Papi, ¿por qué matan a la gente?
(Justicia, paz, piedad)
- Para robarle.
- Para que no hable.
- Porque todo el país se volvió un Chicago.
- Porque la gente ya no aguanta tanta injusticia.
- Un momento, un momento, dice el papá sentado a la cabecera de la mesa. Orden en la sala.
--Sí, papi, yo no les pregunté a ellos sino a ti.
- Muy bien, pero aquí hay libertad de opinión y todo el mundo puede aportar, protesta Agustín.
-- Yo diría, opina el papá, que esta situación se debe en gran parte a la impunidad.
--¿Qué es eso, papi?
- Que a nadie se castiga, hijo. O los culpables no aparecen o los sueltan por falta de pruebas. Se acabó la justicia. Además no hay vigilancia ni protección de ninguna clase. Tampoco hay solidaridad. La gente se para a ver que a uno lo atracan y no mueve ni un dedo para defenderlo.
-- Pues claro, papi. Si uno se mete le pasa una de dos cosas: O el. muerto es uno o le achacan el muerto, aclara Juan Luis.
- Puede ser hijo. Y no dejas de tener razón. Pero si todos nos uniéramos tal vez esto podría cambiar.
-¿Y quiénes somos todos, en una ciudad de tantos habitantes? Si el enemigo puede ser el que camina con uno, hombre, mujer o niño, el vecino, el compañero de trabajo. ¿Quién nos va a marcar a los buenos y los malos?
-- Yo insisto en lo de la injusticia, dice Agustín. ¿Qué más se puede esperar en una ciudad donde hay tantísimos desempleados?
- Sí, dice, la mamá, pero la gente se dañó por dentro. Ya no tiene corazón. La vida del otro ya no vale nada.
--¿Y quién es la gente, mami?
- Ya tu hermano te dijo: Todos o cualquiera.
- Sí. Yo salí anoche del trabajo, interrumpe Margarita, y tuve que venirme a pie. No tenía miedo, tenía terror. Miraba para atrás, para los lados. Todo el que pasaba me parecía un posible atracador. Llegué acezando y cuando mami me abrió la puerta, no podía creer que estaba viva.
- Y pensar que esta era una ciudad totalmente segura.
-¿Entonces qué pasó?
- Lo que pasó no sucedió de una vez, dice el papá. Poco a poco fuimos fallando en los detalles: Faltando a la palabra en los negocios, entrando mercancía de contrabando, engañando al gobierno, abusando de un amigo, dejando que la ambición del dinero se apoderara de nosotros hasta encontrar normal el negocio sucio, pagando mal a nuestros trabajadores. Y cuando menos pensamos, todo se nos vino abajo.
- Yo, mis hijos, dice pausadamente la abuela, no sé, tanto como ustedes pero he vivido muchos años. Creo que cada uno tiene razón. Pero han estado hablando de los síntomas y no de la enfermedad. El mundo está enfermo. Enfermo, porque se olvidó de Dios. El hombre hace algo y logra algo, de la mano de Dios. Solo no puede nada. Pero el hombre hizo unos cuantos aviones, fue a la luna, descubrió vacunas, se comunicó por satélites, entonces se llenó de orgullo, creyó que ya lo había resuelto todo y que no necesitaba de Dios. Al principio es una oración que no se reza, una misa que se deja, una autoridad que no se acata y al final es una falta de amor. Y sin amor ¿quién es el otro? Nadie. Por eso abuso de él, lo manipulo, lo mato.
Todo el mundo guarda silencio.
-- Entonces, abuela, ¿qué hacemos?
- Convertirnos, hijo, convertirnos.