TejasArriba.org por Calixto
Un mensaje con sabor a Evangelio
Pascua - Ciclo C

Ascensión de Jesús

Domingo de Pascua

1. Cristianos de sepulcro vacío

«Ambos discípulos corrieron camino del sepulcro. Simón Pedro entró en el sepulcro y vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto a Jesús la cabeza, enrollado en un sitio aparte». San Juan, cap.20.

«Hijo mío -y el anciano levantó la diestra para bendecir al viajero- que las rosas no te impidan conocer el rosal. Avanza más allá de la luz, para gozar de la mañana. La risa es buena, pero que ella no te retrase la alegría. No te detenga el vuelo de las mariposas, antes de contemplar el cielo. Y si llegas al puente, no te quedes allí, es necesario conquistar el castillo».

Los relatos del Evangelio sobre la resurrección del Señor avanzan por un primer estadio: El sepulcro vacío. En el suelo las vendas con que amortajaron al Señor. El sudario enrollado en un sitio aparte. Unos ángeles que sorprenden a las madrugadoras mujeres. Pero aún nadie ha visto al Maestro.

Para llegar a un segundo estadio los amigos de Cristo tuvieron que inquietarse, buscar, escuchar a las curiosas mujeres, reunirse en el cenáculo, compartir tan doloroso desconcierto. Transformar poco a poco su desilusión en esperanza. Sólo entonces el Señor se les presenta, para confirmarlos en la fe: «Soy yo, no temáis. Y los discípulos se llenaron de alegría».

Muchísimos cristianos se han quedado junto al sepulcro abierto. Escucharon ciertas historias de Cristo. Recuerdan algunos elementos de su fe. Manifiestan, de pronto, esa fe dormida mediante algunos signos. Pero jamás se han encontrado con Jesús, vencedor del pecado y de la muerte.

Cuando san Pedro habla en casa del centurión Cornelio, le asegura a la gente: «Nosotros somos testigos de lo que hizo Jesús. Lo mataron colgándolo del madero. Pero Dios lo resucitó y nosotros hemos comido y bebido con él después de su resurrección».

Esa pequeña comunidad fortalecía su certeza. Sentía a Jesús presente en cada circunstancia de sus vidas. Y cada quien empezaba a vivir de otra manera. A amar «como Cristo nos enseña». Cultivaban aquello que ciertos autores llamaron la intimidad con Cristo.

Porque la resurrección del Maestro no es sólo acontecimiento histórico que avalan los escritores del Nuevo Testamento. Es algo que conmueve el universo y estremece esa pequeña historia personal de cada creyente.

«Si Cristo no resucitó…»Así defiende san Pablo su confianza en Jesús y su predicación andariega. Todo ello es absurdo, si el Señor no se ha levantado de la muerte.

Nosotros ponemos en positivo el argumento: Porque Cristo resucitó no es posible que yo siga siendo un criminal, oculto o manifiesto. Porque resucitó, esa sangre que salpicó mi hogar no me ensombrece totalmente el futuro.

Porque resucitó, no es locura seguir luchando por la paz. Porque resucitó, es posible una fraternidad afectiva y efectiva.

Porque resucitó, la comunidad de sus discípulos, no obstante sus miserias, procura ser fiel a su palabra. Porque resucitó, la muerte es un acontecimiento luminoso y positivo.

Tenía razón aquel anciano que amonestaba a su hijo al despedirlo: Es necesario conocer el rosal, gozar de la mañana, apresurar la alegría, contemplar el cielo a todas horas, conquistar el castillo. Es necesario dejar atrás el sepulcro y correr al encuentro con el Señor Jesús.

2. Aquel día primero

«El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer y vio la losa quitada del sepulcro». San Juan, cap. 20.

Todo esto ocurrió el primer día de la semana, explica San Juan a sus comunidades. Nosotros diríamos: El primer día de la Salvación, el primero de la nueva historia.

¿Qué sucede aquel día?

María Magdalena va al sepulcro al amanecer. Otras mujeres se encaminan al huerto, para ungir nuevamente el cuerpo de Jesús. Pedro y Juan corren muy temprano al lugar donde sepultaron al Maestro.

Al medio día, unos amigos del Señor emprenden el regreso hacia Emaús, tristes y descorazonados. Otros se pasan el día en Jerusalén, a puerta cerrada, entre la desilusión y la esperanza.

Todo ha sido muy trágico en esas últimas jornadas: La crucifixión del Maestro, el miedo y la huida de los discípulos.

La negación de Pedro. La oscuridad de aquella tarde del mes de Nisán, cuando los judíos preparaban la Pascua.

El pequeño grupo de amigos que amortaja de prisa el cuerpo del Señor, para guardarlo en 2un sepulcro ajeno. Las amenazas de la guardia. El desconcierto de todos, aun de los más fuertes.

Muchos de nosotros pudiéramos señalar sobre este esquema, etapas de nuestra vida: Alguna vez se nos ha muerto el líder, hemos visto fracasar nuestros planes.

Nos han fallado los amigos. La muerte nos ha pisado los talones. Los acontecimientos nos colocaron contra la pared. La oscuridad nos cerró todos los horizontes.

Los cristianos no somos de otra especie. Somos hombres, viajeros, y todo lo humano nos pesa a las espaldas. Pero somos distintos, porque Jesús resucitó del sepulcro.

Entonces María Magdalena encuentra al Jardinero. A las mujeres les habla un joven que parece un ángel. Pedro y Juan miran el sepulcro vacío y, enrollado en un sitio aparte, ven el sudario que había envuelto la cabeza de Cristo. Los viajeros de Emaús le reconocen en el partir el pan. Esa tarde, estando las puertas cerradas, Jesús se pone en medio de los temerosos discípulos.

Bajo esa luz de la Resurrección aprendemos la gran lección de la existencia humana: Todo puede morir: Los pájaros, las flores, la brisa, la luz, el gozo, la mañana. Pero Cristo se levanta de la muerte y todo regresa y todo se transforma.

Retorna la vida a los nidos. Revientan otra vez los botones en el huerto. Vuelve a correr la brisa por los cerros. Brilla la luz de nuevo. Renace el gozo. Regresa la alborada. Y podemos escribir nuevamente en nuestro diario: «El primer día de la semana…».

3. Al amanecer, junto al sepulcro

«El primer día de la semana María Magdalena fue al sepulcro al amanecer. Salieron también Pedro y Juan camino del sepulcro». San Juan, cap.20.

A conseja Neruda en su «Divagario», que de vez en cuando nos demos un baño de tumba. Así se curarían nuestra vanidad y suficiencia. A cada paso, aún sin quererlo, nos bañamos de tumba, nos vestimos de sombra, miramos desconcertados cómo la muerte desbarata nuestros planes, amenaza la dicha y nos separa de aquellos que nos aman.

Sin embargo, para los cristianos hay un sepulcro que no es fin sino comienzo, no es sombra densa sino luz, no es separación sino compañía, no es dolor sino gozo, no es desilusión sino esperanza.

Cuando nos damos un baño de tumba en el sepulcro de Jesús, toda nuestra vida, las penas, las tragedias, los pecados, la propia muerte, adquieren otra forma de herir y otra forma de ser.

Aquel primer domingo de Pascua se inició en Jerusalén una curiosa romería. Los soldados buscaron el sepulcro, para mirar si estaba custodiado. Las mujeres madrugaron llevando aromas, para ungir otra vez al Maestro.

Pedro y Juan acudieron también con el alma suspendida entre el desconcierto y la esperanza. Y el cuerpo de Jesús no estaba allí.

Muchos de nosotros somos cristianos de «sepulcro vacío». Nuestra fe en la Resurrección es teórica: Nunca nos hemos encontrado personalmente con Jesucristo Resucitado, porque nunca hemos salido a buscarlo.

Y un cristianismo huero se muestra en una vida de hogar sin entusiasmo, en un trabajo rutinario, en un continuo temor a la muerte.

Busquemos afanosamente a Jesús. A veces no es fácil hallarlo. Tiene la propiedad de pasar desapercibido.

María Magdalena lo confunde con el jardinero. Los apóstoles en el lago creen que es un fantasma. Los de Emaús lo toman por un peregrino. Pero hay un signo que nunca nos engaña: Lo reconoceremos en el partir del pan. Si caminamos con El podremos compartir su mesa, presentarle nuestras incertidumbres, mirar las cicatrices de los clavos, tocar sus manos y sus pies y recibir la fuerza de su espíritu.

Entonces amanecerá sobre nuestra vida un gozo indescriptible y podremos anunciarle al mundo de hoy: ¡Hemos visto al Señor que ha resucitado de entre los muertos!

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Segundo domingo

1. El derecho a dudar

«Estando las puertas cerradas, llegó Jesús y dijo a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos y no seas incrédulo sino creyente». San Juan, cap. 20.

Dicen que en el transcurso de la vida, uno vive cuatro clases de fe. La primera, en la infancia. Muy hermosa, pero igualmente frágil.

Se evapora enseguida de la Primera Comunión. Otra que cultivamos en los años de adolescencia. Fogosa y verdadera muchas veces, pero otras tantas vergonzante.

Más tarde, nos lanzamos a la universidad o al trabajo con una fe opaca y aporreada, que apenas sobrevive con base en mínimos esfuerzos.

Pero llega una etapa final: Formamos un hogar, y entonces volvemos a creer, más que por convicciones, por nostalgias. . Sin embargo esta fe madura de pronto: Cuando compartimos con los niños sus tareas de religión.

¿Cuál de éstas sería la fe Tomás, el apóstol? San Juan resalta su incredulidad, en defensa de cuantos nos atrevemos a dudar. Para animar a quienes, ante Jesús resucitado, seguimos siendo comunes y corrientes.

Los compañeros de Tomás, aunque temerosos, habían reconocido al Señor en el cenáculo. Pero ese día el apóstol no estaba con ellos. Le cuentan lo sucedido, y él no acepta esa evidencia. Quiere otras pruebas: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto la mano en su costado, no creeré».

Algo que podríamos traducir: Si no veo una Iglesia perfecta ante mis ojos. Si el Señor no transforma de inmediato mi vida. Si no se curan todas mis circunstancias…no creeré.

El Evangelio no detalla el proceso de los demás apóstoles frente a la resurrección del Señor. Pero es de suponer que ellos tampoco creyeron de repente. Al comienzo afirmaban que todo era un delirio de mujeres. Pero luego Jesús llega al cenáculo, estando las puertas cerradas, y los saluda: «Paz a vosotros».

Y les ordena anunciar ese gozo a todo el mundo: «Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros».

San Juan añade que ese día Cristo les dio su fuerza, su espíritu, asegurando que con ella perdonarían los pecados. Es decir, podrían cambiar el corazón de los hombres.

Al domingo siguiente, estando Tomás en el grupo, Jesús llega de nuevo para enfrentar al apóstol renuente: Trae tus dedos a mis llagas, le dice.

Trae tu mano a mi costado y no seas incrédulo sino creyente.

¿Era Tomás un pecador?. No. Solamente era un hombre, igual en todo a nosotros. Porque dudar de Dios no es solamente discutir sus verdades. Es también impedir que el amor a Jesús condicione todo lo nuestro.

Porque creer de paso es cosa fácil. Pero anudar la vida en cada circunstancia con el Señor Jesús, requiere un esfuerzo continuado.

Sin embargo es más fiable una fe probada en los tropiezos, que ese creer ingenuo que acepta todo sin beneficio de inventario y se derrumba a la primera desilusión.

Tomás creía no creer, como afirma un autor.

Imaginaba que la fe se reduce a conocimientos y a demostraciones. Cuando Jesús lo invita a comprobar las llagas de sus manos y el costado, pone en jaque el amor del apóstol.

Lo que él necesitaba: Conectarse directamente al corazón de Dios.

2. Se agotan los diccionarios

«Al anochecer de aquel día, estando las puertas cerradas, Jesús se puso en medio de sus discípulos y les dijo: Paz a vosotros». San Juan, cap. 20.

Anthony de Mello nos dice en uno de sus bellos poemas: «Decrétase que todos los días de la semana, inclusive los lunes tediosos y los martes cenicientos, tienen derecho a convertirse en mañanas de domingo».

Tal vez el poeta quiere iluminar toda la semana con el resplandor de la Pascua, de aquel domingo cuando Jesús madrugó a encontrarse con sus amigos, en el huerto, en las afueras de Jerusalén y, al anochecer, en la intimidad del cenáculo.

Pero nuestra vida personal no es siempre tan alegre, tan diáfana, tan fresca y luminosa cómo aquella mañana de Resurrección.

El mal que nos golpea apenas sí permite que nuestros días se iluminen con luz de la Pascua.

Un mal que se llama: Dolor, angustia, ausencia, soledad, incomprensión, desprecio, fracaso, cansancio, desengaño, desesperación, miedo, remordimiento, pobreza, desnudez, hambre y sed, enfermedad, pecado, muerte. Se agotan las palabras y los diccionarios…

Pero cuando sufrimos con Cristo, cuando tomamos nuestra vida y todas sus circunstancias y las colocamos confiadamente en sus manos, cuando descubrimos que sin El nuestro pecado nos aplasta, entonces todo cambia.

Cambia, porque una noche en el cenáculo, Jesús exhaló su aliento sobre los apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les serán perdonados».

Desde entonces, los cristianos descubrimos a cada vuelta de la esquina el rostro amable de Dios. De ese Dios que proyecta en lo más hondo de nuestro ser, lo más íntimo del suyo:

Su Espíritu. Por eso logramos encadenar nuestras flaquezas a su bondad, nuestros remordimientos a su perdón, nuestro mal a la paz y a la salud que nos regala el Sacramento de la Reconciliación.

Así la rutinaria lista de nuestros problemas se convierte en la alegre certeza de su Amor Todopoderoso.

Podemos entonces decretar que nuestra vida tiene derecho a transformarse, porque Cristo Resucitado nos visita, aun allí donde estamos escondidos, presos del miedo y la desesperanza.

Podemos decretar que todos nuestros días, los lunes tediosos, los martes cenicientos e incluso, los viernes fatigados, equivalen a un Domingo de Pascua.

Nuevamente se agotan las palabras y los diccionarios: Gozo, tranquilidad, presencia, compañía, comprensión, aprecio, logros, descanso, ilusión, esperanza, valor, paz, abundancia, abrigo, salud, inocencia, Vida.

3. El amigo que duda

«Los discípulos dijeron a Tomás: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos… no lo creo». San Juan, cap.20.

Cuando la cera se acerca al fuego, se ablanda de inmediato. El barro, por el contrario, se endurece. Ante las maravillas de Dios en nuestra vida, a veces nuestro corazón es de cera, otras, de barro.

Como en la historia de Tomás. También ante sus ojos Cristo había multiplicado el pan, resucitado muertos, dado luz a los ciegos. Pero llegó la hora de tinieblas. Una noche en el huerto de los Olivos los soldados amenazaron a los discípulos, llevándose al Maestro.

todo el grupo se había desbandado. Después el juicio, la crucifixión y la muerte. ¿Qué camino tomar? ¿Proseguir cultivando la esperanza o admitir sin rodeos el fracaso?

No culpamos a Tomás. Seguir a Cristo todos los días no es tarea fácil. Nos asalta la duda, nos vencen los propios pecados, nos fatiga el esfuerzo sin recompensa.

Los demás se convierten en una carga insoportable. Aunque otros nos anuncien llenos de entusiasmo: «Hemos visto al Señor», nosotros no lo vemos. Pero el Señor nos comprende.

¿Y si un amigo duda y lucha y se aleja? Antes de que el Señor le muestre sus manos y sus pies, antes de que pueda palpar las cicatrices, es nuestro ministerio continuar anunciando que Dios le ama y le aguarda en el cenáculo, en medio de la comunidad gozosa, cerca del pan que une y fortalece.

El Evangelio termina con una alabanza para todos nosotros: «Dichosos los que crean sin haber visto».

Ahí nos encontramos los que no sabemos mucha teología, los que vivimos un cristianismo prosaico, los que luchamos, con muchas dificultades, en nuestra vida de familia, los que pecamos, los que somos mediocres sin querer serlo.

Creemos en Jesús, a pesar de no haberlo visto todavía. Y lo llamamos con todo el corazón: «Señor mío y Dios mío».

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Tercer domingo

1. La cita junto al lago

«Estaba amaneciendo, cuando Jesús se presentó a la orilla del lago, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: Muchachos, ¿tenéis pescado?». San Juan, cap. 21.

Después de un descalabro todos sentimos ansias de revisar lo sucedido. Nos alienta una débil esperanza de que la historia logre enmendar su rumbo y entonces no habríamos fracasado, y de nada seríamos culpables.

Esto sintieron los apóstoles, luego de la muerte de Jesús. Mientras escondían su miedo en el cenáculo, el Maestro se les presenta. Les asegura que está vivo y es el mismo. Pero enseguida desaparece ante sus ojos. ¿Entonces cómo sigue la vida? Una angustiosa pregunta para estos amigos del Señor.

Pocos días después, por iniciativa de Pedro, los discípulos regresan al mar de Tiberíades. Toda la noche se la pasan pescando sin resultado alguno. Cuando ya apunta el día, distinguen en la playa a un forastero que les grita: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos en tono displicente, le responden: No. Pero el desconocido añade: Echad la red a la derecha de la barca.

Lo habían hecho repetidas veces. Y también a la izquierda, arriba, abajo del lago, al norte y al oriente. Sin embargo, recuerdan que el Señor otra vez les ha dicho lo mismo. Entonces comienzan a sentir que la red se va haciendo pesada. Y al izarla, llenan la barca con ciento cincuenta y tres peces grandes.

De inmediato, algo les tocó el corazón. Es el Señor, exclamó Juan. Y Pedro, sin pensarlo más, se lanzó al agua, desnudo como estaba. Que así acostumbraban pasar los pescadores.

Cuando tocan la orilla con la barca repleta, encuentran que Jesús ha encendido una hoguera. Los aguarda con un pez asado y un poco de pan, dorado al fuego.

Ciertos biblistas se entretienen presentando el sentido simbólico de aquellos ciento cincuenta y tres pescados.

Nosotros descubrimos en este pasaje una confirmación más amplia de la resurrección de Cristo, para aquellos vacilantes discípulos.
Además, la historia visible de Jesús no había de terminar en Jerusalén. Convenía regresar a Galilea, la provincia fértil y hermosa, donde el Jordán

emansa su caudal para formar el Tiberíades, despensa y centro económico de toda la comarca.

Jesús vuelve al lago, donde había llamado a varios de sus discípulos. Donde tantas veces había convocado a sus seguidores.

En el cenáculo la aparición de Cristo fue más celestial. Más teatral diríamos, sin querer devaluarla. Allí en la playa aparece un Jesús más humano, metido en los quehaceres ordinarios. Preocupado de unos amigos que no tienen con qué desayunarse, después de una noche de fatiga.

Tal vez ya no mostraba las cicatrices de los clavos, pero sí un semblante fraterno. Lleno de entusiasmo.

Es el Jesús que, quienes no estuvimos en el cenáculo, nos hemos encontrado a la vuelta de la esquina. Un Dios cotidiano, sin solemnidades, que nos espera más allá de las imágenes y aún más allá de los sacramentos. El que nos acompaña en esas horas grises que a muchos nos abruman. En los quehaceres del hogar, del taller y la oficina. El que recibe las palabras y los sentimientos de nuestras gastadas oraciones.

Un Jesús que vive y que en cada circunstancia, nos ofrece lo que necesitamos.

2. ¿Me amas más que éstos?

«Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: ¿Simón, hijo de Juan, me amas más que éstos? Pedro le contesto: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». San Juan, cap. 21.

Si leemos despacio el Evangelio, descubriremos la metodología de Cristo. La de un consumado Maestro. A veces condensa su mensaje en una frase corta: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos». «El que no ama permanece en tinieblas». «La mies es mucha, los obreros pocos».

Otra veces responde a sus discípulos contando alguna historia: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó». «Era un hombre rico que tenía un administrador injusto…». «Había un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres».

Los oyentes grababan fácilmente la narración y sacaban las conclusiones.

Pero, en otras ocasiones, Jesús prefiere preguntar al auditorio. Pregunta, porque respeta profundamente a sus interlocutores. Desea sugerir antes que imponer su doctrina. Pregunta, porque sabe que cada cual vive una circunstancia diversa ante el mensaje. Pregunta, especialmente cuando alguien ha obrado mal o se halla en dificultades. Quiere, en compañía de la gente, encontrar solución a los problemas.

-«¿También vosotros queréis marcharos?», les dice un día a los apóstoles, frente a la desbandada de algunos.

-«Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas?», interroga a Nicodemo. «Y vosotros, ¿quien decís que soy yo?, pide a sus íntimos…». Y a la orilla del lago, pocos días después de la resurrección, le pregunta a Pedro, en presencia de los demás apóstoles: «¿Simón, hijo de Juan, me amas más que estos?».

En el capítulo XIV de San Marcos quedarían consignadas las tres negaciones de Pedro. Humildemente el apóstol le habría contado a Marcos, su discípulo, el episodio en casa del Sumo Sacerdote.

La pregunta de Cristo coloca a Pedro ante una dolorosa alternativa: Si responde al Señor que sí lo ama, los apóstoles le llamarán mentiroso. Si contesta negativamente, le acusará su propio corazón. Y por tres veces se le pide que declare su amor y adhesión.

Entonces se revela la pericia del viejo pescador, el sentido práctico de un hombre acostumbrado a sortear tempestades: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero».

Quienes hace unos días, al celebrar la Pascua, hicimos inventario de nuestra vida, encontramos en esta respuesta de Simón nuestra frase bandera.

Las caídas disminuyen el amor con que buscamos a Cristo. Pero el amor disminuye la gravedad de nuestras faltas.

Esta respuesta sincera, valiente y humilde a la vez, también a nosotros nos serena el corazón. También enciende para nosotros la esperanza.

Y sentimos a Cristo más próximo, más hermano, más amigo de quienes vamos de viaje, con los pecados de cada día a cuestas.

3. Todo sigue lo mismo

«Simón Pedro les dice a los discípulos: Me voy a pescar. Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla, pero ellos no sabían que era Jesús». San Juan, cap. 21.

En un pueblo lejano del Tíbet, el misionero había formado una pequeña comunidad cristiana. Al regresar, muchos años más tarde, le pregunta a un joven si desea confesarse. - ¿Confesarme? ¿De qué? - ¿Cómo, responde el misionero, si hace diez años que no lo haces? - Pero, Shimpusama, ¿después de todo lo que El se dejó hacer por mí, cómo podría yo ofenderlo?

Hace poco celebramos la Pascua. Retornamos a Dios después de prolongada ausencia. Recibimos los sacramentos y participamos de nuevo en la asamblea cristiana. Pero enseguida regresamos a los deberes ordinarios. Como los apóstoles, que vuelven a pescar en el lago, a los pocos días de la resurrección.

Quizás imaginamos que después de Pascua todo sería distinto. Pero la vida nos convence de lo contrario. Volvemos a sentir la fatiga, las tentaciones, las dificultades con el prójimo. Volvemos a sentir el cansancio de nuestra pequeñez interior.

¿Entonces la Pascua para qué? Nos dice San Pablo que, mientras luchamos en la tierra, las cosas de Dios aparecen como en espejo y en adivinanza. Hay que esperar aquella hora en que nuestro amor y el de Dios puedan unirse, ya sin alambradas, en la felicidad perfecta.

Pero si miramos despacio, no todo sigue igual. En la orilla del lago despierta otras madrugadas. Allí está el Señor y ha tenido el detalle de prepararnos pan y pescado a la brasa.

Cuando celebramos la Pascua, lo invitamos a El a compartir con nosotros la vida. Aquí está su respuesta: Se ha hecho presente en nuestro trabajo cotidiano, pero no como mero espectador, sino como amigo comprometido en nuestro esfuerzo. Si en toda la noche no hemos cogido nada, lancemos nuevamente la red.

Antes, las tentaciones nos parecían invencibles. Ahora después de haber meditado sus dolores y su muerte, es casi imposible ofenderlo.

Antes, trabajábamos sin sentido. Ahora sabemos que con El estamos mejorando el mundo. Aunque dudamos y a veces tropezamos y este es nuestro misterio, lo hacemos con entusiasmo y gozo.

Todo es igual y todo no es igual. Lo dice aquella estrofa de San Juan de la Cruz: «Mil gracias derramando pasó por estos sotos con premura y yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de su hermosura».

El Señor no acostumbra cambiar de manera visible nuestro panorama exterior. Hay que volver al lago. La pesca sigue esquiva. La madrugada no es demasiado luminosa. Pero allí está El. Basta mirarlo, escrutando en la sombra. Mejor, adivinarlo con el corazón. Allí se oye su voz. Allí, a su palabra, se llenan las redes con ciento cincuenta y tres pescados grandes… ¿Qué importa seguir embarcados en la noche, cuando las madrugadas nos aguardan con la sorpresa de su presencia?

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Cuarto Domingo

1. Las tareas del pastor

«En aquel tiempo dijo Jesús: Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna». San Juan, cap.10.

Así como un pastor… Y los diversos autores de la Biblia vuelven reiteradamente a la figura, para explicarnos como es Dios: «Yahvé es mi pastor». «Somos su pueblo y ovejas de su rebaño».

Siguiendo esta comparación, los libros santos le atribuyen al Señor tres tareas: Convocar la grey. Leemos en la primera carta de san Pedro: «Antes vosotros erais ovejas descarriadas, pero habéis vuelto al guardián de vuestras almas». Alimentarla con su doctrina. «Jesús sintió compasión de esas gentes que tenían hambre, como ovejas sin pastor», escribe san Marcos». Conducirla «hasta el prado definitivo, junto a las aguas de la vida», como dice el Apocalipsis.

Pero aquellos oficios de Dios reclaman, a su vez, tres actitudes de parte nuestra: Regresar hasta El, cada vez que nos hayamos extraviado. San Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio, nos cuenta la preocupación de Dios por esa oveja que no regresó con el rebaño. Y su gran alegría al encontrarla. Hemos también de aceptar el alimento que El nos da. Y dejarnos conducir por su cayado.

Aquella oración del padre De Foucault encierra esa aceptación de Dios como guía: «Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras».

San Juan añade, que Jesús es un pastor que da la vida por sus ovejas. El mismo Maestro distinguía entre el asalariado, a quien no pertenecen las ovejas y el dueño de la grey, que se enfrenta a los ladrones y a los lobos.

Las calladas aldeas de Palestina escuchaban, de mañana y de tarde, el tropel de algún rebaño, guiado por su pastor. Una figura que hemos dulcificado demasiado en las estampas de Navidad. Esos pastores bíblicos eran muchachos fornidos, tostados por el sol, que entretenían las noches tocando sus flautas y repitiendo historias de amores y aventuras. De otro lado, no gozaban de buena reputación. Muchas leyes talmúdicas aconsejaban no comprarles ni la leche ni el queso. Podrían ser robados.

Por todo ello, el Señor se llama a sí mismo el Buen Pastor. «El que entrega la vida por sus ovejas». Un texto paralelo a aquel otro: «Nadie tiene más amor que el que vida por sus amigos». Con esta frase han marcado el sepulcro de monseñor Oscar Arnulfo Romero, en la catedral de San Salvador.

Jesús añade además que El conoce sus propias ovejas y éstas lo conocen a El. Sobre este pensamiento de un Dios que sabe nuestro nombre, Blas Pascal tiene una larga página en la cual expresa, él que había hecho la guerra, su gratitud y su seguridad: «Yo sé que, aunque me encontrase de noche malherido, con mi uniforme roto, medio sepultado en la nieve, entre otros mil combatientes moribundos, mi perro vendría hasta mí, sin pérdida, sin confusión posible. Yo sé también que, en el último cabo del mundo, perdido entre la muchedumbre, el Señor me reconocería, me llamaría por mi nombre, según las tiernas claves que El y yo guardamos en secreto».

«El Señor es mi pastor, nada me falta - reza el salmo 22 - aunque camine por cañadas oscuras.»

2. Una opción de entrega y servicio

«Dijo Jesús: Mis ovejas escuchan mi voz, las conozco y ellas me siguen y yo les doy la vida eterna». San Juan, cap. 10.

El oficio de pastor, que Jesús se atribuye a sí mismo en repetidas ocasiones, incluye numerosas tareas: Conocer las ovejas una a una, guiarlas a los mejores pastos, abrevarlas en aguas tranquilas, defenderlas del ladrón y del lobo, buscarlas cuando se han extraviado, curar sus heridas, custodiarlas de noche en el aprisco.

El Señor añade que el buen pastor llega hasta dar la vida por sus ovejas.

La primitiva comunidad cristiana guardó con cariño esta enseñanza. Entre las más antiguas pinturas de las catacumbas, encontramos la imagen del Pastor junto al pez y al anagrama de Cristo.

Pero se puede dar la vida de diversas maneras. Dan la vida la madre, el salvavidas, el soldado, el celador, el médico, el bombero. También el sacerdote da la vida por sus ovejas. La historia nos habla de muchos Pastores que entregaron su sangre por su grey. Pero otros, la mayoría, dan su vida de otro modo: La gastan en el servicio de los demás. Nos dan su tiempo, su salud, sus posibilidades, su capacidad de realizarse en otras áreas.

Su misión es anunciar el Evangelio y celebrar los Sacramentos. Pero dentro de este programa se encuentran mil actitudes de servicio: Acompañar a la gente, escucharla, traducir en lenguaje llano e inteligible los «signos de los tiempos», hacerle resonancia a cualquier acontecimiento festivo o doloroso, orientar a los desconcertados, o simplemente «estar allí» para ser testigos del amor y la esperanza.

Alguien se queja de que la amistad del sacerdote es siempre transitoria. Quizás. Porque él conserva la libertad del viento, que «no tiene cadenas ni memoria». Tiene que ser así, porque su corazón no puede atarse solamente a unos pocos. El Señor lo ha llamado a ser amigo de todos.

Hombre cómo nosotros, tiene el oficio de continuar la presencia de Jesús en el mundo.

A un grupo de campesinos les señala un horizonte más amplio. A una familia marginada le explica el sentido del dolor, de la pobreza y del trabajo.

Preside la comunidad cristiana y renueva el diálogo entre Dios y los hombres. Cuando fallamos, nos reconcilia con la vida, con nuestra fragilidad, con la historia, con los acontecimientos. Nos enseña a leer en nuestro calendario la Historia de la Salvación.

Cuando un joven descubre que el sacerdote es alguien realizado, alguien irreemplazable en la comunidad humana, incluye también en sus opciones, esa posibilidad de entrega y de servicio.

Los grupos marginados, quienes todavía no conocen a Cristo lo aguardan para que les anuncie el amor del Señor.

3. Así vale la pena

«Dijo Jesús: Yo soy el Buen Pastor. Mis ovejas escuchan mi voz y ellas me siguen y yo les doy la vida eterna». San Juan, cap. 10.

Nos conmovió, hace algunos años, el asesinato de monseñor Oscar Arnulfo Romero. El heroico arzobispo de San Salvador moría realizando perfectamente la misión del Buen Pastor: Dar la vida por sus ovejas.

Todos nos enteramos de su compromiso con el pueblo, de su valentía cristiana, su vida plenamente sacerdotal, su fe y su mansedumbre, su amor a todos sin distingos, su entrega hasta la muerte. Por esos días comentaba un estudiante: ¡Así sí vale la pena ser cura!

Hoy miramos a Cristo, Pastor supremo de nuestra comunidad, y consideramos el trabajo arduo, comprometido y meritorio de nuestros sacerdotes. Ellos reemplazan al Señor en su tarea pastoral. Nos enseñan la fe, nos dan los sacramentos y nos muestran ideales superiores de paz y de justicia.

San Pablo nos describe al sacerdote como un hombre, sacado de entre los hombres y constituido al servicio de todos, en aquellas cosas que se refieren a Dios.

Los sacerdotes son personas comprometidas más de cerca con Cristo y con la Iglesia. Unos realizan su tarea en las parroquias, en la acción caritativa, en la catequesis, en la universidad, en la investigación teológica, en las oficinas eclesiásticas, en los medios de comunicación social.

Otros han dejado su tierra y su gente, para sembrar el Evangelio en los lugares donde la Iglesia no ha empezado todavía.

Son los misioneros, la expresión viva de unas comunidades cristianas más allá de las fronteras.

En este día del Buen Pastor, Cristo invita a los jóvenes, esperanza del mundo y de la Iglesia, a reflexionar sobre la vocación sacerdotal y misionera.

Quizás este llamado no había llegado antes a su mente y a su ilusión. Vale la pena ser sacerdote hoy, en este mundo cambiante y pluralista, agitado por tan variados problemas, pero a la vez rico en posibilidades y sostenido por las manos amables del Padre.

Es meta de gente valiosa seguir los pasos del Buen Pastor: Conocer sus ovejas, llevarlas a los mejores pastos, defenderlas del lobo, dar la vida por ellas.

Respaldemos a nuestros sacerdotes, con nuestro agradecimiento y nuestro cariño. Cada familia puede hablar a sus hijos sobre la posibilidad de llegar al sacerdocio. Los educadores pueden presentar a sus alumnos la vocación sacerdotal y misionera, con su enorme tarea de servicio a la Iglesia y de plenitud personal.

¡Qué bueno que cada parroquia se preocupara efectivamente, por ayudar a los jóvenes que se sienten llamados al servicio de la Iglesia, dentro del ministerio sacerdotal!

Por la oración y por nuestro testimonio cristiano, tendremos muchos y santos sacerdotes.

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Quinto domingo

1. Amar hasta que duela

«Dijo Jesús: Os doy un mandamiento nuevo. Que os améis unos a otros como yo os he amado». San Juan, cap. 13.

Sólo después de muchos cataclismos, la tierra empezó a girar alrededor del sol como un planeta habitable. Así el amor cristiano, solamente comenzó a existir después de un largo proceso, jalonado de esfuerzos y de equivocaciones.

Los antiguos conocieron ese amor elemental que nos empuja a poseer al prójimo. También supieron de amistad. La compararon con la benevolencia que algunos dioses demuestran a los hombres. Pero el amor desinteresado, no porque el otro me gratifica, sino porque yo puedo enriquecerlo, es algo original del Evangelio.

Antes de Jesús, la enseñanza de los rabinos sobre el tema creía ser generosa, pero se quedaba a medio camino: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo». El Señor corrige y orienta aquel amor tradicional, ampliando los horizontes frente al corazón de sus discípulos: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os persiguen y calumnian». Y otro día añade: «Nadie tiene más amor que quien da la vida por sus amigos». Finalmente en el discurso de despedida, invita a sus seguidores a amarse «como yo os he amado».

Mientras muchos judíos identificaban su religión como la observancia de un conjunto de normas, mientras otros aceptaban que era suficiente cumplir todo ello externamente, el Maestro proclama su mandamiento nuevo, partiendo desde el corazón. Desde el mismo lugar que había señalado como la cuna de las malas obras, los homicidios, las envidias, los fraudes, las codicias, el orgullo, las venganzas.

Los discípulos de Jesús tratamos de vivir el amor cristiano en diversos espacios, situados como en círculos concéntricos: La familia, el grupo de amigos, los compañeros de trabajo, la Iglesia. Y muchos nos quejamos:

¿Cómo lograr ese ideal, si mis prójimos no siempre dan una medida de bondad, utilidad y simpatía que me motive a amarlos?

Conviene recordar que el amor cristiano no brota de sentimientos momentáneos. Nace de una convicción firme: Cada prójimo es un hijo de Dios. Por lo tanto es mi hermano. Es una invitación a querer amar hasta que el otro crezca y se perfeccione.

Alguien preguntaría: ¿Qué ventajas me trae amar como enseñó Jesús? Esta pregunta tiene un vicio original. Porque el amor, si es verdadero, obliga a desnudarnos de todo egoísmo.

Pero si hablamos de ventajas, la primera sería el parecernos a Jesús. El amor iluminado de Evangelio es la marca de fábrica de los cristianos. La segunda: Que amando de este modo podremos mejorar este destrozado mundo. Pío XII hablaba de la necesidad de transformar la sociedad, de salvaje en humana y de humana en cristiana.

La tercera ventaja: El amor enseñado por Jesús a quienes comenzamos a intentarlo, parece una ilusión. Enseguida, si nos comprometemos a vivirlo, nos aportará cruces y dolores. Sin embargo, el resultado final de esta utopía es siempre una plenitud gratificante.

Una religiosa de la madre Teresa le preguntaba un día, al verla tan jadeante y sudorosa por las calles de Calcuta: ¿ Madre, y usted no se cansa?.

La madre le respondió sonriendo: «Hija, es necesario amar. Amar siempre. Seguir amando…hasta que duela».

2. Botellita de vino

«Dijo Jesús: Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros cómo yo os he amado. Es la señal por la que conocerán que sois mis discípulos». San Juan, cap. l3.

A una vieja botella de vino le cantan Los Visconti, con amable cadencia de balada. El abuelo la puso en la alforja del nieto que se iba de viaje, «para endulzar el camino».

Del mismo modo que el Señor nos regaló su amor, para la sed del viaje, mientras peregrinamos hacia el Reino.

Después vino Jesús y convirtió el amor en Mandamiento. Nuevo por la forma cómo El nos amó: Hasta la muerte. Nuevo por su amplitud: Alcanza a los mismos enemigos. Nuevo por su motivación: Todos somos hermanos, hijos del Padre Bueno de los Cielos. Porque, de ahí en adelante, sería la marca de fábrica de sus discípulos.

Hablamos con excesiva frecuencia del amor. Deseamos amar. Afirmamos que amando se curan los dolores.

Sin embargo, pretendemos cosechar amor sin habernos educado para amar.

El amor se aprende en la familia. Sobre el amor que dan papá y mamá, puede el Señor edificar la Caridad cristiana, con todas sus aventuras y heroísmos.

Los padres nos educan para el amor cuando nos dan seguridad. Cuando confían en nosotros y nos aprecian. Entonces dejamos de ser agresivos e inseguros.

Los padres nos educan para el amor cuando nos aman y nos lo manifiestan.

Si son nuestros amigos, aprendemos esa ciencia y ese arte estupendo que se llama amistad.

Los padres nos educan para el amor cuando comparten con nosotros las cosas, los éxitos y los conflictos.

Ese amor de familia no se encuentra en ningún otro lugar del mundo. No lo hallaremos en los libros, ni en los papeles sociales que desempeñamos en la vida. Ni menos aun aparece cómo por encanto después del matrimonio.

Con ese amor de papá y mamá, quiso Dios explicar en la Biblia sus relaciones con el hombre.

Amor que tiene el aroma y el misterio indefinible del pan cocido en casa. Es el anteproyecto de la fe y la preparación remota para cada uno de los Sacramentos.

El Evangelio nos habla de amor en cada página. Pero lo imaginamos desencarnado, incoloro y etéreo, casi cómo una definición metafísica.

Si releemos la historia de Jesús, toparemos con el Dios-Amor que se hizo carne. Fue un hijo aceptado y esperado por María y José. Creció en Nazaret entre el cariño de sus padres y familiares. Aprendió a hacerse amigos, a la orilla del lago, en Betania, junto al pozo de Sicar y en el camino que conduce a Emaús.

Supo compartir su doctrina, sus milagros, el amor del Padre Celestial, el pan y el pescado, el banquete que le ofrece Simón, el vino exquisito de Caná, su Cuerpo y Sangre en la cena final, la víspera de su muerte.

Con ese amor, tan humano y tan divino a la vez, en nuestra alforja, como un vino añejo, es dulce y fácil caminar por la tierra.

3. Nuestra marca de fábrica

«Dijo Jesús: La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os améis unos a otros». San Juan, cap.13.

Las telas, la vajilla, el cristal, las joyas, el vestido, el vehículo y el bolígrafo. Todo lo queremos «de marca».

¿Arribismo, ostentación, refinamiento, convención social, manipulación? Tal vez…

Sin embargo muchas veces la marca no es garantía de calidad. Se dan imitaciones y falsificaciones que engañan al consumidor, deterioran la imagen del producto y desacreditan al fabricante.

También las personas son de marca: El apellido, el título, el país de origen, la región, el oficio, la profesión y hasta las costumbres y las pertenencias: Botero, o Jaramillo. El magistrado, el inglés, el sureño, el plomero, el abogado, el borracho, el terrateniente. Fue en Antioquía —nos narran los Hechos de los Apóstoles— donde por primera vez los discípulos del Señor recibieron el nombre de «cristianos».

Esta es nuestra marca de fábrica. La cual exige participar en la fracción del pan, vivir con alegría y sencillez, compartir con los que no tienen. En resumen, amarnos los unos a los otros.

Pero, como en los productos manufacturados, también entre los cristianos se dan imitaciones, y con frecuencia, falsificaciones.

El cristiano de imitación carece de calidad. Es desechable, se deteriora con el tiempo. Al menor conflicto, frente a condiciones difíciles, claudica, dictamina que la Iglesia exige demasiado, y que definitivamente el cristianismo es obsoleto.

Incapaz de ajustar su conducta a la moral, se fabrica una moral para su conducta. Es el suyo un cristianismo de fachada. Sólo tiene con el cristiano genuino un lejano parecido.

El cristiano falsificado es aún más peligroso. Peca contra el amor. Se siente dueño de la verdad, rechaza, condena, ignora, margina. No espera, no cree, no comprende, no perdona, no sonríe, no acompaña. Da gracias a Dios todos los días, porque no es como los demás hombres.

Los no cristianos y una juventud educada en la crítica y en la investigación, detectan la falsedad del producto. Entonces los cristianos pierden imagen, engañan y desacreditan el nombre del Señor.

Por esto, la comunidad cristiana de hoy, con sus tradiciones seculares, su historia, sus estructuras, su ciencia, sus obras de arte, su liturgia, su etiqueta… nada vale, si no es un signo vivo de amor. Nada grita su voz, si no alcanza a llamar a los pecadores. Ninguna importancia tienen todos sus signos, si no significan misericordia, paz, reconciliación, comunión, compañía.

Nada es la Iglesia, si no se traduce en actitudes de hombres y mujeres que se aman. Ser discípulo del Señor es sacar, de lo más hondo del corazón, el amor que Dios allí sembró y repartirlo generosamente a los hermanos. Cada uno de nosotros descubre a quién, cuándo, donde, por qué, y para qué. Este amor auténtico, sentido y ejercido es nuestra marca de fábrica.

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Sexto domingo

1. «Con sola su figura»

«Dijo Jesús: Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él». San Juan, cap.14.

En épocas pasadas, los niños aprendíamos de memoria las cadenciosas fórmulas del Catecismo de Astete. Y allí sonaba una pregunta que hoy no formularíamos sin asombro: ¿Dónde está Dios?

El sabio jesuita respondía: «Dios está en todas partes, pero principalmente en el cielo, en el Santísimo Sacramento del altar y en el alma del justo».

Pero el cielo estaba muy distante. El sagrario se escondía allá en el templo y nuestra vida retozaba entre patines y cartillas, pendencias y balones. Nos hubiera gustado aprender más sobre esas «todas partes» donde habita Dios. Nos hubiera gustado que alguien nos dijera con sinceridad si éramos justos.

Fue san Juan de la Cruz, quien más adelante nos descubrió esa divina y universal presencia. El Señor, con sola su mirada, ha vestido de hermosura incomparable, los valles solitarios, el silbo de los aires, la noche sosegada, la música callada, la soledad sonora. El buen fraile entendía que creer es igual a enamorarse. Que esta vida es una búsqueda continua de dos que bien se aman.

Mientras Jesús se despide de los suyos, el apóstol Tadeo le pregunta: «¿Por qué te has manifestado a nosotros y no a otros más?»

El Maestro responde: «Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos él y haremos morada en él».

Guardar la palabra es una expresión bíblica, muy frecuente en los libros sapienciales. Los padres judíos exhortaban a sus hijos a conservar su enseñanza.

Los rabinos amonestaban a sus discípulos a obrar rectamente, guardando así su doctrina. A su vez, Jesús motiva a sus seguidores a vivir a su ejemplo.

Esto quiere decir guardar sus mandatos.

Pero Jesús también desvela otro secreto sobre las relaciones entre El y nosotros. Habla de un Dios que es Padre, que vendrá a hacer morada en nuestro interior.

Al comienzo de su Evangelio san Juan escribió «El Verbo de Dios se hizo carne y acampó entre nosotros». Pero aquí hay algo más. Cuando el Creador se une a nuestra caravana, se hace compañero de viaje. Sin embargo, querer vivir dentro de alguien es una hazaña que sólo intenta quien ama demasiado. Y bien sabemos que este habitar significa presencia, diálogo, compañía, seguridad, alegría, fortaleza.

Por todo esto Jesús añade, avanzando en su respuesta a Tadeo: «Os he hablado esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Espíritu Santo será quien os enseñe todo y os vaya recordando lo que os he dicho». Todos hemos sentido alguna vez que una fuerza, distinta a aquellas que conocemos e impulsamos, nos ha movido el corazón. Sabíamos que venía de lo alto, pero sin conocer por qué caminos llegaba hasta nosotros.

El Maestro nos enseñó que ese poder es el Espíritu de Dios. El que ha derramado su gracia en cada cosa de la creación. El que habita, como un imperturbable inquilino, en el corazón de los creyentes. Esta presencia nos convierte en justos. Y nos invita a verificar que todo el mundo está vestido de la hermosura de Dios.

2. No conviene estar solos

«Dijo Jesús: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él». San Juan, cap. 14.

Si al terminar la creación, Dios hubiera convocado una rueda de prensa, ante la pregunta sobre la pareja humana, habría declarado a los periodistas, cómo leemos en el Génesis: No es bueno que el hombre esté solo.

La soledad: Nuestro gran problema. El que nunca resolvemos plenamente.

Nos pasamos la vida intentando romper la soledad: El primer llanto al nacer, el balbuceo de los meses siguientes, los primeros pasos vacilantes, los juguetes, la amistad, son esfuerzos por encontrar compañía.

Quien enciende un cigarrillo, el que bebe, llama por teléfono, o sintoniza una emisora a la madrugada. El que suscribe una carta, el que guarda una fotografía, toca su guitarra, se droga, consulta un adivino, pretende quizás sin darse cuenta, encontrar compañía, superar la soledad.

Toda comunicación humana, desde el lenguaje, la caricia, el apretón de manos, el abrazo, la mirada… Hasta los deshumanizados computadores son un grito de angustia, un posible remedio a la soledad.

Pero existen dos proyectos fundamentales para vencerla: La comunidad hombre-mujer, que se prolonga en los hijos y la búsqueda de Dios.

¿Sin embargo, logran estos dos proyectos remediar el problema?

El primero es siempre un proyecto en camino, inconcluso, condicionado, sujeto a innumerables imitaciones. Por grande que sea el amor humano, siempre deja en el alma un rincón solitario. La compañía de Dios es la única respuesta total a nuestras soledades.

Cuando Jesús nos dice que el Padre nos ama, que llega hasta nosotros y que en nosotros hace su morada, promete remediar nuestro problema.

¿Por qué será entonces, que todavía nos sentimos solos?

Marguerite Yourcenar cuenta una historia: Alguien vivía extrañado de que una niña no le hubiera puesto ningún nombre a su gato: ¿ Cómo lo llamas ? ¿ Qué le dices cuando quieres que venga?

-Yo no lo llamo- responde la niña. El viene cuando quiere. ¿No ves que somos amigos?

La amistad de Dios es obligante, porque su amor es más fuerte que la muerte. Pero respeta inmensamente nuestra libertad. Aunque nos conoce nominalmente a cada uno, aguarda que vayamos a El libremente.

Vale la pena buscar su compañía, remedio definitivo contra toda soledad.

3. La paz ardiente

«Dijo Jesús: La Paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde». San Juan, cap. 14.

En épocas pasadas, era evidente y clara la diferencia entre guerra y paz. Cuando amenazaba el enemigo, los ejércitos marchaban al campo de batalla, dejando en soledad los hogares y sin semillas las tierras de sembradura.

Al renacer la paz, el mundo se transfiguraba. Volvían desde lejos los ausentes, madrugaban otra vez los arados a trabajar el surco y todos, vencedores y vencidos, maldecían de nuevo la guerra.

Hoy casi no alcanzamos a distinguir la guerra de la paz. Las confusas circunstancias de nuestro mundo construyen una paz ficticia, colmada de zozobras, de violencia y de muerte. Es la guerra fría, que quizás podría llamarse con más propiedad, una paz ardiente.

Jesús, después de su resurrección, saludaba a sus amigos deseándoles la paz. Porque la paz es un regalo de Dios. Solamente El puede darnos esa serenidad que nace de la aceptación amorosa del prójimo, con sus capacidades, sus limitaciones y sus circunstancias.

El mundo, entendiendo por mundo las cosas que no llevan a Dios, no puede dar la paz. No la da el dinero, ni las leyes que no promueven al hombre, no la da la fuerza de unos grupos, contra otros grupos. La paz viene de Dios, pero el Señor trabaja sobre esa larga educación para la paz, que comienza en la familia.

La familia nos enseña la paz cuando nos educa en la verdad. Nos la enseña cuando nos educa en la justicia, en un respeto al otro, que le deja vivir su propia vida, progresar y realizarse.

La familia nos enseña la paz, cuando nos hace capaces de cumplir a conciencia nuestros deberes y no sólo de reclamar nuestros derechos. Nos la enseña cuando nos capacita para afrontar conflictos.

Una vida de familia, armoniosa y sincera, nos prepara frente a las dificultades, de tal modo que ellas no rompan nuestro equilibrio personal y comunitario.

Nuestra señora la Virgen María ha sido invocada tradicionalmente como Madre y Reina de la paz. Lo expresó Paulo VI: «Al hombre contemporáneo La Virgen María ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: La victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de la vida sobre la muerte».

A Ella, presente de tantas y tan variadas maneras en nuestra vida de cristianos, encomendemos la construcción de una paz sólida y amable que a todos nos cobije.

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Ascensión del Señor

1. ¿Qué sabemos del cielo?

«Entonces Jesús, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, subiendo hacia el cielo». San Lucas, cap. 24.

Amanece por las montañas de El Quiché, en Guatemala. Un grupo de campesinos, con ramas y flores, colma el sesgado camino que conduce hasta el cerro. Al llegar a la cima sacrificarán un gallo, rogando a Dios bendiga sus cosechas.

Todos los pueblos de la tierra han mirado las montañas como lugares donde habita Dios. Comprendemos entonces por qué los evangelistas sitúan la Ascensión del Señor sobre un monte. San Mateo, en una de las colinas de Galilea, a donde el Maestro ha invitado a sus discípulos. San Lucas, a las afueras de Betania, en la cuesta que sube hasta Jerusalén.

San Lucas añade que el Señor, «mientras bendecía a los discípulos se separó de ellos, subiendo hacia el cielo». San Marcos escribe que «Jesús fue elevado hacia el cielo». Relatos que se amoldan a la mentalidad de los antiguos: El cielo estaba arriba. Abajo el infierno. Y en la mitad, sostenida en el vacío, se encontraba la tierra.

En sus comienzos, la Iglesia no celebró la Ascensión del Señor en un día especial. Los primeros cristianos oraban y reflexionaban todo el tiempo de Pascua sobre la resurrección del Maestro. Pero aquella diferencia entre un Cristo visible, que de pronto se hace invisible a sus discípulos y ese mismo Jesús, que vive entre nosotros de manera especial, no tenía fecha en su calendario religioso.

Siglos más tarde se instituyó la fiesta de la Ascensión. Un acontecimiento que se ilumina con aquella palabra de Cristo, durante sus despedida: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar y cuando haya ido y os lo haya preparado, yo os tomaré conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros».

El regreso de Jesús a los cielos, con su cuerpo mortal resucitado, aporta una primera consecuencia: También nosotros tendremos un lugar junto a El. Pero enseguida nuestra curiosidad pregunta: ¿Y cómo será el Cielo».

Los autores cristianos han explicado, cada uno a su manera, esa vida futura que el Maestro promete, mezclando deducciones filosóficas y textos bíblicos. Imaginan con buena intención, muchas cosas. Pero no calman nuestras expectativas.

Sin embargo hay una verdad básica: Ese cielo será felicidad, pero a nuestra medida. De nada nos serviría una dicha diseñada para ángeles, o para extraterrestres.

Y una felicidad humana exige compañía. Compañía que es amor y comunicación. Entonces amaremos - sin esas barreras del tiempo y el espacio - a Dios y todos los nuestros. «Para que donde yo esté estéis también vosotros».

Será un descanso eterno, después de tantos cansancios de la tierra. Pero un descanso activo de personas perfectas. Allí en el cielo la obra de Dios en nosotros sí será obra maestra.

Además en el cielo cada quien seguirá siendo distinto. Para mostrar la riqueza de Dios y su sabiduría. «En casa de mi Padre hay muchas moradas».

Creer en la Ascensión de Cristo es alentar nuestra quejumbrosa esperanza. Cuando se nos promete una patria tan cierta y tan hermosa, no conviene reprocharle a este mundo sus deficiencias e incomodidades.

2. ¿Por qué miráis al cielo?

«Jesús después los llevó cerca de Betania y mientras los bendecía, se apartó de ellos y era llevado al cielo». San Lucas, cap. 24.

Por lo general las biografías terminan en la muerte del personaje. La historia de Cristo, así acostumbran narrarla los apóstoles a las primeras comunidades, se continúa en su muerte, en su resurrección y se prolonga en la vida de cada cristiano.

Porque incluye nuestros esfuerzos y expectativas, nuestras angustias y esperanzas.

Un hecho notable enlaza al Jesús que recorre las comarcas de Palestina y el Jesús que hoy sentimos presente por todos los caminos de la tierra: Su Ascensión.

Desde esa fecha, los apóstoles ya no compartieron físicamente con el Maestro ni el pan ni la amistad. Pero lo sintieron en su intimidad y compartieron su vida con la gente.

Los discípulos se reunieron con El por última vez en las afueras de Jerusalén, quizás en el Monte de los Olivos. Cuando desapareció ante sus ojos, oyeron una voz que les decía: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?

A muchos cristianos de hoy se nos pudiera decir lo mismo. Porque algunos se quedan solamente mirando al cielo.

Otros, en cambio, después de haber conocido a Jesús, se comprometen con la tierra.

Comprometerse con la tierra es comprender que las cosas temporales tienen un valor cristiano.

Que el mundo no es esencialmente malo. Presenta aspectos negativos, pero ante ellos se sitúa el cristiano para remediarlos con la fuerza del Señor.

Si miramos con fe podremos descubrir tantas maravillas de bondad que esconde nuestro mundo.

Entonces el cristiano no es violento contra la violencia. Es objetivo, sincero y testigo de la esperanza.

La inmoralidad no lo amarga. Ante ella tiene actitudes humanas, científicas y constructivas.

No es áspero contra aquellos que no alcanzan un nivel suficiente de cristianismo. Los ama cómo a hermanos menores, los acompaña en la amistad y les señala sus valores positivos.

El cristiano que mira a la tierra no clasifica ni pone etiquetas a la gente. No se considera la medida oficial de bondad. Es incapaz de tildar a los otros de enemigos.

Vamos de camino hacia el cielo, pero el manual de ruta nos impide quedarnos contemplando la meta. Es necesario madrugar cada día a recorrer el mundo, paso a paso.

Decía Peguy: «No me gusta la gente que dice ser del cielo por miedo a comprometerse con la tierra».

3. ¿Y ahora qué hacemos?

«Dijo Jesús: Padre, también les di a ellos la gloria que me diste, para que sean uno como nosotros somos uno. Les he dado a conocer tu nombre». San Juan, cap.17.

Es obvio suponer el desconcierto de los apóstoles, apenas el Señor desapareció detrás de las nubes, el día de la Ascensión. Cristo no les había dejado programas concretos, ni definido sus funciones, ni elaborado un plan para emprender la conquista del mundo. Entonces, las miradas de todos se volverían a Pedro, jefe del grupo apostólico. Este, en ese momento, tampoco sabía cómo llevar a cabo la misión del Maestro.

Con frecuencia, el estilo de Dios es dejar sus cosas a la buena voluntad de los hombres. Con razón, tantas veces le hemos estropeado sus proyectos.

En su momento, Cristo desapareció ante los apóstoles, pero para nosotros nunca se ha hecho visible. Por eso nos preguntamos con frecuencia cómo seguir amándolo, qué hacer para cumplir sus planes. Sin embargo, Cristo se nos manifiesta a través de su Palabra. Allí muchos temas se nos presentan: Un día Jesús nos habló de la unidad. Porque El quiere que vivamos con El y con el prójimo como El vive con el Padre. Este modo de vida se llama Iglesia.

Construir la Iglesia es la tarea ordinaria del cristiano. Así se logra la unidad que desea el Señor y con ella, esa felicidad compartida, que es la gloria de Dios.

La Iglesia es ante todo una comunidad. Es un grupo donde nos conocemos, nos queremos y nos ayudamos.

Y algunas veces, no es posible vivir como Iglesia sino en un pequeño círculo, por ejemplo en familia.

Esta comunidad-Iglesia tiene cuatro cualidades o características. Es comunidad de Fe. Vive iluminada por Dios; Su trabajo no se basa solamente en la técnica o en la razón, sino en todo lo que el Señor revela a cada paso.

Es comunidad de Culto. El amor a Dios y a nuestros hermanos se expresa con signos externos, reuniones, cosas materiales, sacramentos…

Es comunidad de Caridad. Nos distinguen el amor, la lucha porque otros estén bien, el trabajo por la paz y la justicia. De esto nace una felicidad interior, que no se puede explicar a quienes nunca la han sentido.

Es comunidad apostólica. Los que tratamos de vivir como Iglesia procuramos a toda costa, promover sus programas. Nos volvemos apóstoles, cada uno en su medio. Algunos de tiempo completo: Los seglares comprometidos, los religiosos, los sacerdotes.

No es hora de estar desconcertados, mirando hacia las nubes, como los apóstoles después de la Ascensión. Es hora de construir nuestra Iglesia, con toda la fuerza de nuestra convicción y todo el dinamismo de nuestra esperanza.

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Domingo de Pentecostés

1. Eureka, lo encontré

«Entró Jesús y se puso en medio de sus discípulos. Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo». San Juan, cap. 20.

Arquímedes fue un sabio, nacido en Siracusa hacia el siglo III a. C. Un día, mientras se bañaba en un estanque, comprobó que los cuerpos físicos varían de peso, cuando están sumergidos en el agua.

Fuera de sí, salió desnudo, gritando por las calles: «Eureka: Lo encontré». Ese descubrimiento le transformó la vida.

San Lucas cuenta que el día de Pentecostés los apóstoles salieron del recinto donde habían sentido un viento fuerte, donde habían visto unas lenguas de fuego, y llenos de entusiasmo, empezaron a contarles a todos lo de Jesús de Nazaret. Dice el evangelista que «estaban llenos de Espíritu Santo». Fue tan extraña su conducta que muchos los creyeron ebrios.

Jesús había prometido a sus discípulos enviarles su Espíritu. Ese Alguien que la literatura bíblica describe como viento, fuego, amor, inspiración, defensor, consolador. Esa fuerza de Dios que nos ayuda a vivir como hijos suyos. A mantener a todas horas la libertad y la alegría.

Luego de la resurrección, estando ellos reunidos en el cenáculo, llega Jesús, y exhalando su aliento sobre ellos les dice: «Recibid el Espíritu Santo». Como en todo lo humano, descubrimos aquí los signos que anuncian algo que nos ocurre dentro. Y los hechos que alcanzan nuestro interior y nos transforman.

Entonces captamos que la fe equivale a comprender, a darnos cuenta, a entrever que algo sucede en nuestra intimidad. Y que de ello Dios es el responsable.

Pero el Señor que madura los frutos, sin que los árboles den su consentimiento. Que viste de hermosura las flores, sin petición expresa de las plantas, nos regala su Espíritu, sólo cuando elevamos hacia El nuestros deseos. Todas las cartas de san Pablo nos dicen que Dios regala su Espíritu a quienes se lo piden. El nos guía cuando nosotros empezamos a desear ser conducidos.

Cuando reconocemos su acción de Dios como indispensable en nuestros proyectos.

Cierta leyenda ilumina esta enseñanza: Un pequeño gusano, desencantado de todo, se fabricó una rústica vivienda en la hoja de árbol. Allí vivía en solitario, maldiciendo su suerte.

Alguna vez, una bonita mariposa se posó sobre la casa del gusano.

-¿Quién es, refunfuñó aquel?. -Soy yo, respondió la mariposa. ¿No te gustaría transformar tu vida, volar a las alturas, conocer también el firmamento?.

El gusano se rebulló en su albergue que parecía una tumba. Y contestó de mal humor: No conozco la luz, menos aún podré imaginar el cielo.

La mariposa se quedó en silencio, pero empezó a batir sus alas y la casa del gusanito comenzó a balancearse en el vacío.

Entonces el huraño inquilino asomó su cabeza oscura y miró con cariño a la mariposa.

Aquella noche, el gusano sintió que todo su cuerpo empezaba a transformarse. A la mañana siguiente, cuando su amiga regresó a visitarlo, se había convertido en una mariposa resplandeciente.

Y los dos amigos salieron juntos a conquistar el espacio.

Para los niños de la catequesis, podemos concluir que aquel humilde gusanito había recibido el Espíritu Santo.

Y quizás él también pudo exclamar como Arquímedes: Lo encontré: El camino hacia una vida diferente.

2. Nunca pasa de largo

«Al anochecer de aquel día, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas. En eso entró Jesús, se puso en medio les dijo: Paz a vosotros. Recibid el Espíritu Santo». San Juan, cap. 20.

Escribe un poeta oriental: «Ayer pasé delante de tu casa. Hallé cerradas las puertas y ventanas. No quise detenerme a golpear. Quizás te habrías mudado a otra ciudad. Tal vez dormías. Acaso habrías muerto». El amor auténtico no habría pasado de largo.

La amistad humana es con frecuencia más frágil que robusta, más débil que valiente, más vacilante que segura.

Por el contrario, la amistad del Señor rompe barreras, vence todos los obstáculos, es fiel y perseverante.

Están los discípulos reunidos en Jerusalén, a puerta cerrada y el Señor se pone de repente en medio de ellos. Les da el saludo de paz y les entrega su Espíritu.

En la Iglesia de hoy, encontramos que renace la devoción al Espíritu Santo. Pero algunos la viven en una forma excluyente que divide las comunidades y a veces también, deforma el Evangelio. Pero no, la teología nos enseña que El es el alma de la Iglesia. Es la luz de Dios, su fuerza, su vida, que se hace presente en todas las circunstancias, para movernos al bien, para ayudarnos a vencer el mal. Nos consuela, nos ilumina, nos purifica, nos ayuda a discernir, nos alegra.

El Espíritu se hace presente de improviso. A veces confundimos. su acción con el amor humano, con la perspicacia de los hombres, con las fuerzas parasicológicas. Pero es El, el Espíritu de Jesús, cómo San Pedro acostumbra a llamarlo en sus cartas.

Trabaja en lo oculto de las conciencias.

Mueve interiormente a los hombres. Aclara las más oscuras situaciones.

Todos nos admiramos ante acontecimientos inexplicables y comentamos asombrados: Aquí esta Dios. Son los frutos del Espíritu.

Nos desconcierta el que alguien sea capaz de perdonar, el que alguno acepte con alegría la enfermedad y la muerte.

Se nos hace imposible que un joven pueda vivir castamente. Nos cuestiona el ver a un desposeído compartir desde su pobreza. Humanamente no entendemos que se siga esperando contra toda esperanza, que se siga confiando en Dios en este mundo convulsionado.

Allí actúa el Espíritu Santo. Avanza la Iglesia en medio de la secularización. Sin medios adecuados, con escasos recursos, el Evangelio sigue siendo predicado y aceptado. La juventud retorna a sus valores con decisión y valentía. Es el Espíritu del Señor que llena la tierra.

Nunca pasa de largo. Si halla cerradas las puertas y ventanas, se detiene a esperar pacientemente. Si no le abrimos, entra con las puertas cerradas. Si nos hemos mudado a otra ciudad, corre en nuestra búsqueda. Si nos encuentra dormidos, nos despierta o espera un momento propicio.

Jamás nos borra de su agenda. Es El Amor que nunca está de vacaciones.

3. Las imágenes de Dios

«Dijo Jesús: Como el padre me ha enviado, así también os envío yo. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo». San Juan, cap.20.

En el Concilio Vaticano II, nuestros obispos se cuestionaron sobre el ateísmo contemporáneo. Muchas personas afirman que no creen en Dios, otras se apartan de la Iglesia porque les parece inhumana, o simplemente por que no les interesa.

Y un cronista de la asamblea conciliar explica que uno de los motivos más frecuentes del ateísmo actual, son las caricaturas de Dios que los cristianos hemos paseado por el mundo. Muchos ateos han rechazado a Dios, al identificarlo con nuestros ídolos:

Por ejemplo, el Dios Invernadero. El de aquellos que hicieron de la vida un lugar de reposo, sólo para curarse de tantos reumatismos como trae la existencia.

El Dios Idea Abstracta: Que nunca habló a los hombres, ni jamás se mezcló en sus vidas.

El Dios Ministro de Defensa: Conservador, a ultranza, del orden establecido. Divinidad aburguesada y paternalista, que ha dividido el mundo en clases hermosamente organizadas.

El Dios Mesías Temporal, cuya única función es remediar las estructuras sociales y económicas, sin tocar el corazón del hombre.

El Dios Solterón y Egoísta, cuyos adoradores no han tenido el coraje de proyectarse a los demás. «Creen ser del partido de Dios, como escribió Péguy, porque no son del partido de los hombres. Como no aman a nadie, creen amar a Dios».

El Dios de Mis Ejércitos. Con su bendición unos países se alzan contra otros y cada quien se siente autorizado para destruir a su enemigo.

El Dios socorrista. Sólo acudimos a El si arde el almacén, cuando se muere un ser querido, o cuando aparecen las consecuencias de nuestros pecados.

Dios no es eso. Por favor. Dios es Amor. Amor absoluto y substancial que se hizo hombre en Jesucristo y en Pentecostés, invadió la Iglesia y todo el universo como un fuego y como un huracán. Dios es Amor y podemos decir de El todos los adjetivos que soporta el amor:

Dulce, tierno, constante, amable, generoso, creador, perdonador. Tiene para quienes nos esforzamos en buscarle, todo el vigor de su poder y todas las sorpresas de su bondad.

Es Amor. Amor cósmico y trascendente, pero a la vez delicado y fecundo como un corazón maternal. Recio y seguro como las manos de un padre. Camina entre los astros, «por los altos andamios de las flores» como canta Joan Manuel Serrat, y entre el recinto amurallado de las conciencias. El es Amor.

No sabemos decir más de Dios, de su Espíritu Santo. Cuando las palabras humanas se acercan a tanta grandeza, se quiebran como un frágil cacharro de arcilla.

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Solemnidad de la
Santísima Trinidad

1. Dios tiene tres nombres

«Dijo Jesús: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis ahora entenderlas. Cuando venga el Espíritu de la Verdad os guiará a la verdad plena». San Juan, cap. 16.

En el Concilio Vaticano II, nuestros obispos se cuestionaron sobre el ateísmo contemporáneo. Muchas personas afirman que no creen en Dios, otras se apartan de la Iglesia porque les parece inhumana, o simplemente por que no les interesa.

Para los musulmanes Alá tiene cien nombres. Pero el centésimo jamás lo ha revelado. Los demás los repite con devoción cada creyente, mientras pasa las cuentas de su rosario, llamado «digir».

En el Antiguo Testamento los judíos invocaron a Dios como Yahvé, una expresión que alude a la fuerza y a la acción del Altísimo. También lo nombraron El Shadai, el Dios lejano, el Dios de las montañas. O Elohim, una palabra que equivaldría a Señor. O Adonaí, que pudiera significar El Soberano.

Pero cuando Jesús inicia su predicación, se refiere a Dios de otra manera. Le trata de tú confiadamente y con frecuencia lo llama «Abbá», una expresión tierna y familiar, que los niños usaban dentro de casa.

De este modo, el Maestro abre un nuevo capítulo en la revelación de Dios. Nos enseña que El es Padre. No porque se parezca a los nuestros. Sino porque los padres buenos se parecen remotamente a El.

Esta teología la recogen nuestros credos, fórmulas que inventaron los primeros concilios de la Iglesia, para orientar la fe en tiempos de herejías: «Creo en Dios Padre todopoderoso»… rezamos los cristianos de hoy, adhiriendo la mente y el corazón al Evangelio.

Pero además, en las diversas teofanías, esas manifestaciones del cielo que ocurrieron en la vida de Cristo, como el bautismo en el Jordán y la Transfiguración, se escuchó una voz de lo alto: «Este es mi Hijo muy amado, escuchadlo».

Allí aprendemos que Dios también es Hijo.

Y al despedirse, Jesús promete enviarnos su Espíritu. Es decir, su inspiración y su energía continuarán siempre entre nosotros: Ahora, les dice a sus discípulos, no entendéis muchas cosas. Pero el Espíritu de la Verdad os guiará a la verdad plena. Esa verdad encierra el comprender quien es Dios, en cuanto alcanza nuestro pequeño entendimiento.

Descubrimos entonces que los nombres de Dios en el Nuevo Testamento son tres: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nombres que esconden algo más grande y más hermoso: Tres Personas que revelan su amor al crear el universo, para invitarnos a una amistad eterna.

La peor manera de acercarnos a Dios es el camino de los conceptos. Los catecismos anteriores insistieron demasiado en aquello de la naturaleza y las personas de Dios.

Pero el Evangelio es ante todo una invitación a realizar una experiencia. No se trata de definir la luz, sino de sentir su caricia sobre el rostro. No es posible definir la bondad, pero sí alegrarnos de que nos toque el alma.

En una tribu indígena, donde amanecía el cristianismo, un muchacho aseguraba haber visto a Dios. Y cuando sus amigos le preguntaban cómo era, el joven permanecía en silencio.

¿Es como un águila?, insistía el grupo. ¿Semejante al jaguar? ¿O como el rayo que desgaja los árboles?. ¿Parecido a un colibrí enorme, de infinitos colores y vuelo invisible? Y el muchacho callaba.

Pero cuando sus compañeros lo acosaron, aquel indígena les confesó: Ustedes comprenderán. Propiamente yo nunca le he visto. Pero sé que El me ama y yo le amo.

2. La ventana de lo inefable

«Dijo Jesús: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora. Cuando venga el Espíritu de verdad os guiará hasta la verdad plena». San Juan, cap. 16.

El niño sale entusiasmado de la piscina. -Mami, dice, allí en el fondo hay un pez anaranjado en forma de triángulo. La mamá se sumerge a su vez y sale sonriendo: Cariño, no he visto nada.

-Mami, le dice el niño, es que para verlo hay que cerrar los ojos…

Se dice que el alma tiene tres ventanas, por las cuales se asoma al exterior. La primera se llama información: Buenos días. Hoy es domingo. Hace buen tiempo.

Por la segunda el alma se comunica: «Qué alegría verte»… «Te estoy acompañando»… «Esta será siempre tu casa…».

La tercera ventana, que se oculta detrás de velos y cortinas, es la ventana de lo inefable. De aquellas cosas que no se pueden decir, que no alcanzamos a expresar con las palabras. Las insinuamos a veces con la mirada, con un gesto, con un balbuceo.

Lo inefable, es aquello que sentimos en lo profundo del ser, aquella plenitud y alegría que preferimos ocultar calladamente.

San Pablo escribe a los Romanos que el Espíritu clama con gemidos inefables en lo interior y nos enseña así a hablar a nuestro Padre.

Tras esa misma ventana de lo inefable vive Dios.

La teología nos dice que es Padre, Hermano nuestro y Fuerza y Luz de todo lo creado. Allí brota la oración, que muchas veces no es un discurso lógico, sino solamente un anhelo, una angustia, un instinto trascendental de compañía.

Hemos querido encerrar a Dios en nuestras categorías humanas, medirlo, pesar sus actitudes en nuestra balanza, tomarle cuenta rigurosa de su conducta, reducirlo a nuestra imagen y semejanza. Pero El permanece más allá, escondido en el área del misterio, región incomprensible para la humana lógica, pero territorio real.

También viven en el misterio la amistad, la confianza, el pudor, la sana ilusión, los ideales.

Ese Dios inefable nos da a comprender muchas cosas que no podríamos captar de una sola vez: El sentido del dolor, el valor de un fracaso, la profundidad del amor, lo efímero de nuestros triunfos, lo positivo de la virginidad, la alegría de la muerte.

Nos lo enseña poco a poco, con paciencia de madre y precisión de viejo maestro.

Basta que madruguemos antes de que comience el estruendo de este mundo, que descorramos las cortinas de la tercera ventana, que cerremos los ojos, cómo el niño de nuestra historia.

Allí lo encontraremos esperándonos.

3. Querido Dios:

«Dijo Jesús: Cuando venga el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad plena y os comunicará lo que está por venir». San Juan, cap.16.

Cuando nosotros, cristianos comunes y corrientes, pasamos por la escuela, aprendimos muchas cosas de Ti. Nos dijeron que eras un sólo Dios en Tres Personas. Que al Padre se atribuía la creación, que Jesucristo tenía dos naturalezas, que el Espíritu Santo era el Paráclito y a la vez el alma de la Iglesia.

Para serte sinceros, de todo esto entendimos muy poco. Al paso de los años casi todo se nos borró de la memoria y hoy no nos dicen nada esos «misterios». Tu amor y tu presencia, envueltos en un lenguaje arcaico y filosófico, permanecían abstractos y distantes y te sentíamos lejos de nuestro problemas concretos y de nuestras preocupaciones ordinarias.

Pero está sucediendo aquí en la tierra algo de maravilla. A pesar de las guerras, los odios y el egoísmo de muchos, el papa y los cristianos auténticos, esparcidos por todos los rincones del mundo, están desenterrando el Evangelio.

Se hallaba oculto bajo el polvo de las bibliotecas, entre mucha palabrería escolástica.

Nuestra falsedad y rutina lo había cubierto con esa pátina que embellece los metales y las estatuas, pero que oscurece tu revelación y tu mensaje.

Entonces hemos empezado a abrir los ojos. Comenzamos de nuevo a descubrirte, a la luz de la fe que ensayan nuestros hijos. Algunos afirman que la juventud anda mal. Creemos que hay más fallas en nosotros los adultos, porque no supimos dar testimonio de Ti.

Nuestros jóvenes, aunque a veces por caminos errados, no cesan de buscarte. Todo esto nos llena de gozo y de esperanza. ¿Te acuerdas que así comienza un documento del último concilio?

Hoy, el misterio de tu Trinidad ya no nos suena a los oídos como un teorema aritmético. Comprendimos que Tú eres una familia, una comunidad plena y perfecta.

Nos alegra saber que toda paternidad, aunque no alcanza ni de lejos a copiarte, se parece a Ti: El origen de la luz, las valencias de los átomos, las esporas que viajan en la brisa, la evolución de las especies, el amor fecundo que nos dio el ser. Todo esto te revela, te traduce y te acerca.

Sentimos a Jesús como un hermano, un amigo al alcance de todos. Su presencia resplandece en todos los que nos rodean, pero más en los pobres y en aquellos que nos necesitan.

Al Espíritu Santo lo entendemos como un Amor muy grande y con mayúscula. Nos impulsa hacia las cosas buenas y nos muestra caminos eficaces para lograrlas: La rectitud moral, la realización personal, el equilibrio, la madurez, la simpatía, la generosidad, el civismo.

Todo aquello de sustancia personal, inefable y trascendente se lo dejamos a los teólogos. Te habrán contado que a veces nos hablan con un lenguaje tan rebuscado y técnico, que casi no entendemos tu palabra.

Leyendo el Evangelio de hoy hemos pensado: De veras, este Dios amable que vive tan cerca de nosotros nos guía a la verdad, nos habla muchas cosas en su oportuno momento y con El no sentimos angustia ante las sorpresas del futuro.

Con un saludo filial y cariñoso, Tus hijos.

— o o o —

Solemnidad del
Corpus Christi

1. La víspera de su pasión

«Jesús, tomando los panes y los pescados, los bendijo y se los repartió a los discípulos, para que se los sirvieran a la gente». San Lucas, cap. 9.

Los primitivos creyeron que el Señor sólo habitaba en las montañas. Más tarde comprendieron que toda la creación está encinta de Dios. Lo que San Pablo explicaba en sus cartas: «En El vivimos, nos movemos y existimos».

Jesús de Nazaret nos convence de esto con su enseñanza y sobre todo con su vida. Cuando sana enfermos, o multiplica el pan y los pescados, nos explica que la presencia de Dios, que su fuerza, nos acompaña siempre. Aunque también algunas veces, por medio de ciertos signos, se manifiesta y se hace más tangible.

La víspera de su pasión, mientras cenaba con sus discípulos, les insiste: Cada vez que repitan este gesto de compartir el pan y el vino en memoria mía, estén seguros de mi presencia entre ustedes.

Después de Cristo, los escritores y los catequistas de cada época nos presentaron la Eucaristía, haciendo énfasis en uno u otro aspecto del Sacramento del Altar.

Unos la señalan como el sacrificio de la nueva alianza, otros como la fuente de donde brota el cristianismo. Algunos escriben largos tratados sobre la presencia real, la gracia sacramental y sus efectos en quienes comulgan. Ultimamente se ha insistido en la fuerza social de la Eucaristía.

Todo esto es valioso. Pero a veces corremos el peligro de quedarnos en una teoría elaborada y colocarnos al margen de la vida. De la vida de Dios que se esconde bajo las especies sacramentales.

Hoy se nos habla del sentido ascendente de los sacramentos y de su sentido descendente. Es una manera profunda de comprender que aquellos son un signo maravilloso de Dios, presente en cada lugar de la tierra.

Antes, entendíamos solamente el sentido descendente de los sacramentos. Así afirmábamos que Cristo baja del cielo hasta el altar, en el momento de la Misa. Que la comunión es un contacto con Dios, quien viene de lo alto a santificarnos. Del mismo modo que las nubes descargan la fuerza del rayo, sobre la cima de algún monte.

Pero es más hermoso y más de acuerdo con el amor de Dios, el sentido ascendente de los sacramentos: Bajo la corteza terrestre existen millones de toneladas de materia incandescente. Durante miles de años, nadie sospechó su existencia. Pero de pronto, alguna montaña se coronó de fuego e iluminó la noche. Un signo demasiado pequeño, si lo comparamos con la realidad significada. Pero algún hombre que lo alcanzó a contemplar desde lejos captó aquel mensaje.

Cuando nos acercamos a la Eucaristía y compartimos en amistad aquel trozo de pan y aquel sorbo de vino, comprendemos que Dios invade todo el cosmos. Sólo que algunas veces se nos hace tangible y manifiesto por un signo pequeño, adecuado a nuestra pequeña dimensión de mortales.

Este es el Sacramento de nuestra fe.

2. La magia del recuerdo

«Tomando Jesús los cinco panes y los dos pescados, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que los sirvieran a la gente». San Lucas, cap. 9.

Recordar es oficio capital del amor. Lo confirman la etimología del verbo: Hacer regresar al corazón, y el lenguaje de los enamorados: No me olvides. Recuérdame. «Me llevarás en ti, aunque no quieras»…

También el Señor dice por boca de Isaías: «¿Podrá una madre olvidarse del hijo de sus entrañas?, pero yo nunca me olvidaré de ti, Israel».

«Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos», le insistía san Pablo a su discípulo Timoteo, en un contexto hebreo, donde recordar es mucho más que imaginar a alguien ausente. Para el judío, el recuerdo tiene la magia de hacer presente al que se ha ido, manteniendo con él una fuerte y continua comunión.

Desde el comienzo de la Iglesia, la Eucaristía, que es acción de gracias, significó igualmente memorial. En ella las primeras comunidades llevaban a la práctica el mandato de Jesús: «Haced esto en memoria mía». Y revivían la presencia salvadora del Maestro.

Cuando los evangelistas cuentan la multiplicación de los panes y el pescado, tienen dos intenciones: Narrar un acontecimiento especial de la vida de Cristo. Y relacionar la Eucaristía con esa multiplicación del alimento.

En la última cena, el Señor ordena a sus amigos recordarlo siempre y para ello, les da un signo que les motive la memoria, despertando también el corazón: Un poco de pan y un sorbo de vino compartidos en fraternidad. Esa noche les dijo: Tomen de este pan que es mi cuerpo. Beban de este cáliz que es mi sangre.

Se nos ocurre darle a las palabras de Jesús un sentido de separación: Es cierto que Jesús anunciaba allí su muerte en cruz.

Pero entre los judíos reiterar lo del cuerpo y de la sangre fortalecía la afirmación. Como quien dice: Yo estaré con ustedes, de un modo tan real como ahora me encuentro en esta Pascua.

Después de la resurrección del Maestro, los discípulos comprendieron que los panes y los pescados de aquella multiplicación anunciaban ese otro alimento que Jesús les daría.

San Pablo explicó luego a la comunidad de Corinto: «Yo he recibido esta tradición que procede del Señor. Y cada vez que comemos de este pan y bebemos de esta copa, nos unimos a la muerte y a la resurrección del Señor».

También afirman los enamorados que en las ausencias se alimentan del recuerdo. Esta expresión es válida. Aquí en la Eucaristía, recordando al Maestro, nos alimentamos para tener vida en abundancia.

Alguien curiosamente ha calculado que si un hombre normal gastara diariamente igual cantidad de energía que un colibrí, tendría necesidad de 155.000 calorías. Y para ello habría de ingerir, en las veinticuatro horas, 170 kilos de papas, o 60 de pan.

No es posible vivir de ningún modo sin la energía de Dios. La necesitamos a diario para actuar decentemente, para abordar nuestras tareas, superar los conflictos, sanar los propios yerros, hacer el bien al prójimo, comprometernos con la justicia.

Los cristianos sabemos el secreto para alcanzar todo esto: Recordar al Señor Jesús, mientras participamos de su mesa.

3. El pan de la tierra

«Jesús, tomando los panes y los pescados, los bendijo, los partió y se los dio a los discípulos para que los sirvieran a la gente». San Lucas, cap. 9

Multitud que sigue a Cristo por la región del Tiberíades. Gente pobre que no lleva nada en su alforja para el hambre del mediodía. Judíos ansiosos de escuchar una palabra de esperanza.

Jesús sale al encuentro de esta multitud necesitada. Multiplica el pan y el pescado y todos regresan saciados a sus casas.

Con este signo el Señor anuncia la Eucaristía. Se cuenta de un marqués yendo a comulgar, le cedió el paso a su criado, diciéndole: Pasa adelante que aquí todos somos iguales.

La anécdota sería edificante y plenamente cristiana, si no tuviera este sentido implícito: Sólo aquí somos iguales. Tal vez no hemos profundizado en el sentido social del Sacramento. Con él se nos invita a ser hermanos, a compartir nuestros bienes y nuestras oportunidades, a ayudarnos mutuamente a crecer.

El Concilio Vaticano II, al reorganizar la celebración de los sacramentos, señala un presidente jerárquico, el sacerdote, pero a la vez suprime todo aquello que signifique discriminación entre los fieles, por razón de dinero o clase social.

La Eucaristía es signo de fraternidad y de unidad. Por eso la llamamos Comunión.

Será entonces profanación convertirla en sedante para los injustos y en anestesia para quienes sufren la injusticia.

Será profanación reducirla a un alimento de las almas que marchan hacia el cielo, sin comprender que es fiambre de quienes se han comprometido a reconstruir el mundo.

San Ambrosio, obispo de Milán, después de la masacre de Tesalónica, advierte al emperador Teodosio que no ofrecerá la misa si él se atreve a llegar al templo.

Es conveniente entonces revisar nuestra vida. El pan y el vino que colocamos sobre el altar significa ante todo nuestros deseos de igualdad y de caridad: Porque enseguida, unos pocos siguen acaparando los frutos de la tierra y las posibilidades de trabajo, en tanto que la gran mayoría pasa hambre y carece de un trabajo digno para ganarse el sustento.

Nuestra literatura cristiana ha insistido demasiado en la Eucaristía como el pan del cielo. ¿No será hora de entenderla como el pan de nuestra tierra: Un pan amasado de muchos granos, un vino exprimido de muchas uvas que nos están gritando unión, compromiso social, apertura al hermano, tarea esforzada de todos los días para edificar en la unidad un mundo digno, justo y fecundo para todos los hombres?

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