantienen su corazón más cerca del Señor.

2. Un capitán romano

«Dijo el centurión: Señor, no te molestes. No soy yo quién para que entres bajo mi techo». San Lucas, cap. 7.

Un capitán del ejército romano se había ganado el aprecio de los judíos, por haberles construido una sinagoga.Lo sorprendente no es la generosidad del extranjero. Más admirable aun es que aquel pueblo, tan lleno de prejuicios religiosos, aceptara el obsequio.

Este funcionario es un hombre capaz. Conoce la idiosincrasia judía.

Cuando uno de sus criados cae enfermo, no se atreve a acercarse a Jesús. El es un pagano, un forastero. ¿Compartiría el Maestro el orgullo y la estrechez de mente de sus compatriotas?

Por esto le envía cómo mensajeros, según San Lucas, a judíos importantes. Pero el capitán se queda inquieto. Es mucho pedirle al profeta que baje hasta su casa para curar a su siervo agonizante. Esto equivale a contaminarse con los impuros.

Entonces manda otros legados para decirle: Señor, no te molestes. No soy yo quién para que entres bajo mi techo. Dilo de palabra y mi criado estará sano. La mayoría de los enfermos se acercaban a Cristo, buscando que los tocase para sanarlos. Salía de El una virtud, anotan los evangelistas

Este soldado romano comprende que Jesús tiene todo el poder de Dios. Desde lejos, puede dar una orden a la vida que se escurre del siervo. «Yo mismo, comenta, el centurión para que se lo digan al Maestro, que tengo autoridad sobre mi tropa, ordeno a alguno que vaya y va. Digo a otro que venga y viene. Y si mando a mi siervo que haga algo, lo ejecuta enseguida.

Jesús, al oír estas cosas se admiró y volviéndose a la gente, les dijo: Ni siquiera en Israel he hallado fe tan grande. Fe aquí significa algo más que aceptar algunas verdades religiosas, las cuales el cinturón desconocía. Algo más que participar en unos ritos.

Fe aquí significa descubrir al Señor. Adivinar su presencia viva en Jesús. En ese Jesús que actúa en cada circunstancia: Su criado estaba enfermo, Los mensajeros del capitán dieron el mensaje al Señor, pero volvieron enseguida junto al lecho del enfermo. Allí comprobaron que el siervo estaba sano.

La fe del centurión, igual a aquella que traslada montañas, había alcanzado el milagro. Un pagano nos enseña a los creyentes que la fe no nos compromete primordialmente con algo. Nos ata, ante todo, a un Alguien. A Jesucristo que es la manifestación del Señor del cielo.

3. La fe un pagano

«Un centurión tenía enfermo a un criado a quien estimaba mucho. Y al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos de los judíos, para rogarle que fuera a curar a su criado». San Lucas, cap.7.

Aquellos «ancianos de los judíos» eran quizás rabinos o jefes del pueblo. En las culturas orientales los mayores gozan de autoridad y son consultados en muchas circunstancias. Los enviados representaron bien al centurión. Aún más, refuerzan su pedido ante el Maestro: «Merece que le sanes a su criado. Porque tiene afecto a nuestra gente y nos ha construido una sinagoga».

No era extraño que algunos funcionarios romanos respaldaran, aún con dinero, las instituciones judías. Lo extraordinario era que la comunidad de Cafarnaúm aceptara el donativo, algo contrario a la conciencia nacional. Lo habrían hecho quizás por la actitud amable del centurión, quien no exigía ninguna contraprestación inconveniente.

Sin embargo, el centurión conoce bien los prejuicios de este pueblo y no se atreve a ir personalmente donde Jesús, del cual contaban maravillas. ¿Compartiría este profeta el orgullo de sus compatriotas?. ¿No le haría un desaire por su calidad de extranjero? Se vale entonces de algunos amigos, que rueguen al Maestro venga a sanar a su criado.

Pero enseguida el capitán se inquieta. ¿Aceptará Jesús pisar la casa de un pagano y mancharse con los impuros? Pero sobre sus dioses del imperio había uno superior. Y éste le habría dado al Maestro un poder inexplicable.

Por lo tanto no es necesario que Jesús venga a su casa. Tenía experiencia de que muchas cosas pueden hacerse mediante una palabra. Y explica: «Cuando a un soldado le digo: Ve. El va. Al otro: Ven. Y viene. Y a otro: Haz esto y lo hace».

Bastará entonces que el Maestro dé una orden y su criado quedará sano.

Manda entonces una segunda misiva: «Señor, no te molestes para entrar en mi techo. Dilo de palabra y mi criado quedará sano».

Cuando al Señor le cuentan este segundo discurso del centurión, como cuenta san Lucas, «se admiró» y dijo a la gente: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe».

Los enviados bajaron a casa del romano y encontraron que el criado ya se había curado.

Siempre la fe necesita signos. Nuestro cristianismo brotó en un hogar donde Dios se manifestaba de muchas maneras. Luego recibimos otras señales, más personalizantes, quizás más intangibles diríamos. Pero de pronto, todas ellas se esfumaron y vimos a abocados a creer en la penumbra, sin el apoyo de ningún heraldo que continuara hablándonos de Dios.

Aún más sentimos que había que creer a pesar de todos los antisignos que nos ofuscaron los ojos. Entre ellos nuestra propia fragilidad y nuestros pecados.

La fe de aquel centurión era una fe valiente. Inasible, pero fuerte. Lo empujó a desnudarse de todo su pasado para asomarse a una ventana donde hablaba el Dios de los dioses. Una fe que nació ante el temor a la muerte. Pero que fue más allá hasta reconocer que Jesús de Nazaret poseía un poder sobrehumano.

Se nos antoja que este centurión pudo ser el mismo que en la tarde del Viernes Santo exclamó ante el cadáver de Jesús: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».

— o o o —

Décimo domingo

1. El hijo de una viuda

«Cuando Jesús llegaba a Naín, con sus discípulos y mucha gente, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de madre que era viuda». San Lucas, cap. 7.

A pocos kilómetros de Nazaret, en Galilea, estaba la aldea de Naín, que significa La Graciosa, donde Jesús resucitó a un joven. Sólo en esta ocasión el Evangelio nos coloca ante un cortejo fúnebre. San Lucas, el único que cuenta este pasaje, anota que era el hijo único de una madre viuda. Y a pesar de las leyes sociales de entonces, huérfanos y viudas eran la gente más desamparada.

Los judíos profesaban un enorme respeto a la muerte. Ningún cadáver, ni siquiera el de un enemigo, debía dejarse insepulto pues todo hombre es obra del Creador. Y Jeremías señala como una situación límite del pueblo que «los cadáveres de los fieles fueron presa de las aves rapaces y las fieras».

El ceremonial ante la muerte era minucioso: Se le cerraban los ojos al difunto para lavarlo luego y ungirlo con aromas. Todo esto estaba permitido aun en sábado. No se trataba de un embalsamamiento, como lo hacían los egipcios, sino del homenaje a alguien de la comunidad.

Los cadáveres debían enterrase antes de las ocho horas. Y el cortejo fúnebre estaría precedido por mujeres que ejercían el oficio de llorar y lamentarse. Se acostumbraba llevar el cadáver sobre unas angarillas, de tal modo que pudiera verse y todos los amigos y parientes del difunto lo acompañaban al cementerio.

Dentro del cortejo que sale de Naín, Jesús identifica a la madre del joven. Se acerca a ella y le dice con cariño: «No llores». San Lucas, tan preciso en los detalles, apunta que quienes llevaban al difunto, se detuvieron. Entonces Jesús ordenó: «Muchacho, a ti te lo digo: Levántate».

El joven se incorporó de inmediato y empezó a hablar y el Maestro se lo entregó a su madre.

La reacción de la gente fue inmediata. Todos sobrecogidos daban gloria a Dios diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo». Expresión que hace eco al cántico de Zacarías, en el nacimiento de Juan Bautista: «Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo»

Abruma el corazón encontrar, en nuestros cementerios, tantas lápidas con cifras como estas: 1976-1993, 1978-1996, 1983-2005. Una prueba más de que vivimos bajo la cultura de la muerte. Pero además de esta muerte corporal que, para los creyentes, habría de ser un paso hacia la vida perdurable, descubrimos todas aquellas muertes que acechan a los jóvenes de hoy. Entre ellas la falta de fe, los vicios, la violencia, la desesperanza. .

Cuando Jesús levanta del féretro a aquel joven, nos está diciendo. «Yo soy la resurrección y la vida» En otras palabras: Junto a mí todos podrán tener vida en abundancia. Más tarde el mismo Maestro se alzará del sepulcro, para probarnos que su amor es más fuerte que la muerte.

Ese encuentro que Jesús desea realizar con nosotros tiene lugar en lo profundo del alma, cuando nos contemplamos con una sinceridad, que al comienzo será cruel, pero luego dará paso a la confianza.

El Maestro también nos dice a todos hoy: «Levántate».

2. En las afueras de Naín

«Cuando Jesús llegó a Naín, llevaban a enterrar a un joven, hijo único de una viuda. Jesús se acercó hasta tocar el féretro. San Lucas, cap. 7.

Todos queremos olvidar nuestros fracasos, cancelar definitivamente nuestras equivocaciones, sepultar un ingrato pasado, para que no regrese a oscurecernos el presente.

Pero, a veces, proyectamos este mecanismo de defensa hacia las personas que nos rodean. Entonces las ignoramos, las alejamos, las declaramos inexistentes. Así, cuando la juventud falla, los adultos, los galardonados por la prudencia y la experiencia, declaramos solemnemente que toda la verdad está de parte nuestra. Y sepultamos a los jóvenes en sus limitaciones y en su pequeñez.

En Naín, una pequeña ciudad de Galilea, ha muerto un muchacho, hijo único de una viuda. Cuando lo llevan a enterrar, el Señor sale al paso del cortejo. Se acerca al féretro, le ordena al joven que se levante y éste al momento empieza a hablar. Y el Señor se lo entrega a su madre.

Pablo VI, en uno de sus discursos, le reconoce a la juventud sus cualidades: Apasionado amor a la verdad, abnegación cuando está convencida de una causa, deseo de renovación y de cambio.

Pero, a la vez, le advierte sobre sus defectos: Inconstancia, autosuficiencia, hedonismo.

La Iglesia necesita sus jóvenes y muchas veces llora su ausencia.

Sin ellos no podrá construir el futuro.

La comunidad cristiana no se vive solamente en un contexto de adultos, con sus fríos cálculos y sus rígidas estructuras. La Iglesia de hoy necesita comprender a los jóvenes, con su impaciencia, su ansia de riesgo, su deseo de vivir la historia cómo una aventura. Pero nosotros los adultos podemos conducir a los jóvenes al sepulcro o a la resurrección.

Jesús nos enseña a acercarnos a ellos, a comprender su inseguridad, su improvisación y a la vez a vibrar con sus sinceros ideales.
Nuestra juventud tiene a su favor la ilusión de un mundo nuevo. No trae en su corazón viejos rencores, ni miedos, ni prejuicios. Pero tiene en su contra el facilísimo, la violencia, la ambición, la droga, el erotismo.

A esta juventud Cristo le ofrece una fuerza de vida y de resurrección.

La alcanzará cuando haga el inventario de sus propias riquezas y le añada una dosis de esperanza. Cuando cancele de su memoria los datos negativos y conserve tan sólo las cicatrices que aporta la experiencia.

3. El cordero expiatorio

«Sacaban a enterrar a un joven, hijo único de su madre. Se acercó el Señor al ataúd y dijo: Muchacho a ti te lo digo, levántate. El joven se incorporó y empezó a hablar». San Lucas, cap.7.

Nos cuenta la Biblia que en el rito de expiación de los judíos, se tomaba una víctima, se le imponían las manos para descargar sobre ellas todas las culpas del pueblo y en seguida se la abandonaba en el desierto.

En el mundo de hoy quizás hemos hecho algo parecido con los jóvenes: Los hemos convertido en nuestro cordero expiatorio.

Ante la rebeldía de los jóvenes, su comportamiento sexual, la «heavy music», los adultos nos replegamos a nuestros cuarteles. Y desde allí lanzamos anatemas contra la juventud, sin preguntarnos previamente: ¿Por qué sucede esto? ¿Qué culpa nos cabe en esta problemática?

Olvidamos que Jesús obra de otra manera: Se acerca al féretro y llama al que había muerto: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y muchos de nuestros jóvenes han escuchado la palabra del Señor, para levantarse a estrenar nueva vida. A difundir la noticia de un profeta que lo ha resucitado.

Antes, la juventud miraba la vida cristiana como una exigencia de ritos sin sentido y una represión sexual sistematizada. Hoy su presencia en los templos nos acerca a una liturgia renovada. Ellos han aprendido a integrar la fe con el amor y la alegría.

Antes, los jóvenes se consideraban a sí mismos como adultos disminuidos. No se les reconocía su identidad. Hoy saben que son una fuerza transformante. Tienen una misión: Darle empuje a este mundo y a la historia. Se sienten símbolo en una Iglesia que se rejuvenece.

Antes, muchos jóvenes no pensaban sino en sus problemas individuales, en su carrera, en su futuro personal. Hoy, por la fuerza del Señor y los medios de comunicación social, se sienten ciudadanos del mundo, solidarios con toda la humanidad y comprometidos con los marginados.

Antes caminaban a ciegas en busca de valores que no discernían. Hoy saben distinguir entre libertad e inconformismo, entre autenticidad y rebeldía, entre riesgo y compromiso.

Cristo confía en sus jóvenes y espera de ellos una ayuda eficaz para construir «la civilización del amor».

Confiemos en ellos también nosotros. Creamos que la juventud ha comprendido la llamada que le hace la vida, como lo expresaba Juan Pablo II a los jóvenes de México: «Comprométanse humana y cristianamente en cosas que merecen esfuerzo, desprendimiento, generosidad. No es posible permanecer indiferentes ante los grandes problemas de América Latina. La Iglesia apoya en ustedes su esperanza».

— o o o —

Undécimo domingo

1. Un Dios que no margina

«Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Y estando a la mesa, una mujer pecadora vino con un frasco de perfume y se puso a regarle los pies al Señor con lágrimas». San Lucas, cap. 7.

Las primeras mujeres del Nuevo Testamento nos las presenta san Mateo en su genealogía del Señor y son dos pecadoras: Tamar y luego Rahab, la madre de Booz.

De Tamar, señala el Génesis que ejercía la prostitución sagrada. Rahab era la dueña de «un conocido albergue junto a los muros de la ciudad», como dice Flavio Josefo, eufemismo para designar un burdel. Y cuando los judíos echan en cara a Jesús: «Nosotros no hemos nacido de prostitución», quizás le estaban enrostrando esos turbios ancestros.

Pero cuenta san Lucas que un fariseo, quizás por curiosidad, o por darse importancia, ha invitado a comer al Señor. Y cuando todos los convidados están ya reclinados en círculo, en torno a la mesa, aparece «una de aquellas».
La casa de Simón, a donde no podía llegar nada impuro, queda contaminada de inmediato por esa mujer, conocida por todos «como una pecadora».

Los presentes se sorprenden aún más cuando la intrusa, «con un frasco de perfume y colocándose detrás, junto a los pies del Señor, llorando, se pone a regarle los pies con sus lágrimas. Los cubría de besos y se los ungía con el perfume». Como si la escena no fuera lo suficientemente escandalosa, san Lucas añade que la mujer «le enjugaba a Jesús los pies con sus cabellos»

Toda mujer judía guardaba cubierta la cabeza. Sólo las prostitutas soltaban sus cabellos para seducir a los clientes.

Los invitados están atónitos. Dejarse rozar apenas por una de estas mujeres volvía a un hombre impuro, inhábil para relacionarse con Dios.

Y los rabinos prescribían que, ante una prostituta, había que mantenerse a la distancia de dos metros.
¿Y el Maestro? Ninguna reacción. Jesús no la rechaza. ¿Por qué no la reprende?

Para el fariseo es claro entonces que su huésped no es ningún profeta. De serlo «sabría quién esa mujer que lo está tocando y qué clase de mujer es: Una pecadora». Con toda razón otros comentarán que Jesús es «un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadoras».

La visión del fariseo se opone diametralmente a la del Jesús: El dueño de casa juzga a la mujer desde la religión legalista de entonces. Jesús la mira desde el amor del Padre celestial que lo ha enviado no a condenar, sino a «buscar lo que estaba perdido».

A Simón que mira únicamente una pecadora, Jesús le corrige: «¿Ves esta mujer?» Una expresión que algunos biblistas han traducido por «señora». Desde la mentalidad de fariseo esta mujer está incitando a los presentes. Para Jesús, esas actitudes manifiestan su fe: «Tu fe te ha salvado».

Jesús no la invita a «No pecar más», como lo hizo otra vez con la adúltera. La invita a caminar en paz. Es decir, hacia una meta de serenidad. A avanzar en la medida en que sus circunstancias le permitan. «Sus muchos pecados se le han perdonado porque tiene mucho amor», advierte el Maestro. Que siga amando, lo que ella sabía hacer, aunque ahora de una forma distinta.

2. Simón, tengo algo que decirte

«Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa». San Lucas, cap. 7.

Ha venido el Maestro a comer a casa de Simón. El ambiente es de fiesta. Sentarnos juntos a la mesa es siempre una ocasión para consolidar la amistad. Comer en compañía es un lenguaje que reanuda alianzas, promueve confidencias, lleva a compartir los triunfos, a exorcizar los miedos y la soledad.

Una mujer de la ciudad llega con un frasco de perfume y según la costumbre judía, le unge los pies al Señor. El fariseo se inquieta en su interior: Si este fuera profeta, sabría que esta mujer es una pecadora. Jesús se dirige a su vecino de mesa, en voz baja: Simón, tengo algo qué decirte: Este responde: Dímelo, Señor.

Cristo entonces le cuenta la historia de un prestamista que tenía dos deudores. A ambos les perdonó la deuda. La una era mayor qué la otra. ¿Cuál de los dos le amará más? Si alguna vez invitamos a Jesús, si compartimos con El algo de nuestra vida, aprovechará la ocasión: «Tengo algo qué decirte», repetirá en voz baja.

Pero cómo el Señor no expone teorías, nos presentará acontecimientos:

La situación del mundo, la cercanía de la muerte, la soledad en medio de la gente, el choque con la realidad de la vida, las angustias interiores, las limitaciones personales.

Las que cuenta Jesús son casi todas historias de amor. Allí encontraremos un mensaje positivo de Dios: El significado de cada acontecimiento bajo la luz de la esperanza.

De los dos deudores, aquel cuya deuda era mayor, agradecerá más y le tendrá mayor amor al hombre que se la perdonó. Esto no exige un compromiso más fuerte desde el día en que el Señor nos condono una deuda grande. Mientras más honda era la brecha entre Dios y nosotros, se cavaron más firmes los cimientos. Fueron más hondas las raíces de donde brotará la conversión.

Sentémonos a la mesa con el Señor. Necesitamos consolidar nuestra amistad con El, para reanudar alianzas, promover confidencias, compartir triunfos y fracasos, ahuyentar miedos y llenar con su compañía nuestra soledad.

2. En casa de Simón

«Rogaba un fariseo a Jesús que fuera a comer con él. Y una pecadora vino con un frasco de perfume y se puso a ungir los pies de Jesús». San Lucas, cap.7.

Un hombre llamado Simón invita a Jesús a su casa. Y, al anochecer, el Maestro se sienta a su mesa. No sabemos qué pretendía este fariseo al convidarlo. ¿Hacer alarde de generosidad y dinero? ¿Aumentar su prestigio, convidando a su casa al profeta milagroso? ¿¿Comprometerse con Cristo, a quien admiraba con lejano respeto?

El Señor cumple su tarea de visitar al hombre. En los palacios y en las chozas. A los enfermos y a los que dicen estar sanos. En las bodas y en los funerales. Les habla de otra cosa, de otra compañía, de otro modo de ser. Del Reino de los Cielos.

Pero Simón ignoraba que Cristo llegaría con su séquito de pecadoras y publicanos, de enfermos y de necesitados. Entre ellos, una mujer que no tenia sino un poco de lágrimas, mucho amor, y un frasco de perfume. Tampoco sabía aquel fariseo generoso que, cuando el Señor se deja invitar, nos invita a la vez a disponerle un lugar para los otros.

Esto pasaba en casa de Simón. ¿Y en la nuestra?

Es elegante invitar a Cristo cuando el bautismo o la primera comunión de los hijos, como a un visitante distinguido. Pero con El se nos mete en el alma mucha gente incómoda. Aquellos que nada nos pueden aportar. Gente incómoda y problematizada. Nos quitarán el tiempo, su angustia nos dejará traumatizados, su compañía deteriora tal vez nuestra imagen social.

Porque ellos no comprendes que nosotros somos distintos: En casa no ha habido jamás problemas. Ningún desliz, ningún mal ejemplo.

¿Qué ha cambiado en tu casa, luego de haber invitado al Señor? A veces no quedó ningún signo que nos señale como familia cristiana. Muchos hogares se han convertido poco a poco en hotel, gerencia, caja fuerte, bunker, museo, madriguera de soslayados egoísmos…

Para los de afuera tampoco tenemos una acogida amable que les hable de Dios. Mientras más espacio poseemos, menos hospitalidad, mientras más cosas coleccionamos, menos posibilidad de aceptar las personas. En cambio, las casas de los pobres, como no tienen cerrojo, permanecen abiertas para todos.

Nuestro corazón se asemeja a nuestros hogares. En él no cabe ningún huésped. Si alguien llega a buscar allí al Señor, encontrará en la puerta un letrero: No hay vacantes.

Al final del banquete, Cristo le explica a Simón cómo en sus planes hay una correspondencia casi matemática entre amor y perdón. Tanto amas, tanto se te perdona. Tanto has sido perdonado, tanto amarás de ahí en adelante. Como una noria que nos vierte agua de salvación, para que construyamos desde aquí y desde ahora la ciudad de los Cielos.

— o o o —

Duodécimo domingo

1. Es un decir apenas

«Jesús les dijo: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? Pedro tomó la palabra y dijo: El Mesías de Dios». San Lucas, cap. 9.

Al norte de Palestina se encontraba Cesarea de Filipo, una villa fundada sobre otra más antigua, que los griegos dedicaron al dios Pan. Allí, en la gruta donde brotaba una de las fuentes del Jordán, se rindió culto a esta divinidad pastoril.

Al nombre primitivo, que recordaba al emperador romano, el tetrarca Filipo había añadido el suyo propio, para distinguirla de la otra Cesarea, situada en territorio de Samaría, junto al mar.

La ciudad poseía un majestuoso templo pagano, de mármol reluciente, asentado sobre la roca oscura que dominaba el contorno. Jesús va a esta región en busca de sosiego. Desea estar a solas con su grupo, lejos de la multitud importuna y de la vigilancia de los escribas. Es entonces cuando el Señor pregunta a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?».

Ellos responden vaguedades: Algunos lo tienen por Elías que ha vuelto a la tierra. Otros lo identifican con Jeremías. O también con el Bautista, a quien Herodes mandó asesinar en la cárcel.

Pero el Maestro quería una confesión más personal. Por esto vuelve a preguntar: «¿Y vosotros quién decís que soy yo?»

Pedro se lanza al ruedo en nombre de los Doce: «Tú eres el Mesías de Dios». El apóstol responde desde su admiración por el Maestro, pero sin medir las consecuencias. Como sucedió en el Tabor, tampoco sabe allí qué está diciendo.

Esta declaración de Mesías encerraba otros sentidos, que luego la Iglesia explicaría con los términos de Hijo de Dios, Señor y Salvador.

San Marcos y san Lucas añaden que Jesús reafirmó entonces, ante sus amigos, su próxima muerte en la cruz. San Mateo aprovecha la ocasión para presentar a Pedro como el jefe de los Doce: «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Como telón de fondo estaba aquella roca, que soportaba el templo de Augusto.

Los otros discípulos se sintieron interpretados por Pedro, pero guardaron silencio. Sin embargo esta confesión pública los comprometía a todos. Quizás de aquí arrancó su firme convicción sobre quién era este Maestro, hasta dar luego la vida por él. Sin descartar las propias vacilaciones y cobardías, herencia común de los mortales.

En muchas circunstancias hemos afirmado que Jesús es nuestro Salvador. El día de nuestro Bautismo, los padrinos lo dijeron por nosotros.

Más tarde, en la Confirmación expresamos personalmente la decisión de vivir el Evangelio. También al casarnos por la Iglesia y en otros momentos de la vida, nos hemos declarado seguidores de Cristo.

Sin embargo, en la vida real tal compromiso no se advierte. El viento se llevó las palabras y los hechos confirman que no sabemos nada del Señor. Para muchos tal confesión cristiana es un decir apenas.

Pero Jesús insiste. Cuando en el hogar afloran las tensiones, ante la muerte de un ser querido. Cuando el camino se oscurece. Si los negocios andan mal. Si el pecado nos derrota. O si algún amigo nos traiciona, vuelve el Señor a preguntarnos: ¿Y vosotros quién de decís que soy yo?.
Cada cual tendrá entonces la palabra.

2. ¿Quién dice la gente que soy yo?

«Un día Jesús les preguntó a sus discípulos: ¿ Quién dice la gente que soy yo ?. Ellos contestaron: Unos que Juan Bautista, otros que Elías… El les preguntó de nuevo: ¿Y vosotros, quién decís qué soy?». San Lucas, cap. 9.

En cierta ocasión, Cristo se hizo visible en una de nuestras ciudades. Nadie adivinó su presencia. Sin embargo, algún transeúnte más avisado hubiera distinguido su mirada profunda y sus rasgos judíos.

Al doblar una esquina, un voceador de prensa le ofreció las noticias del día. Un enorme camión hizo rechinar sus frenos ante la luz roja del semáforo. Olía a contaminación. Una mujer pública pasó de largo, dejando tras de sí un olor a perfume.

Era una mañana de domingo. Las campanas de la iglesia vecina llamaban a los fieles. Por la avenida apareció de pronto un coche de la policía, con dos rostros ansiosos pegados a la fría rejilla. Pasaban a toda velocidad ciclistas y patinadores.

De repente, el alarido de una sirena. Una ambulancia cruzó hacia el hospital haciendo un esguince para no atropellar a un peatón. Un médico bajó de dos en dos las escaleras de su apartamento, con un maletín negro bajo el brazo.

Sobre el muro de la esquina se leía en deslucidos caracteres: Somos solidarios contra la opresión. Rechazamos la injusticia. Numero premiado: 9684. Gran realización: Rebaja de precios…

Cristo se detuvo a leer: Los obreros se quejaban de su situación. La lotería prometía un trozo de felicidad. Un almacén aseguraba rebajar su mercancía…
Cuatro trasnochadores adormilados abandonaban el bar.

Una niñera salía de paseo, llevando a dos pequeños de la mano:

«Papi…, es papi», dijo la niña, al ver al Señor que leía los carteles.

¿Papi?…, replicó la niñera, tu papá no se ha levantado todavía.

Un demente vociferó en la esquina.

Un limpiabotas se llegó a Cristo para ofrecerle sus servicios. El Señor se limito a sonreír. El día avanzaba contemplando a cada uno en su afán particular por alcanzar la dicha.

Hacia las seis de la tarde, Jesús decidió entrar en un moderno templo, aún en construcción. La gente colmaba las naves.

Se inició el canto de entrada y resonó luego el «Señor, ten piedad». Prosiguieron lecturas y plegarias.

Unos fieles oraban, otros miraban en derredor, otros aguardaban simplemente que finalizara la Misa. Algunos cuchicheaban indiferentes. Unos estaban ahí. Otros creían estarlo.

Cristo se preguntó entonces: ¿Quién dice esta gente que soy yo?

¿Que pensará de mí cada uno de estos? En otras palabras: A la hora de la verdad, ¿qué significo yo para sus vidas?

3. Pedro obtiene las mejores notas

«Les preguntó Jesús: ¿Quién dice la gente que soy yo? Pedro tomó la palabra y dijo: El Mesías de Dios». San Lucas, cap.9.

«¿Quién dice la gente que soy yo?», pregunta un día Cristo a sus discípulos. Fueron varias las respuestas: Unos creían que era Elías, otros que Juan Bautista o algún profeta anterior, resucitado de entre los muertos.

Pero Cristo buscaba algo más. Por eso añade: ¿Y vosotros quién decís que soy yo? En este examen Simón Pedro obtiene las mejores notas. Su respuesta es clara y decidida: «Tú eres el enviado de Dios». Entonces Jesús lo amonesta: Ten en cuenta que esto no lo aprendiste de una manera humana. Te lo ha explicado mi Padre interiormente.

Ya Pedro lo había oído: Cuando alguno ama a Dios, Dios también lo ama y comienza a vivir dentro de él. Y el Señor se trasluce en su vida, se asoma por sus ojos, se revela en sus palabras, en sus actitudes.

El discípulo le responde a Cristo, no sólo con palabras y fórmulas teológicas, o con teorías congeladas en la memoria. Le responde con la vida.

La madre Teresa de Calcuta renuncia a su cátedra en un colegio, para compartir con los más pobres, los que caen rendidos por el hambre, entre aquellos que ya ni siquiera pueden llorar.

Un padre de familia rechaza con entereza la ocasión de enriquecerse comerciando con droga: «Tengo un pequeño inconveniente, dice. Una esposa y cuatro hijos. Los quiero demasiado».

Una joven acepta con valor y nobleza el ser madre soltera. Se prepara pacientemente a recibir a su hijo. Lucha, reza y sufre. No piensa ni por un momento en deshacerse de la criatura.

El jesuita Robert Drinan llevaba cinco períodos en el Congreso de los Estados Unidos. Ante la palabra de sus superiores, que no ven conveniente su presencia en la política, obedece con serena humildad.

Una meritoria maestra descubre, en la muerte de su nieta, un llamado de Dios a favorecer a otros niños. Y así nace en Medellín la «Fundación Carla Cristina».

Podríamos llenar muchas páginas con historias de tantos que, con la vida, le han respondido a Jesús aquella pregunta: «¿Vosotros quién decís que soy yo? Tendríamos entonces unos Hechos de los Apóstoles en lenguaje moderno.

Responder al Señor es un desafío y a la vez un honor. En ello nos va la vida, y con mucha frecuencia también, la de aquellos que caminan con nosotros.

Recordemos la frase de monseñor Helder Cámara: «Mira cómo vives. Quizás sea éste el único Evangelio que tu hermano lea».

— o o o —

Decimotercer domingo

1. Cristianos de marca

«Alguien dijo a Jesús: Te seguiré, Señor. Pero déjame despedirme de mi familia. Jesús le contestó: El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios». San Lucas, cap. 9.

El labrador que guía los bueyes y al arado ha de mantener su vista hacia delante, mientras sus manos sostienen la mancera.

Jesús había observado a algún paisano mientras roturaba las colinas de Nazaret, preparando las eras para el trigo. Y aquel día quiso comparar este

empeño del labriego con la decisión de sus seguidores. «El que echa la mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios».

Al revés de los maestros de su tiempo, el Señor se buscó sus propios discípulos. Llamó a los que quiso, anota san Marcos. Y los diversos evangelios narran con detalle la vocación de algunos de ellos.

Este llamado al grupo de los Doce fue además un ejemplo pedagógico, para que entendiéramos que el Señor nos llama también a nosotros a seguirle. El día de Pentecostés se democratizó esta invitación de Jesús, para que gentes de toda raza, lengua y nación, nos animáramos a vivir a su estilo.

También cuenta el Evangelio que algunos voluntarios se ofrecieron al Maestro. Este quizás los hubiera aceptado, pero cada uno ponía condiciones. Este quería aplazar el seguimiento hasta que murieran sus padres. Otro se vendría con el Señor, luego de despedirse de los suyos, que tal vez vivían en un sitio distante.

Jesús declara que seguirlo a El es algo esencial y no puede estar sujeto a condiciones.

A nosotros el Señor hoy nos llama. ¿Nos resolvemos a seguirlo?

Entre los bautizados sólo un grupo va más allá del signo bautismal, para seguir de veras al Maestro. Ellos son quienes, conociendo el Evangelio, deciden traducirlo en su vida. A estos podríamos llamarlos con razón cristianos de marca.

¿Pero qué es para nosotros el Evangelio? Unos lo entienden como una obra literaria, la historia de un profeta judío, o una serie de consejos piadosos que nos llegan por tradición de familia.

Sin embargo, el Evangelio es la noticia oficial de un Dios que nos ama con amor de Padre. Este anuncio que algún día nos estremeció el corazón inicia en cada uno un cambio interior.

Comenzamos entonces a enamorarnos de Jesús. A profundizar en su palabra y a sentir que su presencia ilumina nuestras circunstancias.

En consecuencia, el discípulo de Cristo imitará sus criterios al juzgar las cosas, las personas, los acontecimientos. E irradiará en su entorno, a veces sin buscarlo. Porque es alguien transparente, equilibrado, amable.

De otra parte, dos inconfundibles señales identifican al cristiano de marca: Su compromiso con los necesitados y su capacidad de perdón. Sin estos signos, los bautizados seríamos burgueses espirituales, alejados de nuestra propia tierra.

En tales áreas se comprueba y capacita nuestro discipulado: Cuando nos empeñamos en hacer crecer al hermano. Cuando, sanados en nuestro interior, recreamos vínculos fraternos.

Al seguidor de Cristo se le reconoce por la capacidad del corazón. «Las almas se miden, escribió Gustavo Flaubert, por la dimensión de sus deseos, como se juzga una catedral por la altura de sus campanarios».

2. Mirar siempre hacia adelante

«A uno que deseaba seguirle Jesús le respondió: «El que echa mano al arado mirando atrás, no vale para el reino de Dios». San Lucas, cap. 9.

Es imposible arar mirando atrás, hacia el surco que abre la reja sobre la tierra oscura. Es preciso atisbar siempre adelante, hacia el yugo que doblega la paciencia de los bueyes, hacia el terreno virgen, hacia el horizonte.

Para poder arar es necesario mantener al frente la mirada y la esperanza, creer firmemente en la generosidad de la tierra y en la bondad de la semilla. Hay que vivir soñando con la alegría de la cosecha.

Un día Abraham, porque lo llama Dios, abandona la comarca familiar para empezar su peregrinaje hacia la región de Canaán. Moisés deja las márgenes del Nilo, atraviesa con su pueblo el Mar Rojo y se adentra en el desierto, en busca de la tierra bendita que Yavéh le promete. Elíseo es un labrador rico que ara su campo con diez yuntas. A una señal de Elías, renuncia a sus bueyes y a su era, para atender a la voz del Señor.

Juan el Bautista se ciñe una piel de camello y busca la soledad. Se siente llamado a preparar los caminos del Mesías, Unos pescadores de Galilea olvidan sobre la playa del Tiberíades sus barcas y sus redes, para seguir a Jesús.

Leví se marcha de su oficina de impuestos en busca de otra riqueza: la de las Bienaventuranzas. Saulo, derribado de su cabalgadura camino de Damasco, cambia su vida anterior y se dedica a anunciar el Evangelio a los gentiles.

Todos ellos miran hacia adelante, hacia el futuro, hacia la utopía que comienza esta tarde, pero que pasado mañana será una realidad.

En cambio, muchos cristianos nos pasamos la vida mirando hacia atrás, suspirando por lo que dejamos, añorando las cebollas de Egipto.

Cuando comenzamos a seguir a Cristo, a romper con esfuerzo y sudores la tierra de nuestro campo. Pero avanzamos lentamente. Nos duelen las renuncias, nos fatiga caminar tras el Señor, el mango del arado nos tortura las manos.

Nos cuesta entender que la vida cristiana no es renuncia, sino intercambio de valores. No es abandono de la propia identidad. Es crecimiento en otra dimensión.

No es abandonar nuestras ambiciones, es hacer de ellas escalera para alcanzar la plenitud. Mirar hacia atrás es cobardía, desconfianza, pequeñez. Mirar siempre adelante, confiados en el poder del Señor y en su ternura paternal es «valer para el Reino de Dios».

En 1519, Hernán Cortés llega al puerto de Vera Cruz. Allí desembarca la tropa con sus caballos, enseres y demás pertrechos útiles. Pero enseguida el conquistador incendia las naves, para persuadir a los suyos de que es imposible volver atrás. Así comienza la conquista de Méjico.
Cortés era un valiente que no quería mirar hacia atrás.

3. ¿De qué espíritu somos?

«Algunos discípulos entraron en una aldea de Samaria. Pero allí no los recibieron. Entonces Santiago y Juan dijeron a Jesús: ¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?». San Lucas, cap. 9.

Sobre las guerras afirma algún autor que todas se llaman justas. Y esto sucede por partida doble: Cada uno de las partes defiende la razón de su bando. Y a la vez, «cada facción afirma que ha tomado partido a favor del hombre, del blanco, del negro. En defensa de los pobres colonizados, o en ayuda de los pobres colonizadores, víctimas de la descolonización».

Los seguidores de Mahoma han sido sinceros al incluir la guerra santa dentro de su credo. En cambio, nuestra Iglesia que anuncia la paz de Cristo, peca no pocas veces de intransigencia hacia sus propias comunidades. Y también hacia los demás hombres.

Cualquier día muchos bautizados y también grupos apostólicos, institutos religiosos, nos hemos sentido los mejores y los únicos y con derecho a atropellar a otros hermanos.

Se acercaba la Pascua y Jesús envía algunos discípulos a prepararle hospedaje en algún pueblo de Samaría. La subida hasta Jerusalén se realizaba en varias jornadas. Pero cuenta san Lucas que los samaritanos les negaron la al Maestro y su grupo. Tendrían entonces que dormir al descampado, o seguir caminando en la noche, en medio de peligros.

Así entendemos la reacción de Santiago y Juan. Llenos de cólera, se acercan al Señor: «¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?» Hacía ya muchos siglos que samaritanos y judíos se odiaban cordialmente, y en sus ritos rogaban al Señor exterminara a sus enemigos.

La respuesta de Jesús aquellos discípulos fue dura. Unos biblistas traducen que los reprendió. Otros añaden que les dijo: «No sabéis de qué espíritu sois».

El Señor no aprobaba estas airadas reacciones, más propias de los tiempos de Elías, el profeta que hizo bajar fuego del cielo sobre el los holocaustos del Monte Carmelo. Y luego ordenó que todos los sacerdotes de Baal fueran degollados.

Pero muchos cristianos no hemos asimilado todavía la tolerancia que enseña el Evangelio: Conviene mantener los principios. Es necesario distinguir a todas horas entre el bien y el mal. Pero hemos de ser comprensivos y amables con los yerran, tratando de respetar las personas y sus circunstancias.

El mundo de hoy padece de una gran intransigencia. Los poderosos de todos los estamentos políticos, sociales y religiosos, confunden fácilmente la verdad con su propia verdad y en nombre de ésta, arman guerras de todos los colores.

Aquellos tres ideales de la revolución francesa: Libertad, igualdad y fraternidad vuelven a sonar al oído de cada generación. En nombre de estos postulados, nos dice la historia, se han encendido muchas guerras, pero también se han firmado numerosos armisticios.

Llega el hora en que vivamos en mensaje de Jesús que suaviza los roces y reúne en comunión a las partes contrarias. Una tare que requiere gran honradez y humildad perseverante.

Un artista ha pintado a Dios ante el mar Rojo, cuando sepulta al ejército egipcio que perseguía alcanzar a los hebreos fugitivos. El pueblo escogido ha quedado ya a salvo. Pero Yavéh rompe a llorar. Aquellos enemigos de Israel también son sus hijos.

— o o o —

Decimocuarto domingo

1. Un paraguas para dos

«En aquel tiempo, Jesús designó otros setenta y dos y los mandó de dos en dos, a todos los pueblos y lugares donde pensaba ir él». San Lucas, cap. 10.

«El amor es un paraguas para dos. Es un espacio donde no hay lugar para otra cosa que no sea dar…» Una hermosa canción de José Luis Perales que destaca la necesidad primordial del amante: Compartir.

Algo idéntico sucede con la fe. Apenas empezamos a conocer a Jesucristo, sentimos la necesidad de contar «lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que palparon nuestras manos del Verbo de la Vida», como escribió san Juan.

Quienes seguían al Maestro experimentaban que su vida empezaba a transformarse. Y tal vez quisieron de inmediato buscar a sus amigos y parientes para compartir todo esto. Pero el Señor los detuvo algún tiempo, hasta el día en que escogió «otros setenta y dos, para enviarlos a todos los pueblos y lugares a donde pensaba ir él». La frase del Evangelio nos advierte que este grupo era distinto de Los Doce que habían sido llamados de antemano.

San Lucas señala el objetivo de aquella correría: Anunciar que el Reino de Dios está cerca. En otras palabras: Contarles a todos que ya estaba presente el Mesías anunciado por los profetas. Que el Dios Altísimo se hallaba entre nosotros y un cambio interior comenzaba a gestarse en cada hombre, en cada comunidad.

De acuerdo con las costumbres de entonces, Jesús da a los enviados ciertas recomendaciones: Que no lleven demasiado equipaje. Al discípulo de Cristo le bastan pocas cosas para vivir dignamente. Habrían de saludar: «Paz a esta casa». El Shalom, tradicional en Palestina después de tantas guerras e invasiones.

Les manda que curen enfermos. Lo cual, aparte de alguna sanación milagrosa, señala el cuidado normal de los dolientes, como tarea de misericordia. Y que no armen disputas con quienes rechacen su visita. Les bastará sacudir las sandalias y seguir adelante. Un gesto para significar que nada se llevaban de aquella gente hostil.

En todos los rincones de la tierra, en todos los estamentos sociales, descubrimos a diario la falta de Evangelio. De allí la corrupción, la injusticia, la violencia. Y afirmamos que la Iglesia es la responsable del anuncio de Cristo, pero descargamos esa tarea sobre los hombros de unos pocos.

Cuando Jesús envía a estos setenta y dos, nos enseña que todos los bautizados somos enviados. Por lo tanto hemos de anunciar desde nuestra experiencia. ¿A quiénes? A cuantos nos rodean. ¿Con qué medios? Con el ejemplo, pero también con la palabra.

Descubrimos entonces variados mecanismos para llevar a Jesús al interior de la familia, del club y de la empresa. A la universidad, al grupo de amigos.
No seamos, como decía Fray Luis de Granada de los cristianos de su tiempo: «Tan enteros en la fe, tan quebrados en la vida». Integrados en la teoría, fragmentados plenamente en la práctica.
El seguidor de Cristo, sin protagonismos ni regaños, anuncia, explica, ilumina, orienta, descubre la presencia del Señor en todas las circunstancias. Motiva a los demás para que se arriesguen a la aventura del Evangelio.
La fe, como el amor, es «un paraguas para dos, es un espacio donde hay lugar para otra cosa que no sea dar».

2. Nuestros nombres inscritos en el cielo

«Los setenta y dos volvieron muy contentos y le dijeron a Jesús: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El contestó: Estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». San Lucas, cap. 10.

Esta primera expedición, que los discípulos evalúan con Jesús a su regreso, arroja resultados positivos. San Lucas anota que los mensajeros retornan muy contentos: Anunciaron la Buena Nueva, predicaron la paz, sanaron enfermos… hasta los demonios se sometieron a su palabra.

Sin embargo, el Señor les advierte para moderar su entusiasmo, que la verdadera alegría radica, no tanto en los prodigios y milagros, sino en saber que sus nombres están inscritos en el cielo.

Todos hemos pecado de ilusión en nuestros ensayos de vida cristiana. Cuando nos convertimos al Señor, creímos ingenuamente estar confirmados en gracia. Hasta nos consideramos indispensables para Dios.

Imaginamos nuestros proyectos apostólicos cómo los únicos viables y eficaces. Aun más: No sospechamos que entre quienes buscamos a Dios, fueran posibles las divisiones y los enfrentamientos. Creíamos que bastaba dar un paso adelante y todo empezaría a ser camino llano.

Que el poder de Cristo le confería a todo lo nuestro un toque mágico, un poder invisible.

No estábamos vacunados con la indispensable dosis de realismo.

Por eso, cuando la vida nos golpeó en el rostro, llegó también el desconcierto. Unos perdimos la alegría, otros vacilamos en la fe. Otros nos refugiamos en una amargura sistemática. Abandonamos los propósitos iniciales e incluso llegamos a afirmar que era posible vivir el Evangelio.

Esto nos ha sucedido en el matrimonio, en la vida religiosa o sacerdotal, en el trabajo apostólico, en el diario acontecer de quienes pretendemos seguir a Jesús. Pero el Señor nos garantiza una base indestructible, nunca minada por nuestros desaciertos: Su amor, que ha escrito nuestros nombres en el libro de la vida.

Aunque no realicemos milagros, aunque nos venza la inconstancia y nos derriben nuestros fallos, aunque la desesperanza diluya la alegría, El sigue amándonos y nos espera con el premio al final.

El desastre sólo ocurrirá si olvidamos que somos Hijos de Dios, sus herederos. Si nos envanecemos en los éxitos personales. Si imaginamos que es posible fabricar la primavera a golpes de nuestra azada. Si no abonamos cada mañana nuestro surco con la adecuada porción de sudor y humildad y arrojamos en él semillas de perseverancia.

Recordemos que también en nuestra medianía se complace el Señor. Que con nuestras palabras vacilantes también se anuncia la Buena Nueva, se predica la paz, se sanan enfermos y… hasta se someten los demonios

3. Las costumbres de Dios

«Designó el Señor otros setenta y dos discípulos y los envió de dos en dos a todos los pueblos a donde pensaba ir él». San Lucas, cap.10.

Hay un libro atribuido a san Dionisio Areopagita, que nos habla de los nombres de Dios. Nosotros pudiéramos escribir otro, muy extenso y hermoso, que contara sus costumbres.

Dios se ha manifestado en la historia de un modo constante: Siempre leal, amigo de hacer alianzas, discreto y paciente, buen pedagogo y capaz de llevar a cabo sus planes, a pesar de las fallas de los hombres.

El desea que imitemos sus costumbres. La Historia de la Salvación es un largo recuento de los métodos que ha usado el Señor, para que nos parezcamos a El.

El Maestro presenta una serie de consejos para quienes desean imitarlo. Nos dice que vayamos de dos en dos. Así enviaba a sus primeros discípulos y así nos envía a nosotros: Unidos por el amor de la familia, por el amor del noviazgo, por los lazos de la amistad.

Desea que no cifremos la eficacia de nuestro trabajo solamente en recursos humanos. Por eso envía a sus discípulos sin alforja ni sandalias. Tenemos con nosotros otra fuerza superior que cambia los corazones y transforma el mundo. Quiere que seamos mensajeros de la paz. Los medios violentos no son de su estilo

Si nos aceptan en algún lugar, demorémonos allí, explicando su doctrina, dando y recibiendo, que ambas cosas son necesarias al amor verdadero. Si no nos aceptan, sacudamos el polvo de los pies. Nuestro esfuerzo por anunciar el Reino de Dios no quedará sin recompensa.

A veces nos sucederán cosas extrañas. No serán fruto de nuestro poder convincente, ni de nuestras virtudes. Es el misterio del Señor que se sirve de nosotros para realizar «cosas grandes y maravillosas». Démosle gracias con sencillez. En seguida volveremos a sentir el peso ordinario de la vida. Al fin y al cabo estamos hechos de barro.

El Señor quiere que así vivamos sus amigos, imitando cada día sus costumbres. Algunos, muy sabios y entendidos, podrán copiar a Dios más claramente. Nosotros apenas sí seremos imágenes borrosas. Pero unos y otros procuramos agradarle.

Tiene Dios otra costumbre. Vuelve a abrir cada tarde el Libro de la Vida y escribe lentamente, con letra hermosa y legible, las acciones grandes y pequeñas de sus hijos.

Y El mismo nos enseña que estar allí inscritos, vale más que realizar todas las maravillas del universo.

— o o o —

Decimoquinto domingo

1. Los peligros del amor

«Pero el letrado, queriendo aparecer como justo, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Jesús le dijo: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó»… San Lucas, cap. 10.

El sitio se llamó Adommim, «lugar de los sanguinarios». Era un rellano en la cuesta que baja desde Jerusalén a Jericó, donde las rocas se han teñido de un ocre rojizo.

Los científicos explican el fenómeno por la aleación del manganeso con el hierro.

Los beduinos y los poetas aseguran que allí se ha derramado mucha sangre. Y según la tradición, en aquel paraje contó Jesús la parábola del buen samaritano.

Un doctor le pregunta al Señor qué debe hacer para heredar la vida eterna. En otras palabras: Qué es lo esencial, entre aquella maraña de mandatos que los rabinos presentaban al pueblo.

El Maestro remite a su interlocutor al capítulo sexto del Deuteronomio, donde se contiene el Shemá, el credo judío que los piadosos recitan varias veces cada día: «Escucha, Israel, amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tu fuerzas».

El letrado se sabe de memoria este párrafo y le añade una frase del Levítico, «Amarás al prójimo como a ti mismo». Aunque entonces la palabra prójimo apenas cobijaba a los parientes, los vecinos, los de la misma raza y religión.

Jesús concluye simplemente: «Haz esto y tendrás la vida».

Pero no valía haber buscado al Maestro para algo tan obvio. Por esto aquel hombre vuelve a preguntar: «¿Y quién es mi prójimo?.

Jesús no responde con teorías: Le cuenta a su interlocutor una historia: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de los bandidos que lo molieron a golpes, dejándolo medio muerto»… Por el mismo camino pasó un sacerdote. Pero al ver al herido, siguió de largo. Lo mismo hizo un levita.

Si embargo, un samaritano, aquel a quien el pueblo tenía por hereje y cismático. Aquel que no llevaba los versos del Shemá sobre su frente, ni en los flecos del manto, sintió compasión del moribundo y se acercó para ayudarlo. Le vendó las heridas. Lo condujo al mesón en su cabalgadura. Luego entregó denarios al posadero, diciéndole: «Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso».

El letrado escuchaba en silencio. Se había pasado la vida teorizando sobre los 613 preceptos de la ley, separando los 248 positivos de los 365 prohibitivos. Ahora cada frase del Maestro le golpeaba el alma.

Al terminar, Jesús le responde, preguntando a la vez: «¿Quién se portó aquí como prójimo del hombre malherido?». Saber quien es mi prójimo es teoría estéril. Comprender cuando soy prójimo de quien me necesita, es un camino de amor y de misericordia.

Esta parábola nos dice que el amor verdadero es peligroso. A aquel viajero que venía de Samaría el amor le desbarató sus planes, le robó tiempo y le vació la alforja. Siempre ha sido más cómodo ver el dolor ajeno, pero seguir de largo para teorizar sobre las causas del problema.

Pero a los discípulos de Cristo se nos pide sucumbir a los peligros del amor. Como dice san Juan: «No amemos de palabra ni de boca, sin con las obras y en verdad».

2. De Jerusalén a Jericó

«Dijo Jesús: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó. Cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Un samaritano, al verlo, sintió lastima». San Lucas, cap. 10.

Cerrada a cal y canto se alza Jericó delante del ejército judío. Josué ordena a sus soldados que guarden las espadas. Solamente siete sacerdotes llevando trompetas jubilares, rodearán la ciudad cada mañana muy temprano. Así lo hacen durante siete días.

El séptimo, al sonar las trompetas, el pueblo prorrumpió en gritos de alegría. Cayeron entonces por tierra las murallas que defendían la ciudad y las tropas se adueñaron de la plaza.

En la literatura cristiana, Jericó es símbolo del mundo. En su puerta encontró Jesús a unos ciegos que luego fueron sanados por su palabra. Y San Lucas nos cuenta la historia de aquel hombre que bajaba desde Jerusalén, ciudad de paz, hacia Jericó, por un camino colmado de peligros.

Este regreso al mundo, que todos realizamos después del encuentro personal con Dios, después de un fin de semana en la intimidad de la familia, luego de un acontecimiento que nos hizo mirar cara a cara al Señor, incluye también para nosotros múltiples riesgos.

Existen peligros materiales que amenazan nuestra vida y nuestros bienes. Más allá nos espera alguien que nos acosa, nos persigue, nos necesita. Las circunstancias ponen a prueba nuestra entrega y miden la calidad de nuestro compromiso.

Todo esto porque los caminos que conducen a Dios pasan irremediablemente por el hombre.

Este regreso al mundo entorpece nuestro esfuerzo cristiano. Entonces se nos va el tiempo en censuras y lamentaciones. O aplicamos la política del «Sálvese quien pueda».

Rara vez miramos al mundo de manera objetiva. Rara vez asumimos los dolores ajenos y ayudamos al prójimo a salir adelante. Hoy también se despoja a nuestro hermano en el camino y muchos pasamos indiferentes a su lado.

Cómo el levita y el escriba, los cristianos somos los más ágiles para esquivar el cuerpo ante la miseria ajena.

En tanto, aquel samaritano, un extranjero que no pertenece al pueblo elegido, que no está matriculado con los observantes de la Ley, tiene una actitud comprometida: Siente lastima, se acerca al que está medio muerto, cura sus heridas con aceite y vino, lo monta en su propia cabalgadura, lo lleva a la posada, cuida de él, e incluso le financia su convalecencia.

Nosotros, con nuestras seguridades, nuestra ignorancia de los males ajenos, nuestro egoísmo comprobado, ¿hacia donde vamos? ¿Camino de Jerusalén?

3. También es mi prójimo

«Y preguntó un letrado: ¿Quién es mi prójimo? Jesús le respondió: Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó»… San Lucas, cap. 10.

En esto de caminos, de viajeros y desventuras, era experto el Señor. De niño tuvo que huir a Egipto. En su vida pública, iba de pueblo en pueblo para conversar con la gente y escuchar sus consejas.

Cuando un letrado le pregunta: ¿Quién es mi prójimo?, respondió con cierta historia de un samaritano, narrada por algún caminante. Una parábola que enseña a arriesgar lo nuestro a favor de los demás, sin cálculos ni reservas.

Nos henos preguntado algún día: ¿Quién es mi prójimo? ¿No será aquel pariente, la oveja negra de la familia? Probablemente nuestro cariño y comprensión no lograrán regenerarlo. Pero algún día comprenderá, a través de nuestras actitudes, la misericordia del Señor.

Mi prójimo es el sacerdote que tropieza. Sus fallas no excusarán las mías. Pero mi amistad cubrirá sus errores, con un manto de silencio. Mi presencia cariñosa tratará de ayudarle.

El amigo que me ha ofendido también es mi prójimo. Jesús me invita a sentir más su falta que mi herida. A no desoír sus posibles excusas.

Si alguien peca públicamente, el Evangelio nos dice que no lo excomulguemos definitivamente.

Es un viajero con otra clase de heridas. Y cada uno de nosotros es capaz de idénticos pecados.

Si vemos que otros no cumplen con su compromiso de Buen Samaritano, tampoco los condenemos. Animémoslos más bien con nuestro ejemplo.

Recordemos que la palabra prójimo viene de próximo. Estamos acostumbrados a buscar al prójimo allá lejos, mientras él se halla codo a codo con nosotros. Es próximo quien nos trae el periódico. El que barre la calle. La empleada del banco. El conductor del bus. El policía que nos informa.

La ascensorista. La vendedora de frutas de la esquina. Todos ellos son caminantes y han sido despojados de algo: De su tiempo, de su salud, de su juventud, de su dignidad, de su alegría, de su vida de familia. A todos los hemos encontrado a la vera del camino. ¿Hemos hecho algo por ellos? No. Casi siempre «damos un rodeo y pasamos de largo».

No podemos alegar que somos pobres, que no tenemos aceite, ni vino, ni cabalgadura, ni dinero para pagar al dueño del mesón por la convalecencia del prójimo. El más desposeído de nosotros tiene en su alforja palabras amables, calor de abrazo, capacidad de mirar con misericordia, fe en Jesucristo, y una enorme reserva de entusiasmo.

— o o o —

Decimosexto domingo

1. Una justa armonía

«En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María»… San Lucas, cap. 10.

A la entrada de un viejo monasterio, un grupo de turistas aguarda al director de la excursión. Entre tanto, uno de los presentes le pregunta al portero: Hermano, ¿qué es un monje?

El anciano fraile pregunta a su vez: ¿De día o de noche?. Y ante el desconcierto del turista, continúa: En las horas del día, por el estudio y el trabajo, un monje es un ser en expansión. Durante la noche, por la oración y el sueño, es un ser en contracción. Aquellas dos hermanas de Lázaro, que Jesús visita un día en Betania, podrían simbolizar estas dos dimensiones del monje.

Cuenta san Lucas, que al llegar el Maestro a su casa, María se quedó a sus pies, escuchándolo. Mientras tanto, Marta se afanaba preparando la comida de los huéspedes.

Viene la queja de Marta: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Llega en seguida la amonestación de Jesús: «Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas. Sólo una es necesaria».

Cierto biblistas explican este pasaje de una forma sesgada: El Señor le habría dicho a Marta: No hay razón para preparar muchos platos. Uno solo es necesario.

Pero la lección de Cristo es más profunda: No conviene que el trabajo nos absorba hasta hacernos incapaces de orar.

Durante muchos siglos la fe cristiana, vivida a la sombra de los monasterios, había simplificado demasiado las cosas:

La tarea de María, la contemplación, era oficio de los monjes. La de Marta, el trabajo, era propia de los cristianos rasos. Aún no habíamos descubierto lo que hoy se llama espiritualidad laical, una justa armonía entre oración y acción.

Jesús con su ejemplo motivó a sus seguidores a tener ratos de encuentro con Dios, en medio de sus largas correrías y sus tareas ordinarias. Para ello les explicó muchas cosas, enseñándoles fórmulas precisas como la plegaria del Padrenuestro.

No se entiende pues la vida de un creyente sino en la imitación simultánea de Marta y de María: Proyección y contracción. O si hablamos de los movimientos del corazón, la diástole y la sístole, por las cuales la sangre recorre todos los rincones del cuerpo para repartir la salud.

Quien solamente trabaja, sin conectar a ratos su vida con el Señor, siente que le faltan las fuerzas y a veces no encuentra razones para luchar. Quien se dedica a la piedad, descuidando sus deberes ordinarios, alejado de la realidad.

En su «Introducción a la vida devota», San Francisco de Sales explica la convivencia entre Marta y de María: «Haz como los niños pequeños que con una mano se agarran a su padre y con la otra cogen moras a lo largo del seto». Y algún autor comenta: «No soltemos la mano izquierda para así recoger, con las dos manos, más cantidad de moras y más de prisa, porque esto equivaldría a rodar al precipicio. Pero tampoco andemos obsesionados por el peligro que nos amenaza. Simplemente recojamos las moras y continuemos siempre asidos a la mano paterna que nos sostiene».

2. Dos actitudes

«María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio». San Lucas, cap. 10.

Un monje anciano plantó un olivo. «Señor, rogó; necesito lluvia para que sus raíces puedan desarrollarse. Te ruego mandes una suave llovizna». Y el Señor envió su lluvia refrescante. «Señor, rogó de nuevo el monje, mi árbol necesita sol. Te lo ruego». Y el sol brilló.

«Ahora, escarcha, Señor, para que se fortalezca». Y el arbolito amaneció cubierto de escarcha. Pero por la tarde murió.

El monje relató su decepción a uno de sus hermanos. «Yo también planté un arbolito, dijo éste y está lozano y fuerte. Se lo encomendé al Todopoderoso: «Señor, mándale lo que precise, tormentas o buen tiempo, viento o escarcha. Tú lo has hecho y sabes lo que necesita».

El primer monje pretendía ponerle cartilla a Dios. El segundo confía, hace vacío, hace silencio. Sabe escuchar al Señor. En el mundo actual la basura, los desperdicios, los virus y las bacterias nos contaminan.

Pero además estamos abrumados por el ruido, el estruendo de las máquinas, el bullicio del tráfico, la música estridente. Hemos matado el silencio. Ya no sabemos escuchar

Todos hablamos, reclamamos, protestamos, exigimos, imponemos nuestros criterios. Sólo en un paréntesis de silencio podremos auscultarnos, conocer nuestra verdadera dimensión, revisar nuestra conducta, sopesar el pro y el contra de nuestros conflictos, tomar resoluciones acertadas.

El Papa Pablo VI nos enseñó que el verdadero diálogo, más que hablar a la mente del otro, consiste en escuchar su corazón. Necesitamos que el esposo, la esposa, el hijo, el que trabaja con nosotros pueda hacernos sentir sus sentimientos.

Así podremos sacar a la superficie lo mejor de ellos mismos y a la vez compartir lo mejor de nosotros. Tampoco tenemos tiempo para escuchar a Dios. Trasladamos a nuestra relación con El todo el vértigo de la vida. En cambio, cómo nos cuenta San Lucas, María dejó de lado sus quehaceres para escuchar a Cristo. De esta manera nos enseña que el activismo fatiga y nos destruye.

Recobraríamos la paz y el equilibrio, si hiciéramos silencio para abrirnos al Señor. El no es un Dios ni mudo ni impedido: Habla de muchos modos, insinúa, sugiere, nos coloca señales en el camino, envía mensajeros. El nos hizo y sabe bien lo que necesitamos.

3. La lección de Betania

«Dijo Jesús: Marta, andas inquieta y nerviosa por tantas cosas. Sólo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte». San Lucas, cap. 10.

Las religiones orientales le han enseñado a Occidente el valor de la contemplación. Pero el ambiente en que vivimos nos precipita a un activismo desbordado y destructor. Nos impide escucharnos y escuchar a Dios.

Sin embargo, para vivir como personas todos necesitamos frenar de vez en cuando la actividad, escuchar y contemplar.

El estudiante, fatigado de su esfuerzo, se pierde en una sala de cine. La madre de familia anhela reconstruir sus fuerzas frente al mundo ficticio de una telenovela. El comerciante, el profesional, se van al campo, en busca de la naturaleza que les habla otro lenguaje. Para otros el deporte, el juego o la embriaguez, son el refugio para evadir sus cansancios. Algunos se reconstruyen en un retiro espiritual o, en un encuentro de esposos, clarifican y refuerzan su relación como pareja.

Todos anhelamos soltarnos de la rueda, a la cual vamos atados y sentirnos nuevamente libres y dueños de nosotros mismos.

Trabajamos demasiado y hemos dejado de existir como esposos, como padres, como amigos. La mayoría de nuestras relaciones se basan en el hacer y pocas veces en el ser. Se han convertido en un intercambio de trabajo, de dinero, de favores. Nos hemos olvidado de celebrar la vida en común, compartiendo.

En las afueras de Betania, María a los pies del Señor, atenta a su palabra, nos enseña esa actitud de escucha, de contemplación, de misterio, que es la esencia de todo intercambio humano.

Sin esta forma de relación, la vida va perdiendo sentido y sin darnos cuenta, un buen día, nos encontramos a mil años luz de aquellos que nos rodean. Nos hemos vuelto extraños

Cuando detenemos nuestro ajetreo diario y hacemos silencio en derredor, le damos audiencia a Dios, y El nos habla. Ilumina y clarifica las cosas que nos rodean, nos da otra imagen de quienes viven con nosotros y nos proyecta hacia valores plenos y definitivos.

La liturgia hunde sus raíces en esta necesidad humana de colocarnos en otra dimensión. Suspender el trabajo, hacer consciente la presencia del Señor, tomar las cosas, volverlas signos, enseñarles a cantar alabanzas y acción de gracias y celebrar juntos, amigos y hermanos, la fe y la alegría de ser hijos de Dios.

Pero existe otra liturgia pequeña y personal, semejante a aquella de Betania. En ella se celebra la amistad, el gozo de tener los mismos ideales, de compartir los mismos anhelos, de luchar en la misma trinchera. Así los amigos, los hermanos, los esposos. Entonces las penas se dividen por dos y las alegrías por dos se multiplican.

Esos ratos de contemplación, de silencio, de comunión en el ser con los otros, nos curarán de muchas tensiones inútiles, nos ayudarán a corregir el rumbo equivocado y darán a nuestra vida un sentido verdaderamente humano.

— o o o —

Decimoséptimo domingo

1. Una oración en espiral

«Jesús entonces les dijo: Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana»… San Lucas, cap. 11.

Se hizo una encuesta a un grupo de cristianos: ¿Qué oración te sabes de memoria?. El resultado fue el siguiente: El Padrenuestro, 47%. El Avemaría, 16%. La Salve, 9%. Otras, 7%. Ninguna, 21%.

Considerable el número de quienes han memorizado las palabras del Padrenuestro, que son cincuenta y tres según san Mateo, en la Biblia de Jerusalén. Treinta y cuatro según san Lucas.

Pero la memoria muchas veces nos lleva a la inconsciencia. Es decir, muchos de nosotros le hemos perdido el aire y el sabor a esta plegaria que nos viene de Jesús. Se nos volvió rutina el pronunciarla, como el rumor de una cascada al cual acostumbramos el oído. Como ese hermoso bodegón que preside la mesa familiar y nunca merece nuestro asombro.

San Mateo incluye el Padrenuestro en el largo sermón de la montaña, que se extiende por varios capítulos su Evangelio. San Lucas lo presenta aparte, en un contexto distinto: «Una vez que Jesús estaba orando, uno de sus discípulos le dijo: Enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. Jesús le respondió: Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre…» y les entregó ésta que llamamos oración dominical, porque nos viene del mismo Señor.

Los biblistas han zarandeado el texto, dividiéndolo en peticiones, recorriéndolo de arriba abajo. De derecha a izquierda. Un ejercicio respetable. Pero a los cristianos comunes nos bastará repetir la primera palabra: Padre, el Abbá arameo, una expresión llena de ternura y de confianza. Y en ella engarzar diariamente nuestros ruegos

Alguien ha dibujado el Padrenuestro en forma de espiral: Todo lo que allí se pide o se desea, descansa sobre la primera invocación, que le sirve de base y de impulso ascendente. Sobre la certeza de que Dios es Padre brotaron todos los caminos para anunciar el Evangelio. Sobre la seguridad de su amor, todas las tragedias humanas cambian de signo y se iluminan de esperanza.

A renglón seguido, san Lucas añade una parábola para alentar nuestra constancia, frente a un Dios que trabaja despacio: Se trata de alguien a quien de improviso le llega una visita.

Recurre entonces a un amigo: Préstame tres panes que me saquen del apuro. Pero el otro responde: Mira que ya es de noche. La puerta de casa está cerrada. Mis hijos y yo estamos durmiendo. Sin embargo, ante la insistencia del necesitado, el amigo se levanta a ayudarlo.

Y el evangelista termina aquella página con un reto a nuestra condición de hijos de Dios: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá.

¿ Qué padre entre vosotros, cuando su hijo del pide un pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?»

San Lucas contrapone esta actitud de los padres de la tierra con la de Dios que nos regala su Espíritu. San Mateo concluye el párrafo con algo más comprensible: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿qué no hará vuestro Padre de los cielos?».

2. Padre nuestro

«Uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar. El les dijo: Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre»… San Lucas, cap. 11.

A la imagen bíblica de «El Cielo», Kafka, el filósofo, le da una traducción más moderna: El Castillo. Pero su comentario nos desconcierta. Entre el castillo que se levanta en la cima del monte y nuestro valle de lágrimas no existe comunicación alguna. Se dice que han tendido un cable telefónico. Pero la experiencia confirma que en esa misteriosa centralilla nadie da curso a las llamadas.

La Biblia por el contrario nos consuela: Dios habla y nosotros podemos responderle. Así nos remontamos al Libro de los Salmos: Plegarias, himnos y canciones para comunicarnos con el Señor. Pero al fin y al cabo, palabras fabricadas por el hombre.

Sin embargo, desde tiempos remotos, los israelitas las lanzaban desde el valle en busca del Castillo, con el ansia de golpear sus puertas y alcanzar el corazón de Dios.

Pero existe otra súplica que ya no es manufactura humana, sino regalo de Dios.

Nos cuenta San Lucas que estando Jesús en oración, un discípulo le ruega: Señor, enséñanos a orar. Entonces El les entrega el Padrenuestro.

La versión de San Lucas es más resumida que la de San Mateo. Este escribe para los judíos, gente acostumbrada a la oración. En cambio, aquel se dirige a principiantes, que apenas se atreven a invocar al Señor.

Allí Cristo nos revela la fórmula para dar curso directo a nuestras llamadas al Cielo. Nos cuenta el secreto para conquistar la fortaleza. Nos entrega las llaves del Castillo.

Valdría la pena hacer un inventario de los innumerables Padrenuestros que hemos recitado en la vida. Cada uno de ellos con un sabor distinto.

Aquellos de la infancia, con palabras mutiladas, pero que respiraban una fe enorme y una simplicidad inocente. El Padrenuestro recitado en soledad y angustia, paladeando cada vocablo. Los Padrenuestros en familia, antes de las comidas, en los días de problemas y una noche, a la cabecera del abuelo moribundo.

Aquel que hemos desgranado con dolor, pero con esperanza después de alguna falta. Los que hemos enlazado para cumplir penitencia, después del Sacramento. Los Padrenuestros de acción de gracias o simplemente de alegría, cuando vimos abrirse el horizonte.

Volver atrás, escribe Heidegger, es la verdadera filosofía.

Remontémonos a la raíz de nuestra plegaria. Recorramos el camino desde la fórmula gastada, hasta la verdadera oración. Regresemos desde nuestra palabrería y nos encontraremos de improviso con esta maravilla: Padre Nuestro que estás en el Cielo.

Nos dice el Ramakrishna, uno de los libros sagrados de la India: «La abeja zumba ruidosamente alrededor de la flor en busca de miel. Y cuando ha entrado dentro, bebe silenciosamente».

3. Cuatro palabras

«Dijo Jesús: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá». San Lucas, cap.11.

Toda la enseñanza de Jesús podría resumirse en cuatro palabras: Dios es mi Padre. Ante ese Padre bueno y misericordioso se vuelven una sola todas las páginas del Evangelio. Ese Padre del cual nos habla largamente san Mateo en el capítulo sexto de su Evangelio. Y también san Lucas, en el capítulo undécimo.

Jesús nos enseñó a acercarnos al Padre, con palabras simples y en actitud de hijos. Para exponerle nuestras necesidades del cuerpo y del alma.

Más tarde el Padre Astete, en su famoso «Catecismo de la Doctrina Cristiana», escribiría que, para orar, necesitamos tres actitudes fundamentales: Humildad, confianza y perseverancia. Lo cual san Lucas nos explica san Lucas en detalle. Allí el Señor se compara con alguien, a quien cierto amigo busca en la noche, para que le proporcione tres panes. Le ha llegado visita y no tiene nada qué darle. Las casas judías raramente guardaban alguna provisión para mañana.

El otro le responde de su alcoba, que ya es muy tarde. Sus niños se han dormido. Las puertas de su casa ya están con cerrojo. Sería mejor no importunar a esas horas. Pero Jesús señala que si este hombre no socorre a su amigo, por el hecho de serlo, al menos para que lo deje tranquilo, se levantará, dándole cuanto necesite.

El se puso en lugar de aquel hombre, a quien a un amigo ha buscado. Pongámonos nosotros en el lugar de quien necesita algo urgente, e insiste, aún siendo pesado con sus ruegos.

No es importuna entonces esa oración que pretende fatigar a Dios.

Y el discurso de Cristo continúa para alentarnos en nuestras súplicas: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque quien pide recibe, quien busca halla y al que llama se le abre».

Y añade uno de los párrafos más hermosos y consoladores de todo el Evangelio: «¿Qué padre entre vosotros, cuando su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?». El Maestro concluye que si esto hacen los padres de la tierra, cuánto más hará por nosotros el de los Cielos. Porque el Señor sabe lo que necesitamos, pero le interesa que nuestra petición llegue confiada hasta su corazón.

«Soñé que caminaba por la playa con el Señor, contaba una madre a sus hijas. Mi vida se veía reflejada contra el horizonte. En cada escena aparecían sobre la arena las huellas de dos personas. Pero me preocupaba ver que, en los momentos más duros y difíciles, en los días de angustia y derrota, tan sólo se veía un par de huellas. Entonces pregunté: Señor, me prometiste que caminarías siempre conmigo. ¿Por qué me abandonas cuando más te necesito? Hija mía, respondió, cuando únicamente ves un par de huellas, es porque te llevo entre mis brazos».

Este el Dios que Jesús vino a revelarnos. Un Dios que a todas horas nos acompaña, aunque le veamos. Un Dios que, en los momentos más difíciles, nos toma entre sus brazos.

— o o o —

Decimoctavo domingo

1. La alcancía para el cielo

«Dijo Jesús: Guardaos de toda clase de codicia, pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes. Y les propuso una parábola». San Lucas, cap. 12.

Don Pedro Picapiedra, Vilma su esposa, la niña Pebles y sus amigos, viven un momento inicial de la llamada civilización. En su vivienda disponen ya de algunos elementos como el lavaplatos, la cortadora de césped y el troncomóvil, que les hacen la vida más amable.

A través de los siglos, la humanidad continuó tecnificándose de forma sorprendente. Hemos vencido numerosas enfermedades, conquistamos la luna y nos comunicamos con todo el planeta, casi a la velocidad del pensamiento. Lástima que en otras áreas permanezcamos más allá de la caverna.

Por medio de los bienes materiales también se realiza el plan de Dios, señalado a la primer pareja humana, y explicado de manera más amplia por Cristo.

Un día alguien se acerca a Jesús para pedirle: «Dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». El Señor le responde que su oficio no es dirimir pleitos de dinero. Y le añade: «Guardaos de toda codicia. Aunque uno ande sobrado, la vida no depende de los bienes». En otras palabras: La felicidad de hoy y de mañana no depende únicamente de cuanto poseamos.

El Maestro aprovecha la ocasión para contar una parábola: Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Decidió entonces ampliar sus graneros. Y se dijo: «Hombre, descansa, come y bebe. Date una buen vida». Pero Dios le advierte: «Necio, esta noche vas a morir. ¿Para quién será lo que has acumulado?»

Jesús no sataniza los bienes de este mundo. Ellos son buenos. Nos ayudan a vivir como humanos. Son signo de los dones que gozaremos en el cielo.

Pero sí condena el egoísmo de quien acumula sólo para sí, negándose del todo a compartir.

Cuando la máquina se aplicó a la industria, durante el siglo XIX, se inició la revolución industrial que ha elevado el nivel de vida de muchos grupos humanos. Pero en la medida en que crecieron y se calificaron los bienes y servicios, no creció nuestra capacidad de compartir.

San Vicente de Paúl escribía que, en su tiempo, hubo tal escasez en algunas regiones de Europa, que era común «ver a los hombres comer tierra, masticar la hierba, arrancar las cortezas de los árboles para tener algo en el estómago». Una pobreza, ocasionada por la falta de tecnología agrícola.

Hoy también la humanidad sufre miseria en muchos lugares del mundo. Pero la actual situación es más absurda y más injusta. Porque si repartiéramos los bienes de manera fraterna, todos podríamos alcanzar un nivel de vida suficiente.

«Para quien será lo que has acumulado?». Con mucho sentido común respondía un campesino: «No hay mortaja con bolsillo ni ataúd con caja fuerte». Al morir, dejaremos lo capitalizado para nosotros. Nos llevaremos lo que hemos entregado. Porque los pobres son la más invulnerable alcancía para el cielo.

Pero esta página del Evangelio, más que una amenaza, quiere ser una invitación a ampliar los graneros, a acumular muchos bienes para aquellos que no tienen. A no descansar. Es una invitación a descubrir alegrías más auténticas, en el bolsillo de los necesitados.

2. Compartir

«Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y se dijo: Tienes bienes acumulados para muchos años. Túmbate, come y bebe y date buena vida». San Lucas, cap. 12.

Para el creyente de hoy, el sentido de los bienes materiales ha dado un viraje de 180 grados. La Iglesia primitiva, que no tenía sino un sólo corazón y una sola alma, vendía sus posesiones y repartía el dinero, según la necesidad de cada uno.

Después, los fieles profesaron una ascética de despojo, influidos por las filosofías griegas infiltradas en la comunidad cristiana. Vivir el Evangelio significó entonces no poseer nada, para así ganar la vida eterna.

En la Edad Media, se miró el trabajo cómo la herramienta para construir el Cielo. Los monjes abrieron caminos. tendieron puentes, desecaron pantanos, enseñaron a cultivar la tierra.

Los pueblos levantaron enormes catedrales y los artesanos embellecieron el mundo.

A mediados del siglo pasado, se inicio la revolución industrial. El hombre, ayudado por la máquina, comenzó a dominar el universo. Fue entonces más fácil fabricar el pan, tejer el lino, criar los ganados, viajar, comunicarse, descansar, derrotar las enfermedades.

En ese momento, algunos se adueñaron de los medios de producción y dividieron el mundo entre poderosos y necesitados. Entonces muchos se preguntaron si aún era posible vivir el Evangelio.

El cristiano, sin embargo, no se desconcierta ante ninguno de los progresos técnicos. Admira los avances del mundo, se entusiasma con los proyectos de un futuro más próspero. Goza con alegría de todos los adelantos de la ciencia.

Pero orienta su vida hacia una meta muy clara: Compartir. Vuelve a la práctica de la Iglesia primitiva. La ciencia, la tecnología, los avances de la medicina, la electrónica, la informática, son llamadas muy fuertes al compromiso cristiano. Es necesario edificar un mundo más hermoso y fraternal.

No podemos divorciar al Dios Redentor, que nos salvó del pecado y de la muerte, del Dios Creador, que plasmó el cosmos y nos enseñó a dominarlo.¿Por qué no hacer todos: Niños, jóvenes y adultos, un examen sobre este tema: Compartir? Con los de casa, con nuestros parientes, con los marginados, con las iniciativas pastorales de la Iglesia.

Ninguno quisiera verse retratado en aquel hombre rico que tuvo una gran cosecha. Pensó derribar sus graneros y construir otros más grandes.

Y luego tumbarse, comer, beber y darse buena vida. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?

Así sucede a quien amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.

3. Tener o no tener

«Un hombre rico tuvo una gran cosecha y se dijo: Tienes bienes acumulados para muchos años, come, bebe, date buena vida». San Lucas, cap. 12.

Hemos convertido insensiblemente el dilema de Hamlet: «Ser o no ser», en uno menos noble y más prosaico: «Tener o no tener». Un día inventamos la rueda, los espejos ustorios, la pólvora, la televisión, los computadores, los cohetes espaciales… Pero, ¿nos ha servido todo esto para ser mejores? Algunas veces.

Cuando no nos hemos convertido en seres extraños, rodeados de cosas, con la mente colmada de ambición y el corazón enfermo de egoísmo.

El Evangelio nos cuenta el solemne fracaso de un hombre: Sus cosechas habían sido abundantes. Amplió entonces sus graneros. Y cuando esperaba alcanzar la felicidad, llegó la muerte con pasos silenciosos. Lo que había acumulado con tantos esfuerzos, ¿para quién sería?

Todos luchamos por el pan de cada día, la vivienda, el vestido, la salud, el estudio de los hijos, la seguridad del mañana. Pero no es cristiano acumular bienes materiales sin pensar en los demás. Dios nos entregó el universo para que lo domináramos y lo compartiéramos fraternalmente.

Cuando el Señor comunica a ciertos elementos materiales un poder especial e inventa así los Sacramentos, nos invita a conferirle a cada cosa una fuerza de salvación. Entonces el mundo físico se torna en alfabeto de un idioma variado, hermoso y rico que se llama caridad.

Así nuestros bienes enseñan en las escuelas de los barrios alejados, capacitan a los jóvenes de los tugurios, llevan medicinas a los remotos caseríos, levantan casas para las familias que viven bajo los puentes, juegan en los parques con los niños que no sabían reír y ayudan a los marginados a sentirse personas.

Muchos de nosotros no hemos experimentado nunca la alegría de servir a los demás. Es una dicha más honda y duradera que aquella que nos da la compra de un apartamento, de una casa de campo, el viaje a Europa, el automóvil último modelo.

Un día moriremos. Pero nuestros bienes pasarán la aduana de la muerte, si los hemos usado para el servicio de nuestros hermanos. Entonces esos dones de Dios y el fruto de nuestro trabajo se convertirán en un tesoro que no roe la polilla, ni amenazan la herrumbre o los ladrones. Jesús lo dijo con mucha claridad: Si hemos dado de comer a los hambrientos, de beber a los sedientos. Si hemos vestido a los necesitados y les hemos enseñado a vivir y a triunfar.

El fracaso del rico aquel que nos cuenta el Evangelio no será el de nuestra vida. Habremos resuelto a favor nuestro otro dilema: «Amar o no amar». En él se juega la grandeza del hombre.

— o o o —

Decimonoveno domingo

1. Me propuse vivir

«Dijo Jesús: Dichosos los criados a quienes el señor encuentre velando. Os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo». San Lucas, cap. 12.

Cuenta Saint Exupéry en «Tierra de hombres», de un piloto francés que cayó con su avioneta en los Andes, donde la temperatura desciende en la noche a treinta grados bajo cero. Sus compañeros trataron de encontrarlo, pero después de dos días abandonaron la búsqueda. Nadie podría sobrevivir en tan adversas condiciones.

Sin embargo, aquel piloto herido resistió y después de una larga caminata por terrenos inhóspitos, pudo llegar a un puesto de socorro. Allí contó el secreto de su fortaleza: «Un animal hubiera muerto, pero yo me propuse vivir».

Jesús presenta a los discípulos una parábola para invitarlos a permanecer vigilantes. Los está motivando comprometerse con la vida. Es decir a vivir.

Les habla de un hombre que regresa tarde a casa, después de una fiesta o de un viaje, y encuentra que sus criados no han cenado y permanecen esperándolo. Lo aguardan, ceñida la túnica, y encendidas las lámparas que espantan el sueño.

El Maestro asegura que aquel amo se pondrá el delantal, hará sentar a sus criados y les servirá de uno en uno la cena. Un premio que rebasa cualquier expectativa de los siervos.

La parábola toma de las costumbres judías, pero añade elementos insólitos. Los siervos nunca comían primero que sus amos. Y menos aun eran servidos por ellos. De allí el estupor de Pedro en la última cena, cuando Jesús lavó los pies de los apóstoles. Este servicio, degradante para un israelita, se encomendaba a los criados gentiles.

Jesús quería enseñarnos a vivir, ceñida la cintura, comprometidos con la tarea que nos toca.

En la vida real los judíos se recogían con un cinto la túnica, para que no les impidiera andar y trabajar. Además encendidas las lámparas. Hechas de barro o de bronce y alimentadas con aceite de olivas, se distribuían por la casa, al llegar la noche.

Esta luz significa una continua adhesión a Dios, en las circunstancias positivas y también en las adversas.

El autor de la carta a los Hebreos nos presenta a Abraham, Isaac, Jacob, y Sara, grandes figuras del Antiguo Testamento, quienes sintieron que el Señor acompañaba su camino e iluminaba su historia. Ellos supieron mantenerse vigilantes y son ejemplo para nosotros. El texto añade: «La fe es la seguridad de lo que esperamos y la prueba de lo que no vemos».

San Lucas contrapone luego aquellos criados fieles con otro malvado, que ante la tardanza del amo, «se puso a golpear a sus compañeros, a las criadas y a emborracharse». Con éste no tendrá el señor aquella actitud maternal de servirle a la mesa.

Todo esto nos invita a entender esta vida temporal como un «mientras tanto», que a muchos desafía y a otros muchos agota. Podemos alinearnos entre los esforzados que luchan a diario, o entre los vencidos, profesionales del pesimismo. ¿Sí serán nuestros problemas los más graves? ¿Sí será nuestra vida la más trágica?

Mientras vamos de paso por la tierra, lo importante no es sobrevivir apenas. Es necesario proponernos vivir.

2. Aunque es de noche

«Dijo Jesús: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Estad cómo los que aguardan que su Señor venga de la boda, para abrirle apenas venga y llame». San Lucas, cap. 12.

Viene Dios a nosotros. O mejor dicho retorna, pues ya una vez había acampado en la tierra. Del contexto evangélico deducimos que su regreso tendrá lugar de noche. Porque se nos invita a estar en vela y a mantener encendidas las lámparas.

Con razón Santa Teresa aludía frecuentemente a esa noche oscura, que es la vida, con sus fantasmas y sus contratiempos.

Porque es tarea del cristiano aguardar al Señor, a pesar de la noche que oprime. Esperarlo, en medio de nuestros monótonos deberes. Los del ama de casa: Barrer, sacudir, lavar, preparar los alimentos, atender los imprevistos de un hogar.

A pesar de nuestra tarea deslucida e ignorada: Ensamblar en la fábrica las mismas piezas, cada día. Manejar los mismos papeles. Supervisar durante años la misma maquinaria. A pesar de que nuestro trabajo, responsable y honesto, muy pocos lo valoran y casi siempre es mal remunerado.

A pesar de que la fe nos hace extraños en nuestro círculo social y parezcamos ir contra corriente, muchos esperamos al Señor y rezamos sinceramente aquella petición del Padre nuestro: Venga a nosotros tu reino.

También otros, sin darse mucha cuenta, aguardan la venida del Señor. Son quienes motivados por diversas ideologías, luchan por verdaderos valores. Se han fijado un ideal y se sacrifican por él generosamente.

Suspiran por un mañana mejor, por algo más pleno, por una utopía, a veces imposible de definir y menos aun de describir plenamente.

Todos merecen nuestro respeto y admiración. Ellos aguardan que nos acerquemos fraternalmente y les anunciemos el Evangelio de una manera espontánea y humilde. Para su consuelo escribe un autor: Cualquier forma de sed es, en el fondo, sed de Dios.

Pero unos y otros, los que aguardamos a Dios conscientemente y quienes lo esperan, aun sin saberlo, sospechamos que el Señor esta cerca.

En todos los rincones del mundo, existen muchos hombres y mujeres que realizan su tarea en la noche: Los pilotos, las enfermeras, los marinos, las encargadas de comunicaciones, los celadores, los médicos de guardia, los obreros de tiempo nocturno en las fábricas, los vigilantes… Así el cristiano, bajo esta penumbra de la fe, se capacita para velar y mantener su lámpara encendida, esperando al Señor.

3. La lámpara encendida

«Dijo Jesús: Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre». San Lucas, cap.12.

La plaza de San Pedro en Roma se llena de silencio. Se alejan los coches, rechinando sus ruedas sobre las piedras gastadas del pavimento. El enorme obelisco se diluye en la sombra. Los surtidores desgranan con serenidad y mansedumbre el rumor del agua. Arriba, una ventana permanece iluminada. El Papa mantiene encendida la lámpara.

Cristo nos enseñó que los cristianos somos luz para el mundo. Mantengamos viva nuestra llama.

Un estudiante soporta burlas porque defiende sus convicciones cristianas. Una obrera se porta correctamente, no obstante el ambiente difícil de la fábrica. Una religiosa permanece fiel a sus compromisos, a pesar de las dificultades y los años. Una pareja continúa enseñando la fe a sus hijos con amabilidad y constancia, en medio de un hábitat pagano.

Un gerente medita largas horas sobre cómo mejorar el nivel de vida de sus obreros. Un publicista sabe juntar la promoción eficaz de un producto con mensajes constructivos y hermosos.

Una señora adinerada financia silenciosamente aquella obra social que iba a cerrarse.

Un profesional gasta sus ratos libres en ayudar a los pobres. Una familia renuncia a un viaje al exterior para que otra familia libere su casa hipotecada.

Estos son cristianos que deciden mantener su lámpara encendida para alumbrar el camino a mucha gente. Los miramos de lejos y su fe nos llena de esperanza. Nos motiva a mantener viva nuestra luz.

Va a venir el Señor. No sabemos si al principio de la noche, un poco más tarde o a la madrugada. Ojalá nos encuentre velando, construyendo un mundo mejor, llenos los ojos de luz, cansadas las manos de hacer misericordia.

Aguardémosle con ilusión, como se espera la visita de un amigo. Si nos encuentra velando, nos hará sentar a la mesa y su presencia iluminará todas las cosas.

Cicerón nos dice que la amistad es una sociedad de cosas humanas y divinas.

Si mantenemos la luz, el Señor asociará a nuestra vida todo lo que El es. Porque ha querido iluminar el mundo desde nuestro candil, tan frágil y humano ante las sombras y las tempestades.

— o o o —

Vigésimo domingo

1. El dios pastelería

«Dijo Jesús: He venido a prender fuego en el mundo y ojalá estuviera ya ardiendo. No he venido a traer paz sino división». San Lucas, cap. 12.

Durante el concilio Vaticano II, algunos obispos señalaron que entre las causas del ateísmo actual, están las caricaturas de Dios que no pocos cristianos presentan.

«Entre ellas, comentaba un periodista de entonces, el Dios Pastelería, refugio de las almas cobardes y sentimentaloides, de los corazones de crema y mantequilla. Un Dios que espera a todas horas ser enjabonado por efluvios místicos y oraciones de caramelo, mientras peina los bucles de su melena de oro».

Nada tan distante de aquel Dios que Jesús nos enseñó a amar: Un Dios amable y paternal, pero que exige a sus seguidores esfuerzo y constancia. Un día el Señor les dice a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo. No he venido a traer paz sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: Tres contra dos y dos contra tres.».

Una frase que en verdad nos desconcierta. Este Maestro que en tantas ocasiones ha predicado la paz y la armonía, ahora habla de fuego y de guerra. Promete dividir las familias y por consiguiente los grupos humanos.

En la cultura bíblica el fuego equivale casi siempre a castigo del cielo. Pero también significa la purificación que Dios realiza en sus hijos. Aquí representa entonces el amor nuevo que Jesús trae a la tierra. Amor suyo para la humanidad, amor de caridad entre todos los hombres.

Comprendemos la palabra de Jesús cuando distinguimos entre guerras y guerras. De igual manera entre paces y paces.

La expresión de Cristo: «He venido a traer guerra»…, quiere decir que seguirlo a El nos exige a cada paso violencias y rupturas. Algunas veces hasta derramar sangre, como anota la carta a los hebreos.

Quien decide vivir el Evangelio ha de afrontar muchos conflictos. Primero en su propio corazón. Tanto la paz como la guerra brotan de los estratos más hondos de la persona. Como aquellos primitivos cataclismos que, desde las entrañas de la tierra, originaron las cordilleras y los océanos.

Pero también el seguimiento de Cristo nos enfrenta al propio entorno. Y en esa lucha hemos de fabricar la paz, ganando muchas batallas con paciencia y mansedumbre. San Pablo motiva a cristianos de Colosas para que se armen de bondad, humildad, benignidad y tolerancia. Este es el arsenal de la campaña por los valores del Reino.

De otra parte, apunta un escritor, a cada paso corremos el riesgo de fabricar paces adulteradas: «Aquella que obliga a todos a callarse y establece por decreto la calma. La de quienes viven una caridad pusilánime que esquiva los mínimos roces, dejando que las situaciones se pudran. La de otros, obsesionados por el establecimiento o los principios, que ya dividieron el mundo entre buenos y malos.»

Sin embargo, no identifiquemos la fe cristiana con el enfrentamiento y la renuncia. Sería canonizar la filosofía estoica de siglos pasados. La guerra que Jesús nos señala es la herramienta que construye nuestra alianza con Dios. Es la moneda para comprar un equilibrio personal, una armonía social, un servicio desinteresado a los pobres, es decir el reino de los Cielos.

2. Lo llamaron seductor

«Dijo Jesús: ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante una familia de cinco estará dividida: Tres contra dos y dos contra tres…». San Lucas, cap. 22.

Al día siguiente de la muerte de Jesús, los sumos sacerdotes y fariseos se presentaron a Pilatos diciéndole: «Ponle guardia al sepulcro. Porque aquel seductor dijo una vez: Resucitaré al tercer día».

Mucho va de seductor a seductor. Pero tenían razón aquellos sacerdotes y fariseos. Cuando Cristo se mezcla en nuestros planes, nos seduce definitivamente. Lo comprobamos al releer la historia de la Iglesia: Los discípulos de Juan lo abandonan, para irse detrás del Maestro.

Pablo, de camino hacia Damasco para encarcelar a los cristianos, se ve obligado a cambiar sus planes. Agustín de Hipona siente una fuerza irresistible que le hace abandonar su vida de pecado, para convertirse en el pastor, el obispo, y el santo.

Bernardo de Claraval se encamina a la cartuja y arrastra consigo a sus parientes. Alfonso de Ligorio deja su espada de caballero a los pies de una imagen de María, renuncia a un brillante porvenir para dedicar su vida a los más necesitados.

Juana, la baronesa de Chantal, abandona su casa y sus comodidades para fundar la orden de la Visitación. Y en la historia contemporánea cuántas vidas admirables, cuántos heroísmos, cuántas proezas de los modernos. Es la fuerza seductora de Cristo

Aquellos novios terminan definitivamente, con dolor y con lágrimas, porque comprenden que su cercanía no los hace crecer, los disminuye. Una joven por defender la vida que lleva en su seno, rompe con su familia que le aconseja abortar.

Un muchacho, al terminar su secundaria, se decide por la vida misionera, aunque sus amigos pretendan disuadirlo. Tantos empleados y empleadas que no progresan más porque mantienen firme su honradez.

En otros pasajes del Evangelio, el Señor promete la paz y nos invita a construirla. Por esta razón el texto de hoy nos desconcierta.

Olvidamos que la verdadera paz es el resultado de muchas batallas y de muchas renuncias. La obtendremos aquel día en que cedamos plenamente a la obstinada seducción de Dios.

Con toda razón el Cantar de los Cantares nos presenta al Señor como un amante: «Vedle ya que se para detrás de nuestra cerca, mira por las ventanas, atisba por las rejas».

Y Jeremías, agobiado por su vocación de profeta, entre un pueblo que no le escucha y le persigue, se queja ante el Señor: «Me sedujiste, Yavéh y me dejé seducir. Eras más fuerte que yo y me venciste».

3. Teología del fuego

«Dijo Jesús: He venido a prender fuego en el mundo y ojalá ya estuviera ardiendo». San Lucas, cap. 12.

La lengua hebrea con su afición por las metáforas, servía admirablemente al doble propósito de Jesús: Explicarnos lo inexplicable e invitarnos a caminar hacia el misterio.

«He venido a prender fuego en el mundo, y ojalá ya estuviera ardiendo», dijo el Señor: Entonces sus discípulos empezaron a elaborar toda una teología del fuego.

En la mañana de Pentecostés, cuando descendieron lenguas encendidas sobre los apóstoles, ellos comprendieron que Dios es como la luz, como el calor, como la llama que envuelve y que transforma.

Podemos buscar al Señor remontando la historia del fuego, esa historia que Gertrudis Von Le Fort nos narra en forma de poema. En el principio, cuando el hombre habitó en las cavernas y eran muy largos los inviernos, el fuego calentaba su vida, acompañaba su soledad, ahuyentaba las fieras. Así Dios llega hasta lo más escondido de nuestro ser, nos calienta, nos acompaña y espanta los enemigos visibles e invisibles.

Nace el fuego del roce de dos leños, brota del pedernal que golpeó la roca y cuando el hombre se olvida de él, irrumpe violentamente desde la cima de los volcanes.

Cristo abrasa la tierra desde los dos maderos de la cruz, sale glorioso golpeando la piedra del sepulcro para alumbrar el universo, y cuando lo olvidamos produce cataclismos en el interior del hombre o en la historia, para recordarnos que su amor nunca se extingue.

El fuego que sabe dormir bajo el rescoldo, en el fogón de los humildes, aprendió a volverse casi espíritu en la electricidad y a conquistar la más honda intimidad de los átomos.Así es el Señor: No desdeña las cosas humildes y ordinarias, pero sabe llegar hasta lo más profundo de cada ser. Para invadir los más remotos y escondidos territorios de la nuestra persona.

La liturgia cristiana invitó desde el principio al fuego, para que la Vigilia Pascual simbolizara al Maestro resucitado. Y las lámparas votivas se le aprestaron a señalar a los fieles que en la Eucaristía, el Amigo vive y ama continuamente.

Se encienden los cirios para acompañar al niño en su entrada a la Iglesia por el bautismo. Iluminan al moribundo en su hora final, y alumbran luego sus despojos, anunciando la luz perpetua que aguardamos.

Mas no podemos olvidar el fuego del sol, dibujante y pintor en los arreboles de la tarde y a la madrugada, sobre las gotas de rocío, las montañas nevadas, las hojas tiernas y las cabezas de los pájaros. Esa esfera de fuego que los niños gustan de pintar en los cuadernos, con sus crayolas elementales.

Así es Dios: A cada uno adorna con un tinte especial, un matiz singular, una tonalidad irrepetida, y goza infinitamente cuando nosotros, con trazos vacilantes e infantiles, tratamos de copiarlo en nuestra vida.

El Señor desea que su fuego arda en el mundo. ¿Qué hemos hecho sus amigos para encender su verdad, atizar su amor, e iluminar a todos con su mensaje?

— o o o —

Vigésimo primer domingo

1. Al cielo en ascensor

«Uno le preguntó a Jesús: Señor ¿serán pocos los que se salven? El les dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». San Lucas, cap. 13.

A la iglesia de la Natividad en Belén, se llega por una puerta baja de escasos metro y medio de altura. La historia cuenta que al principio se ajustó la entrada, para impedir el acceso de animales. Más tarde, las guerras contra los turcos exigieron un segundo achicamiento, que obligaba a los invasores a arriesgarse de uno en uno, en posición vulnerable.

Al visitar esta basílica muchos recordarán aquella palabra del Señor: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». Así respondió el Maestro a alguno que le preguntaba: «Señor: ¿Serán pocos los que se salven?».

Porque quienes seguían a Jesús también se angustiaban sobre el futuro más allá de la muerte. Un cielo como plenitud de la persona, como comunidad perfecta, conocimiento pleno y amor sin fronteras, apenas se esbozaba en la mente de aquellos discípulos. Y mientras los judíos piadosos esperaban salvarse por el cumplimiento estricto de la ley, el Maestro señalaba una salvación por la limpieza interior y la honradez.

Jesús nos enseñó que la salvación no un hecho simple, como pasar la calle, saltar un bache, o atravesar una puerta. Es un proceso largo y dispendioso, con muchos obstáculos y frecuentes retrocesos. Lo sabemos por experiencia

Y para alcanzar esta meta el Señor nos pide abandonar muchas cosas: El afán desmedido por los bienes materiales, las preocupaciones inútiles y los vicios, por consiguiente. Además nos invita a hacernos pequeños. Ya en otra ocasión El había dicho: «Si no os hacéis semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos».

Santa Teresita del Niño Jesús, a quien Juan Pablo II declaró doctora de la Iglesia, presentó al mundo un novedoso método de vivir el Evangelio: El camino de infancia. El cual consiste en una actitud continuada de hijos ante el Padre bueno de los cielos.

Pero no conviene confundir la infancia espiritual con el infantilismo crónico que muchos cristianos padecemos: Nunca tomamos decisiones. Siempre dependemos de los demás. Somos irresponsables. Imitamos la conducta de Peter Pan, aquel niño que no quería crecer. Obsesionado por su seguridad, anhelaba siempre regresar a Kensington Garden, donde las hadas le protegerían día y noche.

Ser pequeños para franquear la puerta del cielo, es otra cosa. Es conocer a Dios, pero relativizar enseguida todo conocimiento. Es renunciar a tantos afectos que creíamos indispensables, simplificar la vida, avanzar con el alma a la intemperie, expuestos al Señor. Es coleccionar experiencia sin perder capacidad de asombro.

Tradicionalmente el camino hacia el cielo se comparó con el trepar a una escalera, la subida a una torre, o la ascensión a una montaña. Santa Teresita del Niño Jesús, frente a tales imágenes, se sintió desanimada. Por esto se alegró inmensamente al conocer en ciertas casas de su pueblo natal, los ascensores que empezaban a usarse.

Y comparó con ellos su camino de infancia. En sus escritos nos explica: Cuando somos pequeños, Dios nos toma cariñosamente y nos levanta en sus brazos.

2. Quizás muy estrecha

«Dijo Jesús: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». San Lucas, cap. 13.

El pueblo judío, probado por el hambre y la sed, entiende la comparación que hace Cristo de la felicidad con un banquete de bodas. Sentarse a la mesa, compartir el alimento, participar en la fiesta, son ejemplos que utiliza la Biblia para explicar qué hallaremos más allá de la muerte.

Sin embargo, para llegar a ese banquete, es necesario franquear la puerta del cielo, que según San Lucas es estrecha.

Las puertas de las casas judías eran bajas, apoyadas sobre un quicio de madera y sostenidas por soportes de piedra. Estos soportes se rociaban con la sangre del cordero en la fiesta de Pascua.

André Gide, con marcado pesimismo, nos dice que la puerta del cielo es demasiado estrecha. Solamente podremos entrar de uno en uno. No podrán llegar juntos el esposo y esposa.

Imposible franquearla en familia, ni menos aun acompañados de nuestros amigos. Pero la palabra del Señor contiene un mensaje muy distinto: Sólo impiden la entrada las cosas y personas que nos apartan del Señor.

De otra parte, renunciar, despojarse, desprenderse, no son verbos extraños a la vida: Nos mudamos de casa y tenemos que renunciar a nuestros vecinos. Nos deshacemos de lo superfluo, cambiamos de ubicación y de paisaje.

Empezamos a frecuentar la escuela o la universidad y perdemos la libertad, sacrificamos nuestro tiempo libre, nos ligamos a un programa, a una tarea exigente.

Lo mismo nos sucede cuando firmamos un contrato de trabajo, o nos comprometemos con el grupo, con el club, con el partido.

Renunciamos si nos dedicamos al arte, a la ciencia, a los negocios. Renuncia el militar, el deportista, el viajero. Esto en busca de mejores realizaciones, de unos valores superiores. En persecución de una esperanza.

Y nos acostumbramos a estas renuncias: A madrugar, a tomar los alimentos de prisa, a estar sujetos a un horario, disponibles a lo que ordenen los demás, Llega un momento en que estas cosas ya no duelen. Las hemos incorporado a lo común y corriente de la vida.

Pero se nos hace difícil renunciar cuando se trata de buscar a Dios. Olvidamos que también la vida cristiana, las relaciones con Dios y con el prójimo, exigen renunciar para franquear la puerta estrecha. No cabremos por ella, hinchados por el egoísmo y cargados con tantas cosas inútiles.

Pero el despojo del cristiano es alegre y lleno de esperanza. Libres de toda dependencia, llenos de confianza en el Señor, no habrá ninguna puerta que nos impida llegar hasta el banquete.

3. La puerta estrecha

«Dijo Jesús: Esforzaos por entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». San Lucas, cap.13.

Señor gerente, doctora, ilustre diputado, capitán, monseñor, reverenda madre, maestro… Tengamos en cuenta que los títulos son, al fin y al cabo, unas sílabas más para el epitafio, como decía Clemente XIV.

Los amigos de Cristo no podemos vivir de solas apariencias. La matrícula en un grupo apostólico, la etiqueta de una obra social, el pertenecer a determinado sector de la Iglesia, el haber conocido alguna vez al Señor, o el llamarlo a gritos en la última hora, no bastan para entrar en su casa.

Para ser su amigo hay que vivir a profundidad el Evangelio. Un día se nos examinará de los hechos, no tanto de los planes. Valdrán entonces las actitudes y poco las buenas intenciones. Contarán nuestro amor a Dios y al prójimo, y casi nada nuestras hermosas ideas y nuestras bonitas palabras.

«La Puerta Estrecha» es una novela de André Gide. Alissa, la protagonista, aleja dolorosamente a Jerome en aras de su incapacidad para conciliar el amor de Dios con el noviazgo. El autor concluye que no podemos franquear de dos en dos la puerta de los Cielos.

Pero Gide no tenía razón. Por la puerta del cielo podremos entrar de la mano con todos los que amamos.

Es estrecha la puerta, porque no caben por ella nuestros egoísmos, tantas cosas inútiles con que nos hemos rodeado, y el aparato de nuestra solemnidad y suficiencia.

Para entrar nos toca volvernos pequeños, reducirnos a la dimensión de lo que somos, pero con el gozo de ser plenamente nosotros mismos.

Imaginemos la alegría del sol cuando se vuelve pequeño, pero a la vez radiante y voraz, en el rayo de luz que recoge con avaricia una lente convexa. Imaginemos el triunfo del copo de algodón que se cambió en madeja y luego en cordel muy fino y resistente para la reciedumbre del velamen y la asechanza de la red.

La del cielo es una puerta estrecha. Porque esta vida de la tierra se encarga de despojarnos cada día. Primero quedan atrás los sueños, se diluyen enseguida las ilusiones, muchos gloriosos proyectos se desvanecen en la nada, se tronchan de improviso las mejores amistades.

Lo que llamamos ciencia se resume en un convencimiento de nuestra incapacidad de entender. Los deseos de comunión interpersonal se rebajan a un poco de sed y a un miedo inconfesable de soledad.

Entonces todo el universo nos cabe en el cuenco de la mano, entre el espacio reducido del propio corazón.

Y así podemos caminar mejor hacia Dios: Despojados de todo, menos de un ansia inmensa de conocerlo y de un deseo inocente de sentirnos sus hijos.

— o o o —

Vigésimo segundo domingo

1. Amigo, sube a otro puesto

«Entró Jesús en casa de uno de un fariseo y, notando que los convidados escogían los primeros lugares, les dijo: Cuando te inviten a una boda no te sientes en el puesto principal». San Lucas, cap. 14.

«Disculpe, señora, ese puesto es para el gerente». « ¡Qué pena, doctor! ¿Le molesta hacerse allá en la esquina?» «Por favor, joven, a usted le corresponde en la otra mesa». Lo que hoy ocurre en las celebraciones, o en las comidas de lujo, también tenía lugar en tiempos de Jesús.

Un fariseo invitó al Maestro a comer en su casa. Era un día de sábado. Ya habría caído el sol y terminaba el descanso legal.

San Lucas anota que los fariseos, como era su costumbre, estaban al acecho. El Señor miraba que los comensales, al entrar, buscaban las primeras sillas.

Dijo entonces Jesús: Cuando te inviten a una boda, no te sientes en el puesto principal. Quizás han convidado a otro de más categoría y el dueño de casa te dirá: Cédele el puesto a éste. Y te sentirás avergonzado. Busca más bien el último sitio y de pronto te invitarán a subir.

Aquí el Señor habla de lugares físicos, pero su enseñanza toca también esos espacios y servicios - en la sociedad, en la Iglesia, en la familia- que clasificamos como secundarios o principales. Como deslucidos o brillantes.

El Evangelio nos enseña a elegir lo corriente, lo menos notorio, para que Dios, y la historia, nos inviten a ocupar un lugar superior.

Pero surge una objeción: ¿Cómo practicarán esta enseñanza aquellos y aquellas constituidos en autoridad? ¿Tampoco podrán ocupar los primeros puestos?

El libro del Eclesiástico nos responde: «Hijo mío, procede con humildad y te querrán más que a hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas y alcanzarás el favor de Dios».

Todo va entonces en el estilo con que unos y otros realicen su tarea. Algunos lo hacen con orgullo y arrogancia. Otros con sencillez de corazón

Tal sencillez es el conjunto de actitudes que nos presentan, no como señores, sino como hermanos de todos. Un estilo que brota de recordar que unos y otros somos hijos de un mismo Padre Dios. Se fundamenta en el propio conocimiento. Al fin y al cabo los de arriba y los de abajo somos pequeños, frágiles, pecadores.

En el polo opuesto estaría la afectación, que se traduce en modales autoritarios y postizos. Así actúan quienes sufren un deseo inmoderado de aparecer, o «monomanía epifánica», mientras buscan el humo del incienso para ocultar sus limitaciones y carencias.

Esopo, un esclavo griego del siglo VI a. C., escribió de una rana que quiso hacerse grande, como un robusto buey que pastaba allí cerca. Con este propósito empezó a hinchar su delgado pellejo. Y preguntó a sus hijos: ¿ Ahora sí miráis que he crecido?

- Inútilmente lo intentáis, dijeron ellos. Pero la orgullosa rana hizo nuevos y violentos esfuerzos, hasta que reventó. Y el fabulista concluye: «Quien nació para rana no pretenda ser buey».

El autor del salmo 130, expresa con inmenso realismo: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad. Sino que modero mis deseos como un niño en brazos de su madre».

2. El idioma evangélico

«Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal. Vendrá de pronto el que te convidó y te dirá: Cede el puesto a éste». San Lucas, cap. 14.

Hacia el año 70 de nuestra era, aparece en Roma el Evangelio de Marcos. Entre los años 80 y 90 encontramos en Palestina el de Mateo y probablemente en Antioquía, el de Lucas.

Sólo más tarde, a finales del siglo I, Juan escribe el suyo desde algún lugar de Asia Menor.

Mateo escribe de Jesús para una comunidad de judíos que se ha convertido al cristianismo. Lo hace en arameo. Los otros tres nos entregan su relato en griego, matizado por la cultura personal de cada uno y por la mentalidad de las comunidades a quienes se dirigen.

Sin embargo, los cuatro escritores usan un mismo idioma: El de la Buena Nueva, el Evangelio.

Todos ellos nos transmiten unos mismos valores, una manera idéntica de definir al hombre, de analizar el mundo, de examinar la historia. Es un lenguaje nuevo que se vuelve idioma universal, comprensible para todos los hombres de buena voluntad, que, en cualquier lugar de la tierra, buscan al Señor bajo el impulso del Espíritu. De entrada, esta lengua nos puede parecer desconcertante: Allí perder se traduce por ganar. Ser significa dar.

Importancia se traduce cómo servicio. Atesorar se cambia en compartir. Poder se expresa con la palabra mansedumbre. El Maestro trae un ejemplo claro de esta lengua en el Sermón de la Montaña: Felices los mansos porque ellos poseerán la tierra.

Cómo práctica de este idioma, encontramos aquel consejo para los invitados a una boda: No te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría y te digan: Cédele el puesto a éste. Nunca conviene buscar los primeros lugares.

Ni en la mesa del banquete, ni en el ambiente familiar, ni en el círculo de amigos. Aunque seamos conscientes de las capacidades, los valores y la experiencia que poseemos

Lo más evangélico es no aparecer en primer plano. Distinguirnos por una discreta sencillez, que siempre trae agradables sorpresas y que ayuda, más que a imponer criterios y directivas, a compartir lo que somos y tenemos. Los evangelistas recuerdan ciertas frases clave de Jesús. Quizás El las repetía con frecuencia. Quizás su mensaje les había impactado hondamente.

Las dejan caer en sus escritos, así de paso, a veces fuera del contexto.

Una de ellas, que recopila esta enseñanza del banquete, es la siguiente: «Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».

También San Lucas, al comienzo de su Evangelio, coloca en los labios de Nuestra Señora una frase semejante: «El Señor derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes». Tal vez nosotros no estemos familiarizados todavía con el idioma evangélico.

Aceptamos unas verdades religiosas, tratamos de corregir nuestra conducta, realizamos unos ritos.

Pero no alcanzamos una comprensión plena de la palabra de Jesús. No hemos asimilado su gramática, se nos hace difícil el hondo significado de sus palabras. Nuestro vocabulario es todavía trivial, insuficiente, a veces cargado de prejuicios. Es necesario leer y releer el Evangelio para obtener mejor inteligencia de él y más soltura. Cambiarán entonces nuestras actitudes y, cómo quién asimila un nuevo idioma, hallaremos un mundo desconocido.

3. No sabemos soñar

«Dijo Jesús: Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal. Cuando des una comida, no invites a tus amigos y hermanos». San Lucas, cap. 14.

Un anciano judío contaba este episodio de su infancia: «Tendría yo cinco años y hacía parte de una caravana de nómadas por el desierto del Sahara.

Hacía sido confiado a una anciana, que se ocupaba de mi educación y pasaba mi vida bajo la tienda, a donde todos acudían para comer, discutir y descansar.

Fue en primavera y la noche luminosa se asomaba a hurtadillas por los agujeros de la tienda. Yo sentía una necesidad irresistible de contemplar el cielo.

Ya, al aire libre, quedé como extasiado. Nunca había visto tantas estrellas juntas. Entonces a mi mente infantil afloró un raro presentimiento: ¿Será esta noche cuando llegue el Mesías?

De pronto, la voz áspera de la anciana y una mano ruda me toma del brazo.

- Deja de soñar con el Mesías. Mejor aprende a sumar para que un día lleves bien los negocios».

En cada uno de nosotros conviven aquel niño y la anciana. Ella es la fría lógica, el cálculo, la contabilidad. El, los sueños, el futuro, la esperanza.

Sin el Evangelio nuestra vida transcurre siempre bajo de la tienda, entre los que beben, comen y discuten sobre negocios. Pero la palabra de Jesús nos invita a salir al aire libre, para contemplar el misterio.

Y al entrar en contacto con Jesús, con sus amigos, con su doctrina, podemos exclamar: ¡Nunca había visto tantas certezas juntas!. Es Dios quien llega a nuestras vidas.

El ambiente de hoy nos invita a subir en la escala social, a ganar puntos, a ampliar el radio de nuestra influencia. Para ello se necesita buscar los primeros puestos en los banquetes, aparecer en las páginas de los diarios, traficar con influencias.

Pero el Señor nos guía a otros caminos de realización y crecimiento: «Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». «Cuando te inviten a una boda ve a sentarte en el último puesto. Entonces te dirán: Amigo, sube más arriba».

Cuando nos urge un ansia de compañía, deseamos compartir lo que somos y tenemos. Y para lograrlo invitamos a los que tienen más que nosotros. Llamamos a los que nos aprecian. El resultado es obvio: Nos invitarán la próxima semana, e iremos subiendo en la escala social de la apariencia. Pero en el fondo continuamos solos.

El Evangelio enseña que hay una forma escondida de amistad, una compañía más honda y misteriosa. El Evangelio es para nosotros luz en el desierto. Nos ayuda a salir de los esquemas comunes, de nuestras intrigas, de una vida estéril y ordinaria. Nos invita a abrirnos a Dios y los hermanos. Entonces aprendemos a soñar un hermoso sueño que alienta en el cansancio y reconforta la vida. Entonces Jesucristo se hace visible ante nuestra esperanza.

— o o o —

Vigésimo tercer domingo

1. Las jerarquías del amor

«Dijo Jesús: Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos…incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». San Lucas, cap. 14.

Cuando Goethe cumplió sesenta años, sus alumnos le obsequiaron una medalla con una cruz grabada en el anverso. El disgusto del poeta fue notorio. Para él la cruz significaba el despojo de «lo humano y razonable», sin lo cual un hombre normal no existe.

También a muchos nos molesta la exigencia del Maestro: «Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío». Pero entendemos que tomar la cruz equivale a aceptar el programa de Jesús. Un programa que consiste en colocar a Dios sobre todas nuestras cosas.

Por esta razón Jesús añade: «Si alguno no pospone a su padre, a su madre, a su mujer y sus hijos, a sus hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo».

Porque el discípulo de Cristo no ama menos. Ama según distinta jerarquía, situando siempre a Dios en el centro de su vida. Todos sus amores permanecen, pero han cedido el primer puesto a Señor.

¿Un ideal para gente extraordinaria?. No solamente. Aún los cristianos de a pie a podremos colocar a Dios en la mitad del corazón. Bastaría evaluar nuestros afectos y ordenarlos como Cristo enseñó.

Muchos predicadores, influenciados por los griegos, nos han explicado el Evangelio como la lucha entre dos elementos contrarios. El mal que lucha contra el bien. El pecado, lo contrario de la gracia.

Pero no podemos presentar del mismo modo los bienes temporales y los eternos. La acción y la contemplación

El trabajo y las obras de caridad. Aquellos predicadores, dice alguno, se enamoraron de la O, ignorando la sabiduría de la Y. Recordemos que el mensaje de Cristo se resume en un solo mandamiento: Amar a Dios y al prójimo como a sí mismo.

Jesús nos pide a sus discípulos ciertas cosas difíciles, pero nunca imposibles. Así el término sobrenatural significa algo más allá de lo corriente, pero ante todo, aquello que se aposenta sobre la piel de lo humano, fortaleciéndolo y sanándolo.

Descubrimos entonces sobre la faz del mundo tres amores: Aquel que han dibujado los poetas en las novelas y en las canciones. Sorprendente. Admirable. Pero casi nunca real.

Un segundo, ese amor nuestro de cada día. También hermoso, pero que muchas veces se tropieza, se cansa y se extravía. Un amor capaz de pecar. Y aquel tercero que aprendimos de Jesús: «Como yo os he amado».

Ser cristianos es sostener e iluminar, cada día, nuestro amor con el de Cristo. Resultará entonces justo, integrado, equitativo. Unas medidas de exactitud que nos explican qué es la santidad.

Maravilloso el amor de familia, pero el Señor le dará vida, como la sabia al árbol. Extraordinario el amor de los novios, de los esposos, donde el Señor se hará presente, como el aire en el viento. Hermosas las amistades que nos apoyan, ayudándonos a crecer: Que allí Dios resplandezca, como la luz dentro del fuego. Necesario el amor a nosotros mismos: Pero en él se encontrará el Señor, como la sal en el agua del mar.

2. La marca del Señor

«Dijo Jesús: ¿Quien no lleva su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío». San Lucas, cap. 14.

Al abrir el diccionario, encontramos numerosos significados de la palabra cruz. Una enciclopedia nos contará su historia, desde los tiempos de la reina Semíramis, cuando parece se inventó este suplicio, pasando luego a ser símbolo de escarnio, de necedad y locura, o bien de salvación.

Hasta el momento en que las cruces empezaron a figurar sobre la corona de los reyes. Nos explicará también sus diversas clasificaciones: Egipcia, griega, latina, patriarcal, cuadrada, rusa, gamada y otras muchas.

Cerremos diccionarios y enciclopedias. La única cruz importante, la que puede interesarnos, es la nuestra. La que a diario nos oprime los hombros y nos aprieta el corazón: Esa situación de familia, determinada enfermedad, la convicción de nuestras limitaciones, este vicio, esta tara, aquella frustración, ese miedo, aquella amenaza.

Sin embargo, al profundizar en nuestra condición de crucificados, advertimos algo maravilloso: Entre Cristo y nosotros existe un espacio común, unos metros de tierra sobre el mismo Calvario, donde podemos conversar de igual a igual.

El y nosotros poseemos la misma experiencia que nos permite una comunicación casi perfecta.

Porque es el Jesús Crucificado. Así lo predica Pablo en sus cartas. La Cruz se le convirtió en ese apellido que también llevamos nosotros. Por eso nos entendemos de maravilla.

Pero detrás de cada dolor nuestro, de cada pena, de cada tragedia, nos torturan mucho más los infinitos porqués que nadie puede respondernos aquí abajo:

¿Por qué el mal? ¿Por qué sufren los inocentes? ¿Por qué la ingratitud? ¿Por qué el egoísmo de los poderosos? ¿Por qué no logramos ser libres?

Recordemos que el Hijo de Dios también lanza desde la cruz otra pregunta: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El silencio de Dios es parte de la cruz. Por eso Cristo tampoco oyó ninguna respuesta inmediata. La respuesta, al tercer día, fue la Resurrección.

Para nosotros son respuestas el valor de los apóstoles, el testimonio de quienes, después de dos mil años, siguen dejándolo todo por el Señor, la amistad verdadera, la paciencia indescifrable de alguien que sufre, la fidelidad…

Jesús no ocultó a los suyos que un día llegaría hasta la cruz. El proyecto no le agradó a Pedro, quien trató de disuadirlo. Pero después de la resurrección, el Maestro no se avergüenza de su cruz.

Conserva en las manos y en los pies las cicatrices de los clavos. Y a los discípulos de Emaús les explica: ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?

¿Nos avergüenza a veces nuestra cruz? Sí. Nos es difícil confesar nuestras luchas, nuestros fallos, nuestros problemas.

Se cuenta que los soldados romanos llevaban siempre una inscripción tatuada en su brazo derecho. Llevemos allí patente y con alegría nuestra cruz. Es la marca del Señor.

3. Este era un rey…

«Dijo Jesús: ¿Qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar? ¿Quién de vosotros si quiere construir una torre, no calcula primero los gastos?». San Lucas, cap.14.

«El David»de Miguel Ángel, «La Cena» de Leonardo Da Vinci, «La Sinfonía Pastoral» de Beethoven, la catedral de Colonia, son el fruto final y prodigioso de innumerables bocetos y de múltiples proyectos. Por esta razón han vencido el embate de los siglos.

En cambio hoy vivimos la civilización de lo efímero. Nuestra técnica se ha preocupado más de facilitar los resultados, que de hacerlos valederos y estables. Todo se ha vuelto desechable, hasta las convicciones, la fidelidad a la palabra dada, el amor y el matrimonio.

Este pasaje de San Lucas nos invita a prepararnos con prudencia, a vivir y a triunfar. De lo contrario, la torre se quedará en los cimientos y no podremos presentar la batalla.

¿Qué bases les damos a nuestros hijos para la vida? ¿Qué orientación vocacional reciben? Con frecuencia aprenden a armar un silogismo, pero no saben pensar. Saben multiplicar y dividir, pero son incapaces de compartir.

Conocen los nombres de todos los países, pero ignoran las angustias de otros hermanos. Memorizan fórmulas de oración pero no saben orar.

¿Les hemos dado una imagen adecuada de Dios? ¿Hemos despertado en ellos un espíritu generoso y creativo? ¿Les hemos ayudado a vivir con entusiasmo, esfuerzo e ilusión?

Parece que no. Hemos educado para el futuro con una visión del pasado. Hemos educado en una sociedad de consumo, a quienes van a vivir en un mundo austero. No descubrimos en nuestro mundo ni estructuras ni métodos para una educación en el amor.

Los resultados saltan a la vista. La torre airosa que soñamos un día se ha quedado trunca, y salimos derrotados en la batalla de la vida.

Este era un rey: El hombre. Se sentía dueño de todo el universo, porque el Creador se lo había dado en administración. Un día lo encontraron desvalido, fracasado en el amor, enfermo y cautivo en una jaula de hormigón, bajo un cielo contaminado y turbio.

El demonio que iba de camino comentó burlonamente: Este rey imprudente que no preparó su porvenir, quiso elevar la torre y se quedó en los cimientos. Quiso dar una batalla y fue derrotado de modo vergonzoso.

— o o o —

Vigésimo cuarto domingo

1. Dios se pone feliz

«En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y pecadores. Y los fariseos y los letrados murmuraban: Este acoge a los pecadores y come con ellos». San Lucas, cap. 15.

Un amplio complejo industrial donde trabajan numerosos técnicos y muchos obreros. Una intrincada maquinaria compuesta de marmitas, tubos conductores, cavas, filtros y bodegas. Todo ello para producir un buen licor.

Algo semejante sería la estructura pastoral de la Iglesia. Un denso entramado de tareas y servicios, de planes y de esfuerzos, para que la gente conozca a Dios por Jesucristo. Para que todos amemos al Señor, y conformemos nuestra vida con el Evangelio.

Pero valdría la pena descubrir otro sistema, inventar otra máquina simple y pequeñita, que tuviera la magia de hacernos sentir amados por Dios en cada una de nuestras circunstancias.

A este objetivo apunta todo el capítulo 15 de san Lucas, donde el evangelista reúne tres parábolas de misericordia: Un pastor tenía cien ovejas. Como una de ellas se extravió, dejó las noventa y nueve en el aprisco, para ir en busca de la perdida. Una mujer ha atesorado diez monedas. De pronto advierte que le falta una. Enciende entonces una lámpara, y revisa de arriba a abajo su casa, hasta encontrarla.

Un padre tenía dos hijos. Un día el menor le pide su parte de herencia y se va a tierra extraña. Meses después, pobre y derrotado, vuelve al hogar. Su padre lo recibe con inmenso amor y una fiesta extraordinaria.

El evangelista destaca en su relato el riesgo del pastor, la diligencia de la mujer, y el amor de aquel padre cariñoso. Pero además las tres parábolas presentan un común denominador de alegría. Alegraos conmigo les dice el pastor a sus amigos, al llegar con su oveja extraviada a los hombros.

He hallado mi moneda, exclama aquella mujer ante sus vecinas reunidas. Felicitadme. Y el padre misericordioso reprende a su hijo mayor: «Deberías también alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado».

Jesús refiere de inmediato este gozo al de Dios cuando nos dejamos encontrar por El: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia».

El Maestro respondía así al reproche de los fariseos y letrados: «Este acoge a los pecadores y come con ellos». Y presentaba las reglas de juego en el Nuevo Testamento. Hasta entonces los judíos miraban a Dios como alguien vengador y justiciero. Para evitar sus castigos habían multiplicado los preceptos y observancias, mientras se les iba secando el corazón.

Ahora Jesús explica el nuevo pacto entre Dios y nosotros, cuyas políticas fundamentales serán el perdón y la misericordia.

Todos los pródigos que alguna vez regresamos a la casa paterna, hemos sentido esa ternura del abrazo paterno, que destruye nuestro pasado nuestro cruel y vergonzoso. Pero conviene además gozarnos con la alegría de Dios, que celebra nuestro retorno. ¿No serán estos dos, motivos irrefutables para volver a casa?

Cuando aceptamos el perdón del Señor, le estamos permitiendo simplemente ser Dios, dejándolo hacer todo un trabajo de restauración y renovación en nosotros. Estamos procurando que Dios sea más feliz. Así nos lo explicó el mismo Jesús en sus parábolas de la misericordia.

2. El rostro del Padre

«Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: Dame la parte que me toca de la fortuna. Y no muchos días después emigró a un país lejano». San Lucas, cap. 15.

«¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica su tiempo libre?». Así pregunta José Luis Perales en hermosa canción, ante la presencia de un tercero en la intimidad de una pareja.

Sobre Jesús, el que también se presenta de improviso en nuestra vida, quisiéramos averiguar muchas cosas: ¿Cómo sería su rostro? ¿Qué tal el tono de su voz? ¿Cuáles sus gestos? ¿Tendría sentido del humor? Los evangelistas no tuvieron en cuenta esos asuntos.

Sin embargo, todavía más que una fotografía de Jesús, más que la grabación magnetofónica de sus parábolas, es importante su mensaje, el conocer sus sentimientos, el saber sus actitudes, el estar enterados de su vida que transformó la historia.

Y esto nos lo transmiten los evangelistas. Por ejemplo: La historia del Hijo Pródigo, explica claramente el temperamento de Jesús. Nos muestra su verdadero rostro. Hacemos énfasis en la mala conducta del hijo menor o en el egoísmo disfrazado de su hermano. Pero no. La principal figura de esta parábola es el padre.

Allí Cristo nos dice: Mi Padre y yo somos una misma cosa. Yo traduzco su rostro.

Hay un detalle en la parábola que quizás no hemos captado: Cuando el pródigo regresa, comienza a recitar el pequeño discurso que ha preparado en el camino:

Hay un detalle en la parábola que quizás no hemos captado: Cuando el pródigo regresa, comienza a recitar el pequeño discurso que ha preparado en el camino: «Padre he pecado contra el cielo y contra ti…». Lo había repasado muchas veces, desde que abandonó la hacienda donde cuidaba cerdos.

Pero el padre le impide terminar, porque estrecha al joven en sus brazos. No le responde: «Te perdono. Nos has hecho falta, Olvidaremos el pasado».

Solamente se dirige a los criados: «Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo. Ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies».

Volviendo a releer la parábola, cada uno de nosotros podrá, con su experiencia personal, con sus colores preferidos, con sus propios pinceles, dibujar el verdadero rostro de Dios.

Le imprimiremos a sus ojos el gesto de acogida de una madre. Trazaremos en sus labios la sonrisa comprensiva y amable que desdramatiza: Nuestros problemas y nuestros esfuerzos tienen para El una distinta dimensión. Los mira con interés, pero no son tan enormes cómo creemos.

No dejaremos de expresar en ese rostro su amor constante: El que tradicionalmente llamamos Providencia, capaz de acompañar todas las soledades.

Será una imagen que difunda paz, equilibrio y armonía. Al mundo actual le hacen falta rostros de misericordia, de bondad complaciente.

3. Una mujer y diez monedas

«Dijo Jesús: Si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una ¿no enciende la lámpara y busca con cuidado hasta que la encuentre?». San Lucas, cap. 15.

La iota es la letra más pequeña del alfabeto griego. Se parece a una coma, a una tilde, al desliz imprevisto de la pluma sobre el pergamino. Pero también es ella un signo indispensable. Por su presencia cambian de sentido las palabras y sin su auxilio la verdad puede ser traicionada.

Nos dice el Señor que una sola iota de su plan de salvación vale más que todo el cielo y la tierra. Muestra así su predilección por los seres humildes y las cosas pequeñas. Después de la multiplicación de los panes, manda recoger las sobras y en otra ocasión nos invita a hacernos como niños para entrar al reino de los cielos. Nos enseña a buscar la oveja extraviada, aunque las otras noventa y nueve reposen tranquilamente en el aprisco. A registrar la casa para hallar la moneda perdida.

Quizás nosotros hemos perdido nuestra capacidad de búsqueda, confiados en las maravillas del progreso. Y todos nos hemos sentido mal de pronto. La calculadora nos ayudó a multiplicar, pero fuimos incapaces de afrontar un problema de familia

Las noticias nos llegan en tropel y las juzgamos superficialmente. Los medios audiovisuales nos lanzan a un admirable mundo de fantasía, pero recortan nuestra creatividad.

Los medios de locomoción acercan las distancias, pero impiden unas relaciones humanas serenas y profundas. Las comodidades de la técnica nos hacen más fácil la vida, pero atrofian nuestra capacidad de admiración y de gozo.

Emprendamos el camino en busca de la oveja que falta, examinemos la casa con cuidado, cuando se nos ha perdido una moneda. Cuando nos sintamos financiados y orgullosos de lo que somos y tenemos, sin embargo nos falta algo que no se ve, que no se compra en las tiendas, ni por cuotas: La sencillez y la inocencia.

Se nos quedaron en el camino una oveja pequeña y simple y una moneda que tenía la cara de Dios.

— o o o —

Vigésimo quinto domingo

1. Astucia de la buena

«Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido». San Lucas, cap. 16.

Nicolás Maquiavelo, escritor y filósofo del siglo XVI, nos enseñó, además de otras normas de comportamiento, alguna muy aceptada entre comerciantes y políticos: El fin justifica los medios. Eran los tiempos de César Borgia, mientras las familias nobles de Italia luchaban a toda costa por mantenerse en el poder.

Alguien que leyera de paso este relato del mayordomo infiel, afirmaría que Jesús, a muchos siglos de distancia, aprobó a Maquiavelo. Nos presentó a un empleado que salió adelante, haciéndole trampa a su patrón.

Pero vale aclarar que no todos los personajes de la Biblia son modelos de vida. De ellos podemos imitar algunas facetas solamente. Un hombre rico tenía un administrador, de quien comentaban por la calle, que tenía malos manejos.

Jerusalén reunía entonces una clase económica alta, no muy numerosa, pero sí notable, frente a una sufrida clase media y a la incontable pobrería. En dicho estrato alto se contaban los dignatarios de Herodes, los sumos sacerdotes, comerciantes, terratenientes, prestamistas de dinero y de mercancías. Quizás unos de estos últimos fuera el patrón de aquel mayordomo en apuros.

San Lucas no explica cuáles serían sus malas mañas. Pero no sería un hombre inepto, pues antes de entregar el cargo realizó una jugada, tan inmoral como inteligente.

Próximo a quedarse en la calle, llama algunos deudores de su amo: Uno debía cien barriles de aceite. Otro, cien fanegas de trigo.

El administrador los acoge amablemente en su oficina y les dice: Vamos a rebajar las facturas. Aquí hay otra por menos valor. De este modo, este hombre se aseguró unos amigos para cuando saliera despedido. La parábola termina contándonos que aquel amo estafado no quiso enojarse. Más bien felicitó a su empleado por tan sutil astucia.

Y el Maestro concluye: «Ciertamente los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz». En otras palabras: Cuando se trata de negocios del mal, generalmente derrochamos mayor habilidad que cuando pretendemos vivir como cristianos.

Jesús añade: «Ganaos amigos con el dinero injusto, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas».

Dinero injusto significa aquí aquel mal habido, o mal gastado. No dice el Señor que toda riqueza esté manchada. Pero sí nos invita a invertirla para ganar un escaño en el Reino de Dios. Lo cual se logra construyendo una sociedad justa e igualitaria, donde nadie pase necesidad. Aquellos a quienes hemos favorecido serán nuestros amigos a las puertas del cielo.

Charles Peguy, tan original siempre, se inspira en esta parábola, para presentarnos la salvación eterna, como el resultado de un juego audaz, entre el Señor y cada uno de nosotros. .»Yo he jugado con frecuencia con el hombre, dice Dios. Pero es el hombre el que quiere perder como un tonto. Y yo soy el que quiere que gane».

Y algún autor comenta: «A Dios, en el fondo, le gustaría que sus hijos le hicieran trampa alguna vez. Que demostraran preocuparse tanto por su Reino, que intentaran colarse en él por puertas engañosas».

2. He aquí al hombre

«Entonces se dijo a sí mismo el administrador: Ya sé lo que voy a hacer para cuando sea removido de mi cargo»… San Lucas, cap. 16.

El hombre. Clasificado, manipulado, investigado. Magnificado y oprimido. Nadie ha logrado comprender su identidad, conocer su intimidad, desentrañar su misterio.

Ese hombre que se llama Esteban, Claudia, Juan Manuel, Gabriel o Catalina. Ese que nunca logra conocerse a sí mismo en profundidad, ni menos manejar equilibradamente sus complicados mecanismos. Ese que piensa y ama, anhela ser libre, o pretende serlo. Camina, sabe nadar y un día aprendió a levantarse por los aires, hasta más allá de las estrellas.
Ese que sueña ser feliz, que es noble, que persigue hermosos ideales. Capaz de oración y de ternura. Capaz de reír, de llorar y de perdonar.

Conoce la técnica, multiplica el pan, custodia el secreto de la vida, construye quimeras y ciudades, realiza pactos entre los pueblos.

Recibió del Señor grandes poderes y asombrosas facultades, pero permanece cautivo del egoísmo.

No se decide definitivamente por el bien. No ha logrado darle un rumbo positivo a la historia. Cultiva con excesiva asiduidad la violencia y la mentira. Sufre de miopía crónica. No alcanza a mirar más allá de sus intereses privados y de su propia comarca. Su capacidad auditiva es deficiente.

No le asustan ni el estruendo de los cañones, ni los gritos de los necesitados.

Pero digámoslo en el lenguaje de San Lucas: Este era un hombre… Se trata de un administrador infiel, a quien llamo su señor para decirle: Dame cuenta de tu gestión en la hacienda. Entonces aquel hombre comenzó a reducir las deudas de los acreedores de su amo. No alaba Cristo los negocios injustos de aquel hombre que engaña a su señor, para conseguirse amigos para el futuro.

Pero sí pone de relieve su sagacidad: Los hijos de las tinieblas son casi siempre más avisados que los hijos de la luz. Los discípulos de Cristo somos demasiado pasivos cuando se trata de luchar por el bien o de vencer el mal.

Nuestras organizaciones, iniciativas y compromisos son insignificantes, comparados con la actividad de quienes realizan negocios de otra índole. Los discípulos de Cristo somos magníficos detectores de problemas. ¿ Pero se puede contar con nosotros a la hora de las soluciones concretas?

«Había una vez un administrador infiel…». Podemos añadir aquí nuestro nombre de pila y aplicar nuestra sagacidad a la causa del bien.

3. Nos falta originalidad

«El administrador llamó a los deudores de su amo y dijo al primero: ¿Cuánto debes? Este respondió: Cien barriles de aceite. El le dijo: Aquí está tu recibo: Aprisa, siéntate y escribe cincuenta». San Lucas, cap. 16.

El Señor es siempre original. Cuando enciende las estrellas de Orión y empina el tronco de las palmeras, cuando diseña las alas transparentes de la libélula, o pule cuidadosamente los colmillos del elefante, trabaja sobre modelos propios sin copiar a ningún artífice anterior.

Crea con amorosa originalidad el corazón de los hombres, su mente, sus huellas digitales, el color de sus ojos y su capacidad de entrega y de victoria. Dios no acostumbra hacer a los hombres con papel carbón.

Jesús, en su doctrina y en la forma de transmitirnos su mensaje, también es admirablemente original. Para enseñarnos ese amor limpio que alcanza el perdón de los pecados, invita a una mujer pecadora al banquete de Simón. Se sirve de un hereje samaritano para darnos lección de misericordia con el hermano que sufre.

Nos ilustra sobre cómo forzar las puertas de los cielos, con el ejemplo de un ladrón crucificado. Y en el pasaje de hoy llama a un administrador injusto para enseñarnos prudencia y sagacidad.

Por el contrario nuestra fe cristiana se distingue casi siempre por su falta de empuje, de ingenio y novedad. Nietzsche dice: «Los cristianos se parecen mucho todos ellos, tan pequeños, tan redondos, tan complacientes, tan aburridos».

Y otro escritor añade: «Es extraño cómo las causas pequeñas atraen tantos adeptos, mientras que las grandes causas encuentran tan poco entusiasmo y participación».

En resumen, carecemos de fantasía. Generalmente ésta nace más del amor que de la inteligencia. Quien ama de veras inventa mil maneras de realizar sus intenciones. ¿Será que nuestro amor es pusilánime o permanece dormido?

Examinemos nuestro compromiso cristiano: Creemos en la Iglesia, pero no somos corresponsables en sus actividades. Simpatizamos con algunos sacerdotes, pero no les colaboramos. Sentimos compasión por los pobres, pero no lastimamos nuestras cuentas bancarias. Somos profesionales de la anestesia, prestidigitadores de ideas muy hermosas pero inocuas, traficantes de somníferos.

Examinemos nuestros movimientos apostólicos. No contagian, no llaman la atención, no se hacen sentir en la sociedad. Se han convertido a veces en museos donde se guarda una fe muy ortodoxa, pero cubierta de polvo y de silencio.

Aquel mayordomo malicioso inventó una curiosa manera de hacerse amigos para un mañana incierto.

— o o o —

Vigésimo sexto domingo

1. Parábola en tres actos

«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y había un mendigo llamado Lázaro, echado a su portal, cubierto de llagas». San Lucas, cap. 16.

El autor del libro de Jonás, una especie de novela ejemplar del siglo IV a. C., llamó a su protagonista con un nombre que significa paloma y mensajero. Se trata de un profeta rebelde, enviado por Dios, que va de mala gana a predicar a Nínive.

En la parábola del rico y del mendigo, Jesús quiso llamar Lázaro, o Eleazar, que quiere decir «Dios ayuda». En el nombre de este personaje el Maestro resume la lección principal de su relato.

San Lucas muestra aquí sus buenas dotes de narrador, en una historia que podría ser llevada al teatro.

Acto primero: Un hombre rico se vestía de púrpura, tejido muy codiciado por su vistosidad. Y de lino, tela muy valiosa, pues había gran trabajo en fabricarla. Este banqueteaba espléndidamente, mientras a su portal agonizaba un leproso. La tradición perpetuó a este mendigo, llamando «mal de san Lázaro» a la lepra.

Extraña la presencia de este hombre a las puertas del poderoso, pues su enfermedad lo apartaba del común de la gente. Pero Jesús fuerza a veces las situaciones para refrendar su mensaje.

El evangelista resalta la incomunicación entre los dos personajes: El rico no tenía ni una limosna, ni una palabra, ni un gesto par aquel pobre. Solamente los perros del poderoso venían a lamerle las llagas.

El segundo acto, con admirable concisión, nos presenta la contraparte: Murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham, lugar donde gozan los justos después de la muerte. Murió también el rico y lo enterraron.

San Lucas señala una segunda forma de incomunicación, más cruel, pero consecuencia de la primera: El que antes era rico padece ahora en medio de tormentos. Y desde allí quiere poner a Lázaro a su servicio. Eleva el grito, pidiéndole al padre de los creyentes que envíe al antes mendigo, con una gota de agua que mitigue el ardor de su lengua.

Abraham, que hace de juez, deja escapar una palabra compasiva: Hijo. Pero enseguida añade: «Recuerda que recibiste bienes en vida y Lázaro males. Por eso él encuentra aquí consuelo, mientras tú padeces.» Y advierte el patriarca que hay un abismo inmenso entre quienes no hicieron el bien y cuantos confiaron en Dios. Un abismo mayor que aquel entre la mesa abundante del potentado y el hambre del mendigo.

Viene aquí un tercer acto que recoge la apelación del rico: «Padre Abraham, te ruego mandes a Lázaro a casa de mi padre. Tengo allí cinco hermanos. Qué él les diga cómo no llegar a este lugar de tormentos».

Pero Abraham se sostiene en su dureza: Tienen a Moisés y a los profetas. Si de ellos no aprenden a socorrer a los necesitados, han endurecido el corazón. Tampoco escucharán a alguien que regrese del país de los muertos.

El telón cae lentamente, mientras los espectadores sobrecogidos nos miramos a los ojos. San Lucas, poco simpatizante de los bienes materiales, afiló su puma para entregarnos esta obra maestra en el género de las parábolas.

2. Pecado de incomunicación

«Dijo Jesús: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino. Y un mendigo estaba echado en su portal, cubierto de llagas». San Lucas, cap. 16.

San Lucas prosigue la descripción con la maestría de un pintor: El rico banqueteaba espléndidamente, mientras el pobre anhelaba las sobras de la mesa del poderoso. Pero nadie se las daba.

Después cambia la escena: Mueren el potentado y el mendigo. Aquél es sepultado en un lugar de tormentos. Este es llevado por los ángeles al cielo.

Entonces se invierten los papeles. Ahora es el rico quien necesita del pobre. Ruega que se llegue hasta él a refrescarle con una gota de agua, pues agoniza entre llamas.

Nos vemos tentados a interpretar esta parábola en un sentido meramente económico: A un lado están los ricos en dinero a quienes casi siempre calificamos de pecadores. A otro lado, los pobres a quienes ensalzamos, quizás por cierto mecanismo de autojustificación.

Pero no pequemos de simplismo.

La clave para descifrar este mensaje nos la da el nombre del mendigo: Lázaro, que significa en hebreo «Yavéh, salva». Es el único personaje con nombre propio de cuantos Jesús saca a relucir en sus parábolas.

Dios salva y todos somos, por turno riguroso, potentados y mendigos. Cómo en el relato de Job, aquel varón de la tierra de Hus, padre de muchos hijos, dueño de haciendas y ganados.

Un día pierde todos sus bienes. No le quedan sino sus llagas y tres amigos que, más que consolarlo, lo irritan con sus pláticas importunas.

Pero luego el Señor se compadece de su ruina y le devuelve hijos y posesiones. Cambian de mano los bienes.

Mientras unos fracasan, otros recuperan. Llegan los infortunios, renace la alegría.

La parábola del rico y del mendigo no es un capítulo de ciencia ficción. Es una realidad de cada día.

Sin embargo, el rico no es sepultado en el infierno por ser rico, sino por mantener el corazón cerrado a Dios y a sus hermanos.

El mendigo no es llevado por los ángeles al cielo por carecer de bienes. Logra la recompensa porque confía en el Señor.

Recordemos la frase del salmo 9: «Unos confían en la fuerza de sus carros, otros en el vigor de sus caballos. Nosotros nos acogemos al Señor y esperamos en su misericordia».

El pecado no consiste en tener o no tener. Consiste en cerrar el corazón a Dios y en cortar toda comunicación con los hermanos.

¿Cuál es nuestra conducta en los reveses? ¿Nos encerramos en la amargura o por el contrario, el dolor nos humaniza?. Y cuando la prosperidad nos acompaña, ¿nos escondemos en el egoísmo o compartimos con los desposeídos?

3. Este era un hombre

«Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente. Y un mendigo, llamado Lázaro, estaba echado en su portal, cubierto de llagas». San Lucas, cap.16.

Este pasaje de San Lucas parece una ilustración para la portada de un libro que podría llamarse «Incoherencia de la satisfacción del rico frente a la miseria del mendigo».

Cuando Cristo habla en contra de los ricos, no se refiere directamente a quienes poseen bienes materiales. Ser rico, en el lenguaje evangélico, significa mantener el corazón cerrado a Dios y cerrado también a los hermanos. Pero sucede con frecuencia que cuando poseemos riquezas, se nos cierra el corazón poco a poco, casi sin darnos cuenta.

Entonces comenzamos a justificar lo poco o mucho que poseemos. Defendemos nuestras actitudes y suavizamos el rudo mensaje del Señor. Acabamos poniendo como divisa de nuestro egoísmo aquella frase de San Francisco de Asís: «Dios mío y todas las cosas», pero entendida de otra manera.

Sin embargo, la palabra del Señor es dura e incisiva: «Yo os aseguro…» «Os lo repito…». En otro pasaje nos advierte que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de los Cielos. Chesterton apunta con mucha gracia que para explicar satisfactoriamente ese texto, hemos pedido ayuda a los industriales y a los zootecnistas.

Los primeros se han puesto a fabricar una aguja enorme, a través de cuyo ojo pudiera pasar holgadamente, como bajo un arco del triunfo, un camello. Los zootecnistas, por su parte, se han esforzado en producir una raza de camellos minúsculos, que pudieran entrar fácilmente por el ojo ampliado de una super-aguja.

Pero la palabra del Señor nos invita a un serio análisis: ¿Somos ricos? Reflexionemos sobre el esquema que nos presenta Emmanuel Mounier: «Rico es sinónimo de hombre a quien nada se le resiste. Se cree dueño del mundo, pero es porque lo ha ido suprimiendo poco a poco. El mundo ha dejado de existir para él; no tiene en cuenta sino su dinero y sus planes. La riqueza le reviste de un estilo fatuo y prefabricado. Es su actuación mecánica y estereotipada su sonrisa. No puede tener amigos, únicamente socios y a veces, cómplices. Para él sólo cuentan las juntas directivas, los proyectos económicos, los planes de producción».

Jesús desea abrirnos el corazón a la esperanza y al servicio del prójimo. También nuestros bienes materiales tienen un lugar en los planes de Dios. El nos ha regalado la oportunidad de compartirlos con tantos Lázaros que esperan, junto a nuestras casas. Muy cerca de nuestras ciudades.

— o o o —

Vigésimo séptimo domingo

1. ¿Se medirá en granos la fe?

«Dijo Jesús: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este árbol: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería». San Lucas, cap. 17.

El sicómoro es un arbusto originario de Egipto. Una especie de higuera, de cuyo leño los antiguos fabricaban los cofres de los muertos. Por su follaje podría confundirse con la morera, pero su tronco presenta ciertas raíces visibles, a manera de pies, como si el árbol pudiera caminar.

Un día el Señor les prometió a sus discípulos: Quien tenga fe como un grano de mostaza puede arrancar un árbol y transplantarlo al mar. Las varias traducciones hablan de moreras o de sicomoros. Para san Mateo el fruto de esa fe es trasladar montañas. El ubica esta enseñanza en las cercanías del Tabor, luego que el Señor ha curado a un niño lunático. Los apóstoles no pudieron sanarlo, porque aún no creían de verdad: Entonces le ruegan a Jesús: Auméntanos la fe.

San Lucas sitúa esta lección en otro contexto, pero en ambas versiones, el Maestro asimila el mínimo de fe con un grano de mostaza. Una semilla diminuta que da origen a un árbol, en cuyas ramas hacen nido los pájaros.

La expresión corresponde al ambiente campesino en que Jesús hablaba. Bien sabemos que no hay medidas de peso, de área o cantidad para tasar la fe. Tal vez le convendrían unidades de fuerza o de luz. Mejor quizás de radiación. Aunque todo esto lo decimos con un lenguaje impropio. Creer es algo más allá. Jesús lo sabía, pero aquel auditorio sólo asimilaba un lenguaje adornado de imágenes.

Los judíos del Antiguo Testamento usaban dos términos para designar la fe. El primero podría traducirse por verdad, que encerraba también la idea de solidez. Creer sería entonces una meta del entendimiento, apoyado sobre una base estable: Dios ha hablado.

De esta misma palabra se deriva la expresión «Amén», que decimos al final de muchas oraciones. La cual quiere decir: «Sí, lo anterior así es. Esto es verdadero, tiene fundamento seguro».

El otro vocablo para nombrar la fe encierra más bien un sentido de confianza. Creer ya no es algo teórico y estático. Es apoyarse en Alguien. El creyente descansa en el Señor, se abandona en sus manos. Muchos salmos nos enseñan a clamar al Señor, desde nuestros cansancios. A confiarnos a El, «como un niño en brazos de su madre».

San Lucas concluye esta página presentando a un criado, que trabaja en el campo todo el día, como labrador o pastor. Por la tarde, vuelve a casa a preparar la cena de su amo. Este siervo cumple su oficio serenamente, sin mantenerse ansioso por la paga. Se siente bien con su patrón. No se envanece por la tarea realizada.

Quizás el evangelista fabricó esta breve parábola para poner en escena al hombre de fe. El Maestro invitaba a sus oyentes a elevarse sobre las prácticas judías, interesadas y rutinarias. Quería enseñarnos una fe superior, en un contexto de amor y de confianza. Nadie ha podido pesar su fe en una balanza. Pero sí comprobamos que, al apoyarnos en el Señor, se nos vuelve liviano el corazón, capaz de levantarse hacia la altura.

2. ¿Podrá edirse en granos de mostaza?

«Dijo Jesús: Si tuvierais fe cómo un grano de mostaza, diríais a esa morera. Arráncate de raíz y plántate en el mar; y os obedecería». San Lucas, cap.17.

Medimos el espacio por metros, el tiempo en días, horas y minutos. Calculamos la electricidad en vatios, ohmios y amperios. Tasamos los líquidos en litros, los sólidos en kilos, toneladas y quintales. Pero la fe… ¿Podrá medirse en granos de mostaza?

La comparación de Cristo nos sorprende. Es una forma hebrea de explicarnos que la fe es cómo una semilla. Es necesario sembrarla en el bancal y cuidarla hasta que produzca frutos abundantes. San Marcos nos dice que la mostaza es la más pequeña de las hortalizas, pero se hace luego más grande que todas las plantas del huerto y los pájaros vienen a refugiarse en sus ramas.

Dentro de este esquema: Humildes principios, callado desarrollo, fruto abundante… sucede todo lo de Cristo: El Hijo del carpintero encuentra a unos pescadores que remiendan sus redes. Años más tarde, muchísimos hombres y mujeres darán su vida por aquel galileo crucificado.

Abunda luego la imaginería religiosa de todas las escuelas y estilos.

Se elevan grandiosas catedrales. Enormes bibliotecas cuentan la historia de aquel grupo que comenzó junto al Tiberíades.

Los enviados del obispo de Roma llegan a todos los rincones de la tierra. La Iglesia sigue siendo signo de salvación para todos los hombres de la historia. La semilla de mostaza cobija con su sombra toda la tierra. También en la historia de cada uno, todo empezó por cosas muy pequeñas: La primera oración, la señal de la cruz al pasar delante de algún templo, la Primera Comunión.

Y de pronto, comprobamos que sí teníamos fe. Porque ante la desaparición de una madre, en una ceremonia religiosa que nos conmueve, al comprender lo bueno que nos llega del Señor, ante la inminencia de la propia muerte hemos buscado a Dios. Tenemos fe, o mejor, como dice un autor, la fe nos tiene a nosotros.

Ha arraigado en nosotros la semilla de mostaza. Sólo espera que la hagamos crecer para que se obren maravillas. Mayores cosas que trasplantar una morera a la mitad del mar.

3. Como un grano de mostaza

«El Señor contestó: Si tuvierais fe como un granito de mostaza diríais a esta morera: «Arráncate y plántate en el mar» y os obedecería». San Lucas, cap. 17.

Medir la fe por granos de mostaza es tan extraño como tasar en millas la paciencia, o en metros la humildad. Pero dice el Señor que, si tenemos fe, podremos cambiar las cosas de este mundo: Ordenarle a una morera, o a un monte, que se traslade al mar.

Se cuenta que San Gregorio Taumaturgo tuvo la ocurrencia de correr, con su bastón de peregrino, una colina que estorbaba la construcción de un templo. Pero nuestra fe no se arriesga a semejantes aventuras. ¿Será más pequeña que un grano de mostaza?

¿Qué es la fe? Hemos oído muchas definiciones. Escojamos una, simple y elemental, para nuestra reflexión: «Fe es contar con Dios en nuestra vida». Una pareja regresa al hogar, después del nacimiento del primogénito. Todo es igual en derredor, pero a la vez todo comienza a ser distinto. Hay una presencia que invade desde la mente y el corazón de los padres, hasta los más remotos rincones de la casa. Ellos dos han empezado a contar con el hijo.

Llega desde lejos un amigo a visitarnos. Por él reorganizamos nuestros quehaceres y reformamos nuestro horario. Nos esforzamos en compartir con él, en atenderlo. Contamos con él en nuestra vida.

Así es la fe. No consiste en adherirnos fríamente a una serie de conceptos teológicos.

Tampoco es la fe un sentido de la ley, que trata de orientar nuestra conducta. Ni menos aún la práctica de un conjunto de ritos.

La fe tiene ante todo un elemento indispensable: El amor. Como ciertos medicamentos que contienen un estimulante. De lo contrario dañarían el organismo.

Nuestra fe es con frecuencia un ensayo incipiente. No alcanzamos todavía a «contar con Dios» y esto a veces nos desalienta. Salimos de viaje a la madrugada, aramos la tierra, alzamos los brazos al cielo, aprendemos a soñar y a sufrir, inventamos fetiches de uso personal, escrutamos el firmamento, gritamos en la noche. Pero sólo podemos contar con Dios cuando El se revela a nuestro asombro. Pudo ser un día en que triunfamos. Comprendimos que tantos dones sólo podrían ser obra de sus manos. O nos llegó su amor a través de un amigo, por la presencia amorosa del cónyuge o del hijo.

O tal vez el golpe de una pena nos apartó las vendas de los ojos. Entonces despertamos a un mundo maravilloso y nuevo. Comprendimos que El estaba cerca hacía ya tiempo y nos levantamos de nuestra sombra para estrecharlo en una alianza perdurable. Vimos con inmensa sorpresa que Dios tenía rostro de hombre, porque había nacido de una mujer, Santa María la Virgen.

Reorganizamos nuestros quehaceres para contar con El y modificamos nuestro horario en beneficio de nuestros hermanos.

¿Será nuestra fe mayor que un grano de mostaza? ¿Quién lo sabrá?. Pesarla en la balanza es tarea del Señor. De El nos dice el libro de Job que conoce el peso de los vientos y sabe a perfección cuánto miden las aguas del abismo.

— o o o —

Vigésimo octavo domingo

1. Un leproso samaritano

«Cuando Jesús iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos gritando: Maestro, ten compasión de nosotros». San Lucas, cap. 17.

En 1874, el médico noruego Gerhard Henrik Hansen identificó el bacilo que produce la lepra. Un mal que deforma las articulaciones, pudre la piel y destroza los tejidos.

Para los judíos, el leproso pagaba en su carne por castigo de Dios, los crímenes conocidos u ocultos. No extraña pues la severa legislación del Levítico: «El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, e irá gritando: Impuro. Impuro. Habitará solo. Fuera del campamento tendrá su morada».

San Lucas nos cuenta de diez leprosos que salen al encuentro de Jesús. Se habrían juntado para llevar en compañía su tragedia. Pero es curioso: Había entre ellos un samaritano, alguien del otro bando en religión y también en política. Casi siempre el dolor nos hace más solidarios que la prosperidad.

Los enfermos no se acercan al Señor. Les está prohibido. Le gritan desde lejos, llamándolo Jesús y Maestro: Ten compasión de nosotros. Jesús responde simplemente: «Id a presentaros a los sacerdotes». Quien se hubiera curado de sus llagas era restituido a la comunidad, a través de un prolijo ritual, que incluía ofrecer un cordero, tres décimas de harina y un cuartillo de aceite.

Pero ocurrió que, mientras los leprosos emprendían su camino, se vieron curados de repente. Sintieron de pronto una carne nueva y no había dolor en su cuerpo. El camino entre su ilusión y su alegría fue más corto que la subida hasta Jerusalén.

Nueve de ellos apuraron el paso, radiantes y animosos. Pero uno de ellos dio marcha atrás, en busca del Señor. «Se echó a sus pies - cuenta el Evangelio - dándole gracias y alabando a Dios a grandes gritos». Era el samaritano.

Jesús se preguntó ante los discípulos: ¿No eran diez los curados? ¿Sólo ha regresado este extranjero para dar gloria a Dios?

Al leer esta historia, muchos descubrimos que estábamos leprosos. Nuestra mancha interior nos llevó a marginarnos de la familia y de la Iglesia. Tal vez cumplimos de pronto algunas normas, pero nunca hemos encontrado a Jesús. No nos dé miedo entonces gritarle desde lejos: Ten compasión de nosotros.

También aquí aprendemos que el cristiano ha de ser agradecido. San Pablo, escribiendo a los colosenses, enumera las cualidades del creyente: Bondad, humildad, mansedumbre, paciencia y el amor que es vínculo de la perfección. Y para terminar el párrafo añade: «Sed agradecidos».

Al dialecto de los Shippibo - Conibo del Perú, llegó tardíamente una expresión para dar gracias. Porque su cultura ignoraba el concepto de gratuidad. Para ellos las cosas sucedían porque sí. Y toda relación interpersonal exigía de inmediato una contrapartida. Fue difícil entonces explicarles el amor de Dios, que hizo para nosotros de modo gratuito, tantas maravillas.

Nuestro idioma castellano es generoso en vocablos para agradecer: «Mil gracias». «Muchas gracias». «Le quedo muy agradecido». Aún ese «Dios le pague», con el cual endosamos al Señor la tarea de agradecer a nombre nuestro. Pero quizás, mientras abundamos en palabras, el corazón se nos quedó en silencio.

Preguntémonos: ¿En nuestras relaciones ordinarias cultivamos habitualmente la gratitud? ¿Sabemos agradecer al Señor sus beneficios?

2. ¡Muchas gracias!

«Uno de los leprosos, viendo que estaba curado, se volvió y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano». San Lucas, cap. 1 7.+

Gracias es una palabra que además de hermosa, es fruto de un corazón noble y honrado. Todo el misterio del hombre, su grandeza, su llamamiento a ser hijo de Dios es una «gracia», un regalo.

Recordemos que toda la vida del cristiano gira alrededor de la Eucaristía, expresión de origen griego que significa «acción de gracias». Recordemos los pasajes de la Biblia, donde se alaba al hombre agradecido. Además, en las relaciones humanas se valora inmensamente la gratitud.

Jesús, yendo de camino a Jerusalén, entre Samaria y Galilea, encuentra diez leprosos que le gritan desde lejos: Maestro, ten compasión de nosotros. El Señor les ordena presentarse a los sacerdotes. Según la ley judía, éstos debían verificar su curación antes de reintegrarlos a la vida comunitaria. Mientras van de camino, aquellos enfermos se ven curados de su lepra. Pero sólo uno de ellos regresa hasta Jesús, a darle las gracias. Y éste era un samaritano, un extranjero.

A veces el amigo se aleja y el extraño retorna agradecido. Sucede en muchas ocasiones: Cuando todo se nos da fácilmente, perdemos el sentido de la gratitud.

Los beneficios del Señor nos parecen lo más natural del mundo. No apreciamos el amor de quienes nos rodean. No caemos en la cuenta de todo lo que hacen por nosotros.

La gratitud es el producto de varias actitudes que no pueden llamarse únicamente humanas. Brotan de una honda raíz cristiana.

Cultivar la memoria de lo positivo. Recordamos con frecuencia las ofensas del prójimo, pocas veces sus favores.

Valorar más las personas que las cosas. Un poeta español pone esta frase en boca del Amor: «No quiero tus dones, no. Lo que yo quiero es a ti». Sentirnos limitados, y habiendo aprendido a recibir, ofreciéndole al otro la oportunidad de compartir.

Disfrutar de las cosas pequeñas, apreciar los detalles, ser capaz de sorprenderse.

Saber distinguir entre valor y precio. Las cosas importantes nunca se tasan en dinero.

Apreciar al otro en su verdadera dimensión. Buscarlo detrás de lo que tiene y de lo que hace. La gratitud con el Señor y con nuestros hermanos afianza la amistad, produce paz, aumenta la alegría, fortalece la unión entre las personas y los grupos. Nos resulta fácil la gratitud inmediata. Pero en seguida, el tiempo borra de nuestro haber los beneficios.

Sin embargo, la gente sencilla y noble nunca olvida que todo lo que es, lo que puede y lo que vale es fruto de la acción generosa de otros. Entonces repite, con la palabra y con la vida: «Gracias». «Que Dios se lo pague». «Muy agradecido».

3. Los que miramos desde lejos

«Cuando Jesús entraba en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos, le decían: Ten compasión de nosotros. Jesús les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes». San Lucas, cap.17.

Herodoto nos cuenta que los persas habían prohibido a sus leprosos acercarse a la ciudad. Su enfermedad era considerada un castigo por haber pecado contra el sol. También entre los judíos estos enfermos estaban condenados a vivir lejos de la comunidad. Se les tenía por gente castigada por Dios, a causa de sus pecados.

Esto nos explica por qué los diez leprosos, saliendo al encuentro de Cristo, se detienen a lo lejos. Un pasaje que describe lo que nos sucede a muchos de nosotros. Buscamos al Señor, deseamos renovarnos, reconciliarnos con El, pero permanecemos a distancia.

Estos alejados somos una multitud variada y numerosa: Quienes hemos formado un hogar lejos de la Iglesia, los amargados, los que hemos dado escándalo, los alcohólicos, los drogadictos, los que padecemos una sexualidad mal orientada, los que nunca tuvimos amor en casa y por lo tanto, somos incapaces de amar. Los desprovistos de formación cristiana, los asfixiados por las comodidades, los náufragos en un cientifismo ateo y materialista.

En ciertos ratos de sinceridad hemos soñado con recobrar la paz y la inocencia. Hemos deseado impacientemente acercarnos a Cristo. Pero…

En nuestro entorno muchos gritan que somos indignos, y esto nos paraliza el corazón. O imaginamos también que el Señor es insensible como la mayoría de los humanos.Sin embargo, el Jesús que nos pinta el Evangelio es muy distinto. Los leprosos le llaman. El no vocifera.

Se acerca y les dice con serenidad: «Id a presentaros a los sacerdotes».

Cuando Dios se hizo hombre nos dio a quienes le buscamos la capacidad de unir al los hombres con Dios, y de juntar la tierra con el cielo. Cada cristiano posee entonces una capacidad sacerdotal. De donde se inicia una tarea diaria por la cual somos puentes, entre tantos que miran desde lejos al Señor y su bondad misericordiosa.

Nos toca entonces invitar a quienes permanecen alejados para que acudan ante el consejero prudente, al cónyuge que aguarda aquella confidencia, al profesor que sabe escuchar, a la visitadora de la empresa, a ese amigo que tiene el don especial de comprender situaciones difíciles.

Además Cristo nos dejó en su Iglesia a los sacerdotes ministeriales para el servicio de la fe y de los sacramentos. Quizás nos hemos alejado de ellos. Pero el Señor nos envía nuevamente a ellos.

Jesús es el Señor. Una palabra que san Pablo repite con frecuencia en sus cartas. Jesús es el Señor, una frase que puede iluminarnos el camino de regreso, cuando el pecado, como una lepra nos abruma. «Si morimos con él, escribe el apóstol a Timoteo, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él». Que nunca se nos borre de nuestra memoria pecadora la persona de Jesús, muerto y resucitado para salvarnos.

— o o o —

Vigésimo noveno domingo

1. Dios se hace de rogar

«Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar sin desanimarse, les dijo: Había un juez que ni temía a Dios, ni le importaban los hombres. Y había una viuda»… San Lucas, cap. 18.

Algunos lo llaman rapidación. Un fenómeno que a todos nos envuelve, obligándonos a imprimirle a nuestras actividades una velocidad inusitada. Por esto hemos creado café instantáneo, comidas rápidas, crédito inmediato, correo electrónico, aviones que superan la velocidad del sonido.

Pero lo malo del asunto es que hemos trasladado este fenómeno a nuestras relaciones interpersonales: No hay espacio para hacerle mantenimiento a la amistad. No tenemos tiempo para escuchar a nadie.

Y además a nuestro trato con Dios: Mascullamos las oraciones a toda prisa, buscamos la Eucaristía más corta y exigimos del Señor que nos responda, por lo menos a vuelta de correo.

Pero al leer el Evangelio descubrimos que Dios se hace de rogar, porque trabaja con otras medidas de tiempo y de espacio. Un día Jesús, para enseñarles a sus discípulos que es necesario orar sin desanimarse, les contó la parábola de un juez que no temía a Dios y a quien no le importaba la gente. Cierta viuda le había confiado su caso y angustiada acudía diariamente a rogarle: «Hazme justicia frente a mi adversario».

Durante algún tiempo el juez se negó a ayudarla. Pero después se dijo: «Aunque no temo a Dios ni me importa la gente, haré justicia a esta viuda, no vaya a acabar pegándome en la cara».

Jesús añade: «¿No hará el Señor justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». Se arriesga a comparar a Dios con aquel juez inicuo.

Sin embargo, nos gustaría saber por qué es tan lento el Padre de los cielos ante nuestras súplicas. El salmo 141 ruega que la oración del justo llegue al cielo como sube el incienso. Aunque no es tan veloz el humo perfumado.

En primer lugar El desea que, a fuerza de insistir en la oración, nuestra fe se ejercite. Y fortalezcamos la confianza. Pero habría otras razones: Los calendarios de Dios son distintos de aquellos que manejamos a diario. «Mil años son ante tus ojos como el día de ayer que ya pasó, como una vigilia de la noche», señala el salmo 90.

Además porque nuestra jerarquía de valores no siempre se identifica con la del Señor. Así, cuando pedimos algo que nos parece indispensable, El nos da cosas mejores. Pero nosotros, como niños malcriados, nos enfadamos.

Sin embargo no es fácil identificar esos dones superiores. Y mientras tanto, nuestra oración se deslíe ante un Dios que permanece en silencio.

Sobre este tema, Beatriz Restrepo de Echavarría nos enseñó:

«Te pedí que me escucharas y me diste un consejo. No me brindaste lo que yo quería. Te pedí que me escucharas y me dijiste que mi situación era absurda. Heriste mis sentimientos. Te pedí que me escucharas y quisiste resolver mi problema. Por raro que parezca, me fallaste.

Por eso será que mucha gente prefiere recurrir a la oración. Porque Dios no aconseja importunamente. No juzga, no reprende. Permanece en silencio. No nos resuelve de inmediato nuestros problemas. Pero nos hace entender que poseemos su fuerza para superar todos los conflictos.»

2. Soportar a Dios

«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Y una viuda solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario». Un día se dijo el juez: Cómo esa viuda me está fastidiando, le haré justicia»… San Lucas, cap. 18.

En muchas ocasiones, esperar a Dios puede convertirse para muchos en soportar a Dios. León Bloy definía la era cristiana así: «El hombre comenzó a sufrir en la esperanza».

Es cierto que estamos llamados a la felicidad. Pero es igualmente cierto que el Sermón de la Montaña está redactado con verbos en futuro: De los pobres será el reino de los Cielos.

Quedarán saciados los hambrientos. Los que ahora lloran reirán… De ahí que es propio del cristiano aguardar al Señor, estar despierto, mantener la lámpara encendida, perseverar, insistir, repetir a diario la misma súplica, regresar cada tarde hasta El, después de los cansancios y derrotas del día.

La fe nos invita a esperar en el Señor, contra toda esperanza, cómo aquella viuda quien, después de tantas visitas importunas, logró que el juez le hiciera justicia. El párrafo de San Lucas termina explicándonos que nosotros tenemos una mejor acogida ante Dios, que la que tuvo esa viuda ante aquel juez:

«Somos los elegidos del Señor que le estamos gritando día y noche».

Pero mientras el Señor va despacio, nuestro mundo acelerado y cambiante, no favorece la constancia. Esperamos recompensas que broten por generación espontánea. De entrada rehuimos el esfuerzo.

Repetimos la historia de Esaú que cambió su primogenitura por un plato de lentejas, la satisfacción inmediata. Sin embargo, muchos perseveran. En la fidelidad del hogar, en la vocación consagrada, en el servicio a los más débiles.

Cuando oramos, se nos hace factible este programa de «soportar» a Dios, de resistir ante su silencio. Oremos cómo la viuda. Con una plegaria que es constante, a pesar del aparente eclipse del Señor y su acción paciente. Retardada frente a nuestros cálculos.

3. El juez y la viuda

«Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. Y un viuda solía ir a decirle: Hazme justicia frente a mi adversario». San Lucas, cap.28.

Muchos padecimos la tortura de memorizar aquellas fórmulas matemáticas de la raíz y cuadrada y de la raíz cúbica. Sin hablar de los logaritmos, con su característica y su mantisa.

La electrónica actual ha relegado todos estos tormentos al museo de la historia, facilitando de manera admirable los procesos de aprendizaje en todas las áreas.

Pero este avance quizás ha bloqueado en muchos educandos su capacidad de esfuerzo. Sin embargo, permanecen otros campos del saber y de la vida, que desafían nuestra capacidad de constancia. Por ejemplo, el caudal de erudición que hoy se ofrece a alguien medianamente culto. O también las monótonas tareas que la mayoría de las empresas nos imponen.

En la vida cristiana, la tenacidad es condición indispensable si queremos alcanzar alguna meta. El bien obrar nos exige perseverancia. El amor a los hermanos. Y de igual manera la práctica de la oración.

Jesús, que sabía de nuestra inconstancia, les contó una vez a sus discípulos una parábola, que refleja ciertas conductas de su tiempo. Era la historia de una viuda que rogó a un abogado le ayudara en su problema. Quizás alguien procuraba arrebatarle la herencia de su esposo. O le habían invadido una huerta. O el vecino, a quien ha venido una ovejas, ahora se niega a pagar.

Y sucedió, igual que hoy, que el juez se hacía sordo a los reclamos de la viuda. Estaría ocupado en otras causas que le reportarían mejor ingreso.

Pero la viuda, al fin y al cabo mujer y necesitada, insistía mañana y tarde.

Hasta que un día aquel hombre se dijo: Es cierto que yo no temo a Dios ni me importa la gente. Pero esta mujer se me ha vuelto insoportable. Tendré que solucionarle su pleito.

Y Jesús mismo saca la conclusión: Si este hombre inicuo obró así, ¿qué no hará el Padre de los cielos con sus hijos?.

De inmediato se nos viene a la mente aquel párrafo de otro lugar del Evangelio: «¿Quién de vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará piedra? ¿Y si le pide un pez le dará una culebra? Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡Cuánto más vuestro padre que está en los cielos!»

Pero con cierta razón nos preguntamos. ¿Durante cuánto tiempo hemos de perseverar, para que conseguir lo que pedimos? Aquí erramos, al enmarcar las cosas de Dios dentro de nuestras medidas humanas. Nuestra continuada petición, a veces no alcanza lo deseado, pero nos mantiene unidos al Señor y nos transforma la vida.

El Señor quiso compararse con aquel juez inicuo. Elevemos nosotros este esquema un nivel superior: El es un Padre y nosotros sus hijos.

Recordamos entonces el capítulo 17 de Jeremías: «Bendito aquel que pone su esperanza en el Señor. El nunca defraudará su confianza. Es como un árbol plantado a las orillas del agua. Nunca dejará de dar frutos».

— o o o —

Trigésimo domingo

1. Al estilo de Rembrandt

«Jesús dijo esta parábola por algunos que teniéndose por justos, despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo. El otro, un publicano». San Lucas, cap. 18.

Maestro del claroscuro fue Rembrandt. En sus cuadros, las luces y las sombras se enfrentan con vigor y destreza, imprimiendo a la imagen un toque de seducción y de misterio.

Dentro de igual técnica podríamos inscribir aquella parábola de san Lucas, que nos presenta a dos personajes del tiempo de Jesús: Un fariseo y un publicano.

Ambos subieron un día al templo para la oración ritual. Tal vez hacia las nueve de la mañana, o ya por la tarde a las tres. El fariseo, de pies, eleva una plegaria que parece de agradecimiento, pero en verdad es una autoalabanza. Le advierte a Dios que no lo vaya a confundir con los demás, los cuales son ladrones, injustos, adúlteros. Pero, ¡qué suerte!. Descubre allí atrás un maravilloso punto de comparación: «No soy tampoco como ese publicano».

Ayunaba dos veces a la semana. Los lunes y los jueves corrientemente. Aunque la ley sólo imponía un ayuno anual, el día de Yom Kippur, o de expiación. Este fariseo, además, cuyo apelativo significaba separado, perfecto, pagaba diezmo de todo lo que poseía. Una obligación que únicamente incluía el grano, el mosto y el aceite y cobijaba, no al consumidor, sino solamente al productor.

No sobra imaginar que este hombre oraba, muy abiertos los ojos, mientras una sonrisa de complacencia le iluminaba el rostro. La ciudad santa no albergaba en su seno a nadie como él.

El reverso de esta moneda era el publicano. Su hoja de vida lo acreditaba como ladrón, usurero, avariento, acostumbrado a violar la ley, opresor de huérfanos y viudas.

Todo ello para engrosar los recaudos a favor de los romanos, quienes habían invadido a Palestina desde el año 63 a.C.

Su oración es breve y simple, sin compararse con nadie. Allá abajo, a la entrada del templo, no se atreve a levantar los ojos. Se reconoce pecador y desea enmendar su vida. Pero le es imposible sin la ayuda de Dios. Por eso clama: «Ten compasión de este pecador».

El Maestro concluye la parábola contrastando los resultados de aquellas dos oraciones: « Os digo que el publicano bajó a su casa justificado y el otro no». Y añade una frase de la sabiduría popular de entonces: «Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido». Es casi una ley física: Cuando hemos desordenado el mundo en cualquiera de sus áreas, todo vuelve a buscar el equilibrio.

A muchos nos repugna la persona del fariseo, pero podríamos caer en un fariseísmo más refinado: Yo no soy como los demás, ni tampoco como aquel fariseo que el Evangelio nos presenta.

Preferimos tal vez situarnos cerca al publicano, pues nuestra conciencia guarda un extenso prontuario de culpas personales. Pero es posible añadir otra más: Soy pecador, confío en el Señor, y nadie puede ganarme en humildad.

Lo más evangélico sería presentar, sencillamente, ante el pincel todopoderoso del Señor, nuestras luces y sombras. Con ellas El, que hizo brotar el día e inventó la noche, podrá fabricar como acostumbra siempre, una obra maestra.

2. No basta ser decentes

«Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar». San Lucas, cap. 18.

Humildemente confesamos que, en muchas épocas, nuestra religión se ha dejado contagiar de fariseísmo. Mantener la imagen social parece lo esencial para muchos cristianos.

Entonces la enseñanza religiosa se orienta a promover a los buenos, quienes ya han financiado su salvación. Olvidamos que Dios es el que salva. El que comparte con los hombres su bondad. El único capaz de sanar convenientemente a los hombres.

De allí nació una doble moral, que en lenguaje del pueblo se llamó «La ley del embudo»: Amplitud de un lado, para evaluar nuestro comportamiento. Estrechez del otro, para juzgar a los demás.

Los buenos rezaban frecuentemente por la conversión de los pecadores, sin advertir que ellos mismos estaban urgidos a acudir al perdón de Dios. La forma cómo juzgamos a un hijo vicioso, a una joven caída, es expresión clara de nuestro fariseísmo.

A otros niveles, se da una actitud paternalista que mantiene a muchos cristianos en calidad de ovejas negras, vetados para participar en la vida fraterna. Además, algunos cristianos fomentan un complejo de superioridad. Su apostolado nace de la compasión hacia los otros y no de un deseo de realizar su vocación cristiana.

Nos conviene pues leer esta parábola de los que subieron al templo para orar. El uno fariseo y el otro publicano.

San Lucas precisa que el Maestro la explicó por algunos que, «convencidos de ser justos despreciaban a los demás».¿ Formaremos nosotros parte de ese grupo? Jesús presenta al publicano cómo modelo, no por sus pecados, que probablemente eran reales, sino por su humilde y confiada actitud.

Se reconoce pecador: Algo que para la mayoría de nosotros es difícil. Pero a la vez, espera en el Señor: Ten piedad de mí. La moral actual, iluminada por las ciencias, nos enseña a distinguir, entre complejo de culpa y arrepentimiento cristiano.

El primero es la posición enfermiza, derrotada y a veces orgullosa, de quien se reconoce irremediablemente sumergido en el mal. Por el contrario, el arrepentimiento cristiano evalúa con realismo sus fallos, pero advierte que no todo se ha perdido.

Comprende que el Señor es más grande que todos los pecados del mundo y esta verdad nos abre a la esperanza. Porque bajo el mal que nos oprime, revientan cada mañana las semillas del bien, bajo la acción bienhechora del Creador. Al calor de su invencible corazón.

3. Carta por recomendado

«Dijo Jesús esta parábola para algunos que teniéndose por justos, despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano». San Lucas, cap. 18.

«Para algunos que teniéndose por justos, despreciaban a los demás». Cristo nos dedica personalmente esta parábola. Porque muchos de nosotros empleamos a las mil maravillas los mecanismos de defensa, que enseña la sicología. Frente a cualquier enemigo, alguno de ellos nos protege.

Exageramos entonces nuestras cualidades, nos comparamos con los peores de nuestros amigos, bautizamos nuestras fallas con nombres aceptables y sonoros.

A la injusticia la llamamos viveza, al orgullo, dignidad. Al adulterio, aventura. Al despilfarro, gastos de representación. O en otro campo: Libertad a nuestra pereza. Autenticidad a la mala educación. Prudencia a la avaricia. Constancia a la terquedad y a nuestra mediocridad, equilibrio.

Aún cuando hablamos con Dios, utilizamos hábilmente los mecanismos de defensa. Como el fariseo de la parábola, que oraba en un lugar destacado del templo: «Señor, te doy gracias porque no soy como los demás: Ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano».

Cristo desea transformarnos, pero nos pide reconocer llanamente lo que somos. Por esto alaba la actitud del publicano: Va al encuentro con Dios, no busca un lugar especial en el templo. Se reconoce pecador y ruega al Señor lo compadezca.

Es la otra cara de la moneda. Al aceptar sencillamente lo que somos lograremos, en el plano sicológico, una valiente reconciliación con la realidad. Esto nos librará de tensiones y angustias. Apareceremos ante la comunidad sin pretensiones ni prejuicios y nuestra relación será amable y fraterna.

Delante de Dios alcanzaremos la medida exacta de nuestra grandeza: Una enorme posibilidad de mal, pero también una inmensa capacidad de pecado. Somos criaturas limitadas, pero ante todo, hijos de Dios. Su obra maestra.

Si a un árbol, aún al más vencido, le arrancamos la hiedra, pronto se llenará de retoños y de frutos. Así sucede cuando nos despojamos de nuestros disimulos y capitulamos ante el Señor.

Qué bueno que al recibir esta carta de Dios cambiáramos, como en álgebra, los signos de nuestra vida, para rezar sencillamente: Perdón, Señor, porque soy como los demás hombres. Y en ciertas ocasiones he sido aún peor.

La credencial para acercarnos al Señor es siempre un corazón sincero. Jesús que comprendió la injusticia de Leví, el desorden sexual de la samaritana, y aún la violencia de un ladrón crucificado junto él, nunca pudo admitir la hipocresía de los fariseos.

— o o o —

Trigésimo primer domingo

1. Un hombre llamado Zaqueo

«Atravesaba Jesús la ciudad de Jericó. Y un hombre llamado Zaqueo trataba de distinguirlo, pero la gente se lo impedía porque era bajo de estatura». San Lucas, cap. 19.

No es de fiar este hombre. Bajo de estatura. Quizás de mal humor, a causa de sus muchos negocios. Traidor a su gente, por su oficio de cobrador de impuestos para los romanos. Injusto, pues no sería una excepción entre los de su gremio, quienes se enriquecían extorsionando a los contribuyentes.

San Lucas recoge el nombre de este jefe de publicanos. Se llamaba Zaqueo que en hebreo significa el justo. Y no fue ironía. Al encontrarse con Jesús, este recaudador volvió por los caminos de la justicia.

En Jericó, donde tiene lugar el encuentro, aquellos tributos serían abundantes. La villa no sólo poseía recursos agrícolas y comercio en dátiles y perfumes, sino que era además sitio de aduana para quienes llegaban de Oriente, rumbo a Jerusalén y hacia el Mediterráneo.

Pero Zaqueo tenía mucho a su favor: Deseaba ver a Jesús. Ese deseo que muchas generaciones de creyentes hemos mantenido y le expresamos a Nuestra Señora en aquella plegaria de la Salve: «Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».

El publicano había oído hablar del Señor y su curiosidad se mezclaba con cierta simpatía. Le habrían dicho que este profeta se mostraba muy abierto con los pecadores. Sin embargo, su gran problema para encontrarse con Jesús es en ese momento su estatura. Pero, sin temor a hacer el ridículo, se sube a una higuera, junto al camino por donde pasaría el Maestro, rodeado de mucha gente. Extraño este hombre adulto, trepado en las ramas de un árbol, como un niño que persigue frutas.

Jesús intuyó de inmediato qué buscaba este hombre y le dijo con palabras corteses: «Zaqueo, baja enseguida porque hoy tengo qué alojarme en tu casa». Las palabras del Señor, le llenaron de alegría, mientras otros murmuraban: «Este profeta entra en casa de pecadores». ¿Por qué este rabino no se hospeda donde alguna familia respetable de Jericó, la villa que acogía a muchos sacerdotes y levitas?

Esa tarde Zaqueo invitó a la mesa a muchos de su oficio Y allí declaró ante todos cómo sería su vida en adelante: «La mitad de los bienes la doy a los pobres y si de alguien me he aprovechado, le restituiré cuatro veces». Jesús, a su vez, dijo a los presentes: «Hoy ha sido la salvación de esta casa. Porque también este es un hijo de Abraham». A pesar de la situación moral de Zaqueo, Jesús señala su dignidad de hijo de la promesa. Porque «el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

La tradición del siglo I - o quizás la leyenda - afirma que Zaqueo perseveró en su conversión, siendo luego compañero de san Pedro y obispo de Cesarea. Otros más imaginativos lo llevan hasta las Galias, donde una pequeña aldea le tiene por patrono.

Pero lo más importante de este recaudador fue su esfuerzo por conocer a Jesús. Y aquel encuentro cambió su vida definitivamente.

Recordemos el salmo 144: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus creaturas».

2. Hubo una vez otro Zaqueo

«Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo trataba de distinguir a Jesús. Se subió entonces a una higuera para verlo, porque era de baja estatura». San Lucas, cap. 19.

La Biblia es un prolongado itinerario de paraíso a paraíso. Desde aquel descrito por el Génesis, hasta el encuentro con Dios, a quien invoca el Apocalipsis en su frase final: «Ven, Señor Jesús».

Sin embargo, entre esos dos puntos cardinales de la felicidad, tropezamos con el dolor, el desierto, la sed, el hambre, el cansancio y las lágrimas.

Y mientras llegamos a la meta, tratamos de fabricar por el camino pequeños paraísos, aunque el tiempo nos los desbarate, cómo castillos en la arena.

Los fabricamos con el dinero, la droga, con el licor, con alabanzas, con amores efímeros, con los roles sociales que asumimos…

Así le sucedía a Zaqueo, jefe de publicanos, hombre rico, bajo de estatura.

Con su dinero y su influencia buscaba defenderse de la vida y en más de una ocasión, creyó lograrlo e imagino ser feliz.

Pero un día, en que Jesús atravesaba la ciudad de Jericó, se sintió de pronto infeliz, necesitado y pequeño.

Entonces, desechando todo respeto humano, se subió a un árbol para lograr ver al Señor.

Este, al pasar a su lado, se volvió para mirarlo y le dijo: Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa.

Aquel hombre sincero bajó al instante y lo recibió muy contento.

Bajó desde su falsa grandeza. Supo reconocer su pequeña dimensión. Se encontró luego cara a cara con el Señor, desde sus propias circunstancias.

Zaqueo comparte con Cristo su mesa bien surtida y allí comprende que le es necesario cambiar muchas cosas. Devolver parte de sus bienes a los pobres. Resarcir a quienes ha defraudado.

¿Por qué no concertar nosotros una cita con Dios? En la intimidad de la familia, en el lugar de trabajo, en nuestras propias circunstancias.

Comprenderemos entonces, cómo Zaqueo, que de este modo construiremos el verdadero paraíso. Viviremos la alegría. Le daremos a nuestra existencia su exacta dimensión.

Había una vez un Zaqueo seguro de sí mismo, rico, instalado en su diminuto paraíso, pero infeliz. Hubo después otro Zaqueo indefenso, desapegado, que se quedó frente a Dios, a la intemperie, pero feliz porque ya se había puesto en camino hacia un auténtico ideal.

3. Un hombre de baja estatura

«Entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, como era bajo de estatura, se subió a una higuera para verlo». San Lucas, cap. 19.

Algún pintor nos dibujó a Zaqueo con rasgos no muy amistosos: Rechoncho, de baja estatura. Nariz prominente, barba hirsuta, ojos inyectados de sangre. Con la mano derecha, que ostenta varias sortijas, se sostiene el manto sobre el hombro. El puño de la izquierda lo apoya en su cadera, tal vez apretando unas monedas, o en actitud amenazante. El artista derramó sobre el lienzo todo los sentimientos de un judío contra los publicanos.

Zaqueo era jefe y supervisor, de quienes cobraban el impuesto que financiaba a los romanos invasores. Un oficio, al cual los alcabaleros añadían frecuentes extorsiones en beneficio propio. Todo lo cual les ganaba el desprecio, aun más, el odio de sus conciudadanos.

San Lucas, quien gusta de describir con esmero las situaciones, señala que Jesús atravesaba entonces la ciudad de Jericó. La Biblia describe esta región de Jericó como una tierra fértil, donde crecían las rosas, las palmeras y los frutales. Pero este publicano deseaba ver al Señor. Lo cual no lograba, a causa de su baja estatura.

Entonces su curiosidad le sugirió un ardid: Se subiría a un árbol junto al camino. No sería muy ágil nuestro hombre, si hemos de creer a aquel pintor. Pero alguien de la multitud pudo ayudarlo. Y ya lo vemos trepado en una higuera, o en un sicómoro, según traducen otros biblistas. Y desde allí observaba a la turba, tratando de identificar a Jesús.

Los evangelistas no señalan que Zaqueo gritara o llamara la atención del Señor. Pero lo cierto es que Jesús lo descubrió, a causa de su instinto peculiar para encontrarnos, cuando somos pecadores. Quizás también unos muchachos hacían burla este hombre rollizo, instalado en su mirador. Su pose era en verdad ridícula.

Pero nuestro personaje no hacía caso y cuando el Señor que pasaba tomó las cosas por lado positivo, como es su costumbre. Sabía que aquel hombre era rico. Se sentiría honrado recibiéndolo. «Zaqueo, baja pronto, le dice el Maestro, porque hoy tengo que alojarme en tu casa».

De prisa, el publicano descendió del árbol y recibió a Jesús con alegría. Al ver esto, muchos murmuraban: ¿Qué clase de profeta es éste que entra en casa de un publicano?

San Lucas transcribe unas palabras del anfitrión, no sabemos si al comienzo, o al final de la cena: «Señor, la mitad de mis bienes la doy a los pobres y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces». El Maestro añadió de su parte: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también este es hijo de Abraham».

Zaqueo se libera entonces de una carga de injusticia y de riquezas que le oprimía el corazón. Ahora ya respira libremente.

Al contar este episodio, san Mateo quien había sido también publicano, anota: «Jesús les dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos». De un lado, nos admira la bondad del Señor, pero a la vez el esfuerzo de Zaqueo por encontrarlo. La misericordia de Dios permanece para siempre, como dice algún salmo. ¿Pero nosotros si tratamos de buscarla?

— o o o —

Trigésimo segundo domingo

1. ¿Y cómo será el cielo?

«Unos saduceos, que niegan la resurrección, preguntaron a Jesús: Maestro, una mujer estuvo casada sucesivamente con siete maridos. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer?». San Lucas, cap.20.

Los saduceos aparecen en la historia judía durante el siglo II a.C. Conformaban un grupo religioso y político a la vez, que admitía la autoridad del Pentateuco y de la Torá, pero rechazaban otros libros y ciertas tradiciones religiosas como la providencia de Dios y la inmortalidad del alma. Sin embargo, algunos críticos afirman que Flavio Josefo, el historiador judío, exageró demasiado la impiedad de este grupo.

Un día, unos de ellos le presentan al Señor un curioso caso: Una mujer se ha casado sucesivamente con siete maridos. Así lo ordenaba el Deuteronomio a la viuda sin hijos, para perpetuar la descendencia masculina y preservar el patrimonio familiar. Una ley no exclusiva de los hebreos, pues la observaban también pueblos vecinos. Y añaden una pregunta: ¿Cuándo llegue la resurrección, aquella mujer de quién será esposa? Así buscaban poner en ridículo al Maestro.

Jesús responde que las formas de amor que aquí gozamos no continuarán en el cielo. Los usos del desierto no tendrán ya razón en la tierra prometida. Y refuerza su palabra con una frase del Exodo: «Dijo Yahvé a Moisés: Yo soy Yahvé, el Dios de Abraham, de Isaac, y de Jacob. No soy un Dios de muertos sino de vivos».

Comprendemos así que ese Dios que crea y comunica vida, responde por nosotros para que esa vida no se extinga, a pesar de todos los proyectos de muerte que inventamos a diario.

Jesús reafirmó nuestra esperanza en la vida eterna, pero no se detuvo a explicarnos su forma y su manera. Por eso acostumbramos dibujar cielos con retazos de nuestro paisaje. Un ejercicio bastante ingenuo y en verdad ambiguo.

Un grupo de esquimales preguntó una vez al misionero: «¿Y en el cielo habrá focas?» Grande fue su desilusión cuando se les respondió negativamente.

Vale sin embargo resaltar dos verdades: El Señor promete una vida futura, fabricada por un Padre bueno y todopoderoso. Podemos entonces echar a volar la fantasía, como hacen los niños ante la generosidad y el poderío de sus padres.

De otro lado, el cielo se nos promete y regala, no porque seamos dechado de virtudes, - aunque todas ellas son hijas de la caridad - sino «porque tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed y me disteis de beber»… Al final de la historia, escribe san Mateo, descubriremos que ese necesitado era el Señor.

La reflexión cristiana, por fortuna, hoy nos presenta el cielo, no como una deserción de nuestro compromiso temporal, sino como su cosecha de pasado mañana. No como una felicidad individual, sino como un paraíso que viviremos en comunidad. «Jesucristo nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza», escribía san Pablo a los fieles de Tesalónica. Sin embargo, este es un tema que no entusiasma a muchos.

Cuenta Bertrand Russell que a una madre que acababa de perder a su hija, alguien le preguntó si creía en el cielo. «Creo -respondió- que mi hija está allá, pero agradecería que usted no me tratase temas desagradables».

¿Seremos nosotros parientes cercanos de esta dama?

2. Más allá de la sombra

«Dijo Jesús: Los que sean juzgados dignos de la vida futura ya no pueden morir: Son hijos de Dios, participan en la resurrección». San Lucas, cap. 20.

Conocemos pintores dedicados a la restauración de obras de arte. Remueven el polvo acumulado por los años, reparan los deterioros, reviven el brillo de unos ojos, retocan el detalle de un rostro, acentúan el pliegue de un manto, oscurecen una sombra para que resalte la luz que penetra por la ventana. Y hasta llegan a descubrir un original escondido bajo una copia sin mérito.

El tiempo, ese amigo que sana heridas y borra cicatrices, se especializó en retocar el recuerdo de nuestros difuntos. Matiza sus defectos. Borra los incidentes que empequeñecen su memoria. Los presenta idealizados, por obra y gracia de sus mágicos pinceles.

Hasta que un día, queriendo ser realistas, descubrimos que aquella madre no era mujer perfecta. Que ese padre falló muchas veces. Que nuestros amigos fueron seres comunes y corrientes.

Queriendo ser rigurosos y objetivos, esta valoración nos desconcierta.

Aquí nos sale al paso la palabra de Dios, para orientarnos y alentarnos. Nos dice el Maestro: En la vida futura los hombres serán plenamente hijos de Dios, participantes de su plenitud. Lo que nuestro cariño imaginó equivale a la transformación que ya el Señor ha realizado en ellos, por la fuerza de su Resurrección.

Quienes creemos en Cristo nos hemos arriesgado a la esperanza. A la esperanza de que más allá de la sombra todo terminará en luz.
Por eso, los creyentes tenemos permiso de soñar todos los días con un mañana espléndido y glorioso.

Por eso madrugamos a los deberes cotidianos, con la mente y el corazón puestos en el Señor.

Por eso rezamos La Salve afirmando que vivimos en un valle de lágrimas, pero convencidos hasta el tuétano de los huesos, de que existe otro valle donde seremos felices.

Allí amaremos, sin las alambradas del tiempo y del espacio, allí estaremos de vacaciones para siempre, cómo gustaba afirmar San Agustín.

Allí seremos simplemente, sin necesidad de reparaciones ni retoques. Ya no será el tiempo, sino Dios, quien nos restaura: Remueve el polvo, repara los deterioros, revive la luz y siempre, debajo de ordinarias apariencias, descubre la obra maestra de sus manos.

3. Amor en borrador

«Unos saduceos le preguntaron a Jesús: Una mujer se casó sucesivamente con siete hermanos. ¿Cuando llegue la resurrección de cuál de todos será mujer?». San Lucas, cap. 20.

Las discusiones bizantinas son aquellas que no conducen a nada constructivo ni práctico. Por ejemplo, cuando se pretende averiguar el sexo de los ángeles. Ellos, que no poseen cuerpo, tampoco han de tener sexualidad.

De otra parte, entendemos que la sexualidad humana es un maravilloso instrumento de comunicación para el amor. Amor que se realiza, no sólo en un nivel biológico, sino que conduce también a la comunión en otras dimensiones.

En el Antiguo Testamento, aún después de la llegada de los griegos al territorio palestino, los judíos y el pueblo identificaban la felicidad con la abundancia de hijos y de bienes materiales. No imaginaban otra vida después de la presente.

Sobre esto hicieron escuela los discípulos de Sadoc, un sumo sacerdote, contemporáneo de Salomón. Estos saduceos, habiendo oído algunas enseñanzas de Cristo, quisieron interrogarlo sobre la resurrección. Maestro, le dicen: Moisés ordenó que si una viuda ha quedado sin hijos, ha de casarse con su cuñado, para darle al finado descendencia. Sucedió que una mujer, al quedar viuda, se desposó con el hermano de su marido. Pero este también murió y ella se casó sucesivamente con los demás hermanos, hasta contar siete matrimonios. ¿Cuándo llegue la resurrección, de cual de todos ellos será esposa?

El Señor escuchó atentamente. Y cuando los saduceos esperaban que optara por defender el derecho del primero, o quizás del último marido, les respondió de forma desconcertante: «En esta vida los hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección, no se casarán».

El Maestro explicaba que nuestros amores de este tierra son apenas ensayo y prólogo de otros más excelentes, que viviremos más allá de la muerte. Son amores solamente en borrador. En un proceso semejante al del gusano que se transforma en oruga, para luego cambiarse en mariposa.

En seguida, Jesús afirma que si habrá una vida futura. Y se apoya en aquella palabra de Moisés, quien ante la zarza que ardía sin consumirse, llama al Señor «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Si estos son hombres muertos, no valdría relacionarnos con Yavéh.

Comprendemos entonces que esta vida y todos sus amores, han lograr su plenitud en ese mañana de la resurrección. San Pablo escribía a los corintios: «El amor nunca muere…Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. . Ahora permanecen la fe la esperanza y el amor. Pero el mayor de los tres es el amor».

Todo esto nos motiva para examinar y calificar nuestros amores. Calificar significa llenar de valores todas nuestras actitudes. Y san Pablo añadía: «El amor es paciente, es servicial. No es envidioso. No le gusta aparentar, ni se hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. No se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y las perdona».

Si en nuestra vida de familia, aplicáramos esta enseñanza del Maestro, todos nuestros hogares serían comunidades de alegría y de paz. Si viviéramos el amor, bajo el signo de la resurrección de Cristo, de donde ha de brotar la nuestra, ya no estaríamos amando en borrador.

— o o o —

Trigésimo tercer domingo

1. Bajo el sol de Satán

«Jesús les dijo: Se alzará pueblo contra pueblo y habrá grandes terremotos… Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero si os mantenéis firmes conseguiréis salvaros». San Lucas, cap. 21.

Entre las obras de Georges Bernanos, escritor francés fallecido en 1948, encontramos «Bajo el sol de Satán», una novela cuyos atormentados personajes se doblegan bajo el poder del mal. Un relato de marcado pesimismo que nos amedrenta.

San Lucas trae en su Evangelio unas páginas que, de buena gana, hubiera firmado Bernanos.

Estando Jesús en Jerusalén, algunos le ponderan la belleza del templo. El Señor responde: «De esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra».

El primer templo judío fue levantado por Salomón y era contado entre las maravillas del mundo. Siglos más tarde, en el año 587 antes de Cristo, fue arrasado por las tropas de Nabucodonosor. Reconstruido a la vuelta del destierro bajo de la dirección de Zorobabel, su estructura fue ampliada y embellecida por Herodes el Grande.

La respuesta de Jesús desconcertó a los oyentes. Para el pueblo israelita el templo, con su monumental fachada de30 metros de altura, donde alternaban las placas de oro y los mármoles, era el símbolo patrio. El signo concreto de la alianza con Yahvé.

Jesús amplía su discurso anunciado otra serie de males: « Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos y en diversos lugares epidemias y hambres». El evangelista mezcla en este relato circunstancias personales de los discípulos de Cristo y situaciones que golpeaban la sociedad cuando aparece su escrito. Todo ello en un estilo apocalíptico, que hábilmente combina la poesía y el enigma.

Hoy abundan profetas de calamidades que añaden otra angustia a tantas que nos agobian.

No faltan los que aceptan ese terrorismo religioso, que se acentúa hacia el fin del milenio. Y en tan dolorosas circunstancias muchos intentan una solución estoica: Es nuestra condición. No podemos torcer el destino. Otros pretenden una solución angelista: Suframos con paciencia, para después gozar en el cielo.

O también una solución trágica: La vida es un absurdo, proyectémosla entonces hacia el suicido. O una solución egoísta: Yo procuro estar bien y que cada cual se defienda.

Pero los cristianos procuramos que la palabra del Señor nos resuene en el alma: «Ni un solo cabello de vuestra cabeza perecerá. Si os mantenéis firmes, conseguiréis salvaros». La primera parte expresa esa utopía de la protección de Dios, que va más allá de nuestros cálculos. La segunda, es una invitación al compromiso.

Porque el Señor no acostumbra entregar soluciones. Nos da luz y empeño para lograrlas.

El mantenernos firmes significaría constancia para reconstruir la sociedad. Un llamado a tejer diariamente relaciones de fraternidad y de justicia. Un esfuerzo por limitar nuestras ganancias, nuestro bienestar en favor de los otros.

El mantenernos firmes significa además perseverar de la mano de Dios. Con la mente y el corazón hacia El. Significa orar. ¿Será acaso una solución escapista?

En aquella novela de Bernanos, el párroco de Ambricourt le decía a una niña sacudida por el Maligno: «Algún día comprenderás que la oración es justamente esa manera de llorar que tú ansías sin saberlo, el único llanto que no es cobarde».

2. Si las calamidades nos alarman

«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino. Habrá grandes terremotos y en diversos países epidemias y hambre». San Lucas, cap. 21.

Muchos nos pasamos la vida cómo en la sala de espera de un temido consultorio. De un momento a otro asomará la muerte por la puerta del lado, para decir fríamente: «El siguiente».

Mientras tanto, procuramos matar el tiempo. Nos aburrimos enormemente. Hacemos comentarios negativos e insultos, con vecinos a quienes ni conocemos, ni amamos.

Algo semejante ocurría en la Iglesia primitiva, cuando San Pablo escribió a los fieles de Tesalónica y unos años después, cuando aparece en Siria el Evangelio de San Lucas.

Los cristianos de entonces, por aguardar al Señor descuidaban todo esfuerzo y trabajo. Para ellos no valía la pena comprometerse en el mundo.

Pablo deja entonces correr su pluma, para corregir estas actitudes , y Lucas, aunque reconoce los males que amenazan, señala que el final no está cerca todavía. Que nuestra esperanza se apoya en la primera venida de Dios, quien no permite caiga uno sólo de nuestros cabellos sin su beneplácito.

Y termina el mismo evangelista: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

Hoy también escuchamos muchos profetas que sólo anuncian calamidades. No saben sonreír. Acostumbran recordarnos a diario nuestros deberes con arisca aspereza.

Nos presentan un Dios castigador que, por nuestras culpas, no tuvo otro remedio que descargar sobre el mundo sus castigos.

Nuestros dolores serán la única moneda para aplacar las iras del Padre celestial.

Todo ello, y con razón, nos paraliza el corazón y las manos.

Nos motiva a un arrepentimiento sincero, pero nacido del temor, que mata el entusiasmo propio de la fe. Nuestra vida tendría entonces una tonalidad de gris y un sabor desabrido y amargo.

La juventud dispondría de motivos suficientes para abandonar el cristianismo.

No es lícito alterar el mensaje de Cristo: En medio de las calamidades no puede naufragar la esperanza.

A pesar de tan cerrada oscuridad, cada uno de nosotros puede encender una cerilla, cada cual puede irradiar bondad y amor sobre el metro cuadrado en el cual se proyecta su sombra.

El terror colectivo no ha sido nunca táctica honrada de combate.

Volvamos al Evangelio. Nuestro fallo es la aparente carencia de valores. Sin embargo, ningún padre que ama, reniega definitivamente de su hijo. Por más defectos que descubra en él, se las ingenia para que prevalezcan sus cualidades.

Si sufrimos, si las calamidades nos abruman, es porque hemos olvidado los mandatos del Señor, porque hemos escondido nuestros talentos. Nunca porque El nos haya desamparado.

3. En tierra de Hus

«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino; habrá grandes terremotos y grandes signos en el cielo. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». San Lucas, cap.21.

San Mateo, San Marcos y San Lucas, antes de contarnos la pasión del Señor, nos hablan de futuras y grandes tribulaciones: «El sol se oscurecerá; se alzará pueblo contra pueblo; habrá en diversos lugares hambre y terremotos».

No es fácil la interpretación de este pasaje. Algunos lo refieren a la toma de Jerusalén por Tito. Otros prefieren relacionarlo con la destrucción del mundo, que según algunos precederá al reino definitivo de Dios.

Pero Cristo vino a explicarnos que su Reino no llegará después de una catástrofe. Es más bien el fruto de una transformación larga y laboriosa.

Aunque al mirar objetivamente la historia de todos los tiempos, encontramos siempre las guerras, las catástrofes y los crímenes.

Definitivamente el mundo está manchado por el mal. Sin embargo, la actitud de un cristiano ante los problemas que nos rodean, no puede ser de indiferencia. Nuestra fe nos compromete con el mejoramiento del mundo.

Nos motiva a orar, a apoyar iniciativas. A detectar las raíces del mal y dejando de lamentar sus efectos. Cada uno de nosotros puede reunir las fuerzas dispersas, puede anunciar, puede denunciar.

Además, enseguida de tan duras profecías, los evangelistas colocan una palabra de esperanza: El Señor está cerca.

Está cerca, porque tantos dolores nos preparan para un cambio decisivo y profundo. Ojalá sea el de nuestro propio corazón.

Nos preparan para que entendamos la vida de otro modo, les demos a las cosas su valor relativo, comprendamos la dignidad de nuestro hermano, volvamos a Dios, a sus preceptos, a la confianza en sus promesas.

También está cerca, porque en medio de tanta oscuridad nunca nos abandona. La frase de San Lucas viene a fortalecernos. «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá».

Entonces recordamos otra frase del Maestro: ¿»No se venden dos pajarillos por una moneda? Y sin embargo ninguno caerá por tierra sin el permiso de vuestro Padre».

Y volvemos a descubrir a Dios la acción continuada de Dios. A pesar de los odios, de las venganzas, de todo el mal que nos inunda, mezcla sobre el surco cada día humedad y calor para que reviente la semilla.

Combina con sabiduría los cromosomas para regalarle a un niño unos ojos color de aceituna. Fecunda cuidadosamente las rosas y coloca una espora sobre la brisa para que el musgo comience a abrigar las rocas.

«Había en tierra de Hus un varón llamado Job, hombre íntegro y recto, temeroso de Dios y apartado del mal…». Así cuenta la Biblia. Y el último capítulo del libro nos dice: «Yavéh restableció a Job en su estado y acrecentó hasta el doble todo cuanto antes poseyera…».

Porque este hombre, a pesar de haber conocido el dolor hasta el extremo, nunca dejó extinguir en su pecho la esperanza.

— o o o —

Trigésimo cuarto domingo

1. Dimas tenía razón

«Uno de los malhechores crucificados con Jesús le decía: Acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Jesús le respondió: Te lo aseguro: Hoy estarás conmigo en el paraíso». San Lucas, cap.23.

En el verano de 1099, las campanas de toda Europa repicaron con inmensa alegría. Y al compás del repique, corrió por las aldeas y ciudades la noticia: Jerusalén ha sido liberada. Culminaba la primera cruzada, promovida por Urbano II para expulsar a los sarracenos de la ciudad santa.

Eran otros tiempos, otra lectura del Evangelio, otra concepción de Iglesia. Ese Cristo Rey que ordenaba exterminar a los infieles hoy nos pide actitudes muy distintas, frente a quienes profesan otro credo o una ideología diferente.

Antes que los judíos atribuyeran a Dios categoría de rey, lo habían conocido como el creador de la naturaleza. Aquel que hace nacer el sol y envía las lluvias, el que fecunda los rebaños y multiplica las cosechas. Sólo cuando Israel se transformó en monarquía, en tiempos de Saúl, el pueblo empezó a invocar a Yahvé como rey del universo.

Las naciones paganas también miraban a sus dioses como soberanos del mundo. Así sucedía en Babilonia, Egipto, Grecia y más tarde en Roma. Pero enseguida los apelativos de «rey de la tierra» y «dios del cielo» se intercambiaron. Los supremos gobernantes empezaron a reclamar para sí obediencia y adoración.

La iglesia primitiva sólo aceptó como rey a Jesucristo. «Porque sólo Tú eres santo, sólo Tú Señor, sólo Tú Altísimo», canta un himno litúrgico de entonces, que ha llegado hasta nosotros. Y este desconocimiento del emperador le valió la muerte a muchos discípulos de Jesús

Pero cuando Constantino dio libertad a los cristianos, la figura del Señor empezó a adornarse, en la mente y en el corazón de los creyentes, con elementos propios de los reyes. Así lo muestran aquellos cristos bizantinos, vestidos a la usanza imperial, de rostro áspero y mirada severa.

Corrieron los siglos, y la Iglesia se vio convertida en cristiandad, algo muy semejante a un reino temporal, donde la cruz y la espada se unieron hipostáticamente.

Sin embargo, el reino predicado por Jesús es de otro estilo. Se construye por relaciones de justicia y de paz entre todos, se afirma en la esperanza. Se ilumina con una alegría que sólo Dios puede regalar. Es un reino que no requiere ni espadas ni legiones, como lo afirmó el Señor ante Pilatos.

Pero hubo alguien que sí entendió de veras ese Reino de Dios, del cual nos hablan muchas parábolas de Cristo. Uno de los ladrones crucificado también en el Calvario leyó el letrero que Pilatos ordenó sobre la cruz del Maestro: «Jesús Nazareno, rey de los judíos». Y comprendió que ese profeta agonizante sí era Rey, con poder para rendir a todos los hombres. De ahí su grito: «Acuérdate de mí cuanto estés en tu Reino». Dimas tenía razón.

Jesús le responde: «Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso». Un ladrón, que como dice san Agustín, también se robó el cielo.
Si alguno de nosotros comprende un día ese reinado de Cristo y le entrega la vida, se alegrarán el cielo y la tierra, mucho más que aquel verano de 1099, cuando capituló Jerusalén.

2. Cuestión de buen gusto

«Se burlaban de Cristo los soldados diciéndole: Si eres tú el Rey de los Judíos, sálvate a ti mismo». San Lucas, cap. 23.

Existe una oración muy curiosa. En ella se le pide perdón al Señor por tantos artistas de mal gusto, que han pintado y esculpido espantosas imágenes de Cristo. En especial de Cristo Rey.

Para expresar su realeza, no han tenido más símbolos que aquellos tan trillados del cetro, la corona y el manto.

Da lástima este Jesús, Rey al estilo de los humanos, no siempre muy honestos.

Esas imágenes, en la escena que nos trae San Lucas, nos harían pensar en Luis XVI, llevado a la guillotina por la Revolución francesa.

Existen así mismo malos presentadores del Reino de Cristo. Olvidan que las cosas de Dios son de otra forma. No según nuestros modos de medir. Porque el «Reino de Cristo» no es de este mundo. Es un Reino que, en primera instancia, brota del corazón. Que no necesita fusiles ni cañones: Que transforma lo interior del hombre para poder cambiar las estructuras «volviendo lo derecho del revés».

Tal vez el único que, en el primer Viernes Santo, entendió ese Reino fue aquel ladrón crucificado junto al Maestro, quien le rogó desde el fondo del alma: «Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino».

Esa tarde parecía que el Rey de los judíos fracasaba definitivamente.

Pero no, Cristo inauguraba su reino en la frontera del más allá: El mismo había anunciado: «Cuando sea levantado en alto todo lo atraeré hacia mí».

En el más acá quedaban su doctrina, su vida de entrega, su lucha por la libertad del hombre. En el más allá, en su Reino, estarían la unidad, la comunión y la síntesis, la bondad de Dios y la capacidad de bien sembrada en cada hombre.

De este contraste, entre nuestro estilo y el de Dios, nace la diferencia entre cristianismo y cristiandad.

Cristiandad es una forma de fe impuesta y agresiva, que dicta criterios y puede destruir culturas. Cristianismo es un servicio, siempre humilde, de iluminación, que comprende el proceso de cada persona y respeta absolutamente su libertad.

No caigamos en la tentación de reconstruir, en favor nuestro, una cristiandad intransigente. No defendamos nuestros errores haciendo de ellos «palabra de Dios». No califiquemos de sacrílego a quien no está de acuerdo con nosotros.

No construyamos una Iglesia intocable, suspendida en el aire cómo el sepulcro de Mahoma, cuyos seguidores no conviven con la gente, por temor de contaminarse.

Vivamos nuestro cristianismo en comunidad de sencillez, de humanidad, de servicio, de realismo, de libertad. Así mostraremos al mundo la auténtica imagen de Cristo Rey.

Al fin y al cabo, ser cristianos es cuestión de buen gusto.

3. El valor de un recuerdo

«Uno de los malhechores crucificados insultaba a Jesús. Pero el otro decía: Acuérdate de mí cuanto estés en tu reino». San Lucas, cap. 23.

¿Por qué será que la mayoría de los poemas nos hablan del recuerdo? Es él una parte del alma donde guardamos huellas de los seres amados. Una pequeña región de nuestro ser, donde le hemos consagrado un altar al amigo, a cuya sombra nos protegemos de tantas soledades.

Para esta labor, amable y ardua a la vez de recordar, le hemos pedido ayuda a la materia. Levantamos obeliscos, fundimos el bronce, labramos la madera y el mármol. Grabamos un corazón y un nombre en la corteza de aquel árbol.

Señala el evangelista que uno de los ladrones crucificados con Jesús conocía el valor del recuerdo. Quizás alguna vez volvió a encontrarse con la mujer que amaba y comprobó que el recuerdo le había fortalecido en las ausencias. ¿Pero este profeta nazareno que agonizaba a su lado, tendría capacidad de algún recuerdo más limpio, más fuerte, más lleno de esperanza? Al fin y al cabo el recuerdo nace del amor y contaban que el Nazareno amaba de una manera extraordinaria, aún a sus propios enemigos. ¿Qué pasaría si este vecino agonizante se acordara de él, cuando los dos marcharan por ese camino inexplorado de la muerte?

Entonces, desde su dolor y su agonía, le gritó al Maestro: Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.

El Evangelio acostumbra narrar las cosas más altas, con sencillez extraordinaria. «Jesús le respondió: Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Amado Nervo nos dice en su poema de la «Hermana Agua», que ella toma la forma de los vasos que la contienen. Así también la oración. Se reviste de muy variadas formas, según el corazón de los hombres. A veces fluye como suave alabanza. Otras veces es súplica, reclamo, grito, gemido, acción de gracias, petición repetida o incansable.

En otras ocasiones, es apenas la expresión de una duda que nos taladra, la queja que traduce nuestra angustia interior, o nuestro desconcierto. Pero a cada paso necesitamos decirle algo al Señor. Pedirle que se acuerde de nuestra pequeñez.

Necesitamos sobre el corazón de Dios un espacio, aunque sea muy pequeño, que nos pertenezca totalmente, que esté marcado con nuestro propio nombre.

Pero el Señor sabe hacer cambios admirables. Es su manera de negociar con nosotros. Un día en Caná, trocó el agua en vino. Cambió el corazón de un cobrador de impuestos por el de un apóstol evangelista. Otra vez, convirtió la petición de un recuerdo en un derecho para poseer de inmediato el paraíso.

Todos los días puede el Señor cambiar nuestra oración, pobre y quebrantada, en gracia y en paz perdurables. El secreto es que El nos ama y nunca se olvidará de nosotros. Nos lo dijo por boca de Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho? Pues aunque ella lo olvide, yo nunca me olvidaré de mi pueblo. Porque lo tengo tatuado aquí en mis manos».

^